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El verano que nos queda
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El verano que nos queda
Libro electrónico518 páginas7 horas

El verano que nos queda

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Giulia y Cristi se conocen de niñas en la década de 1990, durante los veranos que pasan en un pequeño pueblo de la región de Las Marcas. Giulia, decidida y racional, queda fascinada por Cristi, frágil y salvaje, que le inspira algo más impactante y ardiente que la amistad. Cristi también se siente atraída por Giulia, pero sus ojos buscan constantemente a Mattia, un muchacho que parece entender su naturaleza libre de una forma más profunda.
Tras una serie de veranos salpicados de celos y juegos junto al río, los tres, llegados al umbral de la adolescencia, se separan. Diez años después, Giulia y Cristi se reencuentran en Bolonia y estalla el amor que nunca olvidaron. Pero, de nuevo para perturbar su equilibrio, Mattia reaparece. Desde ese momento, sus apasionadas vidas quedarán unidas para siempre.
Cristi, que sabe hacerse querer por Giulia desesperadamente y a su vez ama sin reglas, sigue siendo el vértice irresistible del triángulo. Una historia de amor absoluto que no entiende de géneros, soporta el abandono y al final, cuando arde, deja una ceniza especial de la que el amor solo puede renacer.
IdiomaEspañol
EditorialDos Bigotes
Fecha de lanzamiento6 jul 2023
ISBN9788412653557
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    El verano que nos queda - Giulia Baldelli

    Prólogo

    Llevo dos horas esperándote y ya sé que no vendrás. Tengo frío. Nadie sabe que estoy aquí, sola, sentada sobre una piedra helada. En el claro del bosque, tan solo la luz pálida de la noche. En el centro, una poza cubierta por la condensación. Las cañas murmuran en el agua, entre las hojas, pero el bosque de alrededor permanece inmóvil, solidario con la oscuridad.

    Las noches se han vuelto peligrosas incluso en el pequeño pueblo de nuestros veranos de hace tantos años. El bosque es una madriguera de vagabundos e indigentes, más imprevisibles que los animales salvajes. No les tengo miedo. Y aunque fuera una locura estar esperándote a los sesenta años en la oscuridad entre los árboles, sé que es el único lugar donde podré hablarte.

    En el bolso tengo el teléfono, apagado. Monedas, pocas. Papeles, muchos, demasiados. Los leí hace tiempo y me los sé de memoria. Palabras largas y complicadas como me gustan a mí, como te molestan a ti. Frases densas para decir que tengo la sangre enferma y que me quedan tres meses. Esto sí me da miedo. ¿Qué se hace, doctor, cuando te queda tan poco tiempo? Se intenta alargar los días, reducir el dolor. Sí, pero yo, doctor, yo, ¿qué puedo hacer? Me ha sonreído y apretado la mano con delicadeza: «Señora, intente arreglar las cosas».

    Tu nombre me ha subido hasta los labios. Lo he mandado hacia abajo. Ella, he susurrado, y el médico, claramente, no ha entendido nada.

    Soy abogada, sé lo que se hace en estos casos. Legados, seguros, testamentos. Del hospital he ido corriendo al bufete, he mandado fuera a la secretaria y me he pasado el resto de la mañana leyendo mi expediente personal; después, me he mirado en el espejo. Qué hago aquí, me he preguntado. Todo el dinero, las cuentas, las propiedades, todo está arreglado. Solo hay una cosa que tengo que organizar y, para hacerlo, no necesito ni cartas ni firmas.

    Entonces, he vuelto a casa. He metido ropa elegante en la maleta y le he explicado a Pierluigi que tenía un compromiso de trabajo fuera de la ciudad. Me ha creído. De los mareos, de la consulta, no sospecha nada y la idea de un amante, después de treinta años de matrimonio, ni se le pasa por la cabeza.

    Con Arianna ha sido más difícil. Papá qué dice de este viaje, me ha preguntado perpleja. He intentado sonreír. Tiene un miedo visceral a los abandonos. Cuando llegue el momento, aunque ya es una mujer, sufrirá sin remedio. Y ya no estará mi mano para darle ánimos como cuando era una niña, para decirle que confíe, que yo me quedo contigo sin importar lo que ocurra. Ante su rostro de preocupación, me he tragado las lágrimas. Un par de días y vuelvo, le he dicho.

    En la consigna de la estación he dejado la maleta llena de ropa inútil. En la niebla, el cartel de Bolonia Central casi había desaparecido. Dos horas de tren, un taxi hasta el pueblo, después a pie, por las calles más tortuosas en subida hasta la ciudad vieja.

