María Magdalena
Por Matilde Cherner
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Cherner fue la primera escritora –adelantándose a ‘La desheredada’ de Benito Pérez Galdós– que tuvo el valor de criticar en España el carácter institucional de la prostitución y la mercantilización del cuerpo de la mujer. Con firmeza, la autora nos traslada la falsa moral, la vergüenza pública y la hipocresía de un mundo que tolera, consume y consiente la esclavitud de las mujeres.
Con una prosa llena de simbolismos, nos dibuja la figura de una proxeneta que toma el testigo de la célebre Celestina. La protagonista, que transmuta en la sabia Aspasia, nos acerca la imagen de la primera prostituta, María Magdalena. Una muchacha tímida que se ve arrastrada, por una sucesión de desdichas, a ser una de las chicas de la casa de putas de la Salamanca de finales del siglo XIX.
Como bien aventura Mabel Lozano en su prólogo, la autora nos escupe la cuestión: ¿Acaso son personas las putas? Unas reivindicaciones que siguen vigentes hoy en día.
En el momento de su publicación y debido a su contenido político, considerado escabroso por salir de la pluma de una mujer, el libro se enterró en el silencio.
Matilde Cherner
Matilde Cherner (Salamanca, 1833 - Madrid, 1880) fue una escritora que cultivó todos los géneros literarios, prestando especial atención a la crítica social. Feminista precoz, puso su trabajo al servicio de la política más progresista, enfrentándose a las ideas conservadoras que relegaban el papel de la mujer a mera observadora. Para escapar de los prejuicios, firmó gran parte de su producción literaria con el pseudónimo de Rafael Luna. Tras la indignación que produjo su última novela, María Magdalena, se retiró del escenario público. Su muerte, acaecida poco después de la publicación de este volumen, se entendió como un suicidio provocado por la presión pública. Nada era cierto.
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María Magdalena - Matilde Cherner
MARÍA MAGDALENA
Matilde Cherner
Logo de la editorial EspinasMaría Magdalena
© de esta edición, Editorial Espinas, 2022
© Prólogo de Mabel Lozano
© Diseño de colección: Jana Domínguez
© Diseño de cubierta: Jana Domínguez
© Edición a cargo de Alicia de la Fuente
© Maquetación digital: Carmen Ruiz
ISBN: 978-84-124544-7-5
Índice de contenido
Prólogo. ¿Acaso son personas las putas?
MARÍA MAGDALENA
DOS PALABRAS AL LECTOR
INTRODUCCIÓN. EL PROCESO DE CELESTINA
MEMORIAS ÍNTIMAS
PRIMERA PARTE. DESDICHA
I
II
III
IV
V
SEGUNDA PARTE. INFAMIA
I
II
III
IV
V
TERCERA PARTE. AMOR
I
II
III
IV
V
CUARTA PARTE. FELICIDAD
I
II
III
VI
V
QUINTA PARTE. DOLOR
I
II
III
IV
V
CONCLUSIÓN. DESCONSUELO
I
II
Prólogo
¿Acaso son personas las putas?
Cuanto me hubiera gustado conocerte, querida Matilde Cherner. Sentarnos juntas a charlar y contarte que este tema, desgraciadamente, no ha perdido actualidad, muy al contrario, que tal y como tú, de una forma tan valiente, te atreviste a criticar dos siglos atrás, la prostitución, a día de hoy, sigue normalizada, legitimada…
Que yo misma cada día me hago exactamente las mismas preguntas que tú te hacías hace ahora la friolera de doscientos años. Cuestiones que en este magnífico relato pones en boca de la protagonista para dar voz a aquellas que no la tienen, a las voces silenciadas de todas las mujeres prostituidas de esa época y de la actualidad. La voz, como sabes, admirada Matilde, es lo primero que se arrebata a las prostitutas.
«¿Y esto se escribe? ¿Y esto se tolera? ¿Y esto se convierte de crimen en necesidad? ¿De vicio en ley? ¿Y los hombres lo proclaman? ¿Y las sociedades lo fomentan? ¿Y los gobiernos lo autorizan?».
