Madre!
Por Paz Padilla
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Están para lo bueno y para lo malo. Conocen nuestros secretos, nos escuchan y saben cuándo se necesita un abrazo, una risa o el mejor consejo…, aunque lo den de aquella manera.
Tras el fenómeno editorial de El humor de mi vida, Paz Padilla vuelve a encogernos el corazón con este libro dedicado a Lola, su madre, describiendo con maestría el acompañamiento, la compasión, el amor y el humor; las herramientas que les han guiado ante los reveses de la vida.
Un emocionante recorrido a través de tres generaciones donde evocamos a la madre de nuestra propia infancia, a la que nos ayuda cada día y a la que sigue en nuestro recuerdo, aunque ya no esté con nosotros.
Un homenaje a todas las que dieron todo sin tener nada, para que las mujeres de hoy caminen libres.
«A la sombra del árbol del paraíso, en una casa con tejado de uralita, se crio Lola, mi madre.
Lo único que podía llevarse a la boca eran algunos caracoles y muchas risas.
Cada día era una aventura y así nos enseñó a vivir».
Paz Padilla
Paz Padilla es la autora del fenómeno editorial de 2021: El humor de mi vida, basado en su dramática y maravillosa experiencia vital, con más de trescientos mil ejemplares vendidos a día de hoy. Su carrera multifacética comenzó en 1994 tras su aparición en el programa de humor Genio y Figura. Desde entonces, ha hecho de todo en el mundo del espectáculo, excepto dejar de trabajar. Ha intervenido en un sinfín de programas de radio y televisión como cómica o presentadora, desde Crónicas marcianas a Got Talent, mientras crecía su talento como actriz en El club de la comedia, en series como ¡Ala… Dina! o Mis adorables vecinos, en largometrajes de la talla de Cobardes, comedias como A todo tren 2 y El Hotel de los líos y en exitosas obras de teatro como Sofocos, Desatadas y la versión escénica de El humor de mi vida, que ya han visto más de cien mil espectadores. Antes de El humor de mi vida, fue autora de otros dos libros: Ustedes se preguntarán cómo he llegado hasta aquí, en 2002 y Quién te ha visto y quién te ve, Mari, en 2013. En la actualidad, Paz interviene junto a su hija Anna Ferrer en Te falta un viaje –programa creado por ella misma–, sigue interpretando a La Chusa en La que se avecina, continúa con las representaciones de la obra de teatroy forma parte del equipo de conferenciantes de Mentes Expertas. De todo, menos dejar de trabajar.
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El humor de mi vida Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
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Madre! - Paz Padilla
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Madre! © 2024, Paz Padilla Díaz
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Revisión editorial: Pablo BarreraDocumentación: Adrián Benítez
Diseño de cubierta: Rebeca LosadaFoto de la autora: Fran Medina
I.S.B.N.: 9788491398943
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
1. El Cachón
2. Ni pa correrte
3. Cristales sin ventanas
4. Qué dedo me corto
5. Una mano peluda
6. Solo estamos ensayando
7. Tanto follar es vicio
8. Bajo el árbol del paraíso
9. Volverá a ti
10. La voltereta
11. La calle Soledad
12. Comer y cariño
13. Entre risas y llantos
14. El órgano
15. Volar y dar con la vara
16. Prescripción facultativa
17. No llores más
18. No quiero perderme nada
19. No te quea na
20. ¡Shicorecorrío!
Biografía de Paz Padilla
Si te ha gustado este libro…
A las mujeres de mi vida: Anna, Doña Lola y la Cuchichina.
Y a mis hermanas y hermanos, que han caminado conmigo y compartido sus recuerdos.
Prólogo
Parí a mi hija Anna un 23F. Ya es casualidad, carajo. En el aniversario del asalto del coronel Tejero y sus colegas al Congreso de los Diputados. Eso sí, lo de Anna sí que fue un golpe de Estado en toda regla. Y a diferencia del de Tejero, este salió adelante: teta, biberón, pañal, lloros, guarderías, colegios, dientes, rabietas, adolescencia, peloteras de todo tipo…, y criándola sola. Eso es una dictadura y lo demás, cuento. Aunque ahora que lo digo, Anna seguro que también piensa lo mismo, pero al revés: «Qué pesada mi madre siempre encima de mí…», y más una madre como yo, que no deja de cachondearse de todo y ser el centro de atención.
