Cumbres borrascosas
Por Emily Brontë
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Emily Brontë
Emily Brontë (1818-1848) was an English novelist and poet, best remembered for her only novel, Wuthering Heights (1847). A year after publishing this single work of genius, she died at the age of thirty.
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Cumbres borrascosas - Emily Brontë
Brontë, Emily Jane, 1818-1848.
Cumbres borrascosas / Emily Brontë ; ilustraciones María Fernanda Mantilla ; traducción Gina Marcela Orozco. -- Edición Alejandra Sanabria Zambrano. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2022.
-- (Colección novela)
Título original : Wuthering Heights
1. Novela inglesa 2. Novela amorosa inglesa 3. Tragedia - Novela
4. Misterio - Novela 5. Literatura gótica I. Orozco Velásquez, Gina Marcela, traductora II. Mantilla, María Fernanda, ilustradora III. Sanabria Zambrano, Alejandra, editora IV. Tít. V. Serie.
823.8 cd 21 ed.
Créditos imágenes:
Morphart Creation, Chayka21, Onot, alyona-sergiy,
sar14ev, Stocksnapper, Irina Kamysh.
Primera edición digital, febrero 2024
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,
abril de 2023
Título original: Wuthering Heights
©Panamericana Editorial Ltda,
de la versión en español
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000
www.panamericanaeditorial.com.co
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción del inglés,
de la edición de 1850
Gina Marcela Orozco
Diagramación
Rafael Rueda Ávila
Diseño de cubierta
Martha Cadena
Ilustraciones de cubierta y guardas
María Fernanda Mantilla
ISBN DIGITAL 978-958-30-6789-1
ISBN IMPRESO 978-958-30-6676-4
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
Hecho en Colombia - Made in Colombia
Capítulo i
1801
cabo de regresar de hacerle una visita a mi casero, el vecino solitario con el que tendré que lidiar. ¡Este es en definitiva un lugar hermoso! No creo que en toda Inglaterra hubiera podido encontrar una ubicación tan alejada por completo del revuelo del mundo. Es el paraíso perfecto de un misántropo. El señor Heathcliff y yo somos el par adecuado para repartirnos esta desolación entre nosotros. ¡Es un tipo magnífico! Poco se imaginó lo mucho que me conmovería cuando vi que sus ojos negros se apartaron con sumo recelo bajo sus cejas mientras yo subía cabalgando y que, cuando anuncié mi nombre, sus dedos se adentraron aún más en su chaleco con resolución celosa.
—¿Señor Heathcliff? —dije.
La respuesta fue una inclinación de cabeza.
—Soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino. Me he permitido el honor de visitarlo tan pronto como me fue posible tras mi llegada, para decirle que espero no haberlo incomodado con mi insistencia en solicitar la ocupación de la Granja de los Tordos; ayer oí que había estado pensando...
—La Granja de los Tordos es de mi propiedad, señor —interrumpió al tiempo que hacía una mueca—. Si pudiera impedirlo, no permitiría que nadie me molestara... ¡Pase!
El pase
lo pronunció con los dientes apretados, como queriendo decir ¡Váyase al diablo!
. Ni la verja sobre la que estaba reclinado manifestó concordancia alguna con la palabra, y creo que esa circunstancia me instó a aceptar la invitación: me pareció interesante aquel hombre que parecía en exceso más reservado que yo.
Cuando vio que el pecho de mi caballo empujaba la verja, extendió la mano para liberar la cadena y luego me guio con hosquedad por la calzada. Cuando entramos al patio, ordenó:
—Joseph, recibe el caballo del señor Lockwood y trae vino.
He aquí todo el personal doméstico —fue la reflexión a la que me llevó aquella orden múltiple—. No es de extrañar que la hierba crezca entre las losas y que el ganado sea el único que poda los setos
.
Joseph era un hombre mayor; no, mejor un anciano, tal vez demasiado viejo, aunque sano y fornido.
—¡Que Dios nos ampare! —dijo Joseph para sí en voz baja, en un tono de irritación malhumorada, mientras tomaba mi caballo; al mismo tiempo, miró mi rostro con tanta amargura que supuse con benevolencia que debía necesitar ayuda divina para digerir su cena y que su frase piadosa no se refería a mi llegada inesperada.
