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Los dueños del mundo: La conjura
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Los dueños del mundo: La conjura
Libro electrónico199 páginas3 horas

Los dueños del mundo: La conjura

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A principios del siglo XVII, aunque casi no se notaba, ya las cosas comenzaban a no marchar tan bien en el Imperio. Liderado aún por una casa de Habsburgo, cuyos últimos reyes caducos, cobardes, cornudos y siempre faltos de carácter competían en corrupción y amoralidad con una corte y un Consejo del Reino decadentes y miopes, y con unos validos todopoderosos pero rapaces que se apoyaban a su vez en una iglesia retrógrada y siniestra, sus confines y sus fronteras exteriores, al final, y aprovechando la distancia con la metrópoli, solo se mantenían en pie por la voluntad combativa, el orgullo y la mano firme de hombres como el virrey de Nápoles, don Pedro Téllez-Girón, como don Pedro de Toledo, gobernador de Milán, o don Alonso de la Cueva, marqués de Bedmar y embajador de España en Venecia.

Estos, a su vez, mantenían bajo su mando y a su disposición al mejor ejército del mundo: los tercios, donde convivían todas las clases sociales y todas las nacionalidades que eran parte de aquel Imperio donde aún no se ponía el sol; desarrapados muchas de las veces, y con las pagas atrasadas las más, pero todos observando a trancas y barrancas, como una religión, las más estrictas normas de honor y valentía y mirando siempre por sobre el hombro con desprecio y altivez al enemigo. Varios de estos soldados, poetas de vocación y muchos de ellos de no corta inspiración, escribieron a punta de espada y estruendo de mosquete, unos con más fortuna que otros, sobre la aventura alucinante de sus vidas en un mundo que en ese momento se les presentaba ancho, muy ancho, pero para nada ajeno. Uno de estos fue don Ruy Díaz Íñiguez de Mendoza, un hidalgo segundón quien, ya anciano, le dedica unas memorias al conde duque de Olivares, el poderoso valido de Felipe IV, en el ánimo y con el ruego de que le sea restituida fama y honra a su admirado don Pedro Téllez-Girón, el famoso duque de Osuna, bajo cuyas banderas sirvió y se hizo hombre, y a quien tan mal le había pagado la corona.

De esa vana pretensión y también de la pugna por el dominio de las rutas comerciales de Oriente entre España, el Imperio otomano y la Serenísima República de Venecia trata La conjura, la primera parte de la trilogía Los dueños del mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2023
ISBN9788411818858
Los dueños del mundo: La conjura

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    Los dueños del mundo - Rafael Pérez Toribio

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    [email protected]

    © Rafael Pérez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-885-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    «Faltar pudo su patria al grande Osuna

    pero no a su defensa sus hazañas;

    diéronle muerte y cárcel las Españas,

    de quien él hizo esclava la Fortuna».

    Francisco Gómez de Quevedo Villegas

    «Para aquellos que son guerreros, cuando se enfrentan en combate, el aniquilamiento del enemigo debe ser la única preocupación. Suprimir toda emoción y compasión humana. Matar a quien quiera que se ponga en el camino, aún si es el mismo Dios, o Buda. Esta verdad está en el corazón del arte de combatir».

    Hattori Hanzo (Clan Tokugawa. Bushido 1542-1596)

    .

    Dedicatoria

    Al excelentísimo don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar, conocido como el conde-duque de Olivares, tercer conde de Olivares, primer duque de Sanlúcar la Mayor, primer marqués de Eliche, primer conde de Arzarcóllar, primer príncipe de Aracena y valido del rey Felipe IV de España.

    Tomados ya los votos y por fin descansando del ajetreo de la vida mundana en el silencio, el recogimiento y la paz de este monasterio benedictino de San Benito del Real en Valladolid, me apresuro a solicitaros humilde y encarecidamente vuestro perdón y vuestra comprensión por mi atrevimiento. Confiado en vuestro ya proverbial y ampliamente conocido y celebrado sentido de la justicia y del honor, y en recuerdo de las andanzas compartidas en Salamanca, me permito dedicaros y haceros llegar esta pobre pero verídica crónica que, aunque torpe, me he empeñado en escribir en el ánimo de que se haga justicia a la memoria de mi gran amigo y benefactor, don Pedro Téllez-Girón y Velazco, el famosísimo duque de Osuna, paladín este y defensor de la fe cristiana como no conocieron otro igual los siglos, que toda su vida la dedicó a luchar sin pausa por la mayor gloria de España y que, como muchos otros de nuestros valientes y esforzados soldados, que nos han hecho dueños del mundo, como destino y premio final solo han recibido abandono, injusticia y desprecios, y en el caso muy particular de don Pedro, además, una mísera muerte en una celda de la prisión de Barajas, sin derecho a juicio, y reo de las más mezquinas y cobardes maquinaciones que imaginarse puedan, y que siempre fiel a sí mismo expiró diciéndole a su confesor: «Si cual serví a mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano».

