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Sí, lo hice es una historia tan trepidante que parece que se está escribiendo mientras se lee. Un relato en el que Victoria Bermejo le da un sopapo a ese pseudoentramado que hoy llamamos literatura y se mofa de las pretensiones de los escritores advenedizos y de las neuras de los consagrados, todo ello en un desbarajuste que se balancea entre la risa y el misterio, y donde el disparate es de aúpa y el regocijo y la intriga están garantizados.
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Sí, lo hice - Victoria Bermejo
1
ES MUY DIFÍCIL SABER cómo empezó todo; cualquier idea, cualquier acción tiene muchos principios. Unos son causas; otros, efectos; unos vienen de deseos y algunos impuestos por un destino fatal decidido en un segundo.
Por muchas vueltas que le doy, no sé cuál es la razón que me llevó a salirme de mi ruta. No sé si soy mala o buena o regular, no sé si he hecho bien o mal y, además, ¿qué es eso de estar juzgando todo como si hubiera una ley divina o humana por encima de nuestras cabezas?
Todo lo que parece horrible en un momento dado, a veces, con el tiempo, nos hace gracia, nos resulta simpático. Ya lo dijo Fidel: «La historia me absolverá». Yo creo que no lo ha absuelto para nada, pero a él le sirvió de coartada para comportarse como lo hizo.
Yo tengo tantas coartadas que no creo que nadie me descubra. Bueno, hasta que todo salga a la luz; y entonces, ya pensaré qué hago. Aunque puede que eso tampoco ocurra nunca. La verdad es que creo que jamás se sabrá, no he dejado muchas trazas de mi conducta.
Lo único cierto es que mi vida era bastante aburrida hasta el día en que hice lo que hice, y por lo menos me he divertido y le he sacado jugo a mi coco. Por fin he conseguido un sobresaliente, por un mérito u otro, cuando desde pequeña me he tenido que conformar con un bien como máximo continuamente…
La ocasión la pintan calva, y yo he sabido lanzarme al vacío con gracia.
Ahora mismo voy a empezar a contármelo todo, como decía la profe de Narrativa de aquel curso online, sin miedo y como si abriera un grifo y el agua corriera por donde le diera la gana. O como un corcho que salta dejándose llevar por la corriente.
No voy a tener miedo de explicar cómo soy y cómo son los demás frente a mí. Sobre todo cómo es ella, la que me ha impulsado a hacer lo que hice. Voy a analizar mi comportamiento como si se tratara de un documental sobre animales.
No sé cómo llamarme a mí misma, porque impostora no soy; ladrona, tampoco; envidiosa, un poco; y valiente, hasta ahora, no mucho. Y lesbiana, para nada.
Pero esto que he hecho va a ser revolucionario, por lo menos para mí. He empezado a ser otra. Me he tirado sin red.
Voy a intentar recomponer mi thriller personal ante la página en blanco. Ya que con la ficción no he triunfado, voy a escribir un trozo impactante de mi autobiografía.
2
A VECES ME HE preguntado por qué me hice diseñadora gráfica, por qué elegí este trabajo.
Creo que uno de los primeros impactos visuales que recibí fue el de un grafiti en un muro delante de mi casa que decía: «Cuidadosamente mal vestido». Aparte de la frase, que es muy gráfica, pues te imaginas a alguien escogiendo ropa no para que le quede mal, sino para que le quede atractivamente mal, me chocó la excesiva inclinación de las letras hacia la derecha; de lejos, parecía una ola de dibujos animados. Con esa pintada me di cuenta de la plástica de las palabras, de la escritura.
Pensando ahora en ella, me he acordado de cómo escribía mi compañera de pupitre en primaria, Pía Jiménez, que separaba el rabo de la t y le ponía un punto redondo a la i. Esa i era insufrible, como si tuviera un grano de pus asqueroso en la frente, como si fuera una i histérica. Mi abuela, todavía conservo un libro dedicado por ella, escribía como si nada malo fuera a sucederle nunca, con aplomo, sus letras decían a gritos «me gusta la vida» y «sigo para delante». La de mi madre, en cambio, era demasiado pequeña, como su existencia; necesitaba una lupa para todo, no veía, no sentía, no sabía explicarse ni entendía qué hacía en este mundo, pero era buena y no amenazaba como otras madres con «si no haces esto te vas a enterar» o «me vais a volver loca». Mi padre escribía como si las letras mandaran mucho, apretaba tanto el boli que marcaba las páginas de abajo cuando me firmaba las notas, escribía con rabia, con precipitación. Seguro que hacía el amor igual de mal. Pim, pam, pum, fuego. Su letra tenía algo marcial o de reverendo padre. Mi primer novio tenía una letra infantil y diminuta, no levantaba nunca el boli de la página, como si estuviera haciendo salchichas mientras escribía; las palabras eran trocitos de picadillo de letras, salpicaban la hoja. Si veías la página desde arriba, era como si fuera desacompasado con el baile: su manera de escribir y lo que pensaba no ligaban; además, se salía de los márgenes porque quería aprovechar demasiado el papel. Era un tacaño, en realidad. Y no me gusta nada la escritura rata, la megapequeñita, que parece que se lo guarda todo para ella o que quiere que no se lea bien el mensaje.
