Regresando a mí
Por María Hernández
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De completo contenido autobiográfico, se centra en su propia vida para ilustrar a aquellas mujeres que necesitan un apoyo, un referente o un espejo en el que mirarse para poder avanzar en su vida. Intenta evitar que nos transformemos en estatuas de sal. Nos hace cómplices de su vida, abre su alma al lector para, a partir de sus traumas y malas vivencias, nuestro interior se empape de consciencia, solidaridad, amor y cambio. Como ella misma dice en el relato: «Me miro al espejo y no me reconozco. La sonrisa en mis labios es la prueba de cuánto he cambiado. Tengo una nueva vida y un nuevo motivo: mi experiencia como proyecto de vida».
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Regresando a mí - María Hernández
El inicio
1) Un día común
Son las 8 de la mañana de un viernes de febrero. Los rayos de un sol que se eleva sobre el horizonte imprimen destellos dorados en el agua, y parecen bailar con la espuma del mar. La vista desde aquí es siempre una bella vista.
El pensamiento de que podría dar la vuelta por la orilla del mar y regresar al mismo punto me hace sonreír, la ventaja de estar en una isla. Siento la brisa fresca en mi rostro, pero no tengo frío; el calor que he creado con el ejercicio se extiende ahora por mi cuerpo, recompensando el esfuerzo y, por unos instantes, experimento eso que mucha gente llama pura y simple felicidad.
Corro sintiéndome libre, como cuando de niña lo hacía a través de los campos de medianeros
cultivados por mi padre en el municipio de Tías; en esa tierra negra de apariencia inhóspita que bien podría parecer sacada de un film de viajes interplanetarios, y que en cambio es tan fértil que por muchos años hizo del cultivo la principal actividad comercial de la comunidad. Es un paisaje tan característico el del archipiélago de las Canarias, y de esta isla que es Lanzarote, donde nací.
Como en otras ocasiones, recorro el paseo marítimo hasta llegar a la playa del Reducto. Después de haber recorrido cerca de cinco kilómetro me siento sobre la arena y me relajo…son momentos como este los que otorgan al día un mejor inicio. Guiada por el sonido de las olas del mar, medito un poco; es un sonido que siempre me ha tranquilizado y que me ayuda a enfocar mi atención en el presente. Escucho mi respiración, y por unos segundos, los problemas que complican mi vida se desvanecen, aunque sea por un instante.
Termina la pausa y al girarme me encuentro con otra imagen: la de las casas blancas a lo largo de la isla, la de una hierba baja y pajiza entremezclada con algunos matorrales y palmeras, la flora de mi tierra. Es entonces cuando un conjunto de recuerdos me invade y me doy cuenta de que mi vida se podría resumir en una constante huida, para finalmente regresar a casa.
Las memorias que acumulamos —y hay quien dice que somos sólo eso— se quedan grabadas en forma de momentos, imágenes de una dimensión y claridad que depende más de la importancia que les hemos asignado en nuestra historia, que a su duración temporal. Y éstas son mis memorias.
2) Historias contadas
Como muchas otras historias, la mía comienza antes de nacer, en una de esas Islas Afortunadas
en el océano Atlántico, que vio surgir dos familias grandes —como era la usanza en aquellos tiempos—, pero que tenían ideas muy diversas acerca de lo que se podía considerar importante en la vida.
Separadas sólo por unos cinco kilómetros, no sólo las familias sino también las casas de mis abuelos eran muy diferentes. Aunque ambas se engalanaban con las típicas paredes blancas, la casa de mis abuelos paternos era una modesta casa de familia, grande y sencilla. Estaba compuesta de bloques de habitaciones en torno a un patio abierto en el centro una aljibe. Una de las habitaciones, la cocina—donde se cocinaba con carbón, era el centro de la vida familiar. Asentada al pie de la montaña sobre un terreno elevado, desde fuera se podía divisar la conjunción del azul del mar y del cielo, así como algunos grupos de casas esparcidas aquí y allá.