El nombre de la propiedad del señor Heathcliff es Cumbres Borrascosas. Borrascoso
es un adjetivo local muy diciente, pues describe el alboroto atmosférico al que está expuesta la región en época de tormentas. En efecto, allí han de tener una ventilación pura y vigorizante en todo momento: se puede adivinar la fuerza del viento del norte que sopla en la cuesta, dada la inclinación excesiva de unos cuantos abetos raquíticos que hay al extremo de la casa y una serie de espinos enclenques que extienden todos sus miembros en una misma dirección, como si estuvieran pidiéndole limosna al sol. Por fortuna, el arquitecto tuvo la precaución de construir la casa maciza: las ventanas estrechas están empotradas en lo profundo de las paredes y las esquinas las defienden grandes piedras saledizas.
Antes de cruzar el umbral, me detuve para admirar la cantidad de tallas grotescas que decoraban la fachada, en especial la puerta principal, sobre la cual, entre una colonia de grifos derruidos y niños desvergonzados, detecté la fecha 1500
y el nombre Hareton Earnshaw
. Hubiera hecho algunos comentarios y solicitado una breve historia del lugar a aquel propietario hosco, pero su actitud en la puerta parecía exigir mi ingreso expedito o mi partida inmediata, y no tenía ningún deseo de agravar su impaciencia antes de inspeccionar su santuario.
Un solo paso nos llevó a la sala de estar familiar, que no estaba precedida por ningún vestíbulo o pasillo: aquí se inclinan por llamar a esta habitación la casa
. En general, incluye la cocina y el salón, pero creo que en Cumbres Borrascosas la cocina está relegada por completo a otra habitación: al menos más adentro distinguí un parloteo de lenguas y un estruendo de utensilios culinarios; además, no vi señales de alimentos asados, hervidos u horneados en torno a la chimenea enorme, ni ningún brillo de cacerolas de cobre o coladores de estaño en las paredes. Sin embargo, en uno de los extremos, tanto la luz como el calor reflejaba de maravilla unas filas de platos de peltre inmensos, intercalados con jarros y jarrones de plata que se elevaban hasta el techo mismo, uno sobre otro en un vasto aparador de roble. El techo nunca había sido cubierto con listones: toda su anatomía estaba al descubierto para el ojo curioso, excepto donde lo ocultaba un armazón de madera cargado de tortas de avena, perniles de ternera, de cordero y jamones apiñados. Encima de la chimenea había varias armas viejas y ruines, un par de pistolas de caballería y, a modo de adorno, tres vasijas pintadas de colores estridentes, dispuestas a lo largo de la repisa. El suelo era de piedra blanca y lisa; las sillas, estructuras primitivas de respaldo alto pintadas de verde; una o dos negras y pesadas se escondían en la sombra. En un arco bajo el aparador reposaba una perra de caza enorme de color marrón rojizo, rodeada de una camada de cachorros chillones; otros perros rondaban por algunos recovecos.
No habría sido de extrañarse que el recinto y los muebles le pertenecieran a un granjero modesto del norte, con semblante tozudo y unos miembros fornidos que resaltan en unos pantalones hasta la rodilla y unas polainas. Un individuo así, sentado en su sillón, con su jarra de cerveza desbordando espuma sobre la mesa redonda que tiene delante, puede verse en cualquier lugar ocho o nueve kilómetros a la redonda en estas colinas si se va a la hora adecuada después de cenar. Pero el señor Heathcliff hace un contraste singular con su morada y estilo de vida. Tiene un aspecto de gitano de piel oscura, y su vestimenta y modales son de caballero, o bueno, tan caballero como tantos otros terratenientes: es tal vez algo desaliñado, pero no se ve mal en su descuido, pues tiene una silueta erguida y es bien parecido, si bien es bastante malhumorado. Es posible que algunas personas sospechen que tiene cierto nivel de orgullo descortés, pero una fibra de empatía en mi interior me dice que no es nada de eso: sé, por instinto, que su reserva surge de una aversión a exteriorizar los sentimientos, a las manifestaciones de bondad mutua. Amará y odiará a escondidas por igual y considerará una especie de impertinencia ser amado u odiado a cambio. No, estoy yendo demasiado rápido: le estoy confiriendo mis propios atributos con demasiada liberalidad. Puede que el señor Heathcliff tenga razones por completo distintas a las que me mueven a mí a apartar la mano cuando se encuentra con una amistad potencial. Me gusta creer que mi personalidad es casi peculiar: mi querida madre solía decir que nunca tendría un hogar acogedor, apenas el verano pasado comprobé ser perfectamente indigno de uno.