    He evitado la casa donde crecí; de todas formas, está cerrada desde hace años y mi albaricoquero ya no está en el jardín. Ante la casa de Ida, tu abuela, he agachado la cabeza. De esta forma, no he visto ni siquiera las hileras de cipreses donde conocimos a Mattia. La he vuelto a levantar solo al llegar a la torre del reloj. Desde allí arriba, he buscado la línea negra del río de nuestros juegos. Aún está, como grabada en piedra por los golpes de luz de la luna.

    También al río le he dicho: vuelvo. Después, me he adentrado en el bosque. He atajado entre los arbustos y cuando he llegado al claro, frente a la poza donde de pequeña te mojabas el pelo sin mí, he pronunciado tu nombre. No lo hacía desde hacía años y la voz se me ha roto. Cristi, he repetido más fuerte. Me han respondido el murmullo de las cañas, el crujido de la tierra y quizá un pájaro nocturno. Tú, no. Entonces me he sentado y he entendido que mi espera no había terminado.

    Sé lo que me dirías si estuvieras aquí. Ya soy una experta en tus ausencias y rápida en intuir tus pensamientos. Me dirías que sería mejor que llamara a Pierluigi, que corriera a su lado y al de Arianna, antes de estar aquí sentada en el frío de la noche. Me dirías que ya lo sabes todo.

    No es así, Cristi, te equivocas. Tengo una conversación pendiente contigo, está dentro de mí desde los tiempos de las mañanas sin escuela, desde las noches en la universidad abrazadas en el piso alquilado. Podría decir que se trata de una confesión, pero no sería la palabra adecuada.

    A ti nunca te interesaron las definiciones; a mí, sí. No puedo evitarlo, son mi único camino para la supervivencia. Y lo que te tengo que decir no es ni una confesión ni una admisión. Es solo la verdad, la mía. Esa que he callado desde que un día de junio de hace cincuenta años, en una vieja casa cerca de este bosque, te entregaron a mí. La verdad que no existirá hasta que tú, con tu singular modo de sentir, no te decidas a sacarla del silencio.

    Y puesto que sé que esta noche y en las pocas que me quedan tú nunca llegarás, lo haré a mi manera. Hablaré al límite de la oscuridad, me arrodillaré sobre la tierra más oscura rogándole que recoja nuestra historia y, cuando termine, le pediré a las cañas mojadas que diseminen mis palabras por el bosque. Por las calles del pueblo, por el fondo del agua, por el cielo. Para que lleguen hasta ti, Cristi, dondequiera que estés.

    Primera parte

    1991-1994

    1

    La primera vez que veo a Cristi estamos en la cocina de su abuela Ida. Es verano, y no puede ser de otra manera, ya que durante muchos años nos veremos solamente durante los meses de calor. Estamos en penumbra, la examino y, por instinto, busco diferencias. A los diez años, en un pueblo pequeño, es fácil saber lo que no se es. Lo que no se tiene. Además, la niña, lo veo enseguida, no se parece en nada a mí. Es delgada, tiene una mata de pelo rubio hasta los hombros y parece taciturna.

    ―Hola ―farfullo―. Me llamo Giulia.

    No responde. Se está comiendo un melocotón, con la mano libre me hace una especie de saludo.

    Yo no como fruta con hueso. Y ella, en realidad, no se parece a nadie, pienso mientras respondo con el mismo gesto y miro a mi madre con mala cara. Pero ella me da la espalda y se apresura a hablar con Ida.

    ―No es ningún problema para Giulia ―repite.

    ―¿Estáis seguras? ―insiste Ida.

    Mi madre está segura, yo no. Y debería ser yo la que responda puesto que seré yo la que este verano deberá ayudar a la niña más pequeña. Echarle una mano a Cristi, dijo mi madre anoche. Un ojo a Cristi, mi padre. Yo gruñí. Ojo. Mano. Quién sabe si hay otra parte de mí que también tendré que darle a la niña de Bolonia.

    Ida nos enseña una cesta llena de huevos frescos y de pan recién salido del horno.

    ―Lo que haga falta ―suspira mi madre. Después, le hace un gesto a la mujer para que la siga a otra habitación. Abro bien las orejas, las escucho susurrar. Cuchichean sobre las prisas de Lilli, la madre de Cristi, por irse otra vez. Del terrible expediente escolar de la niña. De una fotografía que Ida se ha visto obligada a poner en la mesilla de noche al lado de la cama.

    ―Si fuera por mí la tiraría a la chimenea ―dice Ida.

    La respuesta de mi madre, a pesar de mis esfuerzos, no consigo escucharla.

