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Amistad, amor y sexo
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Libro electrónico294 páginas4 horas

Amistad, amor y sexo

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Información de este libro electrónico

¿Qué pasa cuando el sexo es negado y reprimido tanto en casa como en la escuela? ¿Cómo se podían apañar estos adolescentes para aprender al tiempo que crecían sus deseos?
Alfredo, profesor técnico retirado, nacido en el pueblo, y al tiempo en el que se desarrollan estos acontecimientos, nos cuenta en este libro una forma de vida que, aunque parezca lejana por los grandes cambios en el entorno rural, es de hace apenas unas décadas. A través de unos niños y niñas que cumplían con la escolarización obligatoria, nos irá contando el día a día de estos y de todo su entorno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2023
ISBN9788411813273
Amistad, amor y sexo

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    Amistad, amor y sexo - Alfredo Donato Izquierdo Salvador

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    [email protected]

    © Alfredo Donato Izquierdo Salvador

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    Ilustraciones: Melina Herrero Vilches

    Acuarelas: Manuel Sánchez Torán, el panadero pintor de Toledo

    Cuadernos de clase: Olegario Morón, Serafín Izquierdo y Alfredo Izquierdo

    Anécdotas: Los monaguillos de San Salvador

    Supervisión: Mireia Soriano (Eia Soriz) y Laura Izquierdo

    Gestado durante el estado de alarma y confinamiento por el coronavirus de 2020-21

    ISBN: 978-84-1181-327-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    ..

    Dedicado a las personas que brindaron en la escuela con la leche en polvo americana.

    ..

    «(…) y cuando empecé a leer no pude parar hasta que lo terminé…

    Qué ratos más divertidos he pasado recordando aquellos últimos años en mi pueblo».

    Rosa. MIGRANTE

    Prólogo

    Un libro tiene dos vidas entrelazadas: la de quien lo escribe y la de quien lo lee. La primera es, naturalmente, la del autor. En Amistad, amor y sexo en el vaciado de la escuela nacional, el autor ha dado vida a una historia tejiendo recuerdos propios con vivencias de otros y también con su propia imaginación. La segunda vida es un crisol de significados y sentimientos de cada uno de sus lectores: cada uno de ellos tendrá su propia visión de lo que lee según su momento personal, sus circunstancias y experiencias; así, mi lectura es la de alguien que vivió la época que se narra y fue testigo de hechos similares a los que acontecen. Su significado podrá ser distinto al de alguien de las generaciones futuras que no ha tenido estas vivencias.

    Cuando hago una última relectura de este prólogo, siento cómo está influido por el hecho de mi cercanía con lo que se cuenta, pero, sobre todo, está influido por el momento de su lectura, el de un tiempo presente determinado por una pandemia que ha obligado a un confinamiento general que nos está generando tantas emociones encontradas, algo impensable apenas unos meses atrás y que, sin saber cómo va a terminar, ya forma parte de la crónica de nuestras vidas. Ambos hechos, cercanía al tema y confinamiento, hacen que este prólogo no se centre tanto en una aproximación objetiva al libro de Alfredo como a la respuesta que ha generado en mí su lectura, que ha cobrado también su propia vida.

    Recibo un primer borrador de Amistad, amor y sexo en el vaciado de la escuela nacional en pleno confinamiento: su lectura me refugia en los recuerdos de nuestra infancia, en el pueblo, en su paisaje y su paisanaje. Ha querido la casualidad que días antes de recibirlo, yo terminase la lectura de La tierra desnuda, un estupendo libro, de Rafael Navarro de Castro, que narra los últimos cien años de la gente que habitó en otra zona rural, distinta a la nuestra, pero con bastantes semejanzas en los hechos que vivieron y compartieron los pobladores de aquel medio rural español en blanco y negro de guerra, posguerra y ocaso de la sociedad rural. Ambas historias, cada una a su manera, narran vivencias cotidianas de supervivencia, de amistad, de amor y, en este caso también, de ese sexo reprimido por maestros, curas o en casa, que bien podrían ser las experiencias comunes de cualquiera que vivió aquella época; historias que se desarrollan en un espacio enmarcado férreamente por tres poderes que sostenían aquella dictadura que les tocó vivir: la escuela, la Iglesia y la Guardia Civil de aquella época. La escuela de «la letra con sangre entra», de «prietas las filas» con el brazo en alto cantando el Cara al sol, de la enciclopedia Álvarez y de la leche americana; la de alumnos que aprendían y sorteaban la autoridad con pequeñas travesuras y con su mundo propio por las calles, las eras y en sus juegos. Aquella Guardia Civil que al atardecer esperaba a los hombres que regresaban del monte mataos de trabajar para denunciarlos, a según quien si iba montados, si le faltaba una chapa al carro, o también a quien se había acercado al huerto a por una lechuga para la paella en un día de guardar; muestras livianas de una opresión que en algunos, o muchos casos, se hizo asfixiante. Una Iglesia de fiestas de guardar a la fuerza y de confesiones obligadas que cobijaba en su seno a algunos curas degenerados, víctimas primero de una represión sexual que los torció y después abusadores de niños y niñas aprovechándose de su posición, de su doctrina y de la debilidad de sus víctimas.

