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Dios envió a un hombre: Cómo cumplir con el propósito de Dios en medio de las dificultades
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Dios envió a un hombre: Cómo cumplir con el propósito de Dios en medio de las dificultades
Libro electrónico267 páginas4 horas

Dios envió a un hombre: Cómo cumplir con el propósito de Dios en medio de las dificultades

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Información de este libro electrónico

El autor de este libro se propone producir en tu mente una convicción profunda que cambiará completamente tu perspectiva de la vida, para que la veas, no como un conglomerado sin sentido de cambios fortuitos, sino como un plan significativo y divinamente dirigido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2023
ISBN9789877987263
Dios envió a un hombre: Cómo cumplir con el propósito de Dios en medio de las dificultades

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    Dios envió a un hombre - Carlyle B. Haynes

    Prefacio

    El que abre un libro tiene derecho a saber, por el título y el índice, algo de lo que va a leer. El lector merece tener una idea clara y definida del propósito y el objetivo del autor.

    No es fácil, sin embargo, condensar el propósito y el tema de un libro en su título y en los títulos de los capítulos. Por consiguiente, utilizaré este prólogo para hacerte saber, desde el principio, lo que anhelo conseguir con esta obra.

    Me propongo producir en tu mente una convicción profunda e inconmovible, que alterará completamente tu perspectiva de la vida y te proveerá de una filosofía que transformará tu existencia de modo que la veas, no como un conglomerado sin sentido de cambios fortuitos, sino como un plan significativo y divinamente dirigido.

    Quisiera que creyeras que el universo y todo lo que en él hay –incluyendo a todas las personas, el medio en el que vives y todos los eventos, sucesos y acontecimientos, tanto buenos como malos–, junto con toda la historia de la humanidad –sus guerras, sus victorias y derrotas, sus desarrollos y cambios, sus dinastías y reinados–, están en las manos y bajo el control de un Dios benevolente; y sabemos que todas las cosas obran para el bien de los que aman a Dios, los que han sido llamados según su propósito (Rom. 8:28).

    Esto es lo que quisiera que creyeras. Y desearía que incluyeras dentro de esta creencia la convicción de que esta supervisión providencial de cada vida, así como de toda la historia, incluye tu vida personal, con sus inquietudes, sus asuntos, sus intereses y su bienestar. Tus tiempos están en las manos de Dios. Más aún, es posible que estés tan en armonía con la Voluntad que controla y dirige el universo, y al más insignificante átomo en él, que tu vida pueda seguir su curso prescripto y predeterminado, cumpliendo en cada detalle el propósito y el plan que Dios tiene y está desarrollando para ti.

    Ningún hombre puede vivir una vida tan plena, tan feliz, tan segura, tan tranquila, tan satisfactoria, como la de aquel que acepta y lleva a la práctica una convicción tal. Si tú, de una vez por todas, creyeras que un Dios bueno y todopoderoso ha diseñado un plan para tu vida, y que es capaz de llevarlo a cabo si te colocas en armonía con su voluntad, y creyeras en esto lo suficiente como para apoyarte en ello en toda circunstancia, sin dejar que nada mueva tu convicción en la providencia supervisora de Dios para ti, entonces, toda tu perspectiva de la vida, de la historia, de los sucesos cotidianos y de tu medio ambiente, cambiará de tal modo, que te brindará la vida más satisfactoria y abundante que una persona pueda alguna vez vivir.

    Para generar esta convicción en tu mente e incorporarla a tus creencias, me propongo desplegar delante de ti la narración de una vida; una vida cuyo relato, registrado en una antigua colección de manuscritos, constituye la historia más fascinante e impresionante de la literatura de la humanidad. Me refiero a la historia de José, el hijo de Jacob.

    Si significa algo para ti el llegar a la firme convicción, que sostendrá toda tu vida, de que los hombres y las naciones están en las manos de Dios; que él hace de acuerdo con su voluntad entre las gentes de la Tierra; que guía al bien a quienes ama; y que aquellos que lo siguen no son ni ahora ni nunca las víctimas impotentes del medio ambiente o de las circunstancias; que las circunstancias se pueden siempre convertir en providencias porque Dios usa las circunstancias para llevar adelante su propio propósito, propósito que está por encima de todo; y que puedes tener y vivir una vida en la que nada marche mal, y en la que se permitan todas las disciplinas para formarte y moldearte en la persona que Dios tiene en mente producir, hecha a su imagen y en completa armonía con su voluntad soberana. Entonces, si crees esto, continúa leyendo.

