Locuras divinas de amor: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús
Por José Brage Tuñón
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Es lógico que el cristiano medite a menudo lo sucedido en aquella primera Semana Santa: el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la Pasión y muerte de Jesús, la amorosa esperanza de María durante el Sábado Santo, y la resurrección y apariciones de Jesús a sus discípulos.
José Brage Tuñón
José Brage Tuñón es sacerdote desde 2008, doctor en Filosofía, oficial del Cuerpo General de la Armada, especialista en Armas Submarinas y buceador de Combate. Actualmente es capellán del IESE en Madrid. Sus libros han alcanzado una gran difusión, también en otros idiomas.
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Locuras divinas de amor - José Brage Tuñón
1. Jesús a mis pies (Jueves Santo)
«Quien no vive para servir, no sirve para vivir»
Cuando los alguaciles de los príncipes de los sacerdotes y los fariseos fueron enviados al Templo a prender a Jesús de Nazaret, regresaron con las manos vacías y esta disculpa en sus labios: «Jamás habló así hombre alguno» (Jn 7, 46). Nosotros ahora, que conocemos lo ocurrido en Jerusalén durante aquellas fiestas de la Pascua, podemos añadir: «Jamás amó así hombre alguno». Vamos a fijar los ojos en este Corazón, para aprender de sus locuras de amor. Para ello, nos trasladamos con la imaginación al Cenáculo: esa sala en el primer piso de una casa de Jerusalén, donde tuvo lugar la Última Cena de Jesús con sus discípulos.
Cuando una persona sabe que va a morir, reúne a sus seres más queridos. Los conoce bien, se preocupa por sus debilidades, e intenta darles buenos consejos que suplan sus carencias. A veces esas recomendaciones van acompañadas de un gesto inolvidable —una caricia, un apretón de manos, unas lágrimas, enderezarse en la cama o, incluso, caer de rodillas— que refuerza la idea que se quiere transmitir. Se habla de corazón a corazón, y se entregan las cosas de más valor que se poseen. Se dan encargos que no se olvidan jamás, son sagrados. Muchos años después se oirá a uno decir: «Mi padre me pidió en el lecho de muerte que cuidara de mi madre, y lo he hecho».
Algo así fue aquel momento de la Última Cena. Las autoridades judías ya han tomado la decisión de prender a Jesús. Hay tristeza y presagios de muerte en el ambiente. El Maestro sabe que le queda poco tiempo, y ha querido prever las cosas para tener esta cena entrañable con sus discípulos. «La víspera de la fiesta de la Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Y, como prueba de ese amor, durante esa cena, el Señor entregará el tesoro de su Cuerpo y su Sangre, la Eucaristía: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo» (Mt 26, 26), con un encargo bien concreto: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). Les abrirá su corazón —¡de qué manera!—, y les pedirá, a esos hombres vanidosos y envidiosos que hasta poco antes habían estado hablando de quien de ellos sería el mayor en el reino (cfr. Mc 9, 34 y Mt 20, 24), que aprendan a servir con humildad y que se amen unos a otros, como él los ha amado (cfr. Jn 15, 12). Y, para que quede aún más claro, realiza un gesto inaudito, cargado de fuerza: «Se levantó de la cena, se quitó la túnica, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua a una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura» (Jn 13, 4-5). Dios a los pies del hombre.
Lavar los pies era un oficio de siervo, pero Tú, Señor Jesús, no temes hacerlo con tus discípulos. Entre ellos está Judas, que ya era traidor en su corazón. Y le lavaste los pies. Se comprende la perplejidad y turbación de Pedro: «Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies? (…) No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 6 y 8). Y cuando le adviertes: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (Ibidem, 8), Simón Pedro reacciona, como siempre, impulsiva y vehementemente: «Entonces, Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Ibidem, 9). ¡Es grande este Pedro fanfarrón, pero con mucho amor a Ti! Me imagino que te arrancaría una sonrisa.