Mientras disfrutaba de un mes de buen tiempo en la costa, me encontré en compañía de una criatura fascinante: una verdadera diosa a mis ojos, siempre que no se fijara en mí. Nunca le confesé mi amor de viva voz; sin embargo, si las miradas tienen su propio idioma, hasta el idiota más simple habría podido adivinar que estaba por completo enamorado. Ella al fin me entendió y me devolvió la más dulce de las miradas imaginables. ¿Y qué hice yo? Lo confieso con vergüenza: me retraje con frialdad en mi ser, como un caracol. A cada mirada me tornaba más frío y distante, hasta que al fin la pobre inocente se vio obligada a dudar de sus propios sentidos y, abrumada por la confusión de su presunto error, persuadió a su madre de que se fueran enseguida.
Gracias a esta propensión curiosa me he ganado la reputación de tener una crueldad deliberada, pero solo yo sé lo inmerecida que es.
Tomé asiento en el extremo de la chimenea que estaba opuesto al que se dirigía mi casero y llené un intervalo de silencio con un intento por acariciar a la madre canina, que había abandonado su camada y estaba acercándose con sigilo a la parte posterior de mis piernas, con el labio fruncido y sus dientes blancos salivando ante la posibilidad de un bocado. Mi caricia provocó un gruñido largo y gutural.
—Será mejor que deje en paz a la perra —gruñó el señor Heathcliff al unísono con ella, y controló las reacciones más feroces con un golpe de su pie—. No está acostumbrada a que la consientan, no es una mascota. —Luego dio varias zancadas hasta una puerta lateral y volvió a gritar—: ¡Joseph!
Joseph murmuró algo incomprensible desde las profundidades de la bodega, pero no dio ningún indicio de querer subir, de modo que su amo bajó en su búsqueda y me dejó solo frente a la perra rufiana y a un par de perros pastores, ariscos y desgreñados, que, junto con ella, custodiaban con recelo todos mis movimientos. Como no tenía intención de entrar en contacto con sus colmillos, permanecí inmóvil, pero, creyendo que apenas entenderían insultos tácitos, me permití, por desgracia, hacerle guiños y muecas al trío. Algo en mi fisonomía irritó tanto a la dama que, de repente, estalló en furia y saltó sobre mis rodillas. La aparté y me apresuré a interponer la mesa entre nosotros. Esta acción despertó a toda la manada: media docena de demonios cuadrúpedos de diversos tamaños y edades salieron de sus guaridas ocultas hacia el centro común. Sentí que mis talones y los faldones de mi abrigo serían objeto de asalto; mientras me defendía de los combatientes más grandes con la eficacia que me permitía el atizador, me vi obligado a pedir en voz alta ayuda de los habitantes de la casa para restablecer la paz.
El señor Heathcliff y su hombre subieron los escalones de la bodega con una flema exasperante: no creo que se hayan movido ni un segundo más rápido que de costumbre, aunque la chimenea era una absoluta tempestad de mordiscos y aullidos. Por fortuna, un residente de la cocina se apresuró más: una dama vigorosa, con la bata recogida, los brazos desnudos y las mejillas enrojecidas por el fuego, se precipitó en medio de nosotros blandiendo una sartén y utilizó aquella arma, así como su lengua, con tal resolución que la tormenta se calmó como por arte de magia y solo quedó ella agitándose como el mar después de un viento fuerte; entonces su amo entró en escena.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó él y me miró de una manera que no pude tolerar después de semejante trato tan inhóspito.
—¡Eso mismo digo yo! —mascullé—. Una manada de cerdos poseídos no podía tener peores espíritus adentro que estos animales suyos, señor. ¡Bien pudo dejar a este extraño con una camada de tigres!
—No se meten con las personas que no tocan nada —comentó él, puso la botella delante de mí y devolvió la mesa desplazada a su sitio—. Los perros hacen bien en ser vigilantes. ¿Quiere una copa de vino?
—No, gracias.
—No lo mordieron, ¿o sí?
—Si hubiera sido así, le habría puesto mi sello al mordedor.
El semblante de Heathcliff se relajó hasta convertirse en una sonrisa.
—Vamos, vamos —dijo—. Está usted nervioso, señor Lockwood. Tenga, beba un poco de vino. Los invitados son tan extremadamente inusuales en esta casa que mis perros y yo, debo admitir, apenas sabemos cómo recibirlos. ¿A su salud, señor?
Incliné la cabeza y devolví el brindis. Empezaba a creer que sería una tontería seguir enfurruñado por el mal comportamiento de una jauría de perros de mala raza. Además, no me apetecía que el tipo se divirtiera más a mi costa, ya que su humor había derivado en eso. De seguro influido por la reflexión prudente de lo insensato que sería ofender a un buen inquilino, se relajó un poco en el estilo lacónico de librarse de los pronombres y los verbos auxiliares, e introdujo lo que él supuso sería un tema de interés para mí: un discurso sobre las ventajas y desventajas de mi actual lugar de recogimiento. Lo encontré muy inteligente en los temas que tocamos y, antes de irme a casa, me sentí tan animado que incluso ofrecí visitarlo al día siguiente. Era evidente que no deseaba que se repitiera mi intromisión. No obstante, pensaba volver. Es sorprendente lo sociable que me siento en comparación con él.