    El Autor

    Capítulo 1

    En Hebrón

    Había algo en aquella escena de tiendas de cuero de cabras negras que se extendían por las amplias llanuras, que impresionaba. Había dos campamentos, a considerable distancia uno del otro, y decenas de velludas tiendas se alineaban alrededor de las tiendas más grandes y mejor construidas de los jefes de los respectivos clanes. A gran distancia de cada campamento pastaban manadas y rebaños.

    Delante de la tienda central, amplia y con muchos aposentos de uno de los jefes, encontramos a dos personajes: un anciano y un joven. El anciano está sentado; el muchacho, parado a su lado. El joven observa con seriedad el rostro del anciano, escuchando atentamente el relato que su abuelo le está narrando.

    El muchacho había venido del otro campamento, que pertenecía a su padre y que era donde vivía. Durante las últimas semanas había atravesado muchas veces la distancia que separaba los dos campamentos, ansioso siempre por escuchar otro relato acerca de su pueblo, que su abuelo se deleitaba en contarle. Estas historias, de las que el anciano parecía tener un depósito inagotable, conmovían profundamente al muchacho. Le revelaban la existencia de un Dios, el único Dios verdadero, el Hacedor de todas las cosas, que había elegido a su bisabuelo Abraham y a su clan, a su familia, para cumplir un elevado propósito en la historia del mundo. El conocimiento de la existencia de un Dios omnisapiente, el hecho más grandioso del universo, le llegó a este muchacho en su adolescencia y produjo un impacto enorme en la maduración de su mente.

    Isaac y José

    El anciano, antiguo morador de aquellas tierras, se llamaba Isaac, hijo de Abraham. El muchacho, nuevo en el vecindario, se llamaba José, hijo de Jacob, quien a su vez era hijo de Isaac.

    Por el tiempo cuando recordamos estos hechos, Isaac tenía 163 años, Jacob tenía 103 y José tenía 12.

    José había nacido en una tierra lejana llamada Padán–aram. Su madre, nativa de Padán–aram, había muerto cuando viajaban desde su tierra hasta la tierra natal de Jacob. Jacob había estado ausente de su hogar natal durante más de veinte años, y había acumulado en ese tiempo una gran riqueza en manadas y rebaños, además de una familia grande y bulliciosa. José era el que seguía al hijo menor de la familia.

    Hacía poco que José conocía a su abuelo, pero en ese breve período había llegado a amarlo con un afecto profundo y tierno.

    Nada le gustaba más que visitar al abuelo Isaac y beber de los relatos absorbentes que este, con gran satisfacción, le contaba. Isaac tenía pocas cosas en qué ocupar su tiempo, y estaba feliz de que este muchacho vigoroso y simpático lo visitara.

    Isaac no solo estaba viejo, sino también ciego. Sin embargo, su mente se mantenía alerta y gozaba haciéndola viajar por los largos corredores del pasado, deteniéndose en las grandes experiencias de su vida y en la forma en que el Dios de su padre Abraham había obrado con él.

    Construyendo el carácter

    Jacob, el padre de José, cuyo nombre había sido cambiado poco tiempo atrás por el de Israel, retornó a Canaán luego de un largo exilio en Padán–aram y logró reconciliarse con su hermano Esaú, con quien había existido una fractura familiar durante más de 20 años. Desde Peniel, donde había ocurrido la reconciliación, y en posesión de un nuevo nombre y una nueva naturaleza, Israel fue primero a Sucot y luego a Siquem. Aparentemente, tenía intenciones de establecerse en Siquem, ya que allí compró una parcela de tierra.

    Sin embargo, su propósito se vio frustrado por la traición de sus hijos Simeón y Leví en el asunto de su hija Dina. Esto trajo como resultado que fuera expulsado de ese hermoso y fructífero valle. Se dirigió entonces, primero, y bajo la dirección de Dios, a Betel, donde la amada Raquel, madre de José, murió al dar a luz a Benjamín. Luego viajó hacia el sur, a Hebrón, donde aún vivía su padre Isaac. Allí estableció su campamento permanente, con todos sus rebaños y manadas, a corta distancia del de Isaac.

    Así fue como José llegó a conocer a su abuelo Isaac.

    Pronto, el camino entre los dos campamentos de padre e hijo, Isaac e Israel, fue muy transitado por José. Había algo en los relatos de su abuelo que siempre lo conmovían profundamente con un sentimiento de destino, primero con el sentimiento del glorioso futuro prometido a su familia y, luego, con la convicción de que algo de mayor importancia que la ordinaria, forjaría y moldearía su propia vida.

