Cristo, la llave: La centralidad de Cristo en el Antiguo Testamento
Por Chad Bird
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Cristo, la llave - Chad Bird
Prólogo
En hebreo, la palabra que significa «llave» (maftéakj) se forma a partir del verbo «abrir» (patakj). Por supuesto, esto tiene mucho sentido, ya que una llave está diseñada para ser algo que abre. Abre puertas. Incluso hablamos de la llave que abre el corazón de alguien. El propósito de una llave es entrar en un espacio que, de otro modo, permanecería cerrado para nosotros.
Este libro se titula Cristo, la llave porque su propósito es hacerte entrar en las habitaciones del Antiguo Testamento (AT). Abrir de par en par la puerta que conduce al Génesis. Entrar en la loca y salvaje sala de los Jueces. Examinar el mobiliario poético y los adornos musicales del libro de los Salmos. Sin embargo, también te espera una sorpresa. Las llaves comunes te permiten entrar en un lugar, pero las cosas que ves al interior no son la llave. Con el AT es diferente. La llave llamada Cristo no solo abre las puertas de cada habitación desde Génesis hasta Malaquías; cuando entras, lo que ves allí también es Cristo. Él es la llave y el contenido. De un modo u otro, cada relato, cada profeta, cada salmo, susurra su nombre y hace un guiño a su misión.
Este libro no pretende ser un estudio exhaustivo de Cristo en el AT. De hecho, es imposible escribir un libro —o una serie de libros— así. El tema es inagotable. Sería como intentar pesar las aguas del océano usando una balanza de baño y un balde de veinte litros. Más bien, estos ocho capítulos tienen la finalidad de alimentarte lo suficiente como para abrir tu apetito. Mi esperanza —es más: mi oración ferviente— es que este libro te anime a pasar el resto de tu vida diciéndole a cada parte del AT: «Muéstrame a Jesús».
El impulso para escribir este volumen surgió cuando impartí el curso «Christ in the Old Testament» [Cristo en el Antiguo Testamento] para 1517 Academy¹. Los capítulos siguen el mismo esquema básico de las clases, pero amplían el contenido considerablemente. Si te interesa tomar el curso, es un recurso gratuito para individuos, Iglesias y grupos de estudio. Para inscribirte y obtener más información, ve a https://1517-academy.thinkific.com/courses/christ-in-the-old-testament.
También puede interesarte el pódcast «40 Minutes in the Old Testament» [40 minutos en el Antiguo Testamento], que Daniel Emery Price y yo hemos copresentado por varios años. Empezamos en Génesis 1 y, habiendo avanzado capítulo por capítulo, ya estamos en 2 Reyes. En ese pódcast encontrarás cientos de horas de conversación sobre la variedad de formas en que Cristo aparece o es prefigurado por las vidas de los patriarcas y quienes siguieron.
Mientras lees, ten en cuenta los dos siguientes puntos:
1. A veces hago referencia a la Septuaginta. Se trata de la traducción griega de la Biblia hebrea. Puesto que una traducción siempre conlleva una interpretación, es útil para comprender cómo los judíos entendían algunas partes del AT entre más o menos los siglos I a. C. y I d. C. Y puesto que los autores del Nuevo Testamento (NT) citan la Septuaginta con frecuencia, es un vínculo importante entre los dos testamentos.
2. Cuando cito textos bíblicos, suelo destacar ciertas palabras griegas o hebreas escribiéndolas con letras de nuestro idioma. Casi sin excepción, estas transliteraciones son solo la raíz o el tema del griego o hebreo original, no son la forma gramatical completa. Suelo hacerlo para mostrar los vínculos entre los diversos pasajes. La forma simple de la raíz es la más eficaz para los lectores que no conocen las lenguas originales.
1. Hasta la fecha, los recursos mencionados en este prólogo solo están disponibles en inglés (N. del T.).
Capítulo 1
La Biblia en capas
Metida en el bolsillo trasero de mis bluyines pata de elefante llevaba el arma con la que aterrorizaba a los roedores y gorriones de los terrenos de mi infancia en los años setenta. Para fabricarla, mi abuelo, Lee Roy Bird —yo lo llamaba «Abuelito»—, había corrido el riesgo de encontrarse con serpientes de cascabel mientras buscaba la madera necesaria en los terrenos de mezquite cercanos a mi casa. Vivíamos en Jal, Nuevo México. Jal puede tener poca agua, hierba verde y belleza natural en general, pero de lo que sí puede presumir es de la abundancia de esos árboles achaparrados y llenos de espinas. Finalmente, tras una hora de búsqueda, mi abuelo encontró la rama bifurcada perfecta. Un poco de aserrado. Un poco de tallado. Un poco de lijado. Pronto, en mis juveniles manos tuve una honda equipada con dos anchas tiras de goma y una badana de cuero hecha con una vieja lengüeta de zapato.
