Atrapar la huella antes que se desvanezca: Montañismo y psicoanálisis
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Con la humildad de los enamorados, Leibson nos habla de su pasión. «Si la montaña no va al analista, el analista va a la montaña», dice, pero no va a conquistarla sino a ser recibido por ella. Para contemplar el amanecer entre las nubes, respirando un aire fino, escaso de oxígeno y emocionarse ante la grandeza de las cumbres.
"En Atrapar la huella antes que se desvanezca, Leibson nos habla de lo efímero de la vida, pero también de las huellas que ha dejado su recorrido por las montañas y el psicoanálisis. Pocas cosas tan disímiles, sin embargo, Leibson logra entrelazarlas usando como puente su saber acerca del cuerpo, un tema que trabaja desde hace muchos años.
También nos dice que el recorrido ha sido largo y que, antes de que la fuerza para subir montañas y escribir libros se desvanezca, atrapemos el momento" (Carlos Chernov).
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Atrapar la huella antes que se desvanezca - Leonardo Leibson
Un viaje de ida
Hace unos años aparecieron anuncios que querían advertir acerca de los peligros del consumo de drogas y que sentenciaban: «la droga es un viaje de ida». Funcionaba, o pretendía funcionar, como una llamada para tratar de persuadir a los que habían sucumbido a sus influjos de que necesitaban ayuda para salir de eso. Para volver. Era una frase de alta connotación moralista; de hecho, surgió de uno de los varios movimientos religiosos que proponían un trueque pascaliano: dejar de apostar por la droga apostando por dios. Sabemos de muchos a quienes eso les permitió, al menos, salvar el pellejo, lo que no es poco. Muchos otros prefirieron una ida sin vuelta, lo cual también supone algún tipo de apuesta.
Un viaje de ida, obviamente, no tiene regreso, no tiene vuelta. Es sólo partir y viajar. Ya no se podrá regresar al lugar de donde arrancó la errancia (la familia, la patria, el síntoma, lo conocido).
En el viaje del análisis no hay vuelta, es un viaje de ida. Hay, sí, un punto de llegada. El cual, ya sea definitivo o transitorio —siempre es preferible este último, por obvias razones— no figura en ningún mapa. Tanto que a veces creemos que hemos llegado a un lugar y en verdad estamos en otro. El espacio no es lo que parece ni lo que creemos. Así le ocurrió a Colón, al pueblo judío, a Ulises, a tantos. El viaje es de ida y el punto de llegada es equívoco.
Pero lo que no engaña es la angustia de habernos desligado de algo.
En el diario de su análisis con Freud, Hilda Doolittle, o H.D., como le gustaba firmar, dice: «Viajamos lejos en el pensamiento, en la imaginación, en el reino del recuerdo»¹. Ese testimonio incluye tantos relatos de viajes como de sueños, y escribe un trayecto que marcó notablemente la vida de su autora. Por añadidura, nos hace compartir algo de su experiencia con «el Profesor», con la época, con intimidades que parecen minucias pero que no lo son.
El análisis es un viaje. Uno de los viajes que propone nuestra cultura. Nuestra porque es la que vivimos, la que construimos, la que desconocemos en su amplitud. Hablamos del tiempo que nos toca vivir y podemos creer que arrancó alrededor de 1850, o cuando la primera revolución industrial, o tal vez con la primera vuelta al mundo de Magallanes y Elcano. Me abstengo de consideraciones vagamente históricas y socioculturales, porque creo que nadie puede ser tan contemporáneo como para entender en qué época vive.
Pero en estos tiempos que vivimos, el análisis es ese viaje que algunos califican como interior. No hay valijas ni pasajes ni reservas de hoteles, no hay tours prepagos ni guías que describan las atracciones principales que se van a conocer; no hay mapas ni itinerarios. Sí disponemos de relatos de otros viajeros, pero estos no nos adelantan las características de nuestro camino. Es un viaje que, para cada cual y en cada momento, es ese. Uno, que podría haber sido muchos, pero termina siendo el que es.
Que no tenga vuelta es una cuestión que forma parte de la lógica y la ética del psicoanálisis. El análisis no propone volver al estatus previo al síntoma, no promete la restitutio ad integrum que nos devolvería la salud perdida. Por el contrario, la descarta de entrada, con razones contundentes. Una lógica, la otra fáctica: por una parte, sería lógicamente inútil querer volver al estado donde se generó el síntoma, algo del orden del sentido común; por otra, es fácticamente imposible volver allí… pero eso hay que descubrirlo en el análisis mismo.
