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No con un estallido
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Libro electrónico235 páginas4 horas

No con un estallido

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"De tanto vivir en las afueras al final son las afueras las que habitan en una". Esto es lo que piensa Carla, la protagonista de la novela. Hace tiempo que ha dejado atrás el barrio, pero lo que no puede dejar atrás es una sutil sensación de incomodidad, de no pertenencia, de exclusión. Sin retrato social ni costumbrismo de periferia, No con un estallido narra la experiencia desarraigada de Carla, la forma en la que su desclasamiento la enfrenta de nuevo al origen. Carla va del rechazo al barrio a la culpa por renegar de él, del deseo de distinción a la vergüenza de someterse al gusto de una clase dominante. A partir de la historia de Carla, la novela entrelaza historias y temporalidades, desde los años 60 hasta el 2017. Se van sumando situaciones y voces, porque el narrador lo registra todo: la intimidad de un personaje, el discurso de un político, publicidad, noticias, canciones. Se asiste así a las complejas dinámicas de la estructura global, una estructura que se desplaza y confirma, de la que parece imposible salir. Pero a veces hay brechas, desestabilizaciones, esperanzas. Siete décadas de la sociedad española desde el contraste entre un barrio y el centro de Barcelona.
IdiomaEspañol
EditorialDe conatus
Fecha de lanzamiento17 may 2023
ISBN9788417375898
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    No con un estallido - Patricia Capdevilla

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    no con un estallido

    Patricia Capdevila

    Colección ¿Qué nos contamos hoy?

    Título:

    No con un estallido

    De esta edición:

    © De Conatus Publicaciones S.L.

    Casado del Alisal, 10

    28014 Madrid

    www.deconatus.com

    Copyright © Patricia Capdevila

    @patriciacapdevila

    Primera edición: Mayo 2023

    Diseño: Álvaro Reyero Pita

    ISBN: epub 978-84-17375-89-8

    Todos los derechos reservados.

    Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

    La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

    [email protected]

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    Faltan dos paradas y ya le arde el dinero en el tejano. El chico se ha subido en el metro hace un buen rato, en la primera estación de la línea o en la última, más bien, porque hoy también le ha parecido que su barrio tiene algo de estación ferroviaria muerta, de óxido y grafiteada, con matorrales creciendo junto a las vías: un destino definitivo del que nada parte.

    Pero ahora lo que le importa es llegar. Le molesta la luz clínica del vagón y el color blanco de las paredes, muy nave perdida hace milenios en la galaxia; el parpadeo de la luz roja que indica dónde está, esa línea con todas las paradas, como la que indica la temperatura en el termómetro: cada estación, un ascenso del mercurio; los empujones de la gente cuando entra o sale, y eso que no es hora punta, y la absurda sensación de que ese hombre con gabardina y maletín sabe lo que trama. Vuelve a comprobar que los billetes siguen ahí, en su bolsillo.

    Le suda la mano y siente la viscosidad metálica de la barra a la que se ha agarrado. Quizás sea como tocar la piel resbaladiza de una serpiente muerta. O viva. Y cambia de mano y de barra, porque ha escuchado en alguna ocasión a su abuela decir que hay cosas que se contagian por esa barra, y es la primera vez que le parece posible: bacterias fluorescentes sobre un fondo verdeazulado, si mirara por un microscopio, como peces alucinógenos flotando entre rarezas submarinas. Es ella quien le ha dado el dinero, esta mañana, antes de ir a clase, su abuela. Por su cumpleaños, así que el dinero es suyo, así que puede gastarlo en lo que quiera, así que no está tan mal que se haya saltado unas cuantas clases y haya pillado el metro sin decir nada a nadie para comprarse la consola. Así que ya puede seguir mirándolo el hombre de la gabardina, administrador o detective —quizás exhibicionista—, la mujer con flequillo que tiene el aire oficinesco de una Susan Sarandon con hombreras y hasta esos tíos raros con alfileres, chupas y chinchetas que parecen salidos de una serie inglesa sobre colgados que se llaman Nil. Faltan dos paradas y podrá salir de esa cápsula e imagina, con onomatopeya de metralleta galáctica, cómo se cargaría a un par de Soldados Imperiales, si se los encontrara al salir del vagón. No están, está la gente. Así los ve: una masa cumplidora y desquiciada que espera en el subsuelo un salvador.

