Músicos apasionados: Las grandes historias de amor de Mozart, Bach, Tchaicovsky, Wagner, Mahler, Chopin, Beethoven y otros
Por Hugo Caligaris
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Con una prosa deliciosa, con erudición amable, y sobre todo con empatía, en Músicos apasionados, Hugo Caligaris narra las historias de amor de catorce inolvidables compositores: Vivaldi, Berlioz, Mozart, Schumann, Brahms, Bach, Tchaikovsky, Mendelssohn, Wagner, Mahler, Debussy, Chopin, Alban Berg y Beethoven. Como en un carrusel de arte y emociones, descubrimos grandes desamores, obras compuestas por una mujer o para olvidarla, escenas de lujuria, tristeza y celos, abandonos y reencuentros memorables. En medio de ese torrente de emociones, que marcó a diario la vida de estos músicos, surge una música inmortal, que todavía nos conmueve. No es ocioso descubrir que muchas veces una sinfonía, un lied o una sonata surgieron gracias a la figura de una mujer o un hombre, a sus palabras o a su deseo.
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Músicos apasionados - Hugo Caligaris
Hugo Caligaris
Músicos apasionados
Ilustraciones de Huadi
EdhasaEl misterio de la creación de la música y la admiración que produce se extiende de manera natural a los compositores. Esos talentos casi incompresibles, por la hondura que alcanzan, por la sensibilidad que demuestran y nos despiertan, parecen pertenecer a una esfera distinta de la humanidad. Como si estuvieran al margen del curso corriente de la existencia, como si les pasaran cosas abismalmente distintas de las que vive el resto de los mortales. Y sucede que no es así. Tuvieron vidas humanas, quizás, y este es el punto, demasiado humanas. Sobre todo en los sentimientos.
Con una prosa deliciosa, con erudición amable, y sobre todo con empatía, en Músicos apasionados, Hugo Caligaris narra las historias de amor de catorce inolvidables compositores: Vivaldi, Berlioz, Mozart, Schumann, Brahms, Bach, Tchaikovsky, Mendelssohn, Wagner, Mahler, Debussy, Chopin, Alban Berg y Beethoven. Como en un carrusel de arte y emociones, descubrimos grandes desamores, obras compuestas por una mujer o para olvidarla, escenas de lujuria, tristeza y celos, abandonos y reencuentros memorables. En medio de ese torrente de emociones, que marcó a diario la vida de estos músicos, surge una música inmortal, que todavía nos conmueve. No es ocioso descubrir que muchas veces una sinfonía, un lied o una sonata surgieron gracias a la figura de una mujer o un hombre, a sus palabras o a su deseo.
Caligaris, Hugo
Músicos apasionados / Hugo Caligaris ; ilustrado por Hugo Alberto Díaz. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2014
EBook.
ISBN 978-987-628-317-5
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Hugo Alberto Díaz, ilus.
CDD A863
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Edición en formato digital: mayo de 2014
© Hugo Caligaris, 2013
© de las ilustraciones Huadi
© de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2014
España: Avda. Diagonal, 519-521- 08029 Barcelona
Tel. 93 494 97 20 - E-mail: [email protected]
www.edhasa.es
Argentina: Avda. Córdoba 744, 2º piso C -C1054AAT Capital Federal
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ISBN 978-987-628-317-5
Conversión a formato digital: Libresque
Índice
Cubierta
Portada
Sobre este libro
Créditos
Prólogo. El erotismo como matriz del arte
El otro yo de monseñor Vivaldi
Berlioz, enamorado del amor
La Constancia de Mozart
Dos hombres y una mujer (Clara, Schumann y Brahms)
Bach, un hombre como Dios manda
Los hombres y las mujeres de Tchaikovsky
Mendelssohn, el cazador casado
Wagner y las mujeres del prójimo
Mahler desde el Alma
La pasión según Debussy
Querido señor Chopin
Alban Berg en la hoguera
Beethoven, la Inmortal y las mil tres
Sobre el autor
Prólogo
El erotismo como matriz del arte
Por Luis Gregorich
Desconfiemos de los que dicen interesarse solo por las obras de los grandes creadores artísticos, mientras juran indiferencia frente a sus vidas y pasiones. Obra y vida son indivisibles; algunas veces esta identificación se nos presenta de modo muy ostensible; otras, secretamente. Y es muy difícil que podamos prescindir del deseo de conocer algo más, de buscar en ese privilegiado estrato biográfico la huella, el trazo de la obra que amamos.
