Dickinson en nuestra lengua:: una galería de retratos
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Dickinson en nuestra lengua: - Juan Carlos Calvillo
Preámbulo
Una mujer nace, crece, vive y, a los escasos cincuenta y cinco años de edad, muere, todo en el mismo sitio, la finca de su padre en un pequeño pueblo de la Nueva Inglaterra. De niña asiste al colegio y a la iglesia, se porta bien, tiene amigos, es curiosa y divertida. Le son entrañables su hermana y, sobre todo, su hermano mayor, y tiene estrechos vínculos de afecto con toda la familia. En la juventud le apasionan la botánica, la filosofía, la historia. La conmociona la inesperada muerte de su prima, la primera de muchas con las que habrá de lidiar. Si acaso viaja, es siempre a un pueblo cercano y nunca se aparta más de dos o tres semanas. El internado al que la mandan a estudiar lo abandona a los diez meses. Vuelve a casa, sin explicación alguna, a dedicarse a las labores del hogar, a cuidar de su jardín, a hornear pasteles y a atender a sus padres.
El dinero no sobra en la familia, pero tampoco falta. Su padre le compra muchos libros, aunque luego le suplique no leerlos, no sea que la confundan. La poesía la descubre gracias a un joven abogado, aprendiz de su padre, al que a menudo invitan a comer y con quien traba amistad. Él también muere, de tuberculosis, pocos años más tarde. Con todo, la hace feliz que se casen su hermano y su amiga más cercana y que se muden a la casa de enfrente, a unos pasos apenas, del otro lado del jardín. Su cuñada y ella se adoran, se escriben cartas, se extrañan cuando no están juntas. Es la única que sabe que la mujer escribe poesía por las noches, a la luz de una vela, agazapada en un escritorio diminuto. La lee, la critica, le brinda consejo. Luego ella pasa en limpio los poemas corregidos en hojas de papel que cose con hilo y aguja.
Sin embargo, el matrimonio de la amiga y el hermano no es dichoso. El pueblo entero sabe que él tiene una amante y que alguien debe estar facilitando los encuentros clandestinos. En la finca reinan la amargura, los rencores. La mujer, por lo contrario, nunca se casa: a los veintitantos se enamora de un clérigo, pero tiene esposa y vive del otro lado del país; a los cuarenta y tantos se enamora de un juez recién enviudado, pero cuando llega su propuesta, ella la rechaza. Sobreviven tan sólo las tres cartas que le escribe —y que nadie sabe si envía, a fin de cuentas— a un hombre al que llama su Amo
. Para entonces la mujer se ha retirado casi por completo de la vida pública: no sale de casa jamás, no viste otra cosa que un pulcro vestido blanco y no conversa con nadie si no es a través de una puerta entreabierta. Las cartas que manda a sus amistades parecen enigmas, jeroglíficos. En algunas incluye flores secas o grillos muertos. En el pueblo la llaman el Mito
.
Al cabo de un tiempo causan estragos las muertes, una tras otra, del padre y la madre, de sus corresponsales más cercanos, de su adorado sobrino, y su salud se deteriora. Un día se desmaya en la cocina, otro le prescriben un reposo de varios meses. La energía no regresa. Escribe un último mensaje: Me llaman
. Son las seis de la tarde cuando se extinguen los estertores de la muerte. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, termina la vida de Emily Dickinson.
Pero no termina ahí. En cierto sentido, su vida apenas comienza.
En sus últimas horas, Emily Dickinson le hizo prometer a su hermana Lavinia que quemaría toda su correspondencia. Ni una palabra se dijo de los 1 800 poemas que encontró Vinnie en su recámara después del funeral: cuarenta cuadernillos cosidos a mano, quince fajos de hojas sueltas y un sinfín de papelitos, recortes, sobres de cartas y otros fragmentos en los que la poeta emborronaba ideas, al parecer, en un frenesí. Los poemas se ajustaban a una forma conocida de antaño, pero algo los volvía raros, incómodos, incluso a primera vista: mayúsculas por doquier, rayas en lugar de puntos, pequeñas cruces al final de las palabras, alternativas al margen o al pie de la página. Algunos incluso requerían que se rotara el papel para poder leer los garabatos de corrido. Eran valiosos —de eso no cabía la menor duda—, pero provocaban un desconcierto inexplicable.
