Sala de espera
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Cuando el reloj marque las once, sus vidas cambiarán para siempre. Mariona, una joven médica de fuertes convicciones, espera angustiada el fallo de un mediático proceso judicial que enfrenta ciencia y religión con ella como principal acusada. Lucía, emprendedora de mediana edad, desengañada y de vuelta de casi todo, alberga la esperanza de convertir una misteriosa entrevista de trabajo en su última oportunidad para no perder todo lo que tiene.
A través de una prosa exquisita y trepidante, con ironía y cercanía, Iván de Cristóbal maneja intriga y empatía y nos lleva de la mano junto a sus dos protagonistas, tan auténticas y reales que querremos acompañarlas y sentiremos como nuestros todos sus tropiezos y los impactantes giros de guion que les aguardan en su camino, poblado de situaciones insólitas y personajes singulares, hasta un sorprendente desenlace.
Sala de espera combina suspense, actualidad y reflexión social para reformular las reglas del thriller hasta convertirlo en un fascinante dilema ético y regalarnos una historia de superación tan adictiva como inolvidable.
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Sala de espera - Iván de Cristóbal
PARTE 1
La espera
La sala de espera era luminosa
quizá demasiado sofocante.
Se deslizaba bajo una enorme ola negra,
después otra, después otra.
ELIZABETH BISHOP,
En la sala de espera
1
Faltan veinte minutos para las once de la mañana. Mariona mira el reloj colgado en la pared y sabe que estos serán los últimos veinte minutos de la vida que conoce.
Cuando den las once y la citen en el juzgado y se pronuncie el tribunal, el mundo que la rodea cambiará. Y cuando todo cambia, una también lo hace. Siente una frustración demasiado honda para una chica que acaba de cumplir los veinticuatro años y se sabe la única responsable de todo lo que le ha sucedido en los últimos meses. Tanto que tragar que empieza a importarle todo un bledo. Pero en realidad algo sí que le importa, porque no puede dejar de mirar el reloj de la pared. Ese viejo, feo y oxidado reloj de la sala de espera del juzgado de lo penal n.º 26 de Barcelona. Busca un espejo para ver su propio reflejo y así poder fustigarse con la patética imagen que le devuelva, pero en la sala de espera de apenas diez metros cuadrados no hay más que pared pintada de marrón ocre, cinco sillas de plástico gris y el maldito reloj colgado en lo alto de la pared. Un reloj esférico de manillas que preserva en su interior el cadáver disecado de una mosca que debió de haber quedado atrapada hace mucho tiempo. Mariona se siente como esa mosca: atrapada en una telaraña de acusaciones que empezó a tejerse en la planta de Urgencias del Hospital del Mar de Barcelona cuando era solo una médica residente de primer año. Pronto no será ni eso. Hoy, seis meses después, Mariona sigue atrapada. En una sala de espera.
Son las 10:41. Un minuto menos para conocer su destino, el veredicto de la vida que le espera, que será recitado por un desconocido con toga que dos horas más tarde ni se acordará de ella. Un minuto menos para comprobar de qué pasta está hecha.
* * *
Faltan veinte minutos para que den las once de la mañana. Lucía mira el reloj adherido en la pared y sabe que estos pueden ser los últimos veinte minutos de la vida que conoce.
Cuando ese cacharro digital que pretende ser una suerte de reloj moderno dé las once y comience la entrevista, si todo sale como espera y, por una maldita vez, los astros se alinean a su favor, todo cambiará. Y cuando todo cambia, una también lo hace. Y podrá volver a dormir, y podrá volver a respirar, y podrá volver a vivir como vive la gente normal, mirando hacia delante. No recuerda la última vez que se sintió segura en una entrevista de trabajo. Cuando superas los cincuenta, la experiencia acumulada se percibe como una enfermedad que hay que apartar y una se siente con la obligación de dar las gracias simplemente porque la reciban o de pedir perdón por querer seguir en activo. Ella no quiere seguir en activo, está demasiado cansada de pedalear, pero lo necesita. Hace una semana que se quedó sin dinero y en pocos días perderá la casa y la dignidad que le queda. Lucía lleva una veintena de entrevistas en menos de un mes y hoy, en la sala de espera, está más nerviosa de lo normal. Porque la entrevista que dará comienzo en pocos minutos es la última que tiene programada antes de convertirse en una sintecho. Y porque no tiene ni idea de cómo ni de por qué la han citado.
Son las 10:41. Un minuto menos para conocer su destino. Un minuto menos para descubrir qué hace aquí. Un minuto menos para comprobar (y demostrar) de qué pasta está hecha.
