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No todo vale: ¿Qué hace un científico hablando de ética?
No todo vale: ¿Qué hace un científico hablando de ética?
No todo vale: ¿Qué hace un científico hablando de ética?
Libro electrónico377 páginas5 horas

No todo vale: ¿Qué hace un científico hablando de ética?

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¿Podemos clonar seres humanos para contar con órganos de repuesto? ¿Utilizarán nuestro ADN para clasificarnos y determinar nuestro futuro? ¿Se experimentan las nuevas técnicas biomédicas en humanos sin su consentimiento?

Si te haces estas preguntas es probable que hayas visto o leído mucha ciencia ficción. Y en este género los científicos suelen hacer lo que les da la gana o lo que el malo de turno les ordena.

En la vida real, no. A pesar de lo que digan algunos alarmistas.
En la vida real existen normas que deben acatarse.

En este libro el doctor Lluís Montoliu deja claro que tener la capacidad tecnológica y científica de hacer algo no significa que deba hacerse o que se permita.

Porque en la biomedicina, no todo vale.
IdiomaEspañol
EditorialNext Door
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788412753271
No todo vale: ¿Qué hace un científico hablando de ética?

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    No todo vale - Lluís Montoliu

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    ¿Qué es esto de la bioética?

    He perdido la cuenta ya de las innumerables clases que he impartido sobre bioética, sobre ética de las ciencias de la vida y sobre integridad científica, en centros de investigación, universidades e instituciones tanto de nuestro país como del extranjero. Y siempre intento ponerme en el lugar del asistente a estas char-las. Sé, por experiencia, que no son clases a las que los alumnos asistan a la carrera, ávidos de aprender. A priori, a no ser que sea un tema que les interese especialmente, asistir a una clase de bioética me temo que no es la primera elección de muchos investigadores, especialmente los jóvenes, los que se inician en el mundo de la investigación. Bioética suena a normas, a moralidad, a filosofía, a códigos, a leyes, incluso puede relacionarse a veces con la religión. Para aquellos que nos dedicamos a las ciencias experimentales, las ciencias de la vida, (los de «ciencias»), las clases de bioética suelen interpretarse como temas accesorios, seguramente innecesarios, en apariencia ásperos, poco atractivos. Son temáticas que asumimos que serían de interés para otros, del campo de las humanidades (los de «letras»), no para nosotros. Con todos estos clichés y lugares comunes, inconscientemente estamos reproduciendo, una vez más, la triste separación académica entre ciencias y letras, entre ciencia y humanismo, como si fueran dos compartimentos estancos. Y esto es una gran equivocación. Afortunadamente, son ya bastantes las universidades que incorporan programas de formación transversales que combinan ciencia y humanismo, o ciencia y ética, o ciencia y filosofía¹⁸.

    Por todo ello, el reto que tengo ante una clase de introducción a la bioética es doble. No solo tengo que dar las claves, enseñar los conceptos y explicarlos. Tengo también que suscitar el interés de los alumnos. Tengo que conseguir que una o varias horas de clase les resulten atractivas. Que comprendan que es indispensable tener presentes los principios de la bioética en su investigación, y todo lo que de ellos se deriva en forma de leyes, normas y recomendaciones éticas que deben cumplirse. Y esto es lo que quiero hacer ahora contigo: que leas este capítulo con interés y que al final de este te convenzas de la relevancia de la bioética en las ciencias de la vida.

    Pero, no te asustes, no te voy a «dar una clase». Voy a comentarte los elementos fundamentales que conforman y definen la bioética y su origen, y a explicar brevemente su historia, que es mucho más reciente de lo que probablemente imaginas. Estos elementos esenciales de la bioética me servirán para comentar los diferentes temas que aparecerán en los capítulos siguientes. Naturalmente, puedes obtener información adicional sobre bioética en otros libros cuya lectura te recomiendo¹⁹, si tienes un mayor interés en esta materia.