Contestando a tus preguntas, Matilde, te diría rotundamente que sí; la prostitución se tolera, puesto que nuestros gobiernos y sus leyes laxas contra esta forma terrible de discriminación y violencia hacia las mujeres no la desautorizan, e incluso, algunos gobiernos la fomentan regularizándolo como un «trabajo normal» y legitimando de esta forma la explotación sexual. Hablando de «voluntariedad» en una elección donde, en realidad, hay falta de alternativas, de oportunidades…
¡Ay! Compañera, cómo me identifico con tus palabras sobre el mito de la libre elección:
«¡Ay! Por una que en él yaciera por su propio gusto y por su misma corrupción, se hallarían mil a las que la miseria, el abandono, la falta de buenos principios, hubieran arrastrado a la infamia…».
Y es que la pobreza es un arma contra las mujeres. Lo era entonces y lo es ahora. Como la protagonista de tu relato, miles de mujeres y menores en el mundo se ven abocadas a la prostitución por su falta de recursos, por la violencia que sufren, por la falta de herramientas que les permita subsistir. Vulnerables, pobres, su cuerpo es lo único que tiene un valor en el mercado, es la única propiedad y herramienta de la que disponen para poder sobrevivir ellas y sus hijos.
«¿Y ellos? ¿Y los hombres? ¡Con qué desdén, con qué cínica insolencia se burlan, en lo íntimo de su corazón, de esa virtud que en público tanto afectan respetar!
¡Qué lecciones tan tristes y dolorosas se reciben de los hombres! ¡Qué odiosos y repugnantes son cuando se entregan sin freno al imperio de sus brutales pasiones! ¡Cómo asoman la cabeza entre este corrompido fango todas las llagas, todos los vicios, todas las miserias de la humanidad!».
La prostitución se rige por una sola ley: la ley de la oferta y de la demanda. No existiría sin esos odiosos, repugnantes y machistas hombres que compran los cuerpos de las mujeres para ejercer su cuota de poder sobre ellas, porque esto no va de sexo; va de poder, de sometimiento, de desigualdad, de terrible violencia consentida y permitida. Hoy en día, además, detrás de la prostitución, en muchos casos está la trata sexual, una forma terrible y perversa de esclavitud que, además, vulnera todos y cada uno de los derechos humanos. Mujeres y menores que, como tu protagonista, la bella Aspasia, son víctimas inocentes de los vicios de los hombres
«Y creyéndose con absoluto derecho sobre ella, puesto que la infeliz, conociendo dónde la había arrastrado su desgracia y no teniendo sobre la tierra amparo ni apoyo de ningún género, jamás quiso revelar ni quién era, ni adónde iba en aquella horrible noche…».
Y para abordar, como haces, de esta forma tan certera y contemporánea todas las caras de este fenómeno de la compra y venta de mujeres para su explotación sexual, criticas también el proxenetismo. Las llamadas «tercerías locativas». Sí, a día de hoy, y como ya ocurría en 1833, la mayoría de las mujeres en situación de prostitución la ejercen por cuenta de un «tercero» que es el que se lucra. En estas páginas, la proxeneta es una mujer rebautizada con el nombre de Celestina en honor a la alcahueta, casamentera y antigua prostituta retratada por Fernando de Rojas. En la actualidad, no todas las caras del proxenetismo están condenadas, esta es una de las reformas legislativas que deben cambiar, para que nadie pueda lucrarse de la prostitución de otra persona. Hoy en día, y como entonces, admirada Matilde, de este negocio sacan «tajada» muchas personas que no son precisamente las mujeres prostituidas, víctimas también de la hipocresía social; las utilizamos, nos lucramos o toleramos por acción u omisión, pero no nos importan, porque ¿acaso son personas las putas? Seres desnudados de ropajes y derechos.
Gracias, admirada Matilde, por tu notable contribución para desenmascarar la forma más antigua de violencia y explotación contra las mujeres. Gracias por tu denuncia contra la legalización de la prostitución y la feroz crítica sobre la normalización social de este fenómeno que, lamentablemente, perdura hasta nuestros días.