    Recorre pasillos y querría subir las escaleras mecánicas de dos en dos, bien rápido, con la agilidad de un policía urgido que ya se lleva la mano a la cartuchera, pero hay mucha gente, gente por todas partes, gente con mirada de coronel, de algo que llama al orden y recela de ti; sí, hasta esa mujer con aspecto de limpiadora que no lleva guantes ni fregona, pero parece que sí, que los lleve siempre con ella, de tan limpiadora que parece, como la señora que friega en el bloque su escalera, tiene una mirada torcida de autoridad y sospecha. Pasa por ese rodillo metálico que siempre le hace pensar que entra en un parque de atracciones, pero no. Más escaleras mecánicas y ya puede ver la luz. Sale.

    Un niño ha lanzado con cierta virulencia comida a las palomas y se han asustado. En ese momento, cuando empieza a ver los árboles de Plaza Catalunya, hay un estallido de alas como pólvora que surge de una copa especialmente iluminada: parece que va a haber una anunciación.

    Entonces escucha ese ruido.

    Tambores, megafonía, voces acompasadas en cánticos letánicos, una sirena repentina que parece venir del fondo del mar, como una llamada de delfín, y palmas. La gente, más gente, está concentrada en la carretera que rodea Plaza Catalunya. Llevan pancartas, las caras pintadas, largas sábanas con letras de colores. Ve una enorme figura negra, tan alta casi como el Gulliver que unas Navidades construyó El Corte Inglés en sus puertas, rodeado de liliputienses, que tanto le gustó a su hermana, tan cursi siempre. Pues sí, ahí está ese Gulliver que tiene dibujado sobre el fondo negro un esqueleto bien blanco, como un disfraz de Halloween, pero este gigante-esqueleto-muerte lleva un cartel que le cuelga del pecho en el que puede leerse: Capitalismo. Y hay gente que lleva sobre sus cabezas una bola del mundo de papel maché, una bola perfecta y planetaria que va de mano en mano. Y ve también un tipo vestido de Groucho Marx, con su cara-careta de nariz grande, gafas y bigote y el puro y sus andares y toda su comicidad pingüina, que lanza billetes al aire y son falsos, porque él ha podido comprobarlo: fotocopias, lástima, piensa.

    Y ve una pareja que se besa y no les ve las caras, pero sí los pelos, largos y rubios, como quemados por el sol, en tiras apelmazadas decoradas con anillos. No se sabe quién es él y quién es ella, y el beso es tan largo que al final las melenas pueden parecer un rostro de animal creado por George Lucas. Y hay chicas de belleza élfica que llevan cascabeles y pantalones bombachos de rayas y camisetas sin sujetador que selváticamente dejan intuir unos pezones mínimos y morenos que botan cuando cantan sus proclamas: Abajo el capital. Sí, le gusta la manifestación. Y sin darse cuenta está dentro, en el mismo meollo de la cosa, entre tambores de convocación y bailes de peña con pintas de salir de una rulot y pasos, porque todos caminan y avanzan y lo arrastran. Ahora quiere salir de ahí. Se ha acabado la fiesta, piensa, tiene que hacer lo que ha venido a hacer. Siente la vibración de las palabras metalizadas que lanza el altavoz y ese como oleaje que crean los cuerpos cuando saltan. Empieza a faltarle el aire y se cabrea. Da un empujón al tipo que tiene delante. Se gira. Tiene pintas de empollón, de empollón de ciencias. Seguro que es biólogo marino y está muy comprometido con las ballenas y se ha ido al puto culo del mundo con chubasquero de Capitán Pescanova para salvarlas. Eh, no hace falta empujar, dice el biólogo. Memo, piensa el chico, pero se calla. Y trata de empujar hacia el otro lado. Ahora va contracorriente. La gente camina hacia él. Ha visto ese primer plano en alguna película: un bloque de manifestantes que avanza. ¿O en un documental de hippies o de estudiantes de derecho o de chicas masculinas algo cabreadas? Y mira hacia el cielo y ve un helicóptero y, por si acaso, saluda. Si están grabando, tal vez salga en el telediario.

    Luego ya consigue salir de la manifestación. Desde lejos, aun escucha la resonancia persistente de la muchedumbre que se alza, un rumor marabúntico. Por fin, piensa. Y se va a El Corte Inglés. La señorita que lo atiende, María Soledad, según la plaquita que cuelga de su pecho izquierdo, parecía hasta su llegada algo aburrida. Miraba, con las gafas clavadas en la punta de la nariz, las páginas de una libreta con desgana. Buenas, dice el chico. Y María Soledad alza la vista y dice: En qué puedo ayudarlo. En el tono agudo de su voz hay algo de la inocencia erótica de esa Bomby que veía en televisión. Sí, parece que se excita la chica con cada palabra que pronuncia, aunque ella debe ser ajena al erotismo bobo de su voz, porque actúa con la concentrada seriedad de una dispuesta cumplidora. Por aquí, le dice al chico, que ve, mientras camina tras los pasos breves de María Soledad, las cajas de Tente: esa estación en Marte era su favorita. También de Playmobil. Los mejores, el séptimo de caballería, con ese fuerte tan real que construyó con su padre una noche de Reyes. Y se pone ñoño y piensa que el pasado para él son unas cajas amontonadas en la sección de juguetería. Ya no soy ningún niño, concluye. Y llegan.