Y así, extrañamente, comenzó mi carrera en la interpretación bíblica.
Criado como un bautista del sur que asistía a la iglesia y a la escuela dominical, di mis primeros pasos con las viejas historias en las que las arcas se convertían en zoológicos y los mares se partían por la mitad. Memoricé cada palabra del primer capítulo de la Biblia y, a petición de nuestro predicador, una mañana de domingo lo recité desde el púlpito. Daniel y el foso de los leones. La túnica multicolor de José. El vellón de Gedeón. Todas estas historias inolvidables formaron el catálogo de mi joven mente. Sin embargo, en mi opinión, el héroe más grande de todos era ese joven y audaz pastor que había enfrentado al filisteo incircunciso teniendo por única arma una honda y cinco piedras lisas. Todos los demás héroes y heroínas de las Escrituras eran estrellas, pero David era el que brillaba más. Y ahora, con una honda en la mano y los bolsillos repletos de guijarros, estaba listo para ser un acólito de su ilustre legado.
Pasarían muchos años antes de que aprendiera la palabra latina imitatio, pero, sin saberlo, ya me dedicaba a ello a un nivel elemental. Me dedicaba a imitar, a seguir un modelo, a copiar. Aspiraba a ser como mi héroe David. El relato de su juventud sería el modelo de la mía. Perfeccionaría mis habilidades. Agudizaría mi ingenio. Claro, quizás nunca me enfrentaría a un verdadero Goliat, pero los enemigos pueden manifestarse de múltiples formas. Y un niño nunca estará demasiado preparado para el campo de batalla que sea.
Mis maestros, sin duda con piadosa sinceridad, alentaron y cultivaron esta forma imitativa de pensar en las historias de la Biblia. La obediencia de Noé, la humildad de Moisés, la vida de oración de Daniel, la devoción de Rut; todos estos hombres y mujeres modelaban la vida de un verdadero y serio seguidor de Jesús. Pero, por otro lado, en el antiguo Israel no faltaron los pillos y los inútiles cuyas vidas mancharon este relato sagrado. El sanguinario Caín. El desagradecido Esaú. El testarudo Balaam. No seas como los malos, sino como los buenos: ese era el credo de la niñez. Aún tenía mucho camino por recorrer, pero al menos tenía la vista fija en un objetivo. Enganché mi carro a la estrella de David. Y en mi bolsillo trasero, llevaba la honda que, para mí, comprimía en un solo icono de madera mi hermenéutica —el enfoque con el que leía, interpretaba y aplicaba las antiguas historias de Israel—.
Cuarenta años más tarde, esa misma honda, envejecida por el tiempo, se encuentra ahora en una estantería a pocos metros de mí. Es uno de los recuerdos más preciados de mi juventud, y me recuerda a mi Abuelito, que lleva ya casi veinte años en la gloria con nuestro Señor.
Sin embargo, también la mantengo a la vista por otra razón, no necesariamente tan positiva, pero de vital importancia. Cada vez que mis ojos se encuentran con ella, recuerdo un cambio radical en mi enfoque de las Escrituras, cuando el credo de «ser como los buenos, no como los malos» acabó desechado en ese montón de basura denominado moralismo.
Como la mayoría de las cosas en la vida, este cambio en mi interpretación de las Escrituras fue el resultado de múltiples factores. Para empezar, crecí. Descubrí la oscura realidad de la humanidad caída. Me di cuenta de que, tal como las personas de hoy (incluido yo) no son buenas ni malas sino una mezcla, lo mismo sucedió con los héroes bíblicos de mi infancia. El que mató a Goliat se convirtió en el que asesinó a Urías. El obediente constructor del arca fue también el borracho y desnudo Noé. Y en cuanto a la devota Rut, ¿qué ocurrió exactamente en aquel campo durante su arriesgada cita nocturna con Booz? «Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia», dijo F. Scott Fitzgerald. Si leyéramos el Antiguo Testamento (AT) buscando modelos de conducta, todos podríamos acabar siendo polígamos borrachos y fratricidas que embarazan a sus nueras y construyen templos para el sacrificio de niños. No; un enfoque moralizante e imitativo de las historias de Israel es la fórmula del desastre interpretativo.