Vamos a detenernos en este gesto. Tú y yo somos ahora uno de los apóstoles. Sentimos el roce de las manos tibias de Jesús que nos descalza, y el frescor del agua que derrama con cuidado sobre nuestros pies. ¡Con qué cariño los lava! Los sostiene con suavidad entre sus manos y los acaricia tiernamente con sus dedos.
¡Con qué ojos llenos de amor nos mira! Da la impresión de querer grabar ese amor a fuego en nuestros corazones, como un recordatorio que infunda fortaleza en nuestras almas ante lo que se avecina.
El Señor sigue haciendo este oficio. Cada vez que acudimos al sacramento del Perdón y confesamos nuestros pecados, Jesús se arrodilla ante nosotros, nos mira con amor, y derrama con ternura infinita el agua de su gracia sobre nuestros pies manchados por el barro del pecado. Y nos limpia, no solo los pies, sino la cabeza y el cuerpo entero, como pedía Pedro —¡el alma!—, de ese polvo del camino que se nos pega, también por nuestra falta de cuidado. ¡Qué humildad la de Dios! ¡Cómo nos quiere Dios! Así lo contemplaba un sacerdote poeta:
Jesús es el más siervo de los siervos
Jesús está lavando los polvorientos pies
esos pies del oriente llevan mugre auténtica del oriente
no son los pies hermosos de Adán y Eva por el paraíso
son los pies de la historia
son las extremidades del animal caído
que camina pecando por el polvo
que peca de los pies a la cabeza
con el mundo al revés entre sus párpados
a sus pies está Dios lavando sus pies con las propias lágrimas
oh vosotros que pasáis por el camino
decid si hay una flor un ángel una mosca
más humilde que Dios
no es humilde el pequeño que se inclina ante el grande sino el viceversa
el Eterno se ha puesto de rodillas
tiene manos de madre para los pies de Judas
vosotros que pasáis por el camino
decid si hay un amor como el de Dios madre1.
Señor, verte así me conmueve. Tú sirviendo de rodillas, y yo, a veces, zanganeando y dejándome servir, sentado en un sofá. Tú, humilde, a los pies de tus discípulos, y yo, soberbio, no sé humillarme ante Ti en un confesonario, o por el bien de mi familia y los demás. Tú te quitas la túnica para servir, y yo no sé prescindir de lo que me estorba para darme a Ti y a los demás. Fray Luis de Granada exclamaba: «¡Oh ingratitud y miseria del linaje humano! Dios quita todos los impedimentos para servir al hombre; pues ¿por qué no los quitará el hombre para servir a Dios? Si el Cielo así se inclina a la tierra, ¿por qué no se inclinará la tierra al Cielo? Si el abismo de la misericordia así se inclina al de la miseria, ¿por qué no se inclinará el de la miseria al de la misma misericordia?»2. Señor, enséñame a amar así.
Pero volvamos a la Última Cena. Jesús ha terminado de lavarnos los pies. Se ha vestido de nuevo su túnica. Ya estamos recostados a la mesa en torno a Él. Nos mira uno a uno, con cariño. Y entonces vierte sus palabras de oro, fundidas en el crisol de ese gesto conmovedor que acabamos de vivir, sobre nuestros corazones: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor
, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros» (Jn 13, 15). ¡Este es el consejo que nos viene de Nuestro Señor Jesucristo, a punto de entregar su vida por nosotros!
¡Esta es la recomendación de Dios que nos hace falta escuchar para remediar nuestra mala tendencia! Nosotros —¡tan orgullosos!— hemos de saber perdonar y servir a los demás (lavar sus pies), comenzando por los más cercanos. Servir, incluso, a aquellos que no se portan bien con nosotros, servir a quienes no aprecian ni agradecen ese servicio, servir a quienes piensan que es lo mínimo que se merecen, servir a quienes nos desprecian: como Jesús hizo con Judas.
Lavar los pies de Juan resultó fácil
eran los pies alados del amor
y amaban el agua con la inconsciencia de la juventud
Pedro en cambio nada de actos proféticos tú a mí jamás
ese tú era el océano infinito de Realidad
ese mí era un pobre leproso desnudo en la orilla
pero cuando descubrió la posibilidad de sumergirse entero
infinito leproso radiante como todo el mar
todo el poder de Cristo fue necesario para detenerlo
los pies de Judas se dejaron lavar a años luz de su corazón
el hombre simplemente abandonó sus pies en la lejanía
los dejó tirados en esa afrentosa y casi ridícula ceremonia
no estaba impresionado
era como si estuviera hecho para que le lavaran los abandonados pies
como si el mismo que los creó tuviera que lavárselos
por todos los jueves santos de la eternidad
las manos de Jesús fueron más tiernas
Jesús arrodillado le susurraba amor al corazón ausente
en un último desesperado esfuerzo de Dios por seducir a la última de sus creaturas
la última de sus creaturas miraba al techo
dejaba hacer a Dios con los pies tirados
en la lejanía
por todos los jueves santos de la eternidad3.
Frente a los discípulos, que «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9, 34), Jesús sirve a todos, sin hacer distingos y sin esperar nada a cambio. Con humildad. Señor, qué bien me viene a mí esta lección tuya, a mí, tantas veces lleno de vanidad, de orgullo, de «postureo», de susceptibilidad, de delirios de grandeza… ¡Servir! Ese es el antídoto para la enfermedad de mi alma: servir a todos con una sonrisa y el corazón agradecido por poder hacerlo. Es como si nos dijeras: «¿Tú quieres hacer algo grande con tu vida? Pues aprende a servir». «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Ibidem, 35).
Servir; en primer lugar, a Dios, con nuestra alabanza y adoración, con nuestro trabajo bien hecho por amor a Él, con nuestra participación en la Liturgia. Pero también a los demás, a todos los que nos rodean. Porque servir a los demás es servirte a Ti dos veces, Señor. Servir en mi familia, poniendo y recogiendo la mesa, sacando las cosas del friegaplatos, ordenando mi habitación, levantándome a abrir la puerta o coger el teléfono, sacando a pasear al perro, poniendo una lavadora, haciendo un pequeño arreglo, llevando un vaso de agua a un enfermo, cambiando al bebé, bañando a los niños o levantándose de noche porque lloran… Servir en mi trabajo, haciéndolo con la mayor perfección humana de que sea capaz, ayudando a un compañero que acaba de empezar, poniendo en común mi experiencia para que los demás partan de ella, prestando mis apuntes —si eres estudiante— a un compañero… Servir en mi grupo de amigos, escuchándoles y acompañándoles cuando me necesitan, llevando a sus hijos al colegio con los míos, dándoles el consejo que necesitan con cariño… Servir a mis vecinos, a mis paisanos, a mis compatriotas, a todos los hombres. Porque servir es algo delicioso, «el gozo más grande que puede tener un alma»4. Ya lo decía Sófocles hace más de 2400 años: «Para un hombre, ayudar con lo que uno tiene y puede es la más hermosa de las fatigas»5. ¿Por qué? Porque ese es el sentido de nuestra vida. «Cada hombre ha sido puesto aparte, cada hombre ha sido reservado. (…) Y tú ¿qué es lo que tienes para dar al mundo? (…) Servir, ser bueno para algo, hacer bien a otro. Toda nobleza viene del don de sí mismo»6. No en vano, el lema del Duque de Gales es Ich dien («Yo sirvo», en alemán).
Recuerdo dos anécdotas relacionadas con sacerdotes. La primera ocurrió en Granada, en el curso 2008-2009. Yo vivía en un colegio mayor, y llamé a una casa donde sabía que vivía un sacerdote enfermo terminal de cáncer de