    Capítulo 1

    SALAMANCA

    Pues bien, señoría, toda buena historia para serlo debe tener un principio y un final a modo, y esta que hoy comienzo a contaros, lo hace a lomos del puente romano que atraviesa el Tormes y deja a los viajeros justo enfrente de la Puerta del Rio, por donde primero se entra a la ciudad de Salamanca, como quien viene del sur.

    Mi señor padre, don Baltasar Díaz del Moral, licenciado, natural de Medina del Campo y con plaza en Valladolid como alcalde de hijosdalgos, y yo, Ruy Díaz Íñiguez de Mendoza, su díscolo hijo mayor, sin apenas mirarnos, él muy en su papel de severo preceptor y yo hosco y cariacontecido, íbamos cruzando el dicho puente a lomos de mula un lunes de pascua del año 1616, cuando algo que sucedía abajo en el río, en medio de la corriente y en ambas riberas, llamó nuestra atención. Aquello parecía ser una fiesta en toda regla, observé interesado y sorprendido. Una multitud de barcas, todas engalanadas con flores y banderines, transportaban personas a la margen derecha por la que se accedía a la ciudad y se regresaban a buscar más al otro lado del manso caudal del Tormes. Entrecerré los ojos y traté de ver y entender con claridad lo que sucedía. Una multitud colorida formada por grupos abigarrados de hombres y mujeres parecían estarlo pasando muy bien revolcándose, si me dije incrédulo y divertido por primera vez en el viaje, bailando y revolcándose casi al borde del agua. Afiné el oído y recuerdo que pude escuchar con claridad la música que llegaba atenuada hasta nosotros. Carcajadas y bullicio, alegría en todas sus tonalidades, y muchas, muchas melenas azafranadas.

    —Putas Ruy.

    Se dirigió a mí con una mueca de desdén y un tono francamente despreciativo mi señor padre, escupió con asco y luego continuó ya en su acostumbrado estilo doctoral

    —Trata de evitarlas como a la peste, hijo mío, y trata de hacerlo por tres razones, primero porque el fornicio cuando no se da en el matrimonio y con fines de procreación es pecado mortal, segundo porque las bubas y pústulas producto de la enfermedad venérea, a más de dolorosas y vergonzantes, pueden acabar con tu salud e incluso con tu vida, y tercero, debes medir muy bien y atar muy corto tus gastos, pues la hacienda que te dejó tu pobre madre, que en paz descanse, apenas llegará para pagarte tus estudios y tu estadía, y como ya te he dicho, yo no estoy dispuesto ni puedo a ir más allá, pues como sabes tengo nueva mujer que alimentar y otros hijos a lo que criar y de los cuales ocuparme.

    Mientras el envarado don Baltasar hablaba, ¡qué gran recibimiento me estaba dando Salamanca!, y yo que venía tan triste, tan molesto y a regañadientes por aquello de tener que estudiar, pues no parecía empezar mal del todo aquella aventura. Como que lucía con futuro, y un futuro glorioso. Y con el mayor disimulo, mientras internamente me felicitaba de mi buena estrella, asentí muy serio a las sesudas palabras de mi progenitor.

    —Y decidme algo, padre mío, ¿qué hace tanta puta junta en el rio y que fiesta celebra toda esa gente?

    Mientras las bestias con su paso cansino casi nos habían llevado al otro lado del puente, don Ramón me respondió sin demasiado entusiasmo

    —Es la fiesta de Pasar las Aguas Ruy, verás, durante Semana Santa las prostitutas deben por ley abandonar la ciudad y son trasladadas al otro lado del Tormes, y solo se les permite regresar el lunes de pascua. Hoy es ese lunes, el primer lunes después de la cuaresma, así que los estudiantes en masa corren a buscarlas y a cruzarlas de nuevo ayudándolas a entrar en la ciudad. Toda una fiesta. Todos fornicadores. Todos en grave pecado mortal y el diablo campando por sus fueros entre todos ellos, mal rayo los parta.

    Y se santiguó con gran recogimiento al terminar su explicación

    —¿Y por qué no cruzan por el puente? ¿No sería más fácil?

    —Si mal no recuerdo, en mi época había una tradición que le prohibía pasar el puente a cualquiera que no se hubiera confesado y comulgado, y me imagino que la tradición sigue

    —¡Ah! Pero nosotros tampoco hemos pasado por el confesionario, padre.

    Don Baltasar bajó la voz hasta que esta fue apenas un susurro.

    —Eso lo sabemos tú y yo, Ruy, no te preocupes, si te pregunta algún fraile de los que se suelen apostar al final del puente, diles que tomaste la comunión esta mañana temprano al pasar por Santa Águeda y pídeles su bendición.

    Pero, a decir verdad, no encontramos frailes por ninguna parte. No dude su merced que, conociendo como se las gasta esa gentuza, pudieran estar mezclados y entretenidos también ellos en la fiesta de la ribera. Tampoco me importaba mucho. Os aseguro señoría que, ante tal recibimiento, que yo consideraba como el mejor de los augurios, el alma me había vuelto al cuerpo, y allá iba yo, más alegre que unas pascuas, y valga aquí la redundancia, por la puerta que atravesaba la muralla en dirección al hostal que conocía, de los tiempos de su estancia de estudiante, mi señor padre, y del que se expresaba con entusiasmo. Bueno y barato, buena cama y buena comida, Ruy, y muy cerca de la facultad de Leyes de la Universidad. Lo que no me dijo en aquel momento mi padre es que Salamanca en aquellos años, por la cantidad de estudiantes y de dinero circulante que había era conocida como el mayor burdel de Europa. Lo supe más tarde por Máximo Spitelli, que se me convirtió en una especie de mentor en la ciudad y en la Universidad, pero eso os lo contaré cuando lleguemos ahí.

    —En fin, hijo mío, que no, no lo hay más cómodo ni más económico en toda Salamanca, y mira, hemos llegado, y fíjate, aún está como lo dejé.

    Se trataba del Mesón del Estudio, un lugar que tenía vista sobre la puerta del Alcázar y el recodo más amplio del río. Por doquier maderas viejas y carcomidas, encalado descascarillado, techos sospechosos de albergar goteras, toda una facha, pensé en ese momento. A tal mesón tal precio. Había que conformarse y con la ayuda de don Baltasar acomodé mis escasas pertenencias como mejor pude en una habitación del segundo piso, lóbrega y oscura, con un armario, una cama con jergón de estopa, un aguamanil y una bacinilla por todo mobiliario. No es que yo viniera de vivir en un palacio, pero me deprimí un tanto pues no eran precisamente lujos, ni presentes ni futuros, los que prometía tal escenario, así que acompañado de don Baltasar, que me daba golpecitos en la espalda como para animarme, bajamos de nuevo al primer piso y, cansados y molidos como estábamos, pedimos algo de comer.

    Apenas había comenzado a atardecer por lo que, en el comedor, neblinoso por el humo de los fogones producto de una chimenea vieja y defectuosa, se sentaban ya varios jóvenes bulliciosos que supuse estudiantes, tanto por la edad como por el uniforme, una especie de sotana negra y un bonete del mismo color, aunque también varios de ellos lucían las mismas vestiduras, pero de color pardo oscuro. Parecían cuervos, y vaya si graznaban como cuervos los condenados. Mientras dábamos buena cuenta de la cena que no fue más que un arroz a la Zamorana recalentado y un pedazo duro de bollo maimón, mi progenitor observando mi interés en el resto de los comensales fue dándome algunas explicaciones, como para irme ubicando en aquel mundo nuevo para mí en el que mañana me dejaría solo por primera vez en mi vida.

    —Estos que ves son estudiantes, acostumbran a cenar temprano para aprovechar la noche, unos, los menos, para estudiar, otros, los más, para comenzar la farra y no soltarla hasta la madrugada

    —¿Y ese uniforme tan tétrico? ¿Tendré que comprarme uno así?

    —Esa especie de sotana hasta los pies que llevan se llama loba talar y esa banda que les atraviesa el pecho y les cae por la espalda se llama beca y suele ser del mismo color que la loba, y si, tendrás que comprarte esos vestidos pues es ley en esta universidad, y creo que, en todos los colegios mayores del reino, el usar uniforme.

    —Pues eso y un cuaderno para apuntar mis gastos serán lo primero que compre mañana por la mañana, después tendré que acudir a la facultad, matricularme y ver lo libros que también he de comprar

    —Muy sabio de tu parte, hijo mío. Te irá bien aquí si sigues pensando y actuando de esa manera y guardas la debida disciplina moral que debe guardar un cristiano viejo. ¿Ves esos que ya parecen haber terminado de yantar? Pues ahora subirán a sus habitaciones, cambiarán su uniforme por ropas más coloridas y se irán de farra a los burdeles y a los garitos que en esta ciudad es lo que sobra —se encogió de hombros— es la costumbre, aunque se trate de una muy mala costumbre.