    Seguramente, una de las confusiones más comunes es utilizar las palabras «ética» y «moral» de forma indistinta. Sin embargo, son conceptos que, aun estando relacionados, son naturalmente diferentes, y creo que vale la pena detenerse un minuto a reflexionar sobre ellos.

    La moral o moralidad es un acuerdo colectivo, los usos y costumbres a los que llega una sociedad y que determinan las acciones que puede realizar un individuo, lo que se considera que está bien y lo que se considera que está mal, lo bueno y lo malo. Estos códigos morales tienen por supuesto su traslación en los códigos penales, donde se delimitan los comportamientos que una sociedad considera inapropiados, no aceptables, y se disponen multas y penas de privación de libertad para quienes los vulneren. Te habrás dado cuenta inmediatamente de que no existirá una sola moralidad. Cada cultura o grupo social tendrá sus códigos morales. Lo que puede ser moralmente aceptable en un país, en una cultura deter-minada, puede no serlo en otro. Por ejemplo, en las culturas judía o árabe no está permitido comer cerdo ni sus derivados cárnicos, mientras que es perfectamente aceptable en otras culturas occidentales. El trabajo realizado por menores puede considerarse correcto o aceptable en algunos países asiáticos o sudamericanos, mientras que en otros está totalmente prohibido. Los testigos de Jehová no aceptan las donaciones ni las transfusiones de sangre de otra persona, aunque sea un procedimiento médico habitual para el resto de los grupos sociales. La eutanasia activa se acepta en determinadas circunstancias y está regulada en algunos países, como el nuestro, mientras que está estrictamente prohibida y no se acepta en otros. La investigación con embriones humanos está permitida, de forma también regulada, en bastantes países, como España y Reino Unido, mientras que está terminantemente prohibida en otros, como Alemania o Polonia. Estas diferencias pueden provocar, en algunos casos, que algunos pacientes opten por trasladarse a un determinado país en el que sea posible (sea moralmente aceptable) realizar un acto médico (por ejemplo, la eutanasia activa) que en su país de origen esté prohibido.

    La ética, como disciplina académica dentro de la filosofía, se ocupa de estudiar y reflexionar críticamente sobre la moral. De discernir entre lo que está bien y lo que está mal. No siempre es sencillo determinar si una acción humana es moralmente aceptable o no, si la podemos aprobar o la debemos rechazar. Es la ética la que nos ayuda a resolver esta cuestión, mediante el análisis de todos los datos del proyecto científico en cuestión y la reflexión del problema planteado. Con la ética podemos resolver los dilemas que se presentan habitual-mente cuando tenemos que escoger entre dos situaciones que son moralmente correctas, a nivel individual, pero que deben contraponerse y discutirse hasta elegir una de ellas que represente mejor los valores comunitarios que se aceptan como buenos en una cultura y un momento determinados. La moral se aplicaría sobre cada persona individual, analizando sus actos y considerándolos como buenos o malos, mientras que la ética se aplica sobre toda una comunidad, aceptando o rechazando determinados planteamientos o actuaciones humanas en función de si pueden o no resultar buenos, si esperamos que puedan o no beneficiar al colectivo, si pensamos que pueden ser útiles para la colectividad.

    Voy a usar un ejemplo para que entendamos mejor las similitudes y diferencias entre moral y ética. Creo que todos consideramos como moralmente correcto, como un valor bueno que preservar, el bienestar animal. Consideramos que no es aceptable hacer daño a los animales. Ese comportamiento (maltratar a los animales) es moralmente incorrecto y la mayoría de los países tienen en sus códigos penales castigos que se imponen a quien dañe o haga sufrir a los animales. Seguramente, también todos consideramos como correcta, moralmente buena, la investigación científica encaminada a desarrollar medicamentos o terapias para aliviar o curar las enfermedades graves, en ocasiones mortales, que nos afectan. De hecho, encontrar soluciones para restaurar la salud de una persona enferma se suele considerar una obligación, un imperativo moral para todos aquellos que nos dedicamos a la investigación biomédica.

