La esperanza de morir: El sentido cristiano de la muerte y resurrección del cuerpo
Por Scott Hahn
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La promesa de la resurrección corporal pone de relieve la necesidad de un cuidado digno de nuestros cuerpos en la hora de la muerte. Scott Hahn analiza tanto las Escrituras como la enseñanza católica y nos recuerda que nuestros cuerpos han sido hechos por un Dios que nos ama. Incluso en la muerte, esos cuerpos señalan el misterio de nuestra salvación.
Scott Hahn
Scott Hahn is Professor of Theology and Scripture at the Franciscan University of Steubenville, in Steubenville, Ohio. He also holds the Chair of Biblical Theology and Liturgical Proclamation at St. Vincent Seminary in Latrobe, Pennsylvania. He is author of The Lamb's Supper, Lord Have Mercy; Swear to God: The Promise and Power of Sacraments; and Letter and Spirit: From Written Text of Living Word in the Liturgy.
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La esperanza de morir - Scott Hahn
1. LA VIDA Y LA MUERTE
Cuando mi hija Hannah iba al instituto, le fascinaban los zombis. Yo era incapaz de entenderlo. Y, para ser sincero (ya me perdonarás, Hannah), me parecía un poco raro. Más tarde empecé a darme cuenta de que no era la única. No había más que ver el éxito televisivo de The Walking Dead, de novelas best-seller como Guerra mundial Z, y hasta de una película titulada Orgullo y prejuicio y zombis (que, por supuesto, ni he visto ni puedo siquiera imaginar).
Nuestra cultura lleva cerca de unos quince años obsesionada con la idea de los muertos vivientes. Y, aunque al principio esa obsesión podía parecer «rara», en realidad esconde algo: algo más allá de la sangre y el gore. En el trasfondo de cualquier relato de zombis, desde Zombi: guía de supervivencia hasta Zombis Party (Una noche… de muerte), lo que el autor se está preguntando son siempre dos cosas: qué significa vivir y qué significa morir.
No creo que sea una coincidencia que una película de culto de bajo presupuesto como La noche de los muertos vivientes (rodada cerca de mi ciudad natal de Pittsburgh), que inauguró el fenómeno zombi, se remonte a 1968: una época en la que todas las respuestas en torno a la vida y a la muerte que el cristianismo venía ofreciendo desde siempre cayeron repentinamente bajo sospecha.
No obstante, durante las últimas cinco décadas el mundo no solo se ha cuestionado las respuestas que ofrece el cristianismo, sino que las ha olvidado. La mayor parte del mundo, incluido el que en su día fue hondamente cristiano, ha dejado de saber qué entiende el cristianismo por vivir y morir. Ya no sabemos quiénes somos; y ese olvido cultural es una de las necesidades imperiosas que dan pie a la nueva evangelización.
Vamos a empezar a atender esa necesidad retrocediendo hasta el principio, hasta el Génesis, hasta la primera página de la historia de la vida y la muerte de la humanidad.
El aliento de vida
En todas las misas de los domingos rezamos el credo niceno. El credo está dividido en tres secciones: una dedicada al Padre, otra dedicada al Hijo y otra dedicada al Espíritu Santo. Al inicio de la tercera nos dirigimos al Espíritu Santo como «Señor y dador de vida». Lo de «Señor» está bastante claro: el Espíritu Santo es Señor porque es Dios, es una de las tres Personas divinas de la Santísima Trinidad. Pero ¿qué significa que es «dador de vida»?
La respuesta a esta pregunta nos la ofrece el libro del Génesis por dos vías.
En primer lugar, esto es lo que leemos en Génesis 1, 1-2: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas».
Según este pasaje, el Espíritu Santo es dador de la vida física, de lo que los griegos llamaban bios. Es el poder del Espíritu Santo el que hace crecer los árboles, brotar las flores y latir nuestros corazones. Parafraseando el libro de los Hechos 17, 28, todo lo que vive, se mueve y existe lo hace gracias al Espíritu que da bios: la vida biológica natural.
Pero hay vidas y vidas… Es decir, hay bios… y hay zoe. Zoe es la palabra que los traductores del Antiguo Testamento al griego emplean en Génesis 2, 7: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida [zoe]; y el hombre se convirtió en ser vivo».