Anna dice que de pequeña le daba vergüenza que yo fuera su madre, siempre haciendo el tonto a la salida del colegio. Estaba ella en clase un día copiando un ejercicio y de repente todo el mundo se echó a reír, señalando una ventana. La pobre mía se temió lo peor. No quería ni levantar la vista. Efectivamente, tras el cristal estaba yo haciendo aspavientos para llamar la atención de mi chiquilla. Y ella, tierra trágame, claro.
Anna es lo más bonito que me ha pasado en la vida y todos los sacrificios han valido la pena. En realidad, sacrificio no es la palabra. El sacrificio no tiene recompensa y yo no he perdido nada por ella: todo mi tiempo lo he dado con generosidad porque la amo, sin esperar nada a cambio. Y, aun así, ella me ha recompensado devolviéndome todo ese amor que yo le he dado.
Suena todo muy bonito, pero luego hay que vivirlo, ¿a que sí? Día a día durante veinte años… como mínimo, si es que no tienes garrapatas de los que superan la treintena sin independizarse. Pero yo no me quejo.
He sido estricta con Anna en las cosas básicas: las notas, las faltas de respeto, la desobediencia. Pero he tratado de no discutir nunca y mucho menos de imponer. La he enseñado a hablar de todo sin reparos, ya sea de lo divino —el amor— o de lo humano —el follisqueo—. Y reír, reír mucho, con cada tontada que pase en el día, celebrar la vida, disfrutar de estar aquí. A cambio yo he aprendido de ella a valorarme como mujer, a hacerme fuerte y resistente ante las dificultades, a entender que lo que he conseguido, en un negocio rodeado de hombres y de gente poderosa, peleando por mostrar mi talento, me ha empoderado y me ha hecho libre. Tener al lado a mi Anna adulta me ha hecho ser mejor.
Pero si echo la vista atrás, me doy cuenta de que no es la primera vez que vivo este proceso. Solo que estando en distinta posición. Reír ante las adversidades, echarse a la espalda una familia, hacerse poderosa y valiosa ante su comunidad… eso ya lo hizo Lola, mi madre. Lo suyo con más valor, porque tuvo siete hijos, porque su marido y ella nunca tuvieron un duro, porque fue niña en una época que no tenía contemplaciones con los débiles.
Lola era una cachonda con un corazón muy grande. Muy mentirosa. Le encantaba el follón. Si te insultaba, se metía contigo y te hacía rabiar, es que te amaba. Su vida era humor. Cuando quería, encendía la llama. Le encantaba ser el centro de atención, explotando su vena de monologuista. Poseía un repertorio de anécdotas que le animábamos a que contara para deleite de nuestros amigos cuando estábamos en reunión. Las habíamos oído mil veces, las relataba siempre exactamente igual. Sabía dónde estaban los mejores chistes y dónde tenía que ponerse más íntima para ponerle también su lagrimita. Camaleónica, le daba a cada uno lo que necesitaba. A ver, no es que le regalara dinero a nadie, que ella no tenía un duro, pero sabía agradar a los demás y conseguía que se amoldaran a ella.
Todo el mundo oye, pero pocos escuchan. Lola era la que mejor sabía escuchar de cuantas personas he conocido. Pero tenía un reverso que no gustaba a muchos, porque cuando hablaba, sabía bien lo que decirte. A veces esas palabras eran bonitas y otras lo que hacía era, como se dice en Cádiz, mandarte al carajo. Porque, ya te aviso, tenía una lengua como un carretero. Eso sí, podía decir una barbaridad a cualquiera, pero no caer mal a nadie. Hacía reír con su franqueza. Y con ese superpoder conquistó a todos.
Pasó por momentos realmente duros, pero jamás perdió la alegría. Y eso que vivió en una época triste y oscura. Sin un duro, con familia numerosa, con gente a su alrededor con serios problemas con la bebida y toda una sociedad remando en contra, lo de empoderarse era un reto que podía costar la vida. Lola se enfrentó a todo y se fue de este mundo siendo la versión de sí misma que había querido ser.
1
EL CACHÓN
Quiero que te imagines el sur de hace más de un siglo. Un mundo que no sale en las películas. No el de señoritas con sombrillas y faldas de vuelo y señores con bigotes enormes que les tapan las bocazas. Tampoco el de los coches con manivela ni el de los globos aerostáticos. Hablo del mundo de los que no tienen nada. Mientras en el centro de Europa se pegaban de tortas en la I Guerra Mundial, en un extremo del continente, ahí abajo, en el sur, la vida iba a otra velocidad. Más de la mitad eran analfabetos y muchos más de la mitad, pobres de solemnidad. Y muchos de los que tenían títulos solemnes, también eran pobres.