    Pero a menudo los investigadores tenemos que usar animales en las fases iniciales del desarrollo de un tratamiento. Y ese uso puede comportar que algunos animales sufran algún daño debido a estas investigaciones. ¿Cuál de los dos valores, moralmente buenos, prevalece? ¿Debemos mantener el bienestar animal a toda costa y evitar el uso de animales en todos los casos? ¿Tenemos que permitir usar animales en cualquier desarrollo terapéutico que los investigadores nos planteen? La respuesta a estas dos preguntas es la misma: no. La ética será la que nos ayudará a resolver este dilema, estudiando caso por caso, analizando todos los riesgos y beneficios potenciales, atendiendo a las normativas y recomendaciones vigentes, para que, en cada experimento, se resuelva cuándo es aceptable asumir un cierto daño, siempre reducido al mínimo y de forma controlada, a los animales para aspirar a alcanzar un beneficio mayor: la obtención de un tratamiento para una enfermedad. O cuándo no lo es. La ética, en definitiva, nos ayudará a diferenciar los comportamientos humanos que podemos considerar como correctos frente a los que no son admisibles. Nos permitirá en cada caso tomar la opción mejor, de acuerdo con nuestros códigos morales. Por eso hablamos de experimentos o situaciones éticamente aceptables e inaceptables.

    La bioética es la ética aplicada a las ciencias de la vida. La bioética estudia y analiza el comportamiento humano dentro del campo de la biología y los temas relacionados con la salud, analizando las acciones que dilucidar a partir del código moral que una sociedad haya adoptado. La bioética será, pues, esencial para interpretar y poder explorar adecuadamente, de acuerdo con los valores morales que hemos adoptado en nuestra sociedad, las múltiples posibilidades que nos ofrecen los avances científicos actuales en el ámbito de las cien- cias de la vida. Y nos ayudará a discriminar entre aquellas propuestas que sean éticamente admisibles de las intolerables.

    La palabra «bioética» es un término relativamente reciente, del siglo xx²⁰. Los fundamentos de la bioética parten de asignar un valor absoluto a los seres humanos. Derivan de la idea expresada por el filósofo Immanuel Kant de que las personas no son meros medios, sino fines en sí mismas. Todas las personas tienen una dignidad, que es el valor que se debe preservar. Todas las personas merecen la misma consideración y respeto.

    La evolución de los principios de la bioética

    Seguramente habrás oído hablar de los cuatro principios de la bioética, que están en la base de toda la legislación que regula la investigación biomédica: no hacer el mal, hacer el bien, respetar la autonomía de las personas y aplicarlo todo ello con equidad, justamente. Pero estos cuatro principios, que luego desarrollaré, uno por uno, no aparecieron simultáneamente. En una celebrada conferencia reciente de Diego Gracia²¹, repasó el origen de estos principios de una forma magistral dividiendo la historia de la bioética (de la ética clínica) en tres grandes períodos: un primer período desde la antigua Grecia hasta el año 1900; un segundo período entre 1900 y 1947; y un tercer y último período desde 1947 hasta la época actual. Diego Gracia Guillén es catedrático emérito de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense de Madrid e impulsor del desarrollo de la bioética en España.