A diferencia de bios, zoe implica mucho más que la existencia física. Dios no se limita a insuflar aire en la nariz de Adán: le insufla vida: vida espiritual, vida eterna, vida divina. Insufla en Adán su propia vida. Le da a Adán la vida que desde toda la eternidad el Padre comunica al Hijo y el Hijo recibe y comunica a su vez al Padre1. Una vida tan plena, tan absoluta, que es una Persona: la tercera Persona de la Trinidad. Dios insufla su Espíritu en Adán, y eso permite a Adán vivir una vida que no es solo natural, sino sobrenatural.
Desde el primer instante de su existencia, Adán, lleno de zoe, conoce a Dios íntimamente, familiarmente, como un hijo conoce a su padre. Y, además, se asemeja a Dios como un hijo se asemeja a su padre, aunque no con una semejanza física, sino espiritual e intelectual.
Dios hace a Adán a su imagen, lo que significa que Adán es capaz de razonar, de crear, de distinguir el bien del mal y de entregar su vida en y por amor a otro. También está dotado de unidad: de lo que san Agustín llama memoria. Dios es Tres, pero también es Uno. De modo semejante, aunque con el paso de los años Adán cambie de aspecto y piense y sienta de un modo diferente, sigue siendo el mismo Adán. Existe una unidad interna entre lo que fue en el pasado y lo que será en el futuro. La memoria mantiene unidos el pasado, el presente y el futuro en una sola persona.
Lleno de vida divina y creado a imagen de Dios, Adán es capaz de vivir realmente tanto natural como sobrenaturalmente, es decir, no solo es capaz de copular con Eva, sino también de conocer a Eva, de elegirla, amarla y cuidar de ella como su esposa.
Adán también es capaz no solo de engendrar hijos, sino de ser el padre de sus hijos: de ser el padre de Caín, de Abel y de Set de un modo semejante a como Dios es su padre.
Y lo más importante: Adán es capaz de adorar a Dios en espíritu y en verdad en esta vida y en la otra, de participar de la misma vida de Dios para toda la eternidad, recordando siempre sus dones y el cuidado que Dios le prodiga cada día de su vida.
Dios da a Adán la existencia, pero también le da la vida. Le da a Adán la capacidad de vivir una vida plenamente humana en el amor, la amistad, la familia y la comunidad. Y le da la capacidad de vivir una vida más que humana, una vida divina, con el Espíritu de Dios habitando en su alma.
Y entonces resulta que Adán va y pierde ese don de la vida divina para él y para todos sus descendientes.
La primera muerte
Una vez que se entiende la diferencia entre bios y zoe, las palabras que Dios dirige a Adán y a Eva en Génesis 2, 16-17 empiezan a cobrar algo más de sentido. Al establecer las normas básicas para vivir en el Edén, dice Dios: «Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir».
El hebreo original pone un énfasis aún mayor en la palabra «morir». La traducción literal del pasaje es «morir de muerte».
Dios da la impresión de ir en serio. Muy en serio. Aun así, en el capítulo siguiente, Adán y Eva no se lo piensan dos veces y comen del árbol del que Dios les ha advertido que no coman… y no ocurre nada. Al menos aparentemente. No sienten náuseas ni se atragantan. No pierden el conocimiento. No caen fulminados.
Pero, cuando uno sabe que hay dos clases de vida —bios y zoe—, sabe también que hay dos clases de muerte: la muerte física y la muerte espiritual. Ese día, en el jardín del Edén, Adán y Eva no mueren físicamente, pero sí espiritualmente. Pierden algo mucho más valioso que la vida natural: pierden la vida sobrenatural, la vida divina, el don de la gracia santificante en el alma.
Si Adán no hubiera escuchado a su mujer, si hubiera replicado, si hubiera destapado las mentiras de la serpiente y se hubiese enfrentado a ella, quizá la serpiente lo habría atacado y él habría perdido la vida física, pero habría conservado el don más importante. No habría perdido la gracia santificante, el don de la filiación divina. Habría conservado la zoe.
Pero Adán no planta batalla y su error trae la muerte al mundo. Trae, en primer lugar, la muerte espiritual, privando de la gracia santificante no solo a él y a su mujer, sino a todos sus descendientes: a toda la raza humana. Eso es el pecado original; no es algo que hacemos: es algo que nos falta. Es la naturaleza humana privada de la vida divina. Y todo ser humano que nace hereda de sus padres esa naturaleza incompleta. Nacemos físicamente vivos, pero espiritualmente muertos.
La primera muerte va seguida de la segunda muerte. Después de traer al mundo la muerte espiritual, el pecado de Adán trae también la muerte física. No de manera inmediata, pero sí a la larga. Eso es lo que nos dice Pablo en Romanos 5, 12 cuando escribe: «Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron».