Mi abuelo era guardia civil y vino de Talavera de la Reina destinado a Medina Sidonia, el sitio con más títulos nobiliarios de la historia de España. Pero ninguno de esos títulos cayó en los Carboneritas, que era como llamaban a mi familia. Conoció allí a una muchacha, Anita, teniendo ella catorce años. Se juntaron una noche y pa to la vida. Pero literalmente: la familia de mi abuela les pilló en una habitación, tan solo charlando. Y cara a los ojos de todos, esa niña ya estaba destronada. Ni se pararon a preguntarles si había pasado algo entre ellos y mucho menos si sentían algo de amor el uno por la otra. Supongo que eso vendría más tarde. O no.
Por la profesión de mi abuelo se recorrieron la geografía española. Eran casi nómadas. Y por el camino fueron naciendo muchachos, Andrés, Pepe y Pedro. La primera niña, Lola, nació en un pueblecito de la sierra de Girona en 1928. España seguía siendo pobre, la mitad de sus habitantes seguían siendo analfabetos y aquel pueblucho, además, estaba más perdido que un daltónico jugando al parchís: en lo alto del monte, al final de una carretera de curvas, curvas y más curvas. Ya de mayor, Lola quiso ir para reencontrarse con sus orígenes. Por el camino iba más callada que la hache, con la cara blanca como el papel del váter:
—Paz, esto de reencontrarse con los orígenes de una a lo mejor está una mijita sobrevalorado.
Tras doscientas docenas de volantazos a diestro y siniestro y nosotras convertidas en accionistas de Biodramina, cuando por fin llegamos, mi madre respiró hondo y solo fue capaz de decir:
—Con razón nos largamos de aquí, carajo.
Hacía una temperatura tan baja que se te metía por dentro del cuerpo. Si pasamos frío aquel día, con todas las comodidades, cómo sería la cosa hace noventa años. Nos sucedió algo mágico mucho tiempo más tarde. Cuando Lola se estaba muriendo, tumbada en la cama, se quedaba mirando a la nada mientras decía:
—¿Y esa niña quién es? ¡Me está sonriendo! ¿Qué quiere esa niña?
Mi hermano Manolo se acercó adonde estábamos los hermanos y nos susurró:
—¿Vosotros sabéis que a mamá se le murió una hermana cuando era pequeña, verdad?
No teníamos ni idea. En aquel pueblo helador, durante la década de los treinta, Lola había tenido una hermanita chica. Falleció de neumonía, como no podía ser menos. Pero en sus últimos momentos, aquella niña le quiso acompañar, quizás vino a jugar con ella de nuevo. Tuvo que esperar un puñado de años, eso sí.
Lola tuvo otro hermano más: mi tío Juan, al que llamaban Lele. Este por lo visto era muy bruto. Pero bruto, bruto, bruto. Que ya he dicho yo que en esa época había mucho analfabeto, pero en ese pueblo si preguntabas por el Bruto, sabían que te estabas refiriendo al Lele.
Cuando estaba haciendo la mili, Lola y su padre fueron a visitarlo al cuartel. Lo destinaron a la otra punta del país y allá que fueron. No me preguntéis dónde, en palabras textuales de mi madre las coordenadas de la ubicación exacta eran «el quinto coño». Pero la ilusión de ver al pequeño vestido de verde, portando el cetme y con la bandera de la patria en el pecho, diluía todas las penurias. Medio sueldo se había ido en comprar frutas y un queso payoyo por insistencia de su madre, «que al chiquillo le gusta mucho». El queso por el camino iba hediendo que parecía un cadáver del Pleistoceno, y en cada autobús que montaban se hacía un vacío alrededor comparable al área de seguridad de Chernóbil. Tras horas y horas de viaje, al llegar lo llamaron por megafonía:
—Juan Díaz García, acuda a la central. Juan Díaz García, acuda a la central…
Allí no acudió nadie. El encargado miró suspicaz a Lola.
—¿Pero usted está segura de que está aquí su hermano?
—Que sí, que sí, que nos ha mandado una carta con esta dirección, tiene que estar aquí.
Volvieron a llamarlo. Y nada.