Hugo Caligaris, escritor, periodista avezado y pianista de tiempo incompleto (lo he oído, sin embargo, tocar a Mendelssohn y Schumann con la misma elogiable pericia que dedica a sus otros dos oficios), afina en este nuevo libro su triple perfil, y nos lleva de la mano por las vidas y los amores de algunos de los más famosos (y justamente reconocidos) compositores de música de Occidente, en sucesivas minibiografías escritas con sagacidad, precisión y una piadosa ironía.
El eje es siempre la vida amorosa o los desafueros sentimentales de cada uno de los creadores, pero el autor nos hace la gracia de presentarlos en un clima de época que delata una rica investigación e información. Tenemos, al mismo tiempo, bocetos de la historia de la música, cuadros sociales bien delineados, y galerías de personajes creíbles que se deslizan al lado de los protagonistas.
De tal forma –y solo para dar algunos ejemplos– nos enteraremos de que un campeón del barroco como Antonio Vivaldi era, además de cura, un incorregible mujeriego, y que llegó a viajar con dos hermanas, Nina y Paolina, con las que compartía la misma cama, actitud vital que complementa, curiosamente, el carácter alegre y (por qué no) erótico de su obra musical.
También el lector podrá seguir el itinerario, como músico y amante, de Héctor Berlioz, con su amor más visible, Harriet Smithson, y con una lejana Estrella con la que fantaseó cuando él tenía doce años, y ella dieciocho, y a la que vuelve a encontrar medio siglo después, para proponerle, sin éxito, un encuentro amoroso que solo estaba en su imaginación típicamente romántica. No faltará el caso de Wolfgang Amadeus Mozart, vastamente inventariado, con su correspondencia escatológica con la prima Thekla, y más tarde su relación con las hermanas Weber: primero con Aloysia, que se frustra rápidamente, y más tarde con Constanza, que se convertirá en su esposa, pese a la oposición del padre Leopold, y que después de la muerte del joven genio será la más ardiente defensora de su obra y de su memoria.
El trío erótico/musical formado por Clara Wieck, Robert Schumann y Johannes Brahms es asimismo detalladamente descripto, con sus ambigüedades y preguntas imposibles de contestar, lo mismo que ocurre con otro gran romántico, Federico Chopin, que oscila entre la atracción y amistad juvenil de Tytus Wojciechowski, y el abrazo maduro de George Sand. Un poco más atrás en el tiempo, se proyecta la hosca y marmórea figura de Ludwig van Beethoven, eterno solterón y protegido de condesas y aristócratas de toda laya, autor de las tantas veces mencionadas cartas a la Amada Inmortal, que quizá se llamó Antonia Brentano. Y un poco más adelante, inevitablemente, se nos aparece el genial, irritante, controvertido, ególatra Richard Wagner –amante de muchas mujeres, explotador de otras– que reúne en un cuarteto más bien contradictorio pero significativo a su primera esposa, Minna Planer, a su segunda y última, Cósima Liszt, y a su amante más valorada, Mathilde Wesendonck, con un inagotable (en lo concerniente al bolsillo) admirador: el rey Luis de Baviera.
No faltan, en esta nómina, Juan Sebastián Bach (junto a María Bárbara y Ana Magdalena); Félix Mendelssohn (y su fracasado romance con Jenny Lind); Piotr Ilich Tchaikovsky (con su incómoda homosexualidad a cuestas); Gustav Mahler (con Alma Schindler, un personaje más literario que real), y dos músicos del primer tercio del siglo XX, Claude Debussy y Alban Berg, que padecen las mismas debilidades de sus colegas del pasado.
Hugo Caligaris ejerce un infatigable humor y un tono accesible que esconden una sensata erudición, rica en datos y matices. Ha aprovechado su larga faena periodística, que reclama claridad y sencillez a sus cultores, para producir un texto que podrá ser disfrutado por cualquier lector curioso, sin mengua de su calidad. Por otra parte, su larga vocación y formación musical le ha permitido dar sólidos cimientos al edificio, consistente también desde una mirada especializada. Cada uno de los capítulos de este libro es una pequeña narración consagrada a los amores de los músicos y al amor por la música.
Y en cuanto al tema que lo vertebra, ¿no es acaso el erotismo una de las fuentes principales, una de las matrices de todo arte?
El otro yo de monseñor Vivaldi
Antonio Lucio Vivaldi comenzó su carrera en la Iglesia a los quince años y medio. A los 24 alcanzó la jerarquía de sacerdote, después de haber ascendido por el escalafón con las siguientes categorías: ostiario, lector, exorcista, acólito (las cuatro órdenes menores), subdiácono, diácono y sacerdote (las tres mayores).