    Ahora le espera un mundo nuevo. Y ahí está, ante él. Abierto y magnífico. Las cajas tienen el brillo plástico del celofán y ya piensa en rasgarlo, en escuchar ese crujido iniciático que destila el olor genuino de un estreno. Aquí la tienes, dice María Soledad. Y ella le hace entrega de la caja. Y parece que le entrega toda la galaxia. La caja tiene una sobriedad negra y enigmática. Adulta, se dice el chico. Porque la consola, negra, que puede verse en cada lado de la caja, tiene líneas simples de coche deportivo, algo de un morro de Batmóvil. Piensa en las horas que ha pasado en su cuarto tramando batallas interestelares con muñecos impropios y escenarios irreales: el flexo del escritorio como un eclipse, una nevada de poliespán, un traje lunar con arrugas de papel de plata. Ya estaba bien de tanta cosa cutre, cutre como una zapatilla haciendo de nave. ¿Entonces?, pregunta María Soledad. Sí, sí, la compro. Ahora el espacio tendrá una profundidad real, piensa. Las naves dejarán un rastro verde y eléctrico, y ve una negrura alumbrada y recuerda que vio una vez en La 2 algo sobre la aurora boreal. Venga por aquí, pase por caja. Y María Soledad sonríe, aunque le parece ver en ella cierto recelo: nunca causó buena impresión un chaval con demasiado dinero. En caja, se lo da. Y parece que María Soledad no recela, por su inocencia extrema o por las ganas de vender, y dice: Aquí tiene su ticket. Y él recuerda aquel eslogan: si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero. Pero él piensa quedar muy satisfecho. Coge la caja y deja atrás a María Soledad, que vuelve a las cuentas, control de mercancías o meros garabatos de hastío que dibuja con aire concentrado en su libreta.

    La muchedumbre sigue allí. Escandalosa y festiva, sigue lanzando billetes al viento. Muerte al capital, lee. Y el chico piensa que si cuando dicen capital quieren decir dinero no sabe por qué lo dan por muerto. Tampoco entiende esa animadversión, esa iracundia. Exagerados, piensa. Y sucios. Sí, esa pandilla con turbantes tiene suciedad comunal, una vocación de ropas rozadas y epidermis costrácicas, de colchón meado en el rellano. Se nota que no suelen encontrarse uno en cualquier esquina: los muelles ya retorcidos, espirales de alambre junto a un container, un esqueleto oxidado de animal imposible, de animal que nace, muere y habita en el hueco de los arrabales. A veces algún vecino abandona, junto a un colchón destrozado, un jarrón de cerámica con flores irreales de todo a cien, y entonces la esquina parece la tumba rara en la que un loco rezará a los desechos.

    Vuelve al metro, ahora ya con la bolsa entre los pies, más tranquilo, menos intimidado por ese anonimato turbio de los rostros del vagón, que parecen ajenos a él. Y a todo, piensa. Y se le pasa por la cabeza la recurrente idea de que nadie en ese vagón es humano, de que todos son máquinas antropomórficas y verosímiles, con detalles rigurosos de piel cansada: pliegues, ojeras, un color de papel antiguo, una leve gota de sudor que recorre la coronilla, pelos minúsculos en barbillas, orejas, pecas. Sí, máquinas a punto de quedarse sin batería o tal vez buscando, en esa oscuridad oceánica del túnel, con destellos repentinos de soldador, algo parecido a un instante remoto de verdadera intensidad humana.

    El vagón se va quedando vacío. Ahí queda esa chica con pendientes de perlas y pintas de cursar con buenos resultados Administración en F.P.; la señora inofensiva que mira una revista y parece que vaya en zapatillas, que esté en el salón de su casa o en la peluquería, indiferente, como si tuviera la cabeza dentro de ese secador que le hace pensar en una lámpara desfasada, y, al final, en la esquina del vagón, un chico que quiere resultar intimidante con las Martens, pero tiene un rostro lánguido, aniñado y aviar, un rostro de segundón, de alguien que se esconde, cuando hay problemas, detrás del tipo duro al que suele reírle las gracias con una risa de ave afónica. Así que la cosa está despejada. Y pone un pie sobre el asiento de enfrente.

    Cuando sale, