La voz en el desierto: Novela casi breve
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La voz en el desierto - Valerio Di Stefano
Índice de contenido
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
PALABRAS FINALES
UNO
Don Florentino, un hombre alto y robusto, con grandes huesos y músculos graníticos, cerró la indolente puerta de madera de la iglesia que crujía sobre los pilares de su pasado herrumbroso e histórico.
Acababa de salir del funeral de un devoto feligrés, a quien había administrado el santo óleo tres días antes. Recordaba perfectamente la habitación del enfermo. Las sábanas blancas del lecho de muerte, las sonrisas casuales de los que acompañaron los últimos suspiros de un viejo granjero devorado por una enfermedad despiadada, enclavados en el único órgano masculino del que era misericordioso y cristiano evitar siquiera mencionar el nombre y, sobre todo, el olor insistente y almibarado de quien ya está imbuido, incluso antes de que lo lleve consigo, en el manto de la gran consoladora.
El sistema hidráulico de don Florentino, en cambio - y él lo conocía muy bien - seguía funcionando, aunque ya habían transcurrido para él cincuenta y cinco años que no parecían juventud. Y, en el fondo, pensó, ni siquiera había sido un gran funeral. La iglesia, una vez retirado el incensario, aún conservaba los vapores del incienso con el que había sido impregnada, mordaz y definitivo al mismo tiempo.
Tuvo que sostener, entre las manos callosas, a quienes tenían la piel encogida y arrugada de la viuda y los hijos del difunto, para sublimar con la sonrisa del viático el sufrimiento doloroso y avergonzado de los que quedaban.
Y luego las palabras. Siempre lo mismo que en una vida de sacerdocio realizada a fuerza de disfrutar de las comidas modestas y de escaso valor nutritivo, a las que se había acostumbrado, aunque a regañadientes, desde su época de seminario, cuando el hambre muchas veces podía hacer mucho más que tanto porque no estudiaban latín, las vidas de los santos y su propia sotana desgastada y parecida a una tortita. Las mismas palabras que repetía a todos cada vez que el ataúd era llevado a hombros por los empleados de la funeraria. Dios nos llama a sí mismo
, Ánimo… es la voluntad de nuestro Señor
, Es necesaria la dignidad para llevar la cruz
, Orad, orad mucho
, Gracias Fulano, gracias Mengano
, Su voluntad, no la nuestra
.
Fue testigo de lágrimas, contempló labios inflamados de tanto besar continuamente el aire y aplicó un guion al límite de la representación teatral.
¿Y qué eran, después de todo, el ritual, la misa, el sacrificio eucarístico, sino las representaciones vivas del miedo del hombre a partir hacia el otro mundo, de las que, salvo errores y omisiones, ningún mortal volvió jamás a decirnos qué era?
Sin embargo, don Florentino no le prestó mucha atención.
Más bien empezó a pensar en el tema de la resurrección de los muertos en cuerpo y alma, tal como lo había leído en una novela de Tabucchi, en la que el protagonista, un periodista lisboeta, quejándose de su gordura, comentaba la inapropiado que su carne gorda y fláccida regresara a la Tierra para hacerlo sufrir y cansarse muchísimo. ¿Y por qué diablos, además del alma piadosa del viejo granjero que lo había acompañado hasta el coche fúnebre, había resucitado también su olor nauseabundo, al que había renunciado en nombre de esa pietas que todo lo soporta y todo lo reduce? ¿A la apariencia secundaria de un misterio que nunca había logrado encajar?
Cerrada la puerta, siguiendo su escepticismo, y dejándola en manos de las carcomas que la devoraban cada día, don Florentino encendió un cigarrillo que había colocado a toda prisa entre sus ropas, que ya estaban impregnadas del olor a toscano tradicional que aún conservaba al final la marca negruzca del brasero del primer encendido de la mañana, ese que tanto le gustaba llevar a cabo, con dos bocanadas complacidas y con la ayuda de las cerillas suecas, las que hacían un alegre y prolongado resplandor que disfrutaba extinguiendo con