    Isaac también intuía que había algo fuera de lo común en el futuro de este muchacho a quien amaba. Eso fue lo que lo llevó a elegir con cuidado las historias que le relataba al ansioso muchacho y a esforzarse en transmitirle las lecciones, siempre grandes e importantes, que ellas contenían.

    Las historias que particularmente le agradaban a José eran las que se referían a su bisabuelo Abraham, el noble patriarca y progenitor de su familia. Y eran estas, precisamente, las historias que a Isaac más le gustaba contar.

    Capítulo 2

    Hacia la tierra de Moriah

    Imaginemos que estamos sentados con José mientras Isaac narra el relato más interesante y conmovedor que jamás le hubiese contado al muchacho: la historia de su propia liberación de la muerte a manos del padre a quien amaba. Nada, hasta ese momento, había conmovido tanto los sentimientos más profundos del alma de José. Sintió que lo vivía en carne propia a medida que Isaac le contaba aquella historia, y su amor y admiración por el anciano se acrecentó inmensurablemente.

    Dios, el único Dios verdadero, el grande y temible Jehová, decía Isaac, eligió a Abraham y lo sacó de su propio país, Ur de los Caldeos, y lo llevó a Canaán, la tierra que él prometió que sería suya y de su descendencia para siempre. Abraham creyó en Dios y vivió tan cerca de él que se lo conoce como el amigo de Dios (Sant. 2:23). Dios se le manifestó, habló con él, y le hizo sorprendentes y gloriosas promesas de un grandioso futuro para él y sus hijos. Curiosamente, en esas manifestaciones puso énfasis, vez tras vez, en la descendencia de Abraham. Abraham tendría una descendencia, y a través de esta descendencia se cumplirían todas las gloriosas promesas del futuro. Vez tras vez Jehová renovaba esas promesas.

    Aun antes de que Isaac naciera, se hizo la promesa de que la descendencia de Abraham sería tan numerosa como las estrellas del cielo y traerían bendición a todas las naciones de la Tierra. Luego del nacimiento de Isaac, Jehová declaró: Porque por medio de Isaac vendrá tu descendencia. (Gén. 21:12). Aún más, Dios declaró vez tras vez: Estableceré mi acto con Isaac (Gén. 17:21).

    En el nacimiento de su hijo Isaac, y en las promesas referentes a él, Abraham experimentó un gran consuelo y gozo. Abraham le fue contando todo esto a Isaac a medida que este iba creciendo. Le contó de las promesas que Dios había hecho con respecto a él, y le contó también de la fe de su madre, Sara, y del maravilloso milagro que había sido su nacimiento. Abraham dejó bien en claro que todas sus esperanzas futuras se centraban en Isaac. Su afecto, su interés, su confianza, sus expectativas más anheladas, todo se centraba en este querido muchacho suyo.

    Abraham es probado

    Cuando Isaac era aún un joven, Dios habló a Abraham, llamándolo por su nombre. Abraham estaba familiarizado con la voz de Jehová. Por consiguiente, cuando Dios le dijo: Abraham, no cruzó ninguna duda por su mente. Sabía que era Dios quien le hablaba. Y respondió: Aquí estoy (Gén. 22:1).

    Sin duda alguna, era Jehová quien hablaba con Abraham. ¡Pero qué orden más frustrante, confusa, totalmente inexplicable, salió de los labios divinos! ¡Y qué agitación habrá producido en la mente, el corazón y los sentimientos del anciano!

    Toma a tu hijo, tu único hijo –sí, a Isaac, a quien tanto amas– y vete a la tierra de Moriah. Allí lo sacrificarás como ofrenda quemada sobre uno de los montes, uno que yo te mostraré (Gén. 22:2).

    No había forma de confundir el significado de la orden. Se nombraba a quien se debía llevar; era Isaac. Se especificaba la tierra a donde debía ir; era Moriah. Se dejaba en claro lo que debía hacerse con Isaac: ofrecerlo como sacrificio. Eso significaba una sola cosa para Isaac: ¡la muerte! Y esto, antes de que ninguna de las grandiosas promesas pudiera verse posiblemente cumplida, ya que Isaac no tenía hijos.