Sus integrantes habían superado desde hacía tiempo la huella de tristeza que dejara la muerte de mi abuelo paterno, quien muriera cuando mi padre tenía sólo seis años. Tras su partida, mi abuela quedó sola al lado de mi padre, el menor de los ocho hijos que habían procreado juntos, lo que era una tarea difícil para una viuda con pocos recursos. Habían nacido cuatro chicas y cuatro chicos (en ese orden), y con tal diferencia de edades entre ellos, que mi tía mayor le llevaba veinte años a mi padre. A pesar de la gran diferencia de edades, los hermanos estaban todos muy unidos, y a lo largo de sus vidas la regla fue ayudarse siempre que podían.
Mi abuela paterna era toda una dama. De acuerdo con los relatos de aquéllos que la conocieron; había enseñado a sus hijos, ante todo, el respeto a los demás. Según cuentan, era una mujer muy cariñosa y sensible de la que no era inusual observar actos de bondad. Por desgracia, quiso el destino que nunca llegara a conocerla.
La casa de mis abuelos maternos era una casa típica de las Canarias; de paredes blancas y balaustras a la entrada y con las clásicas ventanas dando a la fachada que se perfilaba al este. Era una casa muy grande de muros enormes y alto, parecía no faltarle nada. Sin embargo, aunque su estética fuera majestuosa, en su interior se vivía de manera miserable, sin comodidades ni alegrías. Parecía que el dinero se echara a perder en esa casa — cosa que curiosamente comprobamos un día, años después, cuando mis tíos encontraron una bolsa de billetes podridos—. La tacañería de mi abuela llegaba al extremo de que ni ella se permitía disfrutar de lo que tenía. Como resultado, a pesar de que el dinero no faltara, la casa tenía un aura de pobreza mental y de alma que provenía de la matriarca, que tenía la cualidad de extenderse a las personas y cosas que la rodeaban.
El dinero, que provenía del ganado, de los productos de la tierra, de los viñedos, era suficiente para cubrir las necesidades del hogar y más. Se podría considerar que la familia era más bien acomodada
para los estándares de ese tiempo. Mis abuelos poseían, además, bienes por media isla: terrenos, viñedos e incluso otra casa más cómoda en el municipio y suficientemente grande para albergar a la familia—. No deja de ser extraño que nunca se mudaran ahí, y que a día de hoy permanezca abandonada, como algunos de los terrenos que se fueron vendiendo o perdiendo al descuidarlos.
Mi abuelo materno se dedicaba a la crianza de cabras y vacas, a la siembra de cebollas, papa, tomate, la cual vendía en la plaza de mercado en la capital de la isla. Era un hombre alto de aspecto serio, pero sociable por naturaleza. Su pasatiempo era conversar con la gente del pueblo y jugar a las cartas—para lo que según cuentan tenía mucha fortuna—. Era muy conocido y respetado en la comunidad, que de él daba sólo buenas referencias.
El carácter de mi abuela, sin embargo, era completamente contrario al de él. Era una mujer llena de desconfianza y rencor. De manera consciente o no, se las arreglaba para crear conflictos en la familia, pues era injusta en el trato con sus hijos y tenía la habilidad de poner a las personas unas contra otras. Para la gente de la comunidad, era como su marido: una señora respetable, aunque nada más podían decir sobre ella. Casi nunca salía de casa, por lo que sólo la familia la conocía de verdad, si es que alguna vez llegaron a conocerla de verdad. Sé que tuvo seis o siete hermanos, pero no tenía relación con ninguno. Su carácter polémico hacía que cualquier conversación terminara en desacuerdo o franca discusión, y fuera del contacto con su esposo e hijos, estaba aislada del mundo por voluntad propia. No tenía amigos y recibía pocas visitas, algunas vecinas de las huertas cercanas.
Aunque mi abuelo era el que sostenía la economía del hogar, llevando el ganado a pastar y vendiendo los productos de cultivo en el mercado, era mi abuela quien dirigía la organización de la casa, la siembra cerca de casa y el alimento del ganado en casa; se encargaba del orden de la casa a su manera y, aunque no era una buena cocinera, había creado un matriarcado en casa; mi abuelo prefería no expresarse por no contrariarla.
Incluso por su mirada, todos nos dábamos cuenta de que no aprobaba los argumentos que esgrimía su esposa, o la habitual injusticia de la que hacía gala, se quedaba callado o decía:
—Déjenla que ella es así.