    Alfredo es un contador que escribe; ya lo demostró sorprendiéndonos gratamente con Los monaguillos de San Salvador. Mientras leo sus párrafos, no me cuesta visualizar lo narrado. Su habilidad, mediante un estilo ágil, ameno y con ciertas dosis de humor, estriba en que las historias que se van entrelazando unas con otras, podrían ser escuchadas alrededor de un fuego en uno de aquellos encuentros de pastores o en un corro en el rincón de una plaza. A la vez, desgrana acontecimientos, travesuras o picardías que unas veces se convierten en burlas y algunas en maldades; va hilvanando una crónica de una época que se desarrolla en un tiempo y un espacio que ya es pasado. Aunque el autor recalca que su historia no tiene un lugar concreto ni todos sus personajes son reales, que podría ser los de cualquier pueblo, como así es, cada lector, como es mi caso, no dejará de trasladarla a su propia historia y al espacio y al tiempo que le es familiar.

    Crónica de tres generaciones

    La narración va perfilando una crónica oral que abarca tres generaciones: la de nuestros abuelos, padres y la nuestra propia, la que podríamos haber compartido con los niños protagonistas que ahora se asomarían a los años que en aquel tiempo se tenía por vejez.

    En la sociedad tradicional, los abuelos y abuelas tenían un papel primordial: eran transmisores de conocimientos y valores, de la historia familiar y también del pueblo, como nuestra abuela Rosa, la de los nueve nietos: de sus labios, brotaban palabras que se nos quedaron grabadas y conformaron una parte de nuestra visión de la realidad y nuestro imaginario. Algunos de sus relatos, recogidos en el libro, forman parte de una historia del pueblo que se remonta a los inicios del siglo pasado: la llegada de la luz que convirtió la oscuridad de las calles en penumbra, pero luz, al fin y al cabo; el eclipse, cuyo desconocimiento llenó a la gente de desconcierto y un cierto caos en el pueblo con caballerías corriendo desbocadas; aquella arradio que convocaba a escuchar las voces que salían de aquel aparato que hoy, en la era de la informática, nos puede parecer prehistórico.También hay otros hechos que mientras escribo me vienen a la memoria y que poblaron nuestros sueños de desasosiego, como la imagen imborrable en su niñez de un carro pasando por las calles recogiendo a los muertos por aquella otra peste, la llamada gripe española, que, al contrario de la que nos está tocando vivir, atacaba preferentemente a las personas jóvenes; o la de un hombre colgado en el arco del porche cuando la justicia no era tan garantista como lo es ahora.

    Escuchábamos también a otros abuelos, como los que pasaban la tarde refugiados del aire frío en el carasol de la era del Sordo. Imagen de hombres de negro contando sus historias, día tras día, a la espera. De aquellas historias ya difuminadas, se me quedó la del tío Luis el Sequillos, padre e hijo. El primero hizo la guerra de Cuba; el segundo perteneció a la quinta del biberón en la Guerra Civil española; aquellos jóvenes lampiños que les toco hacer la guerra cuando apenas habían terminado la adolescencia. De este último, tengo un recuerdo especial, no solo por su amistad con mi padre, pues conservo vivos unos momentos en que mientras oía de su boca nombres como Lister o el Campesino, me ensañaba a impeltar los almendros a canuto y a elegir las movidas de veros con buena sabia allá en el Solano de la Canaleta, cuando tendría ocho o diez años. No dejo de pensar en la presencia permanente de guerras no hace tanto —padre e hijo lucharon en conflictos distintos— y la fortuna, a veces no valorada en su medida, de las generaciones posteriores por estar libres de ellas.