    Abraham se encontraba perplejo. ¿No había dicho Dios: Isaac es el hijo mediante el cual procederán tus descendientes? ¿Qué podría Dios querer ahora al ordenarle que tomara a este hijo, en quien se podían cumplir las promesas de Dios, y lo ofreciera como sacrificio? ¡Con Isaac muerto, no habría descendencia!

    Al relatar la historia, Isaac le aclaró bien a José que él no sabía nada de todo esto en ese momento. Solo Abraham lo sabía. Y debió haberse sentido aterrado. Pero no se detuvo en buscar la explicación a las preguntas que inundaban su mente: Dios había hablado, el Dios que le había hecho todas las promesas, el Dios que lo había guiado toda su vida, el Dios que había obrado el milagro de darle a Isaac. Había una sola cosa que se podía hacer cuando Dios hablaba. La palabra de Dios era suficiente y final. Más aún, no debía haber demora, ni demora en espera de mayores explicaciones o claridad. La orden era: Toma a tu hijo.

    Abraham obedeció inmediatamente, sin decir todavía nada a su hijo. El atribulado padre se levantó muy de mañana, ensilló su asno, llevó consigo a dos de sus siervos y a Isaac su hijo. Cortó leña para el holocausto y fue al lugar que Dios le había dicho (Gén. 22: 3).

    Importancia de la obediencia inmediata

    José no podría haber aprendido en forma más vívida e impresionante la importancia de la obediencia inmediata a la voz de Dios. Contuvo su aliento mientras Isaac relataba los detalles. Dios le dijo a mi padre: ‘Vete a la tierra de...’ Mi padre ‘se levantó temprano... y salió’ .

    Yo estaba feliz de ir con mi padre. Me gustaba estar con él. Nada me dijo del propósito del viaje; ni se lo dijo a los dos siervos. Ellos debieron haberse dado cuenta, por la leña y el fuego que llevábamos, de que se iba a hacer un sacrificio. Pero no sabían lo que se iba a sacrificar. Ni yo tampoco lo sabía. Como verás, mi querido muchacho, no teníamos idea de lo que pasaba en el corazón de mi padre. La fe es algo personal. No puede ser transferida a otros ni dejada como herencia. Involucra una relación personal con el invisible y poderoso Jehová. Ninguna persona puede tener fe por un amigo o pariente. Dios estaba tratando con mi padre.

    Se requerían tres días para cubrir la distancia a Moriah. Esos días proveyeron la oportunidad para que Abraham resolviera la turbulencia de su mente y corazón, y reflexionara, con la calma que pudiera acopiar, sobre este acto suyo de tomar a su hijo y sacrificarlo. ¿Cómo podría ser posible que matara a este hermoso hijo, en quien se centraban todas sus esperanzas? ¿Qué clase de vida podría vivir después de eso?

    José escuchaba extasiado las palabras de su abuelo. No solo estaba profundamente interesado en la historia de su antepasado, el amigo de Dios, sino también estaba aprendiendo lecciones de gran valor, lecciones que formaron el fundamento de su educación e hicieron de él el personaje encumbrado que llegó a ser más tarde. Sin darse cuenta en ese momento, su carácter estaba en proceso de formación mientras bebía de estos conmovedores relatos que le contaba Isaac.

    Las lecciones que aprendió José

    En la historia del sacrificio de Isaac, José aprendió la importancia de la fe implícita en Dios y una obediencia inmediata que no requiere de ninguna razón, de ninguna explicación de parte de Dios. Y estas lecciones las aprendió para toda la vida. No necesitó volver a aprenderlas otra vez.

    Isaac prosiguió con su historia de la gran experiencia de su vida. El viaje a Moriah llevó tres días. Estaba consciente desde el primer día de que su padre lo observaba muy de cerca. Sintió que los ojos del anciano se fijaban en él muchas veces durante el día. Su padre estaba extrañamente poco comunicativo. Abraham amaba a su hijo. No solamente era el hijo de su vejez, larga y sinceramente anhelado, sino también era la esperanza de Abraham para el cumplimiento de todas las promesas futuras que Dios le había hecho en cuanto al gran destino de su familia. A medida que marchaban a paso lento hacia Moriah, Abraham observaba furtivamente a Isaac. Observaba su expresión, su inocente felicidad al acompañarlo en este viaje. ¡Oh, cuánto amaba a este querido muchacho que Dios le había dado!