Otra razón por la que abandoné ese enfoque fue que, durante mis estudios de posgrado con rabinos y eruditos judíos, me dieron a conocer lo que se denomina «intertextualidad», o —como a veces la llamo— «la superposición de capas de las Escrituras». Es la idea de que, a medida que el Espíritu iba inspirando y poniendo por escrito cada vez más material bíblico, cada libro se basaba en lo que lo precedía. Y cada nueva capa interactuaba con las anteriores y las interpretaba. Por ejemplo, Éxodo no solo sigue a Génesis, sino que lo interpreta. Asimismo, Josué interpreta Deuteronomio, Isaías interpreta Jueces, y así sucesivamente hasta llegar al Nuevo Testamento (NT), que interpreta todo el AT. Existe, por lo tanto, una «intertextualidad», es decir, textos que interpretan textos. En lugar de leer la Escritura como si fuera una versión cristiana de las fábulas de Esopo, salpicada de buenos y malos ejemplos de conducta, empecé a leerla como una red de interconexiones en múltiples capas que van construyendo la Gran historia de las Escrituras. Ya hablaremos más de este tema dentro de algunas páginas.
La última y más importante razón por la que dejé de leer el AT como una especie de manual moral fue la siguiente: empecé a tomar en serio la insistencia del NT en que todo, desde Génesis hasta Malaquías, se trata, de algún modo, de Jesús el Mesías. Esta verdad se encuentra en los labios del propio Cristo. Por ejemplo, cuando Jesús caminó con los discípulos de Emaús el día en que resucitó, «Comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les explicó lo referente a Él en todas las Escrituras» (Lc 24:27). Más tarde, ese mismo día, les recordó a sus seguidores: «… era necesario que se cumpliera todo lo que sobre Mí está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos» (Lc 24:44). Al principio de su ministerio, dijo a sus detractores: «Ustedes examinan las Escrituras porque piensan tener en ellas la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testimonio de Mí! […] Porque si creyeran a Moisés, me creerían a Mí, porque de Mí escribió él. Pero si no creen sus escritos, ¿cómo creerán Mis palabras?» (Jn 5:39, 46-47). Seguir al Mesías implica seguir su forma de interpretar las Escrituras. Y a juzgar por sus palabras, las interpretó, en su totalidad, como un testimonio sobre sí mismo.
Sus discípulos también lo hicieron. Ya en el primer capítulo de Juan, Felipe le dijo a Natanael: «Hemos hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la ley, y también los profetas, a Jesús de Nazaret, el hijo de José» (1:45). En Hechos, Pedro declaró: «Dios ha cumplido así lo que anunció de antemano por boca de todos los profetas: que Su Cristo debía padecer» (3:18). Añade que «todos los profetas que han hablado desde Samuel y sus sucesores en adelante» anunciaron los días del Mesías (3:24). Pedro predicará más tarde que «De [Cristo] dan testimonio todos los profetas, de que por Su nombre, todo el que cree en Él recibe el perdón de los pecados» (10:43). Observa cómo Pedro insiste tres veces en que «todos los profetas» hablaron del Mesías y su advenimiento. No uno, ni algunos, ni la mayoría, sino todos. Pablo añadirá su propio signo de exclamación a las palabras de Pedro diciendo a los corintios que, «tantas como sean las promesas de Dios, en [Cristo] todas son sí» (2Co 1:20).
Por supuesto, Dios habló del Mesías «en muchas ocasiones y de muchas maneras» a su pueblo de antaño por medio de los profetas, como dice Hebreos (1:1). El discurso profético no era monótono, sino que su tono e intención variaban de un autor a otro. Lo que en Isaías 53 o el Salmo 22 es una referencia clara al Mesías, en los relatos sobre Sansón o en los dichos sapienciales de Proverbios está más latente. Sin embargo, ¡eso solo aumenta el gozo de la búsqueda; la emoción de la labor interpretativa! Como los arqueólogos, nos ensuciamos en estos antiguos sitios textuales, escarbando y tamizando los diversos niveles del discurso, la metáfora, la alusión, la prefiguración y los patrones para descubrir los artefactos que el Espíritu ha dejado para enseñarnos sobre el Hijo. Por ejemplo, recuerdo el momento, hace muchos años, en que me di cuenta de que Isaías, en una profecía sobre el Mesías (9:4), aludía a un detalle de Gedeón, en el libro de Jueces. Repentinamente, me sentí como los discípulos de Emaús, cuyo corazón ardía en su interior mientras Jesús les abría las Escrituras (Lc 24:32). Con el corazón en llamas, rastreé las conexiones entre Gedeón e Isaías y Jesús, saltando de un versículo a otro. Lo que antes me había parecido simplemente otra batalla sangrienta del oscuro libro de los Jueces, ahora brillaba con la gloriosa luz del evangelio. Cuanto más estudié, más se multiplicaron estas experiencias a lo largo de los años. Cada vez que vuelvo a un texto para meditar otra vez en él —cogiéndolo, volteándolo, sacudiéndolo—, deja caer una nueva joya cristológica. Lo que dijo Ben Bag-Bag, rabino del siglo I, acerca de la Torá, se aplica a todo el AT: «Dale vueltas y más vueltas, porque todo se encuentra allí».
