La saga europea: Las Cautivas / Las Ciencias Naturales
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Martín Kohan
El tesoro de Las Ciencias Naturales está en su desmesura. Algo que no esconde jactancia sino pasión por los diarios de viajes, donde la voluntad de narrar es tan importante como la de descubrir. William Blake, en uno de sus descensos al infierno, volvió con un refrán apretado en un puño que decía: "El exceso de pena, ríe. El exceso de gozo, llora". Quizás de esta exuberancia grotesca se alimenta el inframundo y –por qué no– esta obra; que arranca carcajadas endiabladas en cada lectura y que nos advierte que el mayor enemigo del teatro puede ser la prudencia.
Laura Paredes
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La saga europea - Mariano Tenconi Blanco
Las Cautivas
"All the world’s a stage,
And all the men and women merely players".
As You Like It, William Shakespeare
"Todos los libros que amamos
parecen escritos en una lengua extranjera".
Contra Sainte-Beueve, Marcel Proust
I.
CELINE:
Ellos van. El espacio es grande. No hay nada que los ablande. Es la tribu errante sobre potro rozagante, cuyas crines altaneras flotan al viento ligeras. Un feroz indio me lleva en su feroz caballo. ¡Me desmayo! ¡Soltadme por favor! ¡Auxilio! No entiende el francés, no entiende el castizo, ¡qué indio chorizo! No entiende razón. Y ahora apoya su lanza en mi corazón. Ellos van. El espacio es enorme. No hay nada que los reforme. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? ¿De qué su gozo proviene? ¿Por qué gritan, corren, vuelan, clavando a lo bestia la espuela? Ellos van. El espacio es terrible. No hay nada que los recalibre. ¿Adónde van? ¿Adónde me llevan? Mejor que no se atrevan a meterse con Padre si no quieren desmadre porque él tiene mal genio. Mejor que no se entrometan con mi prometido Eugenio. Será cagatintas, será malcriado, pero no es ningún atascado. ¿Pero dónde está Padre? ¿Dónde está Eugenio? Esto parece un vil sueño. Les juro, no miento, el malón interrumpió mi casamiento. Hubiera querido empezar con Había una vez…
pero mi epopeya en las pampas comienza in medias res. Por Dios. Por Satán. El espacio es grande. Ellos van.
Cierro los ojos. Abro los ojos. Ahora estoy acostada en el piso, atada de pies y manos. Mi blanco vestido de novia está lleno de barro. Y he perdido mis zapatos. A mi izquierda yace don Hipólito Díaz Iraola, mi futuro suegro. Está sucio su traje negro. Su pelo renegrido y bien peinado está ahora desgreñado. Cuánta extrañeza. Qué desconcierto. Cualquiera diría que ha muerto. A mi derecha el Padre Lorenzo con su calva cabeza y su bigote tupido; viste pantalón negro y una túnica hecha harapos. A punto estuvo de instruirme en el santo matrimonio antes de que ingresara en la boda el demonio. Padre, ¿está muerto don Hipólito?
, le digo; pero el cura no entiende francés y de mal modo me responde en su buen castellano Niña, callad el ano
. A lo lejos veo a la tribu. Son bestias. Son salvajes. Son indios sudamericanos. Llevan el cabello largo hasta la cintura. Su piel es marrón. Sus brazos y sus piernas son firmes. Los ha dotado natura. Y no llevan vestido; sólo una pequeña prenda de cuero les cubre su surtido. Cerca de los salvajes, media res se asa sobre un fuego. Parece juego. Parece rito sacrificial. Las bestias admiran en silencio al animal. ¿Por qué miran tan concentrados ese bicho que se cuece? ¿Qué misterio profundo es ese? ¿Mirar un fuego y un pedazo de animal muerto? ¿Será cierto? ¿Será una forma de meditación aborigen? ¿Cuál es el origen? ¿Será que contemplando esa vaca muerta encuentran su identidad, su cosmovisión, sus razones para vivir y habitar este mundo, la respuesta a todo? Ni modo. En medio de esa mudez contemplativa, en medio de esa concentración nativa, uno de los indios se lanza un sonoro pedo y los demás le festejan la broma, locos de contentos.