Habían tenido diez hijos en total, de los cuales seis eran chicos y cuatro chicas. Mi madre fue la segunda de la línea y la primera mujer, posición que le aseguró una infancia llena de responsabilidades. Desde pequeña la obligaron a hacer de madre para el resto de sus hermanos, quienes nacían del vientre de su madre uno tras otro, en una secuencia que parecía no terminaría jamás. Debía ayudar con la limpieza y orden de la casa, con las tareas de la cocina, tenía que cuidar a los niños, pero el trabajo más duro fue el trabajo de campo donde pasaría muchos días hasta durmiendo a la intemperie al cobijo de los camellos para acabar la siembra. Había hecho de madre tantos años sin desearlo y sin poder evitarlo, que no es de extrañar que cuando la maternidad tocó a su puerta, la noticia fuera de júbilo solo para el primero esperado y deseando no tener más pues fue dura la experiencia para ocasión. El asunto terminó por significar una carga para ella, algo esperado de una mujer, sin importar si de verdad lo deseara o no. Ante la actitud que podría esperarse de tal crianza, mi madre desarrolló una personalidad pasiva frente a su familia. Era particularmente doblegable con mi abuela, a la que no se enfrentaba por miedo a perderla —nunca supe si la guiaba más el amor o el miedo— . Se rendía tanto a su voluntad que, cuando surgía algún conflicto, en lugar de defender su posición, se apartaba el tiempo que consideraba necesario para que las aguas se calmaran. Los problemas, como era de esperar, no se resolvían así, y las heridas abiertas o enterradas debajo de eventos de la vida diaria, inevitablemente se iban acumulando en su mente y su corazón.
Había otro aspecto del estilo de crianza de mi abuela y de muchas otras mujeres en aquel tiempo, que aún ahora por desgracia se sigue repitiendo: el machismo. Mi abuela trataba a sus hijas como si fueran criaturas de segunda categoría. Consideraba que estaban ahí para atender a sus hermanos, obedecer y mantenerse bajo su opresión hasta que llegara el día que dejaran la casa. A sus hijas nada pertenecía, ni las tierras, ni el dinero —ya se encargarían ellas de conseguir quién se los diera en el futuro—. Las cosas eran muy diferentes con los varones; se comportaba como si estuvieran libres de falta —casi perfectos—, o en caso de falta comprobada, a ellos todo se les podía perdonar. Mi abuela se mostraba permisiva con sus hijos varones, y esta diferencia estaba tan arraigada en su mente, que fue el origen principal de muchas injusticias El hombre es el proveedor de la familia
. Con esa premisa en mente, mi abuela otorgó tierras a mis tíos, a algunos antes de que un matrimonio fuera inminente y necesitaran hacerse una casa. Les daba, además, dinero —incluso el dinero obtenido del trabajo de sus hijas, a quienes despojaba del fruto de su labor—. La regla era simple: lo que daba a manos llenas a ellos, a las mujeres lo negaba. Bajo esas circunstancias, no es extraño que mis tías y mi madre se casaran sin nada, pues no había dinero designado para el ajuar. En cuanto a los varones, al no verse privados de recursos, difícilmente se hicieron responsables del manejo de éstos, por lo que no tardaban en despilfarrarlo.
Mis tíos crecieron rudos, vulgares e intolerantes. Incapaces de perder hasta en los juegos de cartas, eran proclives a las riñas; se peleaban y se insultaban a la menor provocación. Esa relajación en los límites impuestos por su madre propició cierta irreflexión en ellos, y años después no era extraño que se embriagaran o se fueran a gastar el dinero con mujeres, incluso ya casados. Para ellos prevalecía lo que habían aprendido: eran especiales, las mujeres existían para servirlos y eran ellos quienes mandaban en su casa. Sólo dos de mis tíos resultaron más tranquilos, tal vez por la influencia misma de las hermanas en la crianza.
Aunque el trato que mi abuela daba a sus hijos le pareciera inadecuado mi abuelo, jamás lo externalizaba. Pienso que para él, su vía de fuga era el trabajo, así como esa vida social que disfrutaba y que le servía como una válvula de escape. Casi nunca estaba en casa; salía al mercado a vender los productos de su trabajo, conversaba con los vecinos de las zonas cercanas o