    De la generación de nuestros padres y madres, que fueron niños y niñas en la guerra, el libro recoge recuerdos de cómo la vivieron: con esa capacidad infantil de adaptación a normalizar nuevas situaciones, por duras que sean. Su verdadera lucha fue la de sobrevivir en la posguerra por levantar haciendas, por sacar adelante a la familia, por salir de necesidades y estrecheces, pues en ninguna casa había abundancia y en muchas, necesidad. Vivieron el ocaso del mundo en que habían nacido, vieron cómo emigraban sus vecinos, amigos o familia, tuvieron que amoldarse a los cambios, a una cierta mecanización del campo y a la marcha de los hijos, pues no querían que vivieran lo que a ellos les había tocado ni pasaran sus estrecheces.

    En algún momento de la narración, aparece también un hecho que no quiero dejar pasar: muestra la situación de la mujer en esos años de posguerra soportando un modelo patriarcal que la hacía dependiente del hombre. En nuestra infancia, no era raro escuchar la noticia de alguna paliza de un marido a su mujer, que no tenía más remedio que agachar la cabeza y seguir aguantando. Las palizas afortunadamente no era algo generalizado, pero sí socialmente aceptado y justificado por poderes como la Iglesia. Para no dar la impresión de que este abuso de pegar era algo que se daba siempre y en todas las casas, diré que en la mayoría de los casos que conocí reinaba el respeto y las parejas eran cómplices y se apoyaban mutuamente para sacar la casa adelante, aunque, eso sí, cada uno en ese rol patriarcal que estaba establecido y que en demasiados casos perdura hasta nuestros días.

    Nuestra generación, como la de los niños protagonistas de la narración, vivió su infancia todavía en un mundo anclado en un tiempo lento y un espacio cerrado que no tardó en acelerarse a lomos de coches cada vez más rápidos, de alas de avión que podían llevar a lugares más lejanos en menos tiempo y en medios de comunicación instantáneos y globalizados; se adentraron en un mundo con multitud de relaciones y de estímulos dispersos. Herederos de aquellos que apenas dejaban la huella de sus zapatos en la tierra, pasamos de la frugalidad de la infancia a la abundancia de la juventud y, finalmente, a un consumismo de despilfarro.

    Me vienen recuerdos de la infancia de hechos cotidianos que ya anunciaban ese cambio. Un día en que todos los nietos íbamos a ver a la abuela Rosa, que podía ser las fiestas del pueblo, el domingo de la Rosa o cualquiera de las fiestas del santoral, ella siempre nos sacaba algo para comer: podían ser rolletes, madalenas o bollo; pero en esa ocasión apareció con un bote de melocotón en almíbar que abrió y del que, con ceremoniosidad, nos fue repartiendo un trozo a cada uno, como en una comunión alrededor del fuego; al terminar los trozos, el bote fue rodando por cada uno de nosotros para dar un sorbico de aquel caldo almibarado que nos hizo relamernos satisfechos. También recuerdo cuando estábamos segando y comíamos en el monte, en el hato comenzaron a aparecer otros alimentos distintos a las longanizas, el lomo o el pernil del puerco, como las latas de atún que el padre terminaba de rebañar con una miga de pan. Más allá de la ternura que me provocan estos hechos, lo veo como el inicio de un cambio en la alimentación y el inicio de la generación de basuras. Alfredo cuenta como las primeras basuras como tales en el pueblo comenzaron a producirlas los veraneantes, que llama los pelotines; puede hacer cincuenta o sesenta años. Antes no se conocían y todo se reutilizaba: los botes de hojalata servían para mesurar grano o salvado, beber en pocetas o forrar puertas de madera; y el casco de una botella de champán era muy buscado porque se usaba para hacer la conserva de tomate, con el corcho bien atado con hilo palomar y sellado con masilla de harina. Fuimos testigos, a la vez que nuestra vida se aceleraba, del final del horno comunal, del molino, de la trashumancia al Reino, del valor económico de las artigas de pinar, que eran como la caja de ahorros de muchas familias; de la escuela, de la tienda, de las caballerías, que eran la energía del labrador. Han desaparecido voces y sonidos como los del pelejero, el afilador, los quinquilleros o los charlatanes; olores como los de la cera en la almazara o el del pan recién cocido, y sabores como el dela miel mezclada con la cera de la bresca o el del mosto saliendo de la prensa. Y con todo ello, se fueron personas, conocimientos y saberes ligados a la tierra y a los ritmos de la naturaleza. Paso a paso, se fue yendo el mundo de nuestra infancia, el mundo rural de nuestros antepasados. Al leer las páginas que siguen, todo ello se torna más cercano.