Capítulo ii
a tarde de ayer se presentó brumosa y bastante fría. Me vi tentado a pasarla junto a la chimenea de mi estudio, en lugar de franquear el páramo y el lodo hasta Cumbres Borrascosas. Sin embargo, después de la cena (nótese que ceno entre las doce y la una, pues el ama de llaves, una matrona que venía con el mobiliario de la casa, no pudo o no quiso comprender mi petición de que me sirvieran a las cinco), subí las escaleras con aquel propósito apacible y, al entrar a la habitación, vi a una sirvienta de rodillas, rodeada de cepillos y baldes para el carbón, levantando una polvareda infernal mientras apagaba las llamas con montoncitos de ceniza. Aquel espectáculo me hizo retroceder de inmediato. Tomé mi sombrero y, tras caminar más de seis kilómetros, llegué a la puerta del jardín de Heathcliff justo a tiempo para resguardarme de los primeros copos de nieve de la borrasca que se avecinaba.
En la cima de aquella colina lúgubre, la tierra estaba endurecida por una escarcha negra y el aire me hacía temblar de arriba abajo. Al no poder quitar la cadena, salté por encima de la verja y, tras correr por la calzada bordeada de desordenados arbustos de grosellas, golpeé en vano para entrar, hasta que me hormiguearon los nudillos y los perros aullaron.
¡Malditos enclaustrados! —exclamé en mi mente—. Merecen permanecer aislados para siempre de los de su especie por su grosera falta de hospitalidad. Al menos yo no mantendría las puertas atrancadas durante el día. No me importa: ¡voy a entrar!
. Resuelto, agarré el cerrojo y lo sacudí con vehemencia. Joseph, con expresión avinagrada, asomó la cabeza por una ventana redonda del granero.
—¿A qué viene? —gritó él—. El amo está abajo en el redil. Rodee el granero si quiere hablar con él.
—¿No hay nadie dentro que abra la puerta? —grité en respuesta.
—Solo está la señora y ella no abrirá, aunque usted siga haciendo esa bulla horrible hasta la noche.
—¿Por qué? ¿No puede usted decirle quién soy, Joseph?
—¡No voy a hacerlo! No quiero tener nada que ver con eso —giró la cabeza y desapareció.
La nieve comenzó a caer con fuerza. Agarré el picaporte para intentar abrir una vez más cuando apareció en el patio de atrás un joven sin abrigo con una horqueta al hombro. Me llamó para que lo siguiera y, después de atravesar un lavadero y una zona pavimentada que contenía una carbonera, una bomba y un palomar, llegamos por fin a la estancia enorme, cálida y alegre donde me habían recibido antes. Brillaba placentera con el resplandor de un fuego inmenso hecho con carbón, turba y madera. Cerca de la mesa, que ya estaba dispuesta para una cena abundante, me complació ver a la señora
, de cuya existencia nunca había sabido. Le hice una reverencia y esperé, creyendo que me invitaría a tomar asiento. La mujer me miró aún reclinada en su silla y permaneció inmóvil y muda.
—¡Vaya clima el que hace! —comenté—. Sra. Heathcliff, me temo que la puerta tuvo que soportar las consecuencias de la tardanza de sus sirvientes. Me costó que me escucharan.
La mujer no abrió la boca. Yo me quedé mirándola y ella también a mí; mantuvo sus ojos puestos sobre mí de una manera fría e indiferente, que para mí fue en extremo embarazosa y desagradable.
—Siéntese —dijo el joven con brusquedad—. No tardará en llegar.
Obedecí, me aclaré la garganta y llamé a la malvada Juno, que en este segundo encuentro se dignó a mover la punta de su cola para indicar que me reconocía.
—¡Qué animal tan hermoso! —comencé de nuevo—. ¿Planea separarse de los pequeños, señora?
—No son míos —dijo la atractiva anfitriona, con un tono más repelente que el que el propio Heathcliff hubiera podido usar.
—Ah, ¿sus favoritos son estos otros? —continué y me volví hacia un cojín oscuro lleno de algo que parecían ser gatos.
—¡Qué preferencia más extraña! —observó ella con desprecio.
Por desgracia, era un montón de conejos muertos. Me aclaré la garganta una vez más, me acerqué a la chimenea y repetí mi comentario sobre lo tormentoso de la tarde.