    Mientras tanto, Cristi se ha terminado el melocotón y se ha guardado el hueso en el bolsillo. La miro con desagrado y ella ni siquiera se da cuenta. Ida y mi madre siguen hablando, se explayan sobre la delgadez de la niña, sobre sus ojeras moradas. Sobre mis brazos regordetes y mi cara redonda no dicen nada.

    Miro a mi alrededor impaciente. Nunca había estado en aquella casa. El enlucido de las paredes está agrietado, solo hay dos sillas en la mesa, una verde y una blanca.

    En el fregadero se puede vislumbrar un conejo despellejado. Doy algunos pasos hacia la pila. Cristi también se mueve. Pasos ligeros. La noto a mi lado, tan alta casi como yo. Observamos durante un momento a la bestia amoratada, después nos miramos. Debo de tener una cara de terror, como la describirá Cristi años después, porque ella se acerca aún más y me coloca los dedos en el hombro. Un roce delicado. Me llega un olor muy agradable, no es el del pan caliente y no parece haber salido de un frasquito. Debe de ser su piel.

    Que la piel pueda tener su propio olor, su identidad, es lo primero que aprendo de Cristi. Estoy a punto de sonreírle, pero ella lo hace antes que yo y solo en ese instante me doy cuenta de que, a pesar de la camiseta descolorida, del pelo enredado y de los omóplatos marcados, es guapísima.

    En ese momento solo deseo irme. Cerrar a mi espalda la puerta sin barniz de Ida y caer enferma con una fiebre muy alta que me impida cuidar de la pequeña.

    ―¡Mamá! ―grito.

    Cristi levanta los dedos de golpe. Mi madre vuelve a la cocina y me fulmina con una mirada.

    ―Ahora tenemos que irnos ―dice acariciando a la niña, que permanece impasible.

    Por el contrario, yo suspiro aliviada. Tregua. No tengo que seguir a la niña a la habitación, que, además, es la de su abuela, y no tengo que fingir que me interesan sus juguetes, si es que tiene.

    Ida nos acompaña al patio, con la luz me quedo impresionada por la trama de arrugas y el gris apagado de sus cabellos. Permanecemos en silencio, dos vencejos cantan insistentemente con un chillido agudo sobre el techo de la vieja casa. Cuando se calman mi madre decide hablar:

    ―Todo irá bien ―dice, después le aprieta las manos a la vieja y finalmente nos ponemos en camino.

    La abuela de Cristi vive en la punta del pueblo, en la ciudad vieja, un puñado de casas que están en pie de milagro en torno a la torre del reloj. Mientras bajamos la escalinata hacia nuestra casa, mi madre se detiene.

    ―Lo hacemos por Ida, es una buena mujer ―me dice.

    Asiento.

    ―Y por la niña ―añade.

    ¿Por Lilli no hacemos nada?, querría preguntarle. Pero le pongo freno a mi lengua. Mi madre no se mueve, me mira fijamente. Siempre intuyo lo que se espera de mí. Y ahora tengo que manifestar mi interés por la abuela y la nieta, de lo contrario, no se moverá ni un milímetro.

    ―¿Necesitan nuestra ayuda? ―le pregunto con aire de gravedad.

    ―Sí, mucha ―suspira mi madre.

    No me sorprende. En la punta derruida del pueblo solo se han quedado a vivir familias raras. Durante el invierno, mi madre, junto a otras señoras, les llevan ropa aún en buen estado. A veces, en la oscuridad, también alguna caja de comida. No son familias extrañas, tienen problemas, me explicó una vez mi padre.

    ―¿Ida y Cristi tienen problemas? ―insisto para conseguir que se mueva.

    Por fin, mi madre da un paso.

    ―Muchos ―responde.

    Cuáles, querría preguntarle, pero me arriesgaría a que se quedara parada allí hasta muy entrada la noche. Y, además, de Ida ya sé lo que se dice en el pueblo. Sé que es viuda. Que tiene poco dinero y el corazón débil desde que su hija Lilli dio a luz a los dieciocho años. Y desde hace unos minutos sé con seguridad que tiene una nieta extraña.

    ―Jugarás, pero intentarás no perder de vista a la niña, ayudarla si se siente sola.

    No respondo.

    ―Una especie de hermana ―continúa mi madre.

    Es la primera vez que siento la palabra hermana salir de sus labios y me parece que su rostro está rojo.

    ―¿Todo el día?

    ―Solo por la mañana.

    El tono exigente de mi madre es el mismo de cuando quiere que la siga a misa. No tengo opción, prometo que lo haré.

    ―Lo sabía ―me dice más tranquila.

    ―¿Y la fotografía? ―susurro rápidamente―. ¿Qué es esa historia de quemar una fotografía en la chimenea en junio?