Por último, permíteme por favor que firme este humilde reconocimiento a tu magnífico trabajo con mi nombre, a ti te obligaban a utilizar una máscara de varón para dar validez e importancia a tu trabajo como escritora, como mujer culta y comprometida que luchaba contra las injusticias y por los derechos de las mujeres.
Mabel Lozano
Directora de cine social.
MARÍA MAGDALENA
DOS PALABRAS AL LECTOR
El libro que hoy nos aventuramos a publicar hace ya algunos años que está escrito, mas la verdadera trascendencia social del asunto, la osadía (perdónesenos la inmodestia) con que este mismo asunto está tratado en él, nos han retraído de publicarlo hasta ahora. Un libro de tal índole no puede salir a luz más que a la sombra de un gran nombre literario, y nosotros hemos esperado a que fuera algo conocido el nuestro para atrevernos a darlo al viento de la publicidad y exponerlo a los furores de la crítica, tan duros siempre cuando se trata de trabajos que se apartan del diapasón normal, y que, como dejamos dicho, no están garantizados por una firma ilustre.
Cuántas obras se han publicado en Francia análogas a la nuestra sin hallar ninguna que trate como en esta está tratado un asunto tan trascendental y resbaladizo. El diferente punto de vista desde el cual hemos podido estudiar los autores de esos libros y nosotros la llaga social en la que nos atrevemos a poner, no el dedo, la mano toda, es causa de que una obra esencialmente realista (naturalista diríamos si no hubiera sido escrita antes que Zola bautizara con este nombre un género de literatura cuyos modelos más perfectos nos los ofrecen nuestros novelistas de los siglos XV y XVI) se desarrolle en una atmósfera del todo ideal, en la que la imaginación sola crea los cuadros de más o menos subido color que la pluma bosqueja. Si esta circunstancia añade quita mérito a la obra, el público, y solo el público, puede y debe decidirlo: nosotros solo nos atrevemos asentar aquí que, no teniendo que luchar ni con la comparación, ni con el recuerdo, hemos pintado a placer nuestra heroína, haciendo de ella no un ser fantástico, mas sí un ser superior, muy superior, a la situación triste en que la desgracia y los vicios sociales la habían colocado.
No es una novela propiamente dicha lo que hoy ofrecemos al público; es un libro cuyo importante asunto hace tiempo que está pidiendo la atención de los sabios y los filósofos, y que otra pluma más autorizada que la nuestra debía de ser la llamada a tratarlo. Si este libro, con todos los defectos de forma y fondo que nosotros le reconocemos, hijos legítimos de nuestra insuficiencia, viera la luz en Francia, daría la vuelta al mundo y nuestras primarias publicaciones y nuestras mejores casas editoriales se apresurarían las primeras a traducirlo, a ofrecérnoslo como la última palabra pronunciada sobre el asunto. Como hemos nacido en España, como amamos el castellano, y lo creemos el idioma más rico, más noble, más galano de la tierra, en España y en castellano publicamos este libro; mas no sin pena damos a luz, sin esperar tal vez recompensa de ningún género, una de nuestras obras más estimadas por nosotros. Y he aquí las dos palabras que se creía en el deber de decir a sus lectores el autor de María Magdalena, para cuya obra reclama toda su benevolencia y atención.
RAFAEL LUNA. Madrid 1880.
INTRODUCCIÓN
EL PROCESO DE CELESTINA
—¿Vienes a la curiosa vista que se celebra hoy y que sin duda te dará asunto para un buen libro? ¡Qué feliz eres que pudiendo vivir en Madrid, en el centro de los placeres, las artes y las letras, tu independencia te permite venir a curiosear lo que pasa en esta ciudad vetusta en la que se respiran aún los vientos clásicos, tan saturados de metafísicos aromas, de los siglos XV y XVI! Me alegro de encontrarte. Yo me dirigía solo a presenciar el curioso espectáculo que atrae hoy a toda la ciudad, y yendo contigo haremos juntos nuestras observaciones sobre ese ruidoso proceso.