En un principio, Vinnie le entregó una parte de los papeles a Susan, su cuñada, con la esperanza de que ella les diera alguna salida. Después de todo, había sido ella la que trabajó los poemas con Emily, la que la ayudó, en vida, a que encontraran su expresión mejor. Pero Susan tardó demasiado en poner manos a la obra, a juicio de Vinnie: el extraño tesoro exigía una publicación inmediata, y Sue, su amiga más amada
, su musa
, no hacía nada por ellos. Vinnie entregó entonces la otra parte de los manuscritos a Mabel Loomis Todd, la joven y briosa amante de su hermano, quien reclutó de inmediato al editor Thomas Wentworth Higginson y sacó, en cuestión de meses, un primer volumen de poemas que se vendió como pan caliente. Al éxito de este libro se sumaron una insólita curiosidad por la vida y obra de este genio inadvertido, una serie de conferencias que los editores muy prontamente se dispusieron a dar y, por último, la aparición, vertiginosa y sucesiva, de otros dos florilegios y una selección de cartas en el curso de los diez primeros años de haber fallecido su autora.
La trifulca que esto suscitó entre las dos familias, la de Susan y la de Mabel, se prolongó, claro, hasta después de muertas las enemigas. Sus hijas —Martha y Millicent, respectivamente— se encargaron de pelear durante décadas por los derechos de Emily Dickinson y, sobre todo, por ser cada una quien publicara la edición definitiva de sus poemas, aunque ninguna los tuviera completos. Y, sin embargo, para los años cuarenta —medio siglo más tarde, cuando ya la crítica literaria, y no sólo el público, había admitido a Emily en su panteón de poetas ilustres— empezaban a gestarse sospechas sobre la fiabilidad de las ediciones disponibles. Muy pronto se demostró que las versiones habían pasado por un severo proceso de edición: que el verso y la rima se habían edulcorado, sus excentricidades mitigado, y que a los textos se les habían adscrito títulos que Emily nunca quiso que tuvieran. No fue sino hasta que un editor de la Universidad Harvard, Thomas H. Johnson, pudo adjudicarse ambos legados —corría el año de 1955— cuando se dio a conocer una edición restaurada y completa de la poesía de Emily Dickinson.
Johnson transcribió un total de 1 775 poemas, restituyó las mayúsculas y las rayas, devolvió al verso su ostensible heterodoxia. Sobre todo, elaboró una cronología para ordenar los textos basada en un minucioso estudio de la letra de Emily, de las transformaciones que sufrió su caligrafía en los manuscritos con el paso de los años. Su trabajo editorial permitió, por primera vez, el desarrollo de una tradición crítica para la lectura y la apreciación de la obra. A su debido tiempo surgieron escuelas de interpretación, académicos profesionales, biografías, estudios culturales y corrientes de feminismos, todos dedicados por entero a ese extraordinario tesoro. Surgió incluso un famoso estafador, luego asesino convicto, que falsificó un poema supuestamente inédito de Emily Dickinson. Más tarde, en los años noventa, vinieron a refinar la labor de Johnson el experto Ralph W. Franklin, que preparó una edición variorum con 1 789 poemas y una cronología más exacta, y Cristanne Miller, que publicó en 2016 una nueva transcripción de los fascículos tal como [la poeta] los preservaba
.¹
Al tiempo que Emily Dickinson se hacía sitio entre los mejores poetas de la lengua
, como aseguraba ya para 1924 Conrad Aiken,² su obra empezaba a trascender los linderos de la anglofonía. Es imposible saber con certeza cuál fue la primera traducción de un poema suyo a otra lengua, puesto que el fin de siglo es el momento justo en que los Estados Unidos se convierten en una nación cosmopolita, pero las primeras cuatro que se tienen documentadas son versiones al alemán, firmadas por A.v.E.
(Amalie von Ende) y publicadas en junio de 1898. A partir de entonces empiezan a aparecer, con cuentagotas, algunas composiciones suyas en antologías extranjeras, en publicaciones periódicas o entremezcladas en libros de autores que la admiran. No obstante, las guerras del siglo xx hacen que los intereses literarios en todo el mundo se dispersen, y no es sino hasta el fin de la segunda cuando brotan, por fin, selecciones más o menos representativas de la obra poética de Dickinson en traducción, primero en Brasil (1945), luego en México (1946), luego en Suecia (1950); seis años después, y de manera casi simultánea, versiones en francés, italiano y portugués europeo. Para el centenario de su muerte en 1986, la famosa reclusa de Amherst ha quedado ya consolidada no sólo como la poeta más grande de los Estados Unidos, sino, gracias a la traducción, y flanqueada quizá sólo por Safo y Sor Juana, también como una de las poetas más grandes de todos los tiempos.