    Pero mi madre ya ha empezado a caminar. Delante de la iglesia de Santa Lucía se hace la señal de la cruz, yo intento subirme al muro. Ten cuidado, me dice, y me da la mano. Saltar, trepar, correr no son mi fuerte. Con poca confianza, me pongo de puntillas. Desde allí puedo ver mi casa. Mi padre está en el huerto, está apoyando la escalera sobre el albaricoquero.

    ―¡Papá! ―grito. Él bracea para saludarme―. Ya vamos.

    Adoro a mi padre. Conduce camiones durante días enteros y nunca se enfada. Adoro mi casa. Tiene paredes lisas, dos baños, un jardín grande sin hierbajos ni columpios oxidados. Es la última casa del pueblo antes de la ciudad vieja y, a pesar de que mi madre con su manía de las buenas notas y de ayudar a los demás a veces es realmente pesada, es la única casa del pueblo con una familia normal.

    2

    Durante cuatro años seguidos, Lilli, en verano, deja a Cristi en el pueblo. Baja del taxi en plena noche gritando el nombre de Ida, mientras Elmo, el único taxista del lugar, lleva un macuto rasgado y a la niña, tan delgada que da miedo, dentro de la vieja casa. Siempre es Ida la que abraza a Lilli, nunca ocurre lo contrario. Lo que le susurra mientras la agarra, Elmo no lo logra entender porque la voz de Lilli hace mucho ruido. Vocifera a todo volumen sobre la escuela y las malas notas. Sobre el dinero que le falta y sobre las cosas importantes que no puede hacer con Cristi siempre alrededor. Y en cuanto Ida sacude la cabeza, Lilli se calla, da media vuelta sobre sus tacones y le dice al taxista que parta enseguida en dirección a la estación de los autocares de línea. Sin ni siquiera despedirse de la pequeña, jura el taxista en el bar de la avenida, y quien conoce a la hija de Ida sabe que está diciendo la verdad.

    El primer verano que Lilli deja a Cristi y escapa, la niña solo tiene siete años, tres menos que yo. Ha terminado primero de primaria y ha visto a Ida el día de su nacimiento y una Navidad en la cafetería de la estación de Bolonia. Los vecinos nunca las escuchan hablar, pero, le aseguran a mi madre, tampoco discutir. Ella, al igual que yo, siente una curiosidad infinita.

    Conmigo Cristi es prácticamente muda y todo lo que en los días anteriores a su llegada sé de ella, se lo debo a alguna explicación de mi padre y a la capacidad desmesurada que tengo de espiar las conversaciones de mi madre.

    ―Ida no es la persona adecuada para tener a la niña ―murmura nuestra vecina una tarde.

    ―Claro que lo es ―responde mi madre molesta.

    ―¿Alguien que vive en una chabola y como trabajo da de comer a los presos?

    Permanezco a la escucha. Normalmente mi madre se horroriza ante la visión de la vieja cárcel a la orilla del río. Por el contrario:

    ―Se dice cocinera y es un trabajo como cualquier otro ―contesta con tranquilidad.

    ―Además, sabes que es prácticamente analfabeta ―sigue la otra.

    Pero mi madre aquella tarde y las tardes siguientes no cambia de idea. Para ella, Ida es una buena mujer, una panacea para Cristi. Aunque esté enferma del corazón, aunque no sepa ni leer ni escribir. Es más, es una bendición, se empeña mi madre, porque no ha escuchado los arrebatos de Lilli cuando descarga del taxi hija y macuto.

    ―¿Qué son los arrebatos de Lilli? ―le pregunto a mi padre una tarde que nos quedamos a solas. Él sonríe y me explica que Lilli está preocupada por las malas notas de Cristi. Lo miro perpleja. También mi madre espera siempre notas altas de mí, por eso, pienso, tiene razón Lilli. Mi padre me entiende al vuelo, sonríe de nuevo. Digamos que se preocupa solo de eso, me explica. Sin embargo, Ida no piensa en la escuela, eso lo intuyo hasta yo. Ella solo piensa en lo delgada que está la nieta. En los círculos morados en torno a sus ojos, grises o verdes según su estado de ánimo. Y, así, trabaja todas las mañanas para comprarle carne fresca y va para arriba y para abajo por las colinas del campo para encontrar las hierbas que le quiten las ojeras.