Yo, los días que estoy bien, escribo muy grande; y los que estoy mal, tengo letra de médico. También, dependiendo del boli que use, la letra me sale elegante o barriobajera.
Es una pena que en los wasap no se vea un estilo propio, un ADN caracterológico, un estado de ánimo a través de la escritura. Se pierde la posibilidad de análisis, de revelación de la personalidad que tenían una carta, una nota… Es una estereotipación fatal.
La letra, en realidad, es lo que me ha llevado a todo: a mi profesión, a mi deleite, a mi envidia, a mi osadía… Las letras son los signos que construyen las palabras. Las palabras, lo que llevo persiguiendo toda la vida.
¡Las palabras tienen la culpa de todo!
3
LOS DOS EDIFICIOS, AMBOS del año 29, se erigían preciosos y gemelos en esa amplia avenida de la ciudad. Los burgueses, que se hicieron inmensamente ricos gracias al textil, levantaban casas en el Ensanche con la misma facilidad con que los niños levantan castillos de arena en la playa.
Ese mismo año, el 29, se inauguró la Exposición Universal, y en la plaza de España se construyó un hotel en solo treinta días. Era un año de riqueza y esplendor en la ciudad.
El empresario que sufragó la construcción de los edificios lo hizo con la idea de dejarle uno a cada una de sus hijas. Eran exactos de pies a cabeza: los mismos balcones, ascensores, colmenas en la azotea, dibujos esgrafiados en la fachada.
Seguramente en la época no fueron de los más bonitos y lujosos, pero como les pasa a algunas personas feas, ganaron mucho con el paso del tiempo: tenían solera y dignidad. Además, para darle mayor armonía al conjunto, en los bajos quedaban tres tiendas antiguas: una lencería, una ferretería y un bar estrecho de barra de madera con unas fotos envejecidas de los alrededores del barrio, de cuando todo se ideó. La cuarta tienda, que había sido una colchonería en principio, ahora la llevaban unos chinos y vendían gadgets y hacían fotocopias y fotos para el carnet de identidad. Se llamaba Honesto.
Por dentro, las dos casas gemelas se diferenciaban en la portería: una estaba igual que en su origen, con la marquetería de caoba y el espejo con los bordes biselados; en la otra, en los sesenta, habían cambiado la madera de caoba de medio vestíbulo por una pintura lila horrorosa y en lugar del espejo habían colgado un cuadro abstracto.
En uno de los dos edificios, el de caoba, había vivido uno de los pioneros del cine, uno que hizo una película famosa sobre chabolas y gitanos, y en el de la portería lila, una presentadora de televisión de los años sesenta, de esas que se cardaban el pelo y lucían vestidos y chaqueta a conjunto, de las que por las noches tomaban un raf —así se llamaba a las primeras combinaciones de ginebra con Coca-Cola— en un pub, y cuya gloria máxima fue salir en la portada de una revista de segunda el día en que su hija hizo la primera comunión, y que ya solo recordaban los abuelillos que ven la tele en los asilos.
No se sabe si las casas tienen memoria. Algunos piensan que sufren encantamientos, igual que esa manzana de la ciudad donde en cada número hay un siniestro, un suicidio, una muerte prematura, una ruina… Uno de los damnificados se trajo a un sabio coreano que entendía de esos fenómenos para que investigara. El coreano llegó a la conclusión de que la desdicha se debía a que las monjas que habían heredado el terreno no respetaron la voluntad de la difunta y especularon en lugar de levantar un convento y ponerle su nombre, que era la condición principal de la donación. Y eso trajo consigo la maldición eterna.
Lo que está claro es que antes de que sucedieran estos hechos, de que el destino cruzara a las dos protagonistas de esta historia, nadie podía imaginar que entre esos dos edificios se generaría una trama así. Una historia que tiene un espíritu algo gemelar. Una intriga que solo los lectores de este libro llegarán a conocer profundamente.
4
ADEMÁS DE LAS LETRAS, también me flipan los números. Por ejemplo, los que forman el de mi casa, 341, suman ocho; y el de la gemela, la suya, el 343, diez, y además es capicúa: ella siempre con la suerte por delante.
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