Este turbión de palabras, para mí incomprensibles en su mayor parte, me dirigía un amigo mío y paisano, al mismo tiempo que me abrazaba con efusión y estrechaba mis manos con cordialidad en la acera de Correos de la plaza Mayor de Salamanca. El capricho de visitar una vez más mi querida patria me había hecho a mí (ya hace de esto algunos meses) tomar el tren del norte la noche antes en Madrid y satisfacer a la mañana siguiente mi deseo de anegarme en el inmenso mar de amargos recuerdos que Salamanca despierta en mi alma; mar cuyas negras y tempestuosas ondas van templando su bravura, cansadas de batir, sin conmoverla, la resistencia que les opone mi sufrimiento.
—Conque —siguió diciendo mi amigo, traduciendo tal vez mi silencio por una afirmación— son cerca de las once, y la vista va a empezar; yo tengo guardado un buen sitio porque quiero ver de cerca a la acusada.
—Pero, ¿qué proceso, qué vista pública y qué acusada es esa de que me hablas?
—¡Cómo! ¿No has venido a Salamanca para estudiar el famoso proceso de Celestina, del que se ocupa la provincia entera?
—No. He venido a pasar aquí unos días, y no entiendo de qué proceso y de qué Celestina me hablas.
—¿Qué, no te acuerdas de Celestina? ¡Parece imposible que hayas sido estudiante en esta universidad! Bien dicen que Madrid es el río Leteo.
—Pero hombre, yo no conozco más Celestina que la de Rojas, y creo que esa no se habrá dado el gusto de resucitar para que la encausen ahora, después de haber sido azotada y emplumada en vida y morir de mala muerte.
—No, no es esa Celestina, sino la nuestra, la de nuestros tiempos, la que en este siglo ejercía sus maléficas artes, la de bruja inclusive, y a la que por eso se puso en la ciudad el nombre clásico de «las zurcidoras de voluntades» —Y como yo le escuchara distraído y silencioso, añadió impaciente:—. Pero ¿estás dormido o desmemoriado cuando no te acuerdas de la bruja Celestina que vivía en el barrio de los Milagros y tenía en su casa a aquella muchacha tan hermosa, tan distinguida, a la que llamábamos Aspasia los estudiantes?
—Sí, me parece que recuerdo vagamente ese nombre; pero también recordarás tú que mis aficiones no iban por ese camino, y que ni una vez sola he visto, o he estado, en la casa de esas mujeres.
—Yo sí; y por cierto que no recuerdo haber visto en mi vida mujer más bella que la Aspasia, y creo que la de Atenas no sería más distinguida ni tendría más talento que esta.
—¿Y se hallaba y permanecía en tan horrible condición?
—¡Pobre muchacha! ¡Cuando murió en el hospital, consumida por el dolor y la fiebre, comprendimos todos lo que valía!
—Pero... Si mal no recuerdo había desaparecido de la casa que habitaba, y en algunos años no se volvió a saber de ella, hasta el punto de que ya todos la habíamos olvidado.
—Pues bien, ¿recuerdas a Benavides?
—¿Aquel zamorano que estudiaba medicina y era tan buen mozo y tan calavera?
—Sí, el mismo.
—Lo recuerdo perfectamente, y recuerdo que tenía fama de buen practicante a pesar de sus locuras.
—Pues bien; Benavides es hoy médico del hospital general, y en la sala de mujeres ha reconocido entre sus enfermas a la pobre Aspasia, la ha asistido hasta el último momento en su enfermedad del pecho, y él, que sabe la historia de la infeliz, ha promovido la acusación contra la infame vieja Celestina.
—Pero ¿Aspasia estaba en esa casa a la fuerza?
—¡Calla hombre! Si es una historia horrible la suya que, al divulgarse por la ciudad, ha conmovido hasta a las piedras y hecho llorar al mismo claustro universitario, con rector y todo, que