2
Las tres semanas que lleva Mariona como médica residente en el Hospital del Mar no se parecen en nada a St. Elsewhere, la serie que la empujó a estudiar Medicina. También ayudó, pero menos, la larga enfermedad de su padre, que acabó con su vida de forma prematura. Tras cinco años de carrera y casi dos para sacarse el MIR, empieza a dudar si tanto esfuerzo ha valido la pena. Si una serie de televisión y un cáncer en la familia constituyen material suficiente para forjar una vocación. Si salvar vidas es realmente lo suyo y, en caso afirmativo, ser médica es el mejor camino para conseguirlo. Pero ya está aquí; corriendo de un pasillo a otro persiguiendo a médicos adjuntos que se erigen como tutores sin voluntad ni preparación para ello, tomando notas que se extravían en los bolsillos de su bata, cambiando vendas y bolsas de suero. Hoy está de especial mal humor. Ayer se topó con la muerte por primera vez y, aunque andaba avisada, el encuentro no fue agradable. Confiaba en que un médico, aun siendo residente, es inmune a la pérdida y en que el difunto ya era un anciano, pero entrar en la habitación para medir las constantes de quien se ha marchado sin despedirse la dejó tocada toda la tarde y sin pegar ojo la noche entera. «El dolor se cura», la consuela un adjunto. «¿Qué se cura antes, el dolor o la empatía?», le pregunta ella.
Mariona escucha el tictac del reloj de pared de la sala de espera y recuerda que también estaba mirando su reloj de pulsera cuando el Desastre llamó a su puerta. Cuando su vida dio un vuelco y el cielo le cayó encima. Cuando las puertas de Urgencias se abrieron de par en par y la fatalidad entró sin avisar. El tictac del reloj se hace más audible, más molesto. Casi insoportable. ¿Es el reloj lo que retumba en su cerebro o ese martilleo es producto de su imaginación? Ojalá hubiera alguien en la sala con ella que pudiera confirmar lo que sospecha, que está perdiendo la cabeza…
* * *
«¿Cuál sería la mejor película sobre relojes de la historia?», se pregunta Lucía en la sala de espera. Y, como siempre que está nerviosa, trata de hacer un ranking mental. «Recurso escapista de cinéfila empedernida», se excusa para sentirse menos infantil. Medita si debería incluir películas sobre relojes o sobre el tiempo en general. «¿Sobre el transcurso del tiempo o sobre viajes en el tiempo?» Finalmente decide seleccionar aquellos relatos en los que un reloj tiene un cierto protagonismo en la trama, de esta manera el ejercicio será más complicado y podrá dejar de pensar en la entrevista. Pero no se le ocurre ninguna película sobre relojes, o las que le vienen a la cabeza son muy malas. Han pasado tres minutos e In Time es la única película que Lucía tiene en su lista mental. Menuda decepción.
Se toma un descanso para echar un vistazo a la sala de espera. Paredes de cristal traslúcido, dos butacas estilo Philippe Starck y una pantalla gigante integrada en la pared. Todo muy bien puesto, muy orgánico, como dicen ahora, pero tan frío y aséptico como el resto del edificio de cuarenta y cinco plantas, el más alto de la ciudad. Le viene a la mente una frase del arquitecto y diseñador Mies van der Rohe, que decía que es más difícil diseñar una silla que un rascacielos, y la frase le recuerda todas las sandeces que le coló su expareja, César, antes de darse cuenta de lo canalla que era. Durante mucho tiempo pensó en él como la única causa de su penosa situación, pero hoy sabe que la única responsable es ella misma.
La pantalla escupe una sucesión de gráficos, cifras y mensajes en inglés. Todo muy corporativo, todo muy verde, todo buenas noticias en el maravilloso mundo de la empresa TechLab. Y le viene a la mente otro mensaje, pero este de WhatsApp. El que recibió de César hace dos años y que decía: «Si caminas solo, irás más rápido; si caminas acompañado, llegarás más lejos. Juntos somos imparables. Te quiero». Ella guarda ese mensaje como prueba de cuán estúpida puede una llegar a ser cuando está necesitada de amor. Ahora está sola y arruinada. Bueno, sola no, porque cada día recibe llamadas del banco, de una agencia de morosos y de media decena de proveedores enfurecidos.
Lo que está, además de sola, es arruinada y, sobre todo, cansada. Cansada de no poder coger el teléfono sin antes buscar en Google el titular del número entrante. De no poder tener nada, ni una mísera cuenta de ahorros a su nombre. De sentirse la única responsable civil —administradora única, lo llaman— de tanto esfuerzo convertido en deudas.
De no poder ver ninguna salida mientras esa pantalla de no-sé-cuántas-pulgadas escupe cifras en positivo.
3
—Un médico. ¡Ya!
Dos técnicos de emergencias sanitarias entran en la sala de Urgencias, donde Mariona hace guardia esta noche; empujan una camilla con una mujer joven que se retuerce de dolor. Uno de los sanitarios, de media estatura, algo rollizo y con un bigote poblado, trata de sujetarla para que no se caiga de la camilla, mientras el otro, más alto y fuerte, reclama ayuda con una voz sorprendentemente grave a la única enfermera del mostrador de recepción. Lo primero que le llama la atención a Mariona es la abultada barriga de la chica. «Está a punto de salir de cuentas, si no lo ha hecho ya.» Lo segundo es que el vestido de la chica está manchado de sangre por la zona de la entrepierna. Y lo tercero es lo joven que parece. No le echa más de veinticinco.