    No me lo parecía a mí, pero Dios me libre de hacer semejante comentario. Eructé sonoramente, aquella comida recalentada de no se sabe cuántos días me daba gases, y asentí muy serio. Lo principal ahora era lograr que don Baltasar se regresara a nuestra casa en Valladolid, tranquilo y confiado, que ya me encargaría yo de descubrir todo lo que había que descubrir en aquellos entornos estudiantiles. Así que subimos con prisa los viejos escalones que crujían adoloridos bajo nuestro peso y nos fuimos a dormir.

    Tuve la impresión de que la noche pasó muy rápido. En la mañana me levanté de la estrecha cama adolorido, algo que achaqué al paso irregular de la mula en el camino el día anterior, y a mi falta de costumbre en ir de monta en semejante animal. Mi padre y yo desayunamos unas gachas frías y asomándonos a la puerta pudimos contemplar una riada de uniformes y bonetes negros que se desparramaba con prisa por la calle rumbo a la universidad. Don Baltasar, mientras enjaezaban las mulas, continuó con sus consejos hasta que al fin, ya todo listo, y tras abrazarme ceremonioso, enfiló, con una última amonestación, puente romano adelante, desandando el camino que habíamos hecho al llegar.

    Me le quedé mirando bajo el tibio sol de la mañana salmantina hasta que se perdió al otro lado de la corcova del puente, entonces aspiré y solté el aire con una especie de satisfacción excitada. Por fin solo. Tenía suficientes ducados en la bolsa, ciento treinta para ser exactos, como para pasar doce meses sin pedirle ni uno a don Baltasar, y era total y absolutamente libre. Libre de hacer lo que realmente me viniera en gana. Esa era una sensación nueva, algo que no había experimentado nunca antes. En ese momento me sentía otro, más ligero, más audaz, más osado, más arriesgado. Y de esta manera, con decisión, eché a andar calle adelante rumbo a Serrano, donde según mi progenitor se podía comprar de todo.

    La calle Serrano, aunque no era la única donde se apostaban los ropavejeros, si era la más famosa. Ya me lo había explicado con antelación mi buen padre. Se podía encontrar lo que hiciera falta y a muy buenos precios. Desde cuadernos usados a medio llenar a libros de segunda mano, pasando por todo el recado y aditamentos para el estudio, desde papel, plumas, tinta y tinteros, hasta cuchillos y tijeras de escribanía. Puras gangas. Era bueno saberlo. Estaba concentrado en revisar con curiosidad ese tipo de cosas en un puesto regentado por un individuo gordo con más trazas de bandolero que de mercader, cuando me di de manos a boca con alguien que también parecía interesado en algunos de aquellos adminículos.

    Scusa mío amico, non ti he visto!

    El individuo era bajo y entrado en carnes. Con una barbita muy recortada y una gran sonrisa de oreja a oreja, que por cierto las tenía muy separadas y de tamaño más que regular. Era obvio que no se trataba de un adonis, pero se le veía simpático y me miraba con curiosidad evidente

    —No os preocupéis, no ha sido nada.

    Sois nuevo in la citta. Vero?

    Me había dado cuenta de que el individuo era claramente extranjero, uno de los tantos que acudían de todas partes de Europa a graduarse en la mejor universidad del mundo. También me había aleccionado al respecto don Baltasar, y también debía de cuidarme de ellos, pues muchos, sobre todo los que venían del norte, los flamencos y los valones, profesaban el luteranismo y estaban siempre prestos a ganar almas para su causa.

    —Sí lo soy, y ¿cómo lo sabéis vos?

    Se encogió de hombros y me dedicó una risita conejil que me lució sardónica, luego con un elegante movimiento de su mano derecha me señaló recorriéndome de la cabeza a los pies, y para mi sorpresa dijo

    Un paleto del paese púo dirlo a leguas.

    Y se rio de nuevo, esta vez de forma estentórea, mientras yo no sabía si acompañarlo en la risa o asestarle un par de mamporros en el hocico y una buena patada en las nalgas.

    Ah! Pero no os ofendais, mío amico, siamo arrivati todos qui mas o menos como tú.

    —¿Y vos quién sois que os atrevéis a opinar de esa forma tan despreocupada

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