    En el primer período, según Gracia, el más extenso, pues cubre prácticamente toda la historia de la humanidad desde sus inicios hasta 1900, la ética tradicional de la investigación clínica estaba enfocada en producir un beneficio en el paciente. Es decir, el único principio que se aplicaba era el de producir un bien al paciente, el principio de beneficencia, que fue pues el primero en tenerse en cuenta. Esto quiere decir que durante todos estos años la experimentación clínica (que busca aumentar el conocimiento sobre un posible tratamiento, y no directamente el beneficio del paciente) estaba literalmente prohibida, por sorprendente que nos pueda parecer. Solo podía aceptarse una investigación fortuita o casual, derivada de los esfuerzos de beneficiar al paciente, como recordaba el fisiólogo Claude Bernard en 1859, el padre de la medicina experimental. Por ejemplo, un corte accidental profundo en el abdomen de una persona que expusiera todos sus órganos internos y que debiera ser solventado mediante sutura permitiría, adicionalmente (pero no como objetivo primario), observar esos órganos internos, su disposición y las conexiones que se establecen entre ellos. Bernard también incorporó el mandamiento hipocrático de no hacer daño²² a la investigación. Siguiendo el ejemplo anterior del corte, no puede lastimarse a una persona (cortarle el abdomen para ver qué hay en su interior) por muchos supuestos beneficios que pudiera traer a otros el descubrir cómo se organizan los órganos internos dentro del abdomen. Es decir, la (poca) investigación clínica que era permisible seguía estando ligada a la práctica clínica, a curar al paciente, a producirle un beneficio. Adicionalmente, y durante muchos siglos, no se pudo hacer disección de cadáveres humanos (algo que había sido posible en la cultura griega y en los inicios de la era cristiana) hasta bien entrado el Renacimiento, cuando las disecciones anatómicas volvieron a permitirse. Implícitamente a este primer y único principio de beneficencia que iluminó la ética de la investigación clínica durante siglos, estaba el de no causar daño al paciente, otro de los principios hipocráticos clásicos de la medicina, que se convertiría en el principio bioético de la no maleficencia. No hacer el mal.

    El segundo período en la historia de la ética de la investigación clínica es el que comienza en 1900 y termina en 1947, cuando empieza a introducirse el segundo (o tercero, si consideramos también el principio de no maleficencia) principio de autonomía del paciente, que se suma al primero, el de beneficencia. Y, de forma todavía más relevante, se pasa de la investigación observacional (observo qué les pasa a mis pacientes e intento curarles y, si puedo, aprendo algo de todo ello) a la investigación experimental (planteo una hipótesis y realizo un experimento para confirmarla o descartarla, las bases del método científico). En este período aparecen los primeros diseños de ensayos clínicos y se incorpora la estadística para analizar los resultados y poder progresar en el conocimiento. Es un salto cualitativo fundamental, pues pasamos de una época previa en la que la investigación clínica, sensu stricto, estaba prohibida, a permitirla, a veces con excesos notorios y abominables, como todas las «investigaciones» que llevaron a cabo los médicos alemanes del nazismo durante la segunda guerra mundial.

    Gracia liga este segundo período a sucesos que ocurrieron tras la guerra de Cuba, por la cual España perdió la isla (y la mayor parte de sus colonias en ultramar) en 1898 a manos de los norteamericanos, que pasaron a controlarla y, una vez allí, a infectarse de fiebre amarilla y fallecer en bastantes casos. La causa de esta enfermedad, endémica en la isla, se atribuía a las malas condiciones higiénicas y al contacto entre personas infectadas y sanas. Sin embargo, había un médico cubano llamado Carlos Finlay que sospechaba que esta enfermedad estaba causada por la picadura de una determinada especie de mosquito²³, aunque no había logrado demostrarlo. Esta idea llegó a oídos de un médico norteamericano, Walter Reed, hoy en día un héroe recordado en Estados Unidos que ha dado nombre a uno de los hospitales militares más famosos de aquel país en Washington DC²⁴. Reed decidió realizar un experimento con voluntarios escogidos entre los soldados y españoles inmigrantes²⁵. En varias tiendas de campaña dispuso diferentes grupos de voluntarios. Unos recibieron ropa, sábanas y toallas manchadas con sangre, excrementos y otros fluidos biológicos de pacientes con fiebre amarilla. Otros fueron situados en una tienda con dos zonas separadas por una tela metálica. En uno de los lados dispusieron mosquitos y recipientes con agua para que pudieran completar su ciclo biológico. En el otro lado situaron dos habitaciones, limpias y estériles, con ropa y sabanas limpias. Una de las habitaciones estaba en contacto directo con los mosquitos y la otra estancia estaba totalmente aislada de los mosquitos. Todas las habitaciones se mantuvieron calientes, con una estufa, para reproducir de forma controlada las condiciones de calor que solían acompañar los brotes de fiebre amarilla en verano. Reed escogió quince mosquitos con el abdomen lleno de sangre que habían picado a pacientes con fiebre amarilla. Tras unas tres semanas, ninguno de los voluntarios que habían estado expuestos a ropa y sabanas manchadas con fluidos biológicos de personas infectadas desarrolló fiebre amarilla. Cinco de siete voluntarios que estuvieron expuestos a los mosquitos contrajeron fiebre amarilla. Y ninguno de los que estuvieron aislados de los mosquitos contrajo la enfermedad. El experimento se repitió múltiples veces, variando el tiempo entre la picadura del mosquito al paciente con fiebre amarilla y la exposición del mismo mosquito a otros voluntarios. Reed concluyó, correctamente, que eran necesarios doce días de período de incubación del agente infeccioso en el mosquito que se nutría de sangre de personas infectadas para poder transmitir la fiebre amarilla a otras personas. Este era el detalle que se le había escapado a Finley. Reed compartió sus resultados con Finley reconociendo la observación inicial del doctor e investigador cubano.