    Las semanas después del primer encuentro con Cristi discurren como entumecidas. Todas las mañanas, Ida deja a la niña con mi madre, que prepara el desayuno para las dos. Yo farfullo un saludo a Cristi, doy un beso a mi madre y la miro salir toda maquillada y bien vestida para ir al trabajo. Mi padre, por el contrario, aquel verano está muy a menudo fuera durante semanas enteras, por eso, por la mañana, Cristi y yo nos quedamos completamente a solas. Ella bebe un sorbo de leche, toca a duras penas el pan con mermelada y yo peleo conmigo misma para no terminarme su porción. Después, vemos un poco la televisión en el salón. De vez en cuando me sorprendo observándola mientras está con las piernas cruzadas sobre la alfombra. La espalda recta, los pies puntiagudos, la mirada nunca sobre la pantalla. Entonces me pongo nerviosa, apago la televisión y la obligo a peinarse. O a ayudarme a recoger la mesa. Ella murmura siempre que sí y obedece al instante. Está acostumbrada a no protestar, a seguir órdenes. Ahora salimos, le digo todas las mañanas a las diez en punto, y a paso rápido alcanzo a mis amigas que están delante de la iglesia. Ella me sigue sin rechistar.

    Cristi es la pequeña del grupo y la más guapa. Y si sobre su edad y su ropa cuchicheamos en voz baja, sobre su belleza no decimos ni una palabra. La vemos y eso es suficiente para no soportarla. Así, aprovechamos su silencio y la mantenemos a distancia. Ella, por su parte, nunca se queja, siempre saluda a todas y después se sienta con sus largas y pálidas piernas a mirarnos jugar. Yo solo vigilo que no se quite la gorra, una visera de béisbol horrible. Mi madre me lo ha repetido miles de veces: «No tiene tu piel, no resiste el sol». Es leche, cuchichean mis amigas. A mí me recuerda más a la luna, esa dibujada en el manual escolar o la que cuando está llena arroja luz blanca sobre todo el pueblo. Pero me cuido bien de no decirlo.

    En el bochorno estival me concentro en el Monopoly, en los habituales juegos con tizas y, si alguna se ríe ruidosamente de Cristi, que se levanta y se sienta constantemente, yo finjo que no lo oigo. Si ella lo oye o no, no es mi problema. Me han pedido que la vigile y es lo que hago, me repito todos los días para acallar mi conciencia. No es suficiente, sé que podría hacer más y en aquel mes de junio estoy inquieta, ardo por llevar de vuelta a Cristi a casa de su abuela a la hora de comer. Ida nos suele esperar en el patio, sobre el hornillo de gas chisporrotea siempre comida apetitosa. Pero yo rechazo todas las invitaciones a comer y por la tarde no subo nunca a saludar a la niña.

    Espero a que mi madre vuelva a casa, después busco a Genny, la jefa de la banda, la más dura de todas mis amigas. Somos las mejores de la clase y normalmente charlamos sobre la escuela. Sin embargo, aquellos días hablamos solo de Cristi. Ella desahoga su curiosidad y yo aireo todo lo que sé.

    Le describo la casa de Ida, las paredes agrietadas, el baño que parece un sótano, el depósito para la ducha colgado en el patio. ¿Es verdad que Cristi solo tiene un par de pantalones? Sí, su abuela se los lava todas las tardes.

    De Ida, que busca en el bosque los remedios para Cristi, que le sonríe con dulzura y que trabaja como una loca solo para ella, no digo ni una palabra. A veces, por la noche, cuando estoy a punto de cerrar los ojos, me arrepiento. Me prometo una y otra vez mandar a Genny a la mierda. Sin embargo, a la primera ocasión caigo otra vez. Hago de espía. Cuando pasa el cartero, Ida firma con una x, llego a decir con una maldad que me hace temblar la voz.

    Un domingo por la mañana mi padre entra silbando alegremente en mi habitación. Abre las persianas, se sienta en la cama.

    ―¿Sabes qué día es hoy?

    ―No ―mascullo.

    ―Dos de julio.

    ―La fiesta en el río ―farfullo adormilada―. ¿Vamos juntos?

    ―Me voy dentro de poco ―me responde con dulzura. Hace una pausa―. He pensado que tú y tus amigas podríais llevaros también a Cristi.

    ―Es domingo, papá ―protesto. Es mi día libre sin la forastera, como la llamamos las más benévolas; sin la muda, como dicen las más malas.

    ―Piénsalo ―me dice solamente.

    Y no sé con exactitud en qué debo pensar o quizá me ablando cuando me despido de mi padre, que estará fuera diez días; sea lo que sea, soy yo la que le pide a mi madre que añada dos bocadillos para Cristi.

    ―Es muy amable por tu parte ―me dice antes de empezar con una retahíla de consejos. No te bañes después de comer, no te alejes con tus amigas, no te acerques al agua. Y no la pierdas de vista―: Seguramente ni siquiera sabe nadar.

    ―¿Por qué ni siquiera? ―le pregunto enseguida.

    ―Oh ―resopla mi madre―, date prisa o se os hará tarde.

    Seguramente no sabe nadar, pienso subiendo las escaleras de la ciudad vieja. Y quién sabe qué más no sabe hacer. El sol pica la piel, tengo los brazos negros. Para mí significa pecas y más pecas. En el pecho, en las piernas y, después, en la cara, infinitas pecas. Tengo envidia de la piel de Cristi, que huele bien y no coge color. Se enrojece, después se vuelve clara. Pero quizá no aguante el frío del agua del río. ¿He decidido invitar a la niña de Bolonia al río para ver cómo se ahoga? No, eso no, me digo estremeciéndome.

    Pensaré a menudo, con los años, en aquella invitación y cada vez me convenceré de una versión diferente. Paso a recogerla porque me da pena. Porque quiero quedar bien con mi padre, porque quiero que su piel se vuelva fea y azul en el agua helada. Cada vez que voy con la memoria al día del cambio, al día del inicio, cada explicación es verdadera, ninguna es suficiente para describir todo lo que vino después.

    A Cristi, aquel domingo, ante la palabra «río» se le saltan los ojos. Ve, le dice Ida con una sonrisa. No la amenaza ni le da sermones, no me ruega que le impida saltar. Mientras la niña se prepara en la habitación, la abuela me da las gracias con profusión y me carga de jamón y de pepinillos.

    Cuando Cristi vuelve a la cocina, veo enseguida el bañador debajo de la camiseta blanca. Por un momento, me maldigo. Me veo cogiéndola de la mano en las pozas más profundas, llamando a alguien para que me ayude a llevarla hasta la orilla. Debería preguntarle enseguida si sabe nadar y, si responde que no, prohibirle que se meta. Sin embargo, me despido de su abuela y bajo a toda velocidad la escalinata hacia el pueblo. Cristi mantiene el ritmo.

    ―¿Has empezado los deberes? ―le pregunto.

    Sacude la cabeza, mirada al suelo. Sigo cómo sus ojos se dirigen al asfalto, en aquel momento están grises.

    ―¿Prefieres hacerlos en el último momento? ―insisto.

    Cristi se encoge de hombros. El gesto me molesta, no soporto más sus respuestas mudas. Estoy furiosa y estoy a punto de dar una patada a una piedra, pero es ella la que lo hace primero golpeando el lateral de un coche aparcado.

    ―¡Cuidado, podrías haber roto la ventanilla! ―grito.

    ―Perdona.

    Miro la abolladura en la puerta, echo un vistazo alrededor. Desierto.

    ―Chiflada ―susurro con los dientes apretados y empiezo a correr. No me doy la vuelta, pero siento el murmullo ligero de Cristi y sé que me está siguiendo con la cabeza agachada.

    Cuando llegamos al río, aminoro. La banda del pueblo ya está tocando, las orillas están abarrotadas. Cristi tropieza, encaja un par de codazos. Entonces, tiro de ella de un brazo y avanzamos y retrocedemos hasta que encontramos a mis amigas. Están impacientes por irse al agua.

    ―Nosotras nos vamos a nadar ―le explico a Cristi―. Prométeme que te quedarás aquí.

    Ni siquiera espero a que responda, durante este mes nunca se ha alejado. No tengo ningún motivo para dudar de ella. Busco un escollo liso, una poza no muy profunda, me tapo la nariz y me lanzo. Con los pies toco enseguida el fondo, saco la cabeza. Sé nadar, pero no me consideraría una sirena, aunque me gustaría mucho serlo.

    Mis amigas prefieren donde no cubre y pasamos el rato salpicándonos. Aquella tarde nos quedamos más tiempo de lo habitual, quizá porque me divierte pensar que la niña espera. En cierto momento, siento que ya es demasiado, a fin de cuentas, ella está conmigo. Una tarea es un deber, es el lema de mi madre, y propongo la retirada.

    ―No, quedémonos ―se quejan las otras. Pero yo no cedo―. Tengo frío, salgamos.

    ―Si tienes tanta prisa por tu amiga, no vale la pena ―susurra Genny.

    No tengo tiempo para rebatir que no es mi amiga porque la otra ya me está señalando un punto. Un puntito dorado en el cauce encrespado del río. Lejos de los chicos, de los escollos altos, de la confusión y también de la orilla. No pienso en lo peor ni en pedir ayuda. Aunque debería, no advierto ningún peligro. Hay una niña de siete años, de carne y hueso, en la corriente, viene de la ciudad, pero es una con el agua de nuestro río.

    Con la inconsciencia de mis diez años, me limito a mirar a un señor que se lanza para traerla de vuelta, los sigo mientras nadan codo con codo. Cuando consigo moverme, me acerco a ella en la orilla.