—No debió haber salido —dijo ella, se levantó y tomó de la repisa de la chimenea dos de las vasijas pintadas.
Su posición anterior la protegía de la luz, pero ahora su cuerpo y su rostro podían verse con claridad. Era delgada y, al parecer, apenas había superado la infancia; tenía una figura admirable y el rostro más exquisito que jamás haya tenido el placer de contemplar: era de rasgos finos y muy bellos, tenía unos rizos rubios, o más bien de oro, que colgaban sueltos sobre su cuello delicado y unos ojos que, de haber tenido una expresión agradable, habrían sido irresistibles. Por fortuna para mi corazón susceptible, el único sentimiento que mostraban oscilaba entre el desprecio y una especie de desesperación, inusual en un rostro como aquel.
Las vasijas estaban casi fuera de su alcance. Hice un ademán para ayudarla, pero ella se volvió hacia mí como un avaro lo haría si alguien intentara ayudarlo a contar su oro.
—No quiero su ayuda —espetó—. Puedo alcanzarlas yo misma.
—¡Le ruego que me disculpe! —me apresuré a responder.
—¿Lo invitaron a tomar el té? —preguntó ella al tiempo que se ataba un delantal sobre su pulcro vestido negro y disponía una cucharada de hojas de té sobre la olla.
—Estaré encantado de tomar una taza —respondí.
—¿Lo invitaron? —repitió.
—No —dije con media sonrisa—. Usted es la persona adecuada para invitarme.
La joven devolvió el té, con cuchara y todo, y volvió a sentarse en su silla, ofuscada; su frente estaba fruncida y su encarnado labio inferior sobresalía, como el de un niño a punto de llorar.
Mientras tanto, el joven se había cubierto el torso con una prenda muy raída y, erguido frente al fuego, me miró de reojo, como si entre nosotros hubiera una disputa mortal aún sin resolver. Empecé a dudar de si era un criado o no: tanto su vestimenta como su forma de hablar eran groseras, desprovistas por completo de la superioridad que se percibía en el señor y la señora Heathcliff; sus gruesos rizos castaños eran ásperos y descuidados, las barbas le invadían las mejillas como a un oso y sus manos estaban curtidas como las de un jornalero común. Aun así, su porte era relajado, casi altivo, y no mostraba la menor diligencia en atender a la señora de la casa. A falta de pruebas claras de su condición, me pareció que lo mejor era abstenerme de comentar su conducta curiosa. Cinco minutos después, la entrada de Heathcliff alivió mi situación incómoda en cierta medida.
—¡Como ve, señor, vine según lo prometido! —exclamé con ánimo alegre—. Y me temo que tendré que resguardarme aquí durante media hora, si es que usted puede darme cobijo durante ese tiempo.
—¿Media hora? —dijo mientras sacudía los copos blancos de su ropa—. Me sorprende que haya decidido salir a pasear en medio de una tormenta de nieve. ¿Sabe que corre el riesgo de perderse en los pantanos? La gente que conoce estos páramos se pierde a menudo en tardes como esta y le aseguro que no hay ninguna posibilidad de que el clima mejore por el momento.
—Tal vez uno de sus muchachos pueda servirme de guía; podría quedarse en la granja hasta la mañana. ¿Podría disponer de alguno?
—No, no podría.
—¡Vaya! Bueno, entonces, tendré que confiar en mi propia sagacidad.
—¡Ja!
—¿Vas a preparar el té o no? —preguntó el del abrigo raído, quien desplazó su mirada feroz de mi persona a la joven.
—¿Él va a tomar? —preguntó ella, dirigiéndose a Heathcliff.
—Prepáralo de una vez —fue la respuesta, y la profirió de una forma tan violenta que me sobresalté.
El tono con el que se pronunciaron las palabras reveló una auténtica malevolencia. Ya no me sentía inclinado a llamar a Heathcliff un tipo magnífico. Cuando terminaron los preparativos, me invitó con un:
—Ahora, señor, acerque su silla.
Y todos, incluido el joven rústico, nos sentamos alrededor de la mesa. Un silencio austero prevaleció mientras degustábamos nuestra bebida.
Se me ocurrió que, si yo era quien había provocado aquella nube, era mi deber hacer un esfuerzo por disiparla. Era imposible que todos los días estuvieran tan sombríos y taciturnos y, por muy malhumorados que se encontraran, no era factible que el ceño universal que llevaban fuera su semblante de todos los días.