—A ver, no se habrá confundido de nombre.
—Sabré yo cómo se llama mi hermano. Por favor, insista, que nos hemos recorrido media España para verle. A lo mejor con los disparos no le oye.
—Yo le llamo, pero usted saque esa comida fuera, que voy a tener que hablar al micro con la máscara de gas puesta.
—Yo la saco si usted le avisa, pero fuerte.
—Juan Díaz García. ¡Juan Díaz García!
El hombre gritaba por megafonía, que se oía hasta en el pueblo de al lado. Y nada… Primero frustrados y después preocupados, se tuvieron que volver. Quizá Lele habría puesto mal la dirección. Si no, ¿dónde iba a estar? Si la dirección no era esa, ¿cómo localizarle? ¿Se habría dado a la fuga? Se fueron comiendo el queso payoyo y las frutas pochas en el camino de vuelta. Con lo que habían costado, la del pobre: antes reventar que sobre. Y vamos si reventaron. Fueron dejando el rastro como Pulgarcito por toda la geografía española. Ya no sabían qué era peor, si la cagalera o la pérdida del hijo y hermano. ¿Tenían que dar a Lele por perdido?
Un año después, cuando ya casi no contaban con él, Lele volvió a casa. ¡Estaba vivo! Entró el muchacho por la puerta soltando el petate, pero con una cara de siete metros. Parecía un toro miura, echando humito por los orificios de la nariz.
—Hay que ver, todos mis compañeros recibiendo visitas durante el año y mi familia me ha tenido completamente abandonado.
Lola y su madre escucharon ensirocadas, con los ojos inyectados en sangre. Lola corrió al cajón de la cómoda, donde tenían su carta guardada, hasta entonces el último recuerdo del pequeñín a quien nunca más esperaban volver a ver.
—Nosotros fuimos a este cuartel, que hicimos más carreteras que los romanos. Si pusiste mal la dirección, ¿qué le hacemos? Encima tienes la poca vergüenza de venir enfadado, a saber en qué cuartel has estado tú.
—A ver la dirección.
Lele cogió la carta y la miró de arriba abajo.
—Esto está bien puesto.
—¿Entonces por qué no viniste, cojones? Que íbamos cargados como burras con comida, que no sé cómo no nos sentiste, porque el queso payoyo olía a tres kilómetros. ¡Media hora estuvieron llamando por megafonía! ¡Juan Díaz García! ¡Juan Díaz García! El hombre de la puerta venga a chillar, afónico perdido.
A Lele le cambió la cara en un instante.
—Aaah… yo es que creía que era otro.
—¿Cómo que era otro? ¿Ese no eres tú y tus apellidos?
—Yo qué sé… yo solo sé que me llamo Lele.
Buena persona era, aunque espabilado lo justo. Pero a cada uno hay que pedirle lo que pueda dar y no más.
Con esta tropa, Lola aprendió que más valía arremangarse y ponerse ella al mando de las operaciones, que era mejor no depender de los demás y que si cometía errores, que fueran los suyos. No dejaría su destino en manos de nadie.
La familia se terminó asentando en Zahara de los Atunes. Del sur más sur, al fondo a la izquierda. A setenta y cinco kilómetros de Cádiz, que entonces eran más de cuatro horas de carretera, con un monte pelado a la espalda y al frente, una inmensidad de arena y mar para jugar y correr. A la derecha desemboca el río Cachón y más allá, kilómetros de playas cerradas por los militares. A la izquierda, un acantilado rompe la playa, un sitio tan perdido en la nada que allá se fueron a esconder un buen puñado de nazis a vivir la vida después de la II Guerra Mundial, con el beneplácito de la dictadura y sin que nadie fuera a buscarlos jamás. Aún hoy a esa zona la llaman la playa de los Alemanes.
El picoleto y Anita se instalaron en la parte de Zahara donde se hacía la almadraba, en una casucha con techo de uralita y un pequeño patio bajo la sombra de un árbol del paraíso. Allí solo vivía la gente de la pesca del atún, durante el resto del año no había apenas nadie. Pero con los años el pueblo fue creciendo y a la familia del picoleto comenzaron a apodarla los Cuchichines, porque mi abuelo cazaba perdices y para llamarlas les decía: «Cuchi cuchi cuchi». Y con eso se quedó.
—Ahí viene el Cuchichín —se oía por la calle cuando aparecía con la escopeta y los bichos atados