    La historia de las gentes de estas pequeñas comunidades rurales no las encontraremos en los manuales de historia, ya que la mayoría de las veces apenas son nombradas de pasada. La encontramos en los conocimientos orales que nos han transmitido nuestros antepasados, en las palabras que nos legaron, en las huellas que dejaron en el paisaje que conformó nuestra mirada o en los sentimientos y valores que nos transmitieron. Recuperarlos y saber entenderlos no es perseguir sombras, es una resistencia contra el olvido, por no perder referencias y raíces que contribuyen a mantenernos. Por eso, es importante el revivir una época como lo hace Alfredo: a su manera contribuye a que sepamos de dónde venimos. Recupera la misión de aquel contar de los abuelos ya citada y permite que, a través de la ventana que abre, las generaciones futuras puedan aproximarse a la vida cotidiana de aquellos tiempos. Nos motiva a saber y participar en esa crónica inconclusa que solo entre todos podemos completar.

    No debemos olvidar que en el pasado, sin ser determinante, está una parte de los cimientos del futuro y este es el reto de estos pequeños pueblos enclavados en la ruralidad: conformar, sabiendo de donde vienen y a la vez innovando, un proyecto de futuro en estos tiempos inciertos y difíciles.

    Marcelino

    Introducción

    Esta novela, basada en hechos reales, cuenta sucesos y aventuras de un pueblo cualquiera de la España rural entre finales de los años 50 y mediados de los 70 del pasado siglo XX. Lo que pretendo con estos relatos es que el lector que vivió esta época se vea jugando, corriendo y aprendiendo en las calles o en la escuela de su propia localidad; los que no la habitaron, que los disfruten igualmente transportándose a las vivencias de sus padres o abuelos, ya que, aunque parezca lejano este último éxodo rural, no lo es tanto. Son unas vivencias en las que los protagonistas son los niños y niñas, en general hasta los catorce años, edad esta en la que terminaban la escuela y se tenían que buscar la vida trabajando o, en algunos casos, estudiando dentro o fuera de sus municipios; una madurez prematura forzada por las circunstancias del momento que hoy en día nos parecería impensable, pero aceptadas entonces: la generación anterior trabajaba a los doce y muchos de la de los abuelos, a los diez ya guardaban un atajo de cabras.

    Durante los años de estas pericias, Estado e Iglesia iban de la mano impartiendo sus doctrinas, unos ansiando formar buenos patriotas para el mañana, los otros pretendiendo que se ganaran el cielo al final de sus vidas. El lector irá descubriendo como los primeros, a través de los maestros, iban consiguiendo sus objetivos día a día trabajando en la escuela; los segundos, en cambio, lo tenían más difícil, no eran tan creíbles. Hacía más de cien años que se debatía en el mundo si el hombre venía del mono o era una creación de Dios; aquí, sin embargo, en ningún liceo se plantearía discutir las teorías que decía Darwin: «Dios hizo al hombre de barro y le dio vida; luego, de una costilla de este salió su mujer». Tampoco era fácil en aquella escuela totalitaria, por un lado, y cristiana, por el otro, aprender algo de sexología. Los maestros nunca tocaban el tema, en casa no les explicaban nada y el cura, cuando iba de visita, era para reprimir, confesar y poner una buena penitencia para acabar con el firme propósito de que aquellos actos impuros no se volverían a hacer nunca más.

    El discurrir de la vida cotidiana de familias y escolares como Descalzo, Morón, Zorita, Cabrelles, Benedictos y Clementes, entre otros, nos llevará a conocer una forma de vida autárquica de trabajo y sacrificio, de regocijo y a veces de desconsuelo en una etapa concreta de despoblación rural, a un tiempo de cambios y al mismo tiempo, de abandono como nunca antes se había visto en estos pueblos.

    Mapa

    Primera parte

    Una buena merienda

    Aquella tarde, al salir de la escuela, Descalzo le preguntó a su amigo si le apetecían unos huevos crudos para merendar.

    —¡¿Crudos?! —le contestó Norato—. Yo crudos no me los he comido nunca.

    —Pues no sabes lo que te pierdes. Ven y verás.

    Fueron derechos al corral. En una canasta con paja que había en un rincón a una cierta altura, ponían las gallinas. Se aupó un poco y metió la mano en aquel ponedero sin saber los huevos que encontraría.