    El anciano sabía que necesitaría decirle a Isaac que Dios, el gran Jehová, había ordenado que se lo matara y que fuera su mismo padre, Abraham, quien lo hiciera. Esto le hizo recordar las muchas veces que había hablado al muchacho, con gran gozo y esperanza, de las grandes promesas de Dios. ¿Tendría que buscar ahora las razones por las que Dios estaba contradiciendo sus promesas? ¿Cuáles eran esas razones? Él no las sabía. Solo sabía lo que Dios le había dicho que hiciera, y sabía otra cosa: ¡conocía a Dios!

    Desde el momento en que Dios le había indicado que llevara a Isaac a Moriah y lo ofreciera, Abraham estaba consciente de que su gran amor por Isaac se había acrecentado inmensurablemente. Casi lo ahogaba. Nunca antes se había dado cuenta de cuánto amaba a su muchacho. Sin embargo, mantuvo su rostro constantemente hacia la tierra de Moriah. El Dios a quien él servía debía ser obedecido.

    Sin duda que, al segundo día del viaje, Abraham pensó en los siervos que los acompañaban. ¿Qué debía decirles con respecto a este sacrificio humano? ¿Qué actitud adoptarían si lo supieran? Era indudable que, si pudieran, impedirían por la fuerza ese acto. No debía decirles nada. El sacrificio se debía realizar: Dios había hablado.

    ¿Y con respecto a Isaac? Era un joven fuerte, vigoroso; Abraham era anciano. Isaac podía resistirse y, sin duda, impedir que su padre tomara su vida. Isaac no debía saber nada; por lo menos, hasta último momento. La voluntad de Dios debía ser hecha. Abraham no albergaba la menor duda. Mantuvo su rostro constantemente hacia Moriah.

    Dejar lo irreconciliable con Dios

    Y así llegó el tercer día, y ellos continuaron hacia su destino. Ahora, la contradicción entre lo que Dios había prometido y lo que Dios ahora le ordenaba hacer se agudizó marcadamente en la mente de Abraham. ¿Cómo podría Isaac ser la descendencia prometida, y a su vez estar muerto? No había forma de conciliar las dos ideas. Abraham dejó de tratar de resolver el enigma y simplemente lo entregó en las manos –las manos capaces, las manos infinitas, las manos poderosas– del Dios a quien amaba y en quien confiaba. Y prosiguió hacia Moriah.

    Y de esa manera, cuando llegó allí, llegó con una mente clara y un corazón confiado. Ahora sabía la respuesta. Él reveló ese conocimiento cuando dijo a sus siervos: Esperen aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, adoraremos y volveremos a ustedes (Gén. 22:5). Abraham no dijo esto para esconderles algo, para engañarlos. Lo dijo porque lo creía. Él y el muchacho volverían otra vez a ellos.

    ¿Cómo podría ser eso, cuando iba a matar al muchacho? ¿Cómo podrían ambos volver? No, Abraham no estaba mintiendo. Hablaba palabras de verdad y sensatez. Hablaba palabras de gran fe. Creyó que ambos volverían. Porque Abraham, por fin, resolvió la contradicción. El problema que tanto había torturado su mente no era, después de todo, su problema. Era el problema de Dios. Dios le había indicado que matara a su hijo. Pero Dios también había dado las promesas respecto a Isaac. Dios había hablado dos veces; la segunda vez contradiciendo a la primera: muy bien, Dios encontraría la solución. Y Abraham lo dejaría en sus manos. Pensó que ahora sabía cómo Dios obraría: levantaría a Isaac de la muerte. Pero Abraham lo dejaría en las manos de Dios. Esa era la parte de Dios. Su propia parte era hacer lo que Dios le había dicho que hiciera.

    Es evidente, por Hebreos 11:17 al 19, que esa fue la solución a la que Abraham llegó en su mente: Cuando Abraham fue probado, por la fe ofreció a Isaac. El que había recibido las promesas estuvo a punto de ofrecer a su hijo único, habiéndosele dicho: ‘En Isaac tendrás descendientes de tu nombre’. Abraham pensaba que Dios es poderoso para resucitar aun a los muertos. Por eso, en sentido figurado, volvió a recibir a Isaac.

    Capítulo 3

    Librado de la muerte

    José esperó con profunda ansiedad su siguiente visita a la casa de su abuelo. En la ocasión anterior se vio obligado a retirarse antes de que Isaac completara su relato, ya que las sombras del anochecer habían comenzado a caer y tenía deberes que atender en el campamento de su padre.

    En las horas que pasó en su hogar, repasó las experiencias de la gran aventura de Isaac. Escuchó otra vez la orden terrible

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