    No jadea, no está enrojecida, ni siquiera azul. Debería darle con jabón. Quizá, si realmente fuera una especie de hermana, como ha dicho mi madre, también estaría autorizada a darle una bofetada. Sin embargo, miro sus piernas, que gotean sobre la hierba, no me entretengo y le digo:

    ―Si te gusta el río, de ahora en adelante vendremos.

    3

    Le gusta nadar. Como andar por los caminos menos conocidos de la parte de arriba del pueblo. Como colgarse de las higueras, con más seguridad que las hojas enganchadas a las ramas más ligeras. Como descubrir frutas en los huertos abandonados, hacer agujeros en el barro y correr sobre los puentes de madera tambaleantes.

    Después del episodio del río, sigo llevándola conmigo a todas partes. Desayuno, televisión y, después, fuera. Hablamos poco, pero algo ha cambiado. Cada mañana me invento mil excusas con tal de convencer a las demás para ir al río o al campo y Cristi ya no se queda sentada esperándome. Se quita los zapatos, se balancea agarrada a las ramas, se llena los bolsillos de fruta que después se come sin lavarla. Yo la sigo constantemente con el rabillo del ojo. A las Cuatro en Raya pierdo, al Monopoly me aburro. Mi diario, que leo ante las demás, languidece, porque el verdadero secreto es que no puedo dejar de mirar a Cristi mientras curiosea y elige las ramas más robustas de la higuera para tumbarse, o mientras mete los pies del color de la leche donde el río está más frío. Una mañana tras otra, el círculo que dibuja a mi alrededor con sus diversiones solitarias se amplía y yo, con la excusa de comprobar si lleva la gorra, si se hace daño, si tiene sed, acabo dentro de él.

    A veces intento resistirme, la llamo desde lejos, me hago la indiferente; sin embargo, sus carreras por la orilla o sus escaladas a muros incandescentes siempre obtienen la mirada de una espectadora. De una guarda. De una admiradora. Incluso hoy, después de cincuenta años, no sabría decir qué era, qué quería ser para ella.

    Solo sé que, en aquellos días de nuestro primer verano juntas, Cristi salta descalza y yo la sigo. Lucha contra las zarzas de mora y yo ruego por que no se arañe demasiado. Me sonríe y yo alzo la mano para saludarla. Las demás observan, lanzan miradas siniestras, patalean. Sé lo que están pensando, en el fondo, yo soy como ellas. ¿Qué es todo ese movimiento sin sentido? La niña no es una de nosotras, es una forastera mal vestida, un desecho que yo también debería ignorar.

    Pero las mañanas de verano pasan y yo no consigo echar el freno. La tensión sube, los murmullos retumban a mis espaldas. El bochorno de agosto cumple su papel, sudamos mucho, berrinches y discusiones se desatan por una nimiedad. Por ahora nadie nombra a Cristi, pero siento la desaprobación general mientras ella, y esto me deja pasmada, es la primera en responder que todo está bien cuando Ida nos pregunta cómo va todo.

    Pero una mañana llega el pretexto. Estamos en el río, el cielo está insoportable con su carga de humedad y el agua está densa como la creta. La idea es refrescarse con un baño, solo uno, le digo en voz baja a Cristi. En plan, no te pongas a nadar, de lo contrario estas hoy nos abandonan. Y además te arriesgas a ahogarte. Ella asiente y levanta un dedo. Uno, confirmo yo, pero no me quedo tranquila. Dejo que se suba a un escollo vertiginoso, mientras las otras y yo elegimos uno más bajo. Cuando saco la cabeza fuera del agua, Cristi ya está lejos braceando entre los residuos y las pequeñas olas marrones.

    ―¡Vuelve aquí! ―le grito―. Tenemos prisa. ―Y, además, vale que los remolinos no le den miedo, pero en agosto el agua está llena de tierra y ella pesará más o menos veinte kilos―. ¡Cristi! ―grito más fuerte.

    ―¡Mi camiseta! ―grita ella ondeando a contracorriente un trapo blanco.

    Me giro hacia las demás. Todas están con la cabeza agachada. No ha sido una broma graciosa, mascullo, y para no ver el efecto de mi reproche en sus caras me lanzo hacia donde está Cristi, que acaba de llegar a la orilla. Tiene los hombros salpicados de arena, palitos y hojas enredados en el pelo, cualquiera estaría ridículo. Ella no, me sorprendo pensando molesta. Agarro la camiseta y la estrujo. Vámonos, le digo tajante. Ella asiente, parece un poco cansada, para nada enfadada. En aquel momento solo tengo ganas de estar en casa. Quiero estar pegada al teléfono y esperar la llamada de mi padre. Porque necesito entender si es normal querer mandar a todas mis amigas de siempre a la mierda, si es normal que una niña tres años más pequeña que yo se haya convertido de repente en lo único sensato para mí.