    —¡Cagüen la puta! ¡Ni uno! —exclamó—. Ya se han adelantado mis hermanos, ¡cagüen la puta! Aquí el que no corre vuela. —Volvió a meter la mano dentro y le enseñó a Norato lo que había—. Mira lo que han dejado: el huevo de aljez.

    Era el huevo de yeso rojizo que servía de señuelo para que las gallinas hicieran la puesta en aquel nido de paja que había preparado su padre. En aquella casa había que espabilar. Contando las personas, el macho, las tres o cuatro cabras y los dos cerdos de engorde, eran más de quince cuerpos los que diariamente hacían sus necesidades en aquel corral y no precisamente había mucha comida en las despensas para llevarse a la boca, y esto sin contar los animales de pluma: unas cuantas gallinas, los palomos, tres patos y un tito para Navidad. No querían tener más porque, aseguraba su padre, comparando con otros, son los que más comen y menos provecho sacas de ellos. Por eso, decía: «Yo, animales de pico…, poquicos». Al ver tan pocas gallinas y ser tantos para recoger los huevos, preguntó Norato a su amigo mayor:

    —¿Una gallina qué pone, seis o siete huevos al día?

    —¡Uy, mecagüen la puta! ¡Eso por lo menos! Tuvimos una vez una que aquella sí que era buena: ponía más de veinte huevos cada día. Todos mis hermanos íbamos detrás de ella replegándolos. Aquí dejaba caer uno, allá dejaba caer otro.

    —¡Hala! ¡¿Sí?! —decía Norato todo sorprendido.

    —Ahora, una cosa te voy a decir —continuaba jocundo—, aquello tampoco era muy normal. Como aquella gallina ya no hemos vuelto a tener otra. —Siempre que Norato le preguntaba algo, Descalzo hacía lo mismo: exageraba y se reía un rato al ver su cara de asombro para luego, al final, decirle la verdad. Con una diferencia de casi tres años de edad, se lo podía permitir—. Pues sin merendar no nos vamos a quedar. Vamos para arriba y verás un tesoro escondido.

    Descalzo era el más listo de los siete hermanos y si se le habían adelantado con los huevos, tenía astucia y recursos para llenar la tripa mejor que ellos. Subieron aquella escalera de tres tramos que iba de la entrada a la cocina y se acercaron a la artesa. Con un cuchillo, cortó dos trozos de pan de una hogaza.

    —¡Ah, buen tesoro tienes aquí! —dijo Norato.

    —Calla, hombre, si esto no es nada. Ahora falta la mezcla. Ven y verás.

    No era difícil adivinar lo que habría de mezcla en aquella casa. Los bollos, magdalenas y rolletes solo se veía en las fiestas y aún faltaban unos meses. ¿Chocolate?, muy pocas veces y solo en las mejores casas. Lo más seguro, el pan con miel, con vino o, en todo caso, con manteca de alguna jarra con azúcar. ¿Cómo podía estar Norato tan equivocado? En ninguna casa del pueblo se merendaba mejor que en aquella. Se dirigieron a la alacena que había empotrada en la pared de la cocina. Tras los cristales de la parte de arriba, se veían vasos, botellas, escullas, platos, tazas y tazones con algunos boños en la porcelana. En el centro, tenía dos cajones con cubiertos, trapos, delantales, manguitos…, y en la parte de abajo, dos puertas de madera cruzadas por un candado.

    C:\Users\lenovo\Desktop\alfred\Melina\La alacena.jpg

    —Aquí guarda mi padre las jarras del matapuerco. Lo tiene cerrado con este candao, pero yo sé cómo meterle mano sin que se entere.

    Sin tocar las puertas, sacó uno de los cajones de arriba y solo con el olor que salía la boca empezó a hacérseles agua. Por aquel agujero bajo los cristales, se podía alargar el brazo y llegar a alguna de las orzas que su padre guardaba para la siega. Él fue el primero que metió la mano: de un solo viaje, sacó dos trozos de lomo y una longaniza que estaban mezclados en aquel recipiente. Con el hambre que traía de la escuela y al ver aquello, a Norato los ojos se le hicieron más grandes.

    —¿Me dejas a mí? —le preguntó—. ¿Me dejas a ver si me llega el brazo?

    —Sí, hombre, prueba a ver: si te gustan las morcillas de miel, las de arriba; las de arroz, la jarra de la izquierda;

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