—Es extraño —empecé en el intervalo de terminar una taza de té y recibir otra—, es extraño hasta qué punto la costumbre puede moldear nuestros gustos e ideas: a muchos les costaría imaginar que hubiera felicidad en una vida tan aislada del mundo como la que usted lleva, señor Heathcliff. Sin embargo, me atreveré a decir que, rodeado de su familia y con su amable esposa como faro que preside su hogar y su corazón...
—¡Mi amable esposa! —interrumpió él con una mueca casi diabólica en el rostro—. ¿Dónde está mi amable esposa?
—Me refiero a su mujer, la señora Heathcliff.
—Ah, ya. Claro, usted insinúa que su espíritu asumió el papel de ángel guardián y ahora protege el destino de Cumbres Borrascosas, incluso cuando su cuerpo ha desaparecido. ¿Es eso lo que quiere decir?
Al darme cuenta de que había cometido un error, intenté corregirlo. Debí notar que había una disparidad demasiado grande entre las edades de las partes, como para que existiera la probabilidad de que fueran marido y mujer. Él tenía unos cuarenta años: un período de vigor mental en el que los hombres rara vez abrigan la ilusión de casarse por amor con una muchacha: ese sueño se reserva para el consuelo de nuestros años de ocaso. Ella no parecía tener más de diecisiete años.
Entonces pensé: El payaso que está a mi lado, el que bebe té en un cuenco y come pan con las manos sucias, ha de ser su marido: Heathcliff hijo, por supuesto. Estas son las consecuencias de haberse enterrado en vida: ¡la joven se desperdició en manos de este patán solo por no saber que existían individuos mejores! Es una lástima; debo tener cuidado cuando le haga ver que debe arrepentirse de su elección
. La última reflexión puede parecer presuntuosa, pero no lo era. Mi vecino me parecía casi repulsivo, mientras yo sabía, por experiencia, que mi atractivo resultaba medianamente cautivador.
—La señora Heathcliff es mi nuera —dijo Heathcliff para corroborar mi conjetura. Mientras hablaba, dirigió una mirada peculiar en dirección a ella: una mirada de odio, a no ser que tenga un conjunto de músculos faciales de lo más obstinados, incapaces de interpretar, como los de otras personas, el lenguaje de su alma.
—Ah, por supuesto, ahora lo veo: usted es el dueño afortunado de esta hada benéfica —comenté, volviéndome hacia mi vecino.
Esto fue peor que lo anterior: el joven se puso colorado y apretó el puño con toda la apariencia de estar premeditando un ataque. Sin embargo, pareció recapacitar enseguida y sofocó las llamas con una maldición brutal murmurada en mi contra que, sin embargo, procuré ignorar.
—Sus conjeturas son equivocadas, señor —observó mi anfitrión—. Ninguno de nosotros tiene el privilegio de poseer su propia hada madrina. El compañero de esta joven está muerto. Dije que era mi nuera: por lo tanto, debió haberse casado con mi hijo.
—Y este joven es...
—No es mi hijo, por supuesto.
Heathcliff volvió a sonreír, como si fuera una broma demasiado atrevida atribuirle la paternidad de aquel oso.
—Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro—. ¡Y le aconsejo que lo respete!
—No le he faltado al respeto. —Fue mi respuesta, y me reí para mis adentros de la dignidad con la que se presentó.
El joven me observó con detenimiento durante más tiempo del que quise sostenerle la mirada, por miedo a verme tentado a darle un coscorrón o a hacer audible mi hilaridad. Comencé a sentirme sin lugar a duda fuera de tono en aquel círculo familiar tan simpático. La funesta atmósfera intangible doblegaba, más que neutralizaba, las comodidades físicas resplandecientes que me rodeaban, por lo que resolví que debía ser cauteloso cuando me aventurara bajo aquellas vigas por tercera vez.
Concluida la comida, y visto que nadie pronunciaba una sola palabra para entablar una conversación sociable, me acerqué a una ventana para examinar el clima. Vi un espectáculo lamentable: la noche oscura estaba cayendo de forma prematura, en tanto que el cielo y las colinas se confundían en un remolino glacial de viento y nieve sofocante.
—No creo que me sea posible llegar a casa ahora sin un guía —no pude evitar exclamar—. Los caminos ya deben estar cubiertos y, si estuvieran despejados, apenas podría ver más allá de mis narices.
—Hareton, lleva esa docena de ovejas al cobertizo del granero. Quedarán cubiertas de nieve si se quedan en el redil toda la noche. Y pon un tablón delante de ellas —dijo Heathcliff.
—¿Cómo podré llegar? —continué con creciente irritación.