    Me dirijo a casa lentamente, Cristi viene detrás de mí, después de una decena de pasos siento que también las demás nos siguen para volver a sus casas. Tengo el rostro en llamas y la respiración jadeante. Estoy segura de que Genny tiene sus ojos puestos en mí.

    ―¿Va todo bien? ―le pregunto a Cristi intentando permanecer neutra.

    ―Sí ―me responde en voz baja.

    Estoy cansada, me balanceo, querría dar un empujón a la miserable que ha tirado la camiseta de Cristi al barro del río y querría que Bolonia o quien fuera en su lugar se llevara a la niña.

    Ante el ayuntamiento, Genny me da un codazo.

    ―Dile a la salvaje que se ponga la camiseta.

    Me doy la vuelta. Cristi está caminando con el pecho al descubierto por la avenida principal.

    ―Está empapada, no puede ―balbuceo.

    ―Siempre la defiendes.

    ―Sí, es así ―se unen las demás.

    ―Me la han encasquetado, qué debería hacer ―replico.

    Ante esas palabras Cristi emboca una callejuela lateral.

    ―Se ha escapado ―digo entre dientes.

    ―Como si nos importara ―me desafía Genny.

    Yo no respondo a la provocación, estoy ocupada preguntándome si la niña sabe cómo volver a casa de su abuela. Solo tengo diez años, pero ya he entendido que Ida, con su casa sin ducha, es la única en el mundo que la espera.

    ―Todos saben de quién es hija ―se ríen las demás.

    Genny las amenaza para que se callen y me dirige una mirada gélida.

    ―La verdad es que tú nos estás dejando de lado por una que es medio tonta.

    La verdad verdadera es que desde que he conocido a Cristi las reglas del grupo me aburren. Es más, me molestan.

    ―Me voy a casa ―digo con un hilo de voz.

    Ninguna de ellas me detiene, entonces me alejo y en cuanto sé que ya no pueden verme empiezo a correr.

    Subo con el corazón en la garganta las escaleras hacia la ciudad vieja. La casa de su abuela está aún en pie, pienso con alivio. La puerta está entreabierta, cojo aliento y empujo. Ida está sentada en la cocina.

    ―Está en la habitación ―susurra, y yo, cabizbaja, voy a su cuarto.

    Cristi está tumbada en la cama. Tiene las plantas de los pies negras y riachuelos de barro entre los pelos rubios de los muslos. Está durmiendo en ropa interior, panza arriba, con las piernas ligeramente separadas. Sobre la mesilla hay una maceta de flores, sobre la otra, la fotografía de un hombre. La fotografía que Ida quemaría. La sujeto entre las manos, la observo. Parece que alguien haya pegado los ojos de Cristi sobre una cara con bigote que produce tristeza con solo mirarla.

    Me inclino sobre ella. Soy yo, susurro, y ella, como yo esperaba, no se mueve. Nunca hemos estado tan cerca. Con la punta de la nariz le acaricio la mejilla porque quiero estar segura y lo estoy al instante. No son suficientes el agua pesada de agosto, los residuos, la pequeña maldad de quien se siente amenazado, ni mi estúpida indecisión para eliminar de la piel de Cristi el perfume de Cristi.

    4

    Por la tarde evito a Genny. Lo hago con desenvoltura, como si la broma de la camiseta nunca hubiera ocurrido.

    ―Me gustaría quedarme contigo, pero tengo algo que hacer ―le digo sonriendo.

    ―¿El qué? ―me pregunta con cautela.

    ―Recojo ofrendas para los pobres.

    Es una media mentira, porque sí es verdad que voy de casa en casa a pedir monedas con las parroquianas, pero es falso que lo haga para los pobres.

    Lo hago porque ya ardo en deseos de conocer la historia de Cristi. Y entre las mujeres pías de la iglesia hay una, Licia, que del pueblo lo sabe todo. Y no solo eso, también le gusta hablar.

    Ante la iglesia nos dividimos en parejas. Mi madre distribuye las cestas de las ofrendas. Con un poco de astucia consigo alejarme de ella, me agarro del brazo de Licia y ya no la suelto. Frena la lengua, pienso, si quieres llegar a Lilli, tienes que jugar bien tus cartas. Entonces me muevo con cautela, me ofrezco para llevar la ofrenda, le cuento a Licia sobre mi escuela, sobre cuánto me gusta el catecismo. Y si alguien me da alguna moneda solo a mí, la

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