Esto suena al revés, como si la muerte la hubiera propagado el pecado. No obstante, si el pecado original es la pérdida de la vida divina, si los hombres no nacen depravados, pero sí privados de algo, entonces nacemos privados de la vida que estábamos destinados a poseer. Hablando en términos divinos, nacemos muertos. Y la muerte espiritual se propaga a toda la descendencia de Adán, que al nacer recibe la vida natural, pero no la vida divina. Y, como los que están espiritualmente muertos cometen pecados personales, se propaga la muerte física.
De nuestra naturaleza humana incompleta se sigue una vida incompleta: una vida que no es todo lo que estaba destinada a ser, ni natural ni sobrenaturalmente, ni física ni espiritualmente. La muerte física que experimenta la humanidad como consecuencia del pecado es como un contra-sacramento: un signo visible del estado invisible del alma incompleta, espiritualmente muerta.
Los muertos vivientes
Por desgracia, de Adán y Eva no solo hemos heredado una naturaleza humana incompleta. También hemos heredado la concupiscencia, la inclinación al pecado. La pérdida de la gracia por parte de Adán deja a todos sus descendientes una inteligencia oscurecida, una voluntad debilitada y unos afectos y unos apetitos desordenados.
Eso significa que a nosotros nos cuesta más que a Adán y a Eva antes de su caída conocer el bien, elegir el bien, hacer el bien e incluso querer el bien. El bautismo (del que hablaremos en el siguiente capítulo) restaura la vida de Dios en nuestras almas, pero no nos quita la inclinación al pecado. No restaura en nosotros la claridad de nuestra inteligencia, la fortaleza de nuestra voluntad ni la rectitud de deseo que tenían Adán y Eva al principio. Eso significa que, antes o después, todos pecamos. Elegimos nuestra voluntad en lugar de la de Dios.
Esta elección puede debilitar la vida de Dios en nuestra alma y, por lo tanto, hacernos más proclives a pecados mayores. O, si nuestras elecciones son lo suficientemente malas —e implican materia grave, conocimiento pleno y libre consentimiento—, pueden eliminar por completo la vida de Dios. En eso consiste el pecado mortal: es la muerte espiritual.
Hace poco, viendo la película de M. Night Shyamalan El sexto sentido, me llamó la atención lo que el joven protagonista, Cole, le dice a Malcolm, su psiquiatra: no es solo que vea muertos, sino que los muertos no saben que lo están, cosa que resulta mucho más llamativa. Ven lo que quieren ver. Escuchan lo que quieren escuchar. Ignoran la realidad de su propia muerte, aunque la tengan delante de sus narices.
Así es el mundo en el que vivimos. Solo que la gente que no sabe que está muerta no está físicamente muerta: está muerta espiritualmente. Algunos no están bautizados. Otros están bautizados, pero viven en pecado mortal. Pero los espiritualmente muertos se encuentran en todas partes: en nuestras calles y en nuestros colegios, en nuestros lugares de trabajo e incluso en nuestras parroquias.
Estamos rodeados de gente que no vive la vida para la que fue creada, en cuyas almas no habita la vida de Dios. Son muertos vivientes: a esa realidad apuntan todas las películas de zombis. Y no lo saben. Ven lo que quieren ver. Escuchan lo que quieren escuchar.
Es más: esa gente no está menos muerta que quienes han muerto físicamente pero viven en Cristo. Está más muerta. Está más muerta que los santos, más muerta que las almas del purgatorio. Como nos advierte Jesús, esa es la muerte que debemos temer: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28).
Aun así, ya en el siglo vi san Julián, obispo de Toledo, comentaba que no son muchos los que tienen en cuenta esta advertencia:
Todo hombre teme la muerte de la carne, y pocos la muerte del alma. A causa de la muerte de la carne, que sin lugar a dudas llegará en cualquier momento, todos toman precauciones para que no llegue: por eso se esfuerzan. El hombre que está destinado a la muerte se esfuerza para no morir; pero el que está llamado a vivir eternamente no hace nada por evitar el pecado. Y cuando se afana para no morir, se está esforzando sin causa; lo que hace, como mucho, diferirá la muerte, pero no la evitará. Sin embargo, si desprecia el pecado no se fatigará y vivirá para siempre. ¡Oh, si pudiésemos despertar a los hombres, y junto con ellos despertar