    La novedad del experimento de Reed es que usó a «voluntarios» en sus investigaciones sobre la transmisión de fiebre amarilla, a quienes se les explicó el protocolo del experimento en el que iban a participar. Los voluntarios recibieron cien dólares por participar, y otros cien dólares si contraían la fiebre amarilla, a modo de gratificación o compensación por las molestias producidas y por el riesgo asumido. Por vez primera, además del principio de beneficencia, se aplicaba el principio de autonomía del paciente en una experimentación clínica. Esta innovación radical de Reed no pasó inadvertida y generó mucha polémica en la profesión médica, que discutió vehementemente sobre si el experimento que había realizado (infectar a personas sanas con el virus de la fiebre amarilla, con el riesgo de muerte asociado que se produjo en algunos pacientes) era moralmente aceptable, si era ético infectar a personas.

    Se creó una comisión²⁶ con el encargo de debatir si eran moral-mente permisibles las investigaciones que entrañaban riesgo para los seres humanos que participaban en ellas. William Osler²⁷, uno de los médicos más relevantes de la época, padre de la medicina interna, resolvió la polémica terciando que dichos experimentos serían inmorales si no se le proporcionaran al sujeto voluntario toda la información, riesgos y circunstancias que pudieran acontecer derivados de su participación en ese experimento. Pero si la persona era conocedora de todos estos detalles y consentía libremente en participar, era entonces moralmente permisible.

    Estas conclusiones de la comisión, junto con el desarrollo paralelo de la farmacología, dieron paso a la realización de multitud de investigaciones clínicas con esos dos principios inicialmente establecidos: de beneficencia/no maleficencia y de respeto a la autonomía del paciente. Durante esta época se produjeron excesos injustificables, como los crímenes cometidos por los médicos nazis y los deleznables experimentos de todo tipo que llevaron a cabo no con voluntarios, sino con prisioneros de los campos de concentración que perdieron su vida en la mayoría de estos casos.

    Un episodio nada edificante que ilustra el absoluto desprecio por la dignidad humana y las fechorías incalificables que se produjeron por parte de médicos nazis del Tercer Reich fue la publicación de unos exquisitos atlas de anatomía humana, bellísimamente ilustrados, con un grado de detalle nunca visto, producto del trabajo de Eduard Pernkopf, médico austriaco que progresó académicamente durante la segunda guerra mundial²⁸. En 1933 fue nombrado director del Instituto Anatómico de Viena. En 1938 lo nombraron decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena y desde 1943 hasta el final de la guerra ascendió a rector de la misma institución. Dedicó veinte años de su vida a diseccionar cuerpos, durante dieciocho horas al día, y a supervisar la labor de los dibujantes que recogían todos los detalles del interior del cuerpo, con una precisión milimétrica, de los cadáveres que continuamente le llegaban. Se trataba de personas asesinadas por el régimen nazi que, en número cercano a mil cuatrocientas, pasaron por su mesa de disección, entre las que se encontraban judíos, homosexuales, gitanos y cualquier otro grupo atacado por el nazismo. Durante años, generaciones de estudiantes de medicina en Austria y Alemania continuaron usando ese Atlas monumental de Anatomía en cuatro volúmenes. Desde 1937, año de su primera publicación, hasta 1994, cuando saltó a la comunidad médica y a la prensa el escandaloso y horrible origen de todos aquellos dibujos anatómicos.