Es un viaje de ida que no tiene vuelta, pero sí, necesariamente, un final. Necesariamente, porque si un «análisis» se vuelve interminable, algo del análisis no está ocurriendo.
¿Por qué ese final es impredecible?
Freud plantea con claridad que no se debe (porque no se puede) anticipar ni pautar ni prometer un momento datable para la terminación del tratamiento. Es notable que lo expresa, y con fundamentos muy sólidos, en el momento en que nos relata cómo hizo justamente eso que afirma que no se puede ni se debe hacer. Sabemos, y el propio Freud no se desentendió de eso, que tal accionar tuvo consecuencias nada felices para aquel paciente ruso que ya en vida fue nombrado como el «hombre de los lobos».
Lacan, en su retorcido retorno a Freud, lo reafirma: no se puede definir de antemano el final. No se puede pautar un alta, no hay criterios universales para decidir cuándo se da por concluido un análisis. Cuestión enigmática, también misteriosa. Que nos arroja a la pregunta acerca de cómo se puede dar por terminado un análisis, tanto en su anticipación como en su lectura a posteriori: qué indicios podemos tener de que debemos detenernos, hasta qué punto se puede establecer que allí hubo un final. Lo que va asociado a otra cuestión, que no se superpone, pero se entrecruza poderosamente: cómo, por qué, cuándo, un analizante —algunos de ellos al menos— dan el paso de ubicarse (también como) analistas. Lo cual no es equiparable a que alguien comience a «tomar pacientes», como se dice en nuestro medio. No, es cuando ese analizante se autoriza a sostener el lugar del analista. O, mejor aún, cuando algo le muestra que lo está haciendo. Que algo pasó de lado, que algo de un límite se franqueó, que está (aunque sea por momentos) en otro sitio.
A Lacan le inquietaba en especial esta cuestión, seguramente porque le interesaba que siguiera habiendo analistas; para lo cual se requiere un acto de transmisión que mueva, que haga que el viaje prosiga. Quizás por eso inventó un dispositivo extraño, condenado a naufragios varios, pero llamativamente potente por sus efectos, tanto los adversos (ad-versos: hacia los versos, tendencia al verso, sobre todo cuando es in-ad-vertido) como los di-versos (de donde lo di-vertido, lo diferente al puro verso).
Este dispositivo o artefacto al que denominó «pase» consiste en una combinación exótica de coreografía y escenografía que soporta una escena semi-pública, con efectos y resonancias en los distintos actores que allí participan. Este dispositivo-artefacto consta de un pasante (aquel que intentará dar cuenta de ese pasaje), dos pasadores (destinatarios del testimonio del pasante y encargados de transmitirlo a su vez), el jurado del pase que, a partir de esos testimonios indirectos, decidirá si se produce o no el acto de la nominación como «Analista de la Escuela» («AE») y, finalmente, el compromiso de quien resulta nominado a brindar su testimonio, pero no ahora indirectamente sino frente al público de la Escuela, o el público de analistas en general.
Que exista una Escuela de Psicoanálisis es lo que da marco y lugar de inscripción para este dispositivo-artefacto. Una Escuela que es, entre otras cosas, un lugar donde un conjunto de analistas conversa acerca de algo intransferible y que no pueden compartir. Pero que aun así lo intentan.
Este dispositivo-artefacto llamado «pase» fue pensado por Lacan en buena medida como un artificio de investigación que permitiera indagar lo más a fondo posible estas cuestiones: qué final tienen los análisis (ya en plural), qué se puede saber de eso, qué puede decantar como un sedimento de saber, qué consecuencias tendría esto para la práctica analítica en general. Pero más específicamente, qué hay de ese pasar de un lugar, el de analizante, a otro, el de analista. Y qué vincula a ese análisis con ese pasaje, el cual no deja de ser extraño por muchas y variadas razones.
La práctica del pase, a lo largo de los años, fue produciendo una serie de efectos, tanto en vida de Lacan como luego de su muerte. Efectos en diversas escuelas de psicoanálisis que decidieron hacer caso de esta propuesta (¿o apuesta?) después de la desaparición física de su mentor. Lo cual intensificó un aspecto no previsto inicialmente en el dispositivo (pero que se hizo notar tempranamente): las consecuencias que éste tiene en y para sus actores: el/la pasante, los/las pasadores, los/las miembros del jurado del pase, las comunidades de analistas que se nuclean alrededor del