Podría decirse, entonces, que si mi vieja y fiel honda fue el ícono de mi enfoque interpretativo cuando era más joven, fue sustituida por la imagen del pesebre¹. Acércate a él. Mira en su interior. Allí, acunado, está el Mesías. Allí descansa. Puede que no luzca como un Salvador poderoso, en esta cuna común y corriente, envuelto en pañales y durmiendo. Pero tu vista te engaña. Es él. En ese pesebre está el Logos por el cual toda la creación llegó a existir; el Mensajero del Padre, que guió a Israel por el desierto; la Gloria de Dios que llenó el tabernáculo; el Hijo del Hombre al que Daniel vio recibir un reino; el Sí a todas las promesas del Padre. Los rollos de la Torá, los Profetas y los Escritos son el pesebre que acuna a este mismo Ungido de Dios. Cuando hojeemos esas páginas, descubriremos muchas cosas —leyes, historia, lamentos, cantos, oraciones, profecías, proverbios, acertijos—, pero nos esforzaremos por descubrir cómo todas ellas conforman el pesebre del Mesías.
El Tanaj: ¿Cuál es la extensión exacta de la Biblia?
Hasta ahora hemos tocado dos o tres temas en los cuales sería bueno pasar un poco más de tiempo, sobre todo porque aparecerán repetidamente en los capítulos siguientes. El primero debería ser tan obvio que casi no requiriera explicación, pero, según mi experiencia, las verdades que más frecuentemente se ignoran son las que se tienen justo en frente.
Me refiero al hecho de que, para los primeros seguidores de Jesús, su Biblia era veintisiete libros más corta que la nuestra.
Imaginemos por un momento que es el año 40 d. C. Calígula es el emperador de Roma. El templo de Jerusalén sigue en pie, su altar humea y sus atrios están llenos de actividad. Tú y un pequeño grupo, todos seguidores del Camino, están en Jerusalén, pero no en los atrios del famoso santuario. Se han reunido en la casa de un amigo. Todos los hombres del grupo están circuncidados, y todas las mujeres han crecido practicando los ritos de purificación que siguen a su menstruación. Todos están en el árbol genealógico de Abraham, Isaac y Jacob. Sin embargo, lo que los une en comunidad no es su herencia ancestral, sino la confesión compartida de que otro judío, Jesús de Nazaret, es el Mesías —crucificado, resucitado y actualmente sentado a la diestra del poder en las alturas—. Comparten una comida. Cantan algunos salmos. Elevan oraciones hebreas tradicionales. Y hablan, debaten y reflexionan sobre las Escrituras.
Ahora, te pregunto: «¿Qué Escrituras?». Ciertamente no estarían tratando los puntos más finos de la expiación, la predestinación o la justificación según la epístola de Pablo a los Romanos. Tampoco estarían descifrando los salvajes sucesos ocurridos tras la apertura del sexto sello de Apocalipsis. Tampoco estudiarían la serie de parábolas de Mateo 13. Cualquiera de estas cosas sería bastante difícil, pues aún no había ningún pergamino entintado con estos evangelios, cartas y visiones. En otras palabras, no existía el NT. Sí, las historias y enseñanzas de Jesús se contaban y volvían a contar —y, sin duda, se estaban escribiendo, al menos en forma de notas—, pero aún no había nada que se pareciera a las Escrituras del NT.