    Tras la segunda guerra mundial y tras conocer estos terribles excesos y barbaridades, diversos grupos cuestionaron si era suficiente garantía, para acometer experimentos de investigación clínica, con los principios de beneficencia y de autonomía del paciente, habida cuenta de que obviamente estos principios no se habían aplicado correctamente en Alemania (y posteriormente en otros países)²⁹ y que, probablemente, era necesario añadir garantías adicionales.

    El tercer y último período, en el que estamos, empieza en 1947, cuando aparecen los primeros textos que regulan la investigación clínica y delimitan lo que puede y no puede hacerse, tras las experiencias (algunas terribles) de años anteriores. Es cuando aparece de forma explícita el concepto de responsabilidad en la experimentación con los seres humanos, y cuando se crean los comités de ética de la investigación, que son los encargados de evaluar y supervisar las investigaciones clínicas propuestas, de acuerdo con la normativa vigente y los estándares éticos demandados por la sociedad. Es en este período en el que se suceden los informes, los códigos y las declaraciones que van dando forma a los cuatro principios actuales de la bioética.

    En primer lugar, aparece el Código de Núremberg, publicado en 1947, que recoge, en diez puntos, una serie de principios que deben regir la experimentación legítima con seres humanos tras comprobarse el tratamiento inhumano al que los médicos nazis, como el doctor Josef Mengele, habían sometido a los prisioneros de los campos de concentración. Este es el primer documento que delimita los principios éticos que deben respetarse para abordar una investigación clínica, basados en consentimiento libre e informado de los pacientes o los voluntarios sanos participantes. Los principios incluían elementos tales como el consentimiento voluntario, que el experimento fuera beneficioso para la sociedad, que hubiera resultados previos basados en experimentos con animales y en el conocimiento de la enfermedad que justificaran la realización de ese experimento con personas, que se evitara cualquier daño, dolor o sufrimiento innecesario de los participantes (aquí aparece una referencia al que será después conocido como el principio de no maleficencia, no hacer daño), que el experimento fuera realizado por personas científicamente cualificadas en instalaciones adecuadas y que la persona voluntaria pudiera interrumpir su participación en cualquier momento, entre otros puntos. Produce vértigo y preocupación pensar que un documento tan importante como este se publicara hace menos de ochenta años.

    El Código de Núremberg se refería implícitamente también a los crímenes del régimen nazi, como el llamado programa T4³⁰, de asesinato sistemático de discapacitados, a quienes consideraban «vidas indignas de ser vividas», que fue el precedente de los campos de exterminio y del holocausto judío. Uno de los lugares donde ocurrieron estas matanzas fue el castillo de Hartheim, en Austria, cerca de Linz. Este tema era el argumento de la obra de teatro Cáscaras vacías, de Magda Labarga y Laila Ripoll, estrenada en 2017 en el Centro Dramático Nacional, e interpretada por diversos actores con alguna discapacidad, como la actriz Patty Bonet, con albinismo y, por lo tanto, con una visión muy limitada.

    Actuaciones similares, que no terminaron en muerte, pero sí en la esterilización masiva de personas consideradas defectuosas para la sociedad, con problemas mentales, ocurrieron también en Estados Unidos³¹. Se considera que unas veinte mil personas fueron esterilizadas en California entre 1919 y 1952, siguiendo esquemas similares a lo que sucedió también en Carolina del Norte y Virginia, en aplicación de las leyes eugenésicas en vigor en aquellos años, que, tristemente, parece que también sirvieron de modelo para justificar el exterminio posterior que ocurrió en Alemania y Austria durante la segunda guerra mundial.