En la Venecia de aquel tiempo, fines del siglo XVII, ser cura era una alternativa interesante para familias sin fortuna como la de Antonio. Papá, Giambattista Vivaldi, y mamá, Camila Calicchio, tenían nueve hijos que alimentar y significaba un gran respiro que de la comida y de la ropa del mayor se hiciera cargo la Iglesia. El problema de la vocación quedaba en segundo plano, y aunque no es cien por ciento seguro que el jovencito que sería recordado siglos después como el autor de Las cuatro estaciones
no la tuviera, en caso de haberla tenido parece haber estado lejos de haber sido una de sus preocupaciones dominantes.
Había cuatro cosas que le interesaban a Vivaldi más que Dios: la música, el dinero, la fama y las mujeres.
Aunque el propio interesado negó muchas veces los abundantes rumores sobre su vida erótica, como era natural dada su condición de cura, sus desmentidas, a veces furiosas, no convencieron a casi nadie. Él murió manteniendo sus promesas, pero sobre su tumba rodaron durante muchos años las lágrimas de sus amantes.
Como cura, fueron pocas las misas que Vivaldi celebró enteras, de principio a fin y sin interrupciones. Sólo durante un año, en las parroquias de San Geminiano y San Giovanni in Oleo, se lo vio en los misterios de la hostia y el cáliz, pero a veces en la mitad del drama sagrado desaparecía misteriosamente el oficiante. Cuando se le ocurría algún tema musical o un audaz encadenamiento de acordes, corría tras el altar para anotarlo antes de que se le perdiera en la memoria.
Todavía nos parece escuchar la voz airada de Vivaldi cuando se le recriminaban aquellas distracciones. Fue mi malestar físico el que me forzó a bajar hasta tres veces del altar sin terminar la misa
, se justificaba, alterado. A causa de mi enfermedad pulmonar ya no podía ni andar, y por eso dejé la práctica del sacerdocio. Hace de esto ya 25 años
, le explicó a su protector, el marqués Guido Bentivoglio d’Aragona, en una carta de 1737, cuando había vivido 59 años y le faltaban todavía cuatro para rendirse, esta vez de verdad, al Altísimo.
Se sabe que Vivaldi era llamado il Prete Rosso
, el Cura Rojo, por el color del pelo, cuyo fuego era herencia paterna. Por eso al padre, a Giambattista, peluquero y violinista, lo llamaban también Rossi
y Rossetto
.
Giambattista se sentía fuertemente unido a su hijo mayor por la melena, por el violín y por el ímpetu existencial. Lo que se ignora es en qué consistía aquella enfermedad acusada por el hijo, que según él le impedía incluso dar unos pocos pasos siendo un joven que, por otro lado, hacía gala como instrumentista, compositor, empresario y amante de una vitalidad envidiable. De manera vaga, se habló de una neumonitis crónica, que lo asaltaba únicamente en el momento de ponerse la sotana.
Dado que el cuerpo no le permitía decir misas, Antonio buscó una tarea menos agotadora. La encontró en 1704, y fue la de dirigir la orquesta femenina del Ospedale della Pietá. La función principal de director se veía complementada con el papel de consejero musical de las cien niñas y jovencitas que vivían allí (no es ninguna metáfora: eran literalmente cien). En aquel Hospital de la Piedad no había enfermos, sino hijas extramatrimoniales de nobles y altos funcionarios que querían ocultarlas. Se depositaba a los bebés en una puerta giratoria.
Para su orquesta femenina compuso Vivaldi obras maestras que se siguen ejecutando con muchísimo éxito. Como aquellas chicas no podían usar los apellidos de sus padres, las nombraban según el instrumento que tocaban o el registro de voz que tenían: Lucietta dalla Viola, Adriana dalla Tiorba (una especie de laúd), Cattarina del Corneto, Mariana Organista, Antonia dal Tenor, Annetta del Basso. A una chica de 16 años, Ana María, Vivaldi le compró un violín que le costó veinte ducados (tres meses de sueldo). Para que los tocara otra jovencita, la violoncellista Teresa, compuso 27 conciertos y nueve sonatas.
En las partituras de Vivaldi aparecen los apodos que el compositor les ponía a las elegidas para interpretar sus obras: la Apolonia, la Bolognesa, la Chiaretta, la Ambrosiana. Parece que el rendimiento de la orquesta