No hubo respuesta a mi pregunta y, al mirar a mi alrededor, solo vi a Joseph traer un cubo de avena para los perros y a la señora Heathcliff, inclinada sobre el fuego, entretenida quemando un manojo de fósforos que se había caído de la chimenea cuando volvió a colocar la vasija del té en su lugar. Cuando hubo depositado su carga, Joseph hizo un examen crítico de la habitación y en tono chillón dijo:
—¡Me pregunto cómo puedes quedarte ahí sin hacer nada cuando todos los demás ya se fueron! No sirves para nada y no vale la pena hablar contigo. Nunca vas a cambiar esas malas costumbres. ¡Te irás directo al infierno, como tu madre antes de ti!
Por un momento llegué a imaginar que aquella muestra de elocuencia iba dirigida a mí y, bastante enfurecido, di un paso hacia el anciano bribón con la intención de sacarlo a patadas por la puerta. Sin embargo, la señora Heathcliff me frenó con su respuesta.
—¡Viejo hipócrita escandaloso! —replicó ella—. ¿No temes que te lleven en cuerpo y alma cada vez que mencionas el nombre del diablo? Te advierto que debes abstenerte de provocarme o le pediré que te lleve como un favor especial. ¡Basta! Mira esto, Joseph —continuó y tomó un libro alargado y oscuro de un estante—, te voy a mostrar cuánto he progresado en las artes oscuras. Pronto voy a estar en condiciones de usarlas para limpiar esta casa. La vaca roja no murió por casualidad, ¡y tu reumatismo apenas si puede contarse como castigo divino!
—¡Pérfida! —jadeó el anciano—. ¡Que el Señor nos libre de todo mal!
—¡No, réprobo! Eres un paria. ¡Lárgate o te haré daño de verdad! Haré una estatua de todos en cera y arcilla, y al primero que traspase los límites que yo fije, voy a…. No voy a decir lo que le haré, pero ya verás. ¡Vete, que tengo el ojo puesto en ti!
La brujita fingió una malignidad en su hermosa mirada y Joseph, que de verdad estaba temblando de horror, se apresuró a salir, rezando y diciendo pérfida
mientras avanzaba.
Me pareció que la conducta de la joven debía estar incitada por una especie de humor macabro y, ya que estábamos solos, me esforcé por interesarla en mi preocupación.
—Señora Heathcliff —le dije con seriedad—, discúlpeme la molestia. La importuno porque, con ese rostro, estoy seguro de que usted no puede evitar ser de buen corazón. Indíqueme algunos puntos de referencia que me permitan encontrar el camino a casa. No tengo mucha más idea de cómo llegar allí que usted de llegar a Londres.
—Devuélvase por donde vino —contestó ella mientras se acomodaba en una silla; tenía una vela y el libro alargado abierto frente a ella—. Es un consejo escueto, pero es el más sensato que le puedo dar.
—Entonces, si se enterara de que me hallaron muerto en un pantano o en una fosa llena de nieve, ¿no le remordería la conciencia el saber que en parte fue culpa suya?
—¿Y por qué? Yo no puedo acompañarlo. No me dejarían llegar ni al muro del jardín.
—¿¡Usted!? Me avergonzaría tener que pedirle que cruzara el umbral de esta casa solo para mi conveniencia en una noche así —exclamé—. En realidad, solo quiero que me indique el camino, no que me lo muestre. O, si no es posible, que convenza al señor Heathcliff de que me facilite un guía.
—¿Y quién podría ser? Aquí solo estamos él, Earnshaw, Zillah, Joseph y yo. ¿A quién quiere llevarse?
—¿No hay criados en la granja?
—No, esos son todos.
—En ese caso, me temo que me veré obligado a quedarme.
—Eso lo debe discutir con su anfitrión. Yo no tengo nada que ver con eso.
—Espero que le sirva de lección para que no vuelva a hacer más recorridos impulsivos por estas colinas —gritó la voz severa de Heathcliff desde la entrada de la cocina—. En cuanto a pernoctar aquí, no tengo habitación de huéspedes. Si se queda, deberá compartir la cama con Hareton o con Joseph.
—Puedo dormir en una silla de esta sala —respondí.
—¡No, no! Un forastero es un forastero, sea rico o sea pobre. ¡No me conviene permitir que alguien tenga acceso a todo el lugar mientras yo esté con la guardia abajo! —dijo el desgraciado sin modales.
Aquel insulto acabó con mi paciencia. Expresé con palabras mi indignación y me dirigí hacia el patio, no sin antes embestir a Earnshaw en mi apuro. Estaba tan oscuro que no podía ver la salida y, mientras daba vueltas, oí otra muestra del comportamiento civilizado que había entre ellos. Al principio, el joven parecía estar a punto de ponerse de mi lado.