A la fecha existe un solo libro del que se tenga noticia dedicado a investigar el desarrollo, las etapas, las condiciones y las vicisitudes de la recepción internacional de Emily Dickinson, el camino transitado en pos de su adopción y reconocimiento en culturas lejanas a la suya y por medio de un proceso —la traducción— que altera y reconstituye la materia misma de su obra creativa. En ese estudio, a todas luces invaluable (The International Reception of Emily Dickinson, editado por Domhnall Mitchell y Maria Stuart en 2009), los autores exploran los momentos y las maneras en que diversas tradiciones literarias han asimilado la influencia de la poeta estadounidense. Los ensayos se agrupan ya sea por territorio nacional (Noruega, Países Bajos, Brasil, Japón) o por demarcación lingüística (en lenguas eslavas, en hebreo, en alemán, en los países francófonos). Con todo, ni en este volumen, por desgracia, ni en el primer número de The Emily Dickinson Journal dedicado a la traducción (vol. 6, núm. 2, 1997, en el que además se incluyen otras perspectivas culturales, como la china, la finlandesa, la polaca, la húngara y la tailandesa) se tratan de modo alguno la importación o la traducción de Dickinson en el mundo hispanohablante. El señalamiento no tiene ánimo de reproche: los propios Mitchell y Stuart se lamentan de la necesaria incompletud de su estudio e invitan a críticos venideros a llenar las lagunas que se vieron obligados a dejar. Así pues, con total admiración y gratitud hacia quienes me preceden, confío en que aquella omisión quede por este medio subsanada.
La historia de la traducción y adopción de Emily Dickinson en lengua española es un relato fascinante por derecho propio, la crónica de un amor inesperado entre una poeta y una lengua que no conocía, y llena por tanto de momentos de embelesamiento y arrebato, de seducción, de encuentros y desencuentros, de profesiones de fidelidad y, de cuando en cuando, de una que otra escena de celos. Este libro, en cierto sentido, celebra el centenario de su mutua conquista. No obstante, y visto como un estudio de caso en materia de traducción, este relato es testimonio de un proceso histórico no sólo mediante el que una tradición incorpora una literatura extranjera a la propia, sino también en virtud del cual una cultura accede a contemplar su rostro en el espejo.
notas
1. Véase Emily Dickinson’s Poems: As She Preserved Them, ed. Cristanne Miller (Belknap Press, Cambridge y Londres, 2016).
2. Conrad Aiken, Emily Dickinson
, Dial 76 (1924), p. 308.
Retratos de traductores
Aunque, a lo largo de la historia, la traducción ha sido una profesión por lo general desatendida, si no es que rotundamente despreciada, es justo decir que biografías de traductores ha habido muchas. Menos, en comparación, han sido los retratos
, entendidos no como biografías en miniatura, sino como historias condensadas y puntuales de un aspecto o faceta de la vida de una persona; en este caso, de su veta traductora, así como de las circunstancias y motivaciones de su trabajo, los gajes del oficio, los intereses y actitudes frente a aquello que se dieron a la tarea de hacer. Los más recientes —y quizá también los más señeros— son los volúmenes titulados precisamente Portraits de traducteurs (1999) y Portraits de traductrices (2002), de Jean Delisle, aunque hay también una cantidad considerable de estos retratos, si bien inconexos, en el acervo histórico de El Trujamán, revista de traducción del Instituto Cervantes.
Es bien sabido que los entornos culturales, sociales y políticos en los que se inscribe la vida de un traductor definen, hasta cierto punto, las condiciones y los alcances de su práctica. Un traductor traduce en un determinado tiempo y espacio: su proyecto es el resultado de un designio, de una voluntad o un deseo, pero también de una serie de variables ajenas a él que, natural o inevitablemente, encauzan su realización. Dicho de otro modo, existe siempre una necesidad, sociocultural tanto como personal, que un proyecto de traducción viene a satisfacer; existe siempre un contexto en el que una traducción se gesta y en él pueden encontrarse algunas de las motivaciones que la impulsan. Es por ello que, en una época de creciente interés en la historia de la traducción, este libro apuesta por la caracterización biográfica de los seres humanos que la llevan a cabo.
Por extraño que resulte, poner al traductor en el centro de un estudio como el presente dista mucho de ser obvio o siquiera rutinario. Durante mucho tiempo, la investigación en la disciplina no tomó por objeto otra cosa que el texto mismo, la traducción, el producto derivado de un proceso: un conjunto de transformaciones lingüísticas y adecuaciones culturales que, mediante un acto de interpretación, logra abrir una brecha en la muralla que separa a los pueblos, que aleja el pasado del presente, que nos vuelve extraños a unos y a otros. Y no es que tenga nada de perniciosa, ni de anticuada tampoco, la crítica textual: por lo contrario, es inmensamente productivo el análisis de traducción, ya sea de la obra en sí misma o de la obra