—¿Eres doctora? —pregunta el más corpulento, y Mariona tiene que hacer un esfuerzo para recordar que un residente, aunque sea de primer año, ya es médico. Además, es la única doctora en la sala, es la noche de San Juan y el resto de adjuntos están de puente o tratando de reconstruir dedos amputados con olor a pólvora.
Mariona se acerca a los sanitarios, se identifica como la doctora responsable en ese momento, mira alrededor y les indica el box que está libre para que trasladen a la chica, cosa que hacen de inmediato.
—La dejamos a tu cargo y nos largamos cagando leches. Tenemos tres avisos más. Cada verbena que pasa, más gilipollas perdiendo manos.
—Perfecto —contesta Mariona—, pero antes cuéntame qué le pasa.
—Coño, lo que ves: hemorragia severa. Lleva así hora y media.
—¿De cuánto estás? —le pregunta Mariona a la paciente, muy menuda, calcula que medirá metro sesenta, de grandes ojos negros y facciones dulces.
—De treinta y dos semanas —le contesta entre gemidos—. Es un niño. Por favor, que no se muera. Por favor, ayúdame.
—No te preocupes, todo irá bien.
«No te preocupes.» Mariona duda si un médico puede hacer promesas que no sabe si podrá cumplir. Lo poco que conoce sobre cómo tranquilizar a un paciente es lo que ha aprendido viendo St. Elsewhere, porque en los seis años de universidad nadie le dio clases de relaciones interpersonales y, si como residente esa lección está al caer, todavía no le ha llegado.
—¿Cómo te llamas?
—Eva.
—¿Y tu hijo?
—Escuche, doctora —interrumpe el sanitario del bigote—. Al recoger a la chica, su madre nos ha dado este documento para que se lo entreguemos al médico que la fuera a tratar.
Mariona mira el documento esperando que contenga información médica relevante para el diagnóstico y tratamiento. El encabezado reza «Testamento vital». Lee en diagonal y no encuentra más que jerga jurídica, o así lo interpreta, en cualquier caso nada de utilidad que la ayude a salvar a la chica, a su bebé, o a los dos.
—¿Dónde está su madre ahora? —pregunta Mariona a los sanitarios.
—En casa de la chica, atiborrada de calmantes. A la vieja le ha dado un parraque guapo —le explica el del bigote, mostrando un elevado dominio del vocabulario coloquial.
—Ataque de ansiedad —aclara el más corpulento.
—¿Y el padre? —pregunta Mariona.
—En viaje de negocios. Por el momento, ilocalizable. La madre de la chica nos ha dicho que el marido es el interlocutor legal y en el documento que te he pasado hay varios números de teléfono, igual puedes intentar llamarlo más tarde. Me ha pedido que comencemos por el que pone «empresa». Que ellos sabrán encontrarlo.
Mariona revisa una vez más el documento, lee palabras como «motivos religiosos», «instrucciones y criterios personales» o «voluntades anticipadas» y pierde el interés. Tiene problemas más urgentes que atender, como salvar la vida de una madre y su hijo nonato. Reclama a gritos la atención de dos enfermeras que llevan rato mirando la escena como quien está en la terraza de un bar, mientras guarda el documento en el bolsillo derecho de su bata. El puto documento que cambiaría su vida y le dio un coñazo terrible leer.
* * *
Lucía observa divertida los gestos sobreactuados del gestor de la sucursal de su banco y la destreza en pasar cada página del contrato que ha preparado para firmar.
—Le ruego que lo lea con atención y, si todo es conforme, firme al pie de todas las hojas; el dinero del préstamo será ingresado en su cuenta de inmediato.
No recuerda haber experimentado nunca animadversión por los bancos, ni tan siquiera cuando lo de la crisis financiera de 2008. Entiende su utilidad: hacer que el dinero circule, que esté siempre disponible; y ella, o mejor dicho, su proyecto, necesita dinero contante y sonante. Tampoco desconfía de los banqueros, como no desconfía de (casi) nadie. ¿Por qué iba a hacerlo? Ellos saben más que ella, han estudiado Económicas y muchos incluso un máster, así que si le recomiendan un seguro de vida, un producto financiero o un préstamo personal como el que va a firmar en unos segundos, pues acepta lo que le digan y firma donde la cruz.
Y hoy hay muchas cruces.
Alguna tan pesada como la que llevó a la muerte a Nuestro Señor Jesucristo. Pero eso Lucía no lo sabe, no todavía. Si hubiera leído bien cada cláusula del contrato que tiene delante o, al menos, hubiera prestado algo de interés a lo que le explicaban, hubiera esperado y solicitado una segunda opinión. Pero Lucía confía en la gente. Y en los banqueros a los que, en contra del saber popular, también considera gente.
Y, sobre todo, confía en César —su socio, su compañero, su amante—, que la observa con impaciencia sentado justo a su lado.
César coge la mano izquierda de Lucía con suavidad y ejerce esa presión justa que imprime cariño e inyecta confianza. La startup que habían fundado los dos estaba en ese momento crucial que todo emprendedor reconoce como el «gran punto de inflexión». «Crecer o morir.» Se habían agotado los fondos