Sin embargo, eso no supuso una gran diferencia. ¿Por qué? Porque ustedes ya tenían las Escrituras. Tenían (lo que llegó a conocerse como) el Tanak, una sigla formada por T=Torá, N=Nevi’im y K=Ketuvim. El Tanak (también escrito Tanaj) se basa en la tradicional triple división judía de lo que los cristianos llaman el AT. La Torá son los cinco libros de Moisés (Génesis-Deuteronomio). Los Nevi’im o Profetas comprenden no solo aquellos que solemos considerar escritos proféticos (p. ej., Isaías y Jeremías), sino también historias proféticas como Josué, Jueces, Samuel y Reyes. Y la tercera categoría, los Ketuvim o Escritos, está formada por todo lo demás; libros como Salmos, Proverbios, Job, etc.
Volviendo a nuestro pequeño grupo reunido en Jerusalén en el año 40 d. C., la Biblia de ustedes era ese Tanaj. No es que tuvieran pergaminos de cada uno de los libros, sino que los conocían bien. Se leían, estudiaban y predicaban en la sinagoga. Incluso es posible que alguno de ustedes haya tenido formación de escriba, por lo que seguramente los habría conocido como la palma de su mano.
Mi punto principal es este: cuando ustedes enseñaban sobre el Mesías, estudiaban sus promesas, o discutían su identidad y su obra dentro de un marco bíblico, lo hacían sin jamás abandonar el contenido del Tanaj. ¿Querían hablar de lo que significaba que fuera el Hijo de Dios? Reflexionaban sobre el Salmo 2 o Daniel 7, no sobre Colosenses 1 o Filipenses 2. ¿Tenían ganas de una profunda reflexión teológica sobre su sacerdocio? No leían Hebreos, sino Génesis 14, el Salmo 110 y Levítico 8-9. ¿Necesitaban mayor claridad sobre su muerte expiatoria? No abrían Romanos, sino que reflexionaban sobre Éxodo, Isaías y los Salmos, junto con una buena dosis de Levítico. En resumen, para hablar de Jesús, hablaban de la Biblia que él mismo leyó, citó, predicó, utilizó como base, aludió y cumplió: el Tanaj o AT.
Me he esforzado por subrayar este punto porque ciertos sectores de la Iglesia actual han olvidado, ignorado o restado importancia al hecho de que la Biblia de la Iglesia primitiva era exclusivamente el AT. Cada vez que el NT menciona «las Escrituras» se refiere al Tanaj, no a Mateo, Gálatas o Santiago. Podríamos decir entonces que, en un sentido estricto, la Biblia tiene treinta y nueve libros, a los cuales se añaden otros veintisiete que son predicación, interpretación y aplicación apostólica inspirada de las Escrituras. Digo «en sentido estricto» porque no, no estoy tratando de socavar la autoridad bíblica del NT. Más bien, estoy tratando de poner en negrita, en cursiva y subrayado el hecho de que el Tanaj ya posee —implícita o explícitamente— el contenido de la fe y la confesión cristianas².
Las semillas de la justificación por fe, las dos naturalezas de Cristo, la Trinidad, la elección, la escatología, el bautismo, la cena del Señor —el tema que quieras—, están todas sembradas en los jardines hebreos desde Génesis hasta Malaquías. De hecho, cuando Cristo nació, algunas de ellas ya estaban en plena floración. El problema ha sido que la mayoría de los cristianos prefieren deambular por los frecuentados senderos del pequeño jardín del NT antes que aventurarse por la extraña y salvaje fauna profética del Tanaj.
Confío, pues, en que logré explicar mi punto. Permíteme ahora tomar ese punto, sacar mi navaja y afilarlo un poco más.
¡A la Torá!
Si el NT es el comentario —inspirado y hecho Escritura— del AT, a partir de Josué leemos el comentario —inspirado y hecho Escritura— de la Torá. Podríamos considerar los cinco libros de Moisés como una minibiblia. O, para usar otra metáfora, tal como un enorme roble crece a partir de una sola bellota de modo que, en la semilla, ya está presente todo el árbol futuro, así también el resto de la Escritura estaba ya presente en la Torá, esperando crecer y florecer. Cuando Dios plantó la bellota de la Torá en el suelo de Israel, de ella crecieron el tronco, las ramas y las hojas de todo, desde Josué hasta el Apocalipsis.
Un tema común en la literatura rabínica de los primeros siglos es que, cuando Dios le dio a Moisés la Torá, en ella estaban implícitas todas las palabras que más tarde expresarían los profetas y los sabios. Éxodo Rabá, por ejemplo, dice: «Los profetas recibieron del Sinaí los mensajes que habían de profetizar a las generaciones siguientes». Luego añade: «No solo los profetas recibieron