    Tras el Código de Núremberg le siguieron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, y la Declaración de Helsinki, que se publicó en 1964, y que desarrollaba los principios éticos para las investigaciones médicas en seres humanos. Esta Declaración de Helsinki ha ido actualizándose regularmente, siendo la última versión de 2013.

    En 1974 se constituyó en Estados Unidos la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de la Investigación Biomédica y del Comportamiento³², que se encargó de dar forma a la primera regulación bioética en ese país. Esta comisión fue la responsable de la publicación, en 1979, del famoso Informe Belmont, sin duda el documento más relevante en bioética por su impacto en toda la normativa y legislación posterior en muchos otros países. Este documento toma el nombre del Centro de Conferencias Belmont, en el Smithsonian Institution de Washington D. C., donde se celebró la reunión de la comisión durante cuatro días en febrero de 1976. Tres años más tarde, se publicó el informe con las conclusiones definitivas de aquella reunión. Un informe que también está disponible en español³³.

    A esa primera comisión en Estados Unidos le siguió otra, entre 1978 y 1981, llamada Comisión Presidencial para el Estudio de los Problemas Éticos en Medicina y en la Investigación Biomédica y del Comportamiento³⁴, que publicó diversos informes expandiendo y desarrollando las ideas incluidas en el Código de Núremberg y el Informe Belmont. También, de forma relevante, publicaron una guía de trabajo con recomendaciones para el funcionamiento de los comités de ética, encargados de evaluar los aspectos éticos de estas investigaciones clínicas.

    El Informe Belmont, documento de referencia de la bioética actual

    La contribución principal del Informe Belmont al establecimiento de los principios de la bioética se concretó en la formulación que realizó de los tres principios éticos básicos: (1) respeto a las personas, (2) beneficencia y (3) justicia.

    El primero de los tres principios (respeto a las personas) es el ya mencionado principio de respeto a la autonomía de las personas, e incorpora dos derivadas éticas. En primer lugar, que las personas deben ser tratadas como sujetos autónomos, con libertad para tomar sus propias decisiones. En segundo lugar, que debemos proteger a aquellas personas que tengan la autonomía reducida, que no puedan ejercer su capacidad de decisión, por ser menores de edad, por estar incapacitadas debido a su enfermedad o por su situación (por ejemplo, prisioneros en una cárcel, que podrían tomar sus decisiones por ellos mismos, pero que también pueden ser sutilmente influenciados a tomarlas por el entorno en el cual están).

    El segundo de los principios que recoge el Informe Belmont (beneficencia) se refiere a hacer el bien, a procurar el bienestar de los participantes en la investigación clínica. Y esta es una obligación con dos derivadas complementarias. La primera es no hacer daño (que de nuevo nos recuerda al principio de no maleficencia) y la segunda es garantizar y aumentar, al máximo, los beneficios a la vez que se disminuyen los daños o riesgos posibles (que es la reformulación del principio de beneficencia).

    El tercero y último de los principios éticos que formula el Informe Belmont de forma novedosa es el de justicia. Por vez primera un documento que regula los aspectos éticos de la investigación con seres humanos se preocupa de garantizar, en primer lugar, que los beneficios de la investigación lleguen a todo aquel que lo necesite, no solamente a quien pueda pagar el coste de los tratamientos. Y, en segundo lugar, que no se cometan injusticias a la hora de realizar los experimentos, como seleccionar a grupos sociales pobres, con bajo poder económico, fáciles de convencer por una exigua compensación para que sean ellos quienes asuman el riesgo de un procedimiento experimental. O seleccionar a prisioneros o a niños de países en vías de desarrollo en lugar de menores de países occidentales. Es el principio de equidad tanto para la participación, en el riesgo que se asume, como para el acceso a los beneficios resultantes de la investigación clínica. En resumen, impedir que se usen solamente sujetos de países pobres en la investigación, de cuyos resultados paradójicamente solo vayan a beneficiarse los sujetos de los países

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