—Iré con él hasta el parque —dijo.
—¡Irás con él hasta el infierno! —exclamó su amo o lo que fuera de él—. ¿Y quién va a cuidar los caballos, eh?
—La vida de un hombre es más importante que desatender los caballos una noche. Alguien tiene que ir —murmuró la señora Heathcliff, con más amabilidad de la que yo esperaba.
—¡No por orden suya! —replicó Hareton—. Si tan valioso te parece, será mejor que te calles.
—Entonces espero que su fantasma te persiga y espero que el señor Heathcliff nunca vuelva a conseguir otro inquilino hasta que la granja quede en la ruina —respondió ella con brusquedad.
—¡Atención, les está lanzando una maldición! —murmuró Joseph, hacia quien yo me había dirigido.
El hombre estaba sentado cerca de mí, ordeñando a las vacas a la luz de un farol, el cual tomé sin miramientos y, gritando que lo devolvería al día siguiente, me precipité hacia la puerta más cercana.
—¡Amo, amo, se está robando el farol! —gritó el anciano mientras me perseguía en mi retirada—. ¡Hey, Colmillo! ¡Hey, perro! ¡Hey, Lobo! ¡Vayan por él!
Al abrir la puertecita, dos monstruos peludos se abalanzaron sobre mi garganta, me derribaron y apagaron la luz. Entretanto, las carcajadas al unísono de Heathcliff y Hareton pusieron el toque final a mi rabia y humillación. Por fortuna, las bestias parecían más empeñadas en estirar sus patas, bostezar y agitar sus colas que en devorarme vivo; aun así, no permitían que me levantara y me vi obligado a permanecer tumbado hasta que sus amos perversos quisieran liberarme. Cuando por fin me puse en pie, ya sin sombrero y temblando de ira, les ordené a los facinerosos que me dejaran salir. Les lancé varias amenazas de represalias incoherentes que sufrirían de retenerme un minuto más, todas con una virulencia de límites indefinidos que recordaban al rey Lear.
La vehemencia de mi agitación me hizo sangrar por la nariz de forma copiosa. Aun así, Heathcliff seguía riéndose y yo, reprendiéndolo. No sé cómo habría concluido la escena si no hubiera habido una persona más sensata que yo y más benévola que mi anfitrión. Se trataba de Zillah, la robusta ama de llaves, que después de un rato salió a investigar la naturaleza del alboroto. Creyó que algunos de ellos me habían atacado a golpes y, sin atreverse a arremeter contra su amo, dirigió su artillería vocal contra el joven canalla.
—Vaya, señor Earnshaw —gritó—. Me pregunto qué será lo próximo que hará. ¿Va a asesinar a la gente en las piedras mismas de nuestra entrada? Veo que esta casa no me hace ningún bien. ¡Mire al pobre tipo! ¡Se está ahogando! Ya, ya. No puede continuar así. Entre y lo curaré. Ahora quédese quieto.
Dichas estas palabras, me echó de repente una pinta de agua helada en el cuello y me arrastró hasta la cocina. El señor Heathcliff la siguió, mientras su alegría fortuita mutó enseguida a su mal humor habitual.
Yo me sentía muy enfermo, mareado y débil, por lo que me vi obligado a aceptar alojarme bajo su techo. Heathcliff le dijo a Zillah que me diera una copa de brandy y luego pasó a la estancia interior. Condolida conmigo por mi situación lamentable, y habiendo obedecido sus órdenes (cosa que me reanimó un poco), la mujer me llevó a la cama.
Capítulo iii
ientras me guiaba hacia el piso de arriba, la mujer me sugirió que ocultara la vela y no hiciera ruido, pues su amo tenía un recelo peculiar respecto a la habitación en la que me iba a acomodar y nunca dejaba de buena gana que la gente se alojara allí. Le pregunté la razón y respondió que no sabía, pues solo había vivido allí uno o dos años y habían ocurrido tantos enredos que apenas podía sentir curiosidad.
Yo mismo estaba demasiado estupefacto para sentir curiosidad alguna, de modo que cerré la puerta y miré a mi alrededor en busca de la cama. La totalidad del mobiliario consistía en una silla, un chifonier y un cajón gigantesco de roble con aberturas cuadradas cerca de la parte superior que parecían las ventanas de un carruaje. Al acercarme a la estructura, miré en su interior y comprendí que se trataba de una especie peculiar de cama anticuada, cuyo diseño era muy conveniente para obviar la necesidad de que cada miembro de la familia tuviera una habitación para sí mismo. De hecho, era un cuarto privado, y el alféizar de