Está anocheciendo. Le digo al Padre Lorenzo en francés Tengo miedo, Padre
. Luego se lo repito en español: Tengo miedo, Padre
. Pero el sacerdote me ignora. Entonces le lanzo al Padre: La concha de su madre
. Y la discusión queda saldada. Qué tarada. Y yo de pronto imagino que me voy. Que huyo de este páramo de tierra y bosta. Imagino que una nave espacial desciende sobre la monótona e inmunda planicie y que una luz me traga y que subo a esa nave que me rescata y que me lleva a un planeta bien lejos de aquí.
Cierro los ojos. Abro los ojos. No sé cuánto tiempo pasó. Sobre el fuego ya no queda carne. Los indios están somnolientos, echados en el piso. Qué friso. También veo, más lejos, un grupo de indias mujeres, repugnantes, espantosas, igual de bufones que los varones. Ellas también se hallan despatarradas de a montones y unas vaginas color uva se les escapan de los calzones. Ya es de noche. Hay silencio. La tribu se pone en grupos de a cuatro o de a cinco, en posición de espera. Y vaya sorpresa lo que era. Se trata de alguna forma de licor indio. No hay uno que no festeje. No hay uno que no vibre. Aborigen canilla libre. Y a los pocos minutos ya están a las carcajadas, se dan empujones, se mandan cagadas, se tiran trompadas. Qué boludones. Las vasijas se siguen llenando y vaciando, llenando y vaciando, llenando y vaciando. Los indios aumentan su tamaño, se ponen más dorados, más tarados. El Padre Lorenzo ahora me habla. Vea, que van a querer la porquería, tía
, me dice en español. No entiendo. Me distraigo viendo a dos indiecitos jóvenes que defecan. Lo que sale de sus anos no parece excremento. No miento. Parece una lluvia marrón. Qué garrón. ¿Será esa la porquería a la que se refiere el Padre Lorenzo? Y en ese instante propenso veo a un indio que viene hacia nosotros. El salvaje camina con su miembro afuera. Tiene una polla larga, gorda, negra, duradera; está apuntando al cielo, como una bandera. Ahora sí, pienso. De esta no me dispenso. Pero no; él pasa de largo y se posa sobre el Padre Lorenzo. Entonces el indio coloca su verga dura en la mismísima boca del cura. Al instante, antes que el indio lo note, el Padre Lorenzo comienza a sorber del enorme garrote. No tiene miedo. Lo hace maquinal, como el ferrocarril nacional. En cada embestida es como si la mitad del garrote desapareciera absorbido por el tupido bigote. Vaya locura. Vaya cogote. En medio de mi temor envidio y enaltezco la bravura del cura. Seguro que es Dios quien le confiere valentía en cada acción de chupar el trozo del salvaje. Seguro Dios bendice cada acto. Yo creo que este castigo que ha caído sobre mí en plena boda se debe a que me negué a Dios, a que me negué al santo designio de mi padre que es el representante de Dios en la tierra, a que no amo ni amaré jamás a ese estúpido Eugenio Díaz Iraola y que jamás quise esa estúpida boda arreglada. Oh, mi Dios: castígame. Oh, mi Dios: sacrifícame. Soy pecadora, virgen, guarra, loca, obvia, lechuga, kikí, sonada, chiflada, campeona, yegua, inversa, bruja, gallinita, tramposa. Ahora son cinco los indios que rodean al sacerdote, y él va lamiéndoles de a tandas el garrote. Los que quedan fuera de turno, sin pereza, maniobran su propio miembro para hacer perdurar la firmeza. En determinado momento, y casi como si se tratara de un ballet, como si se tratara de un bidet, todos los indios comienzan a lanzar de sus aparatos un líquido blanco y viscoso de un modo alevoso sobre el rostro del cura. Qué locura. Una vez culminado el riego los indios se alejan. Uno grita una extraña palabra que suena como mukake
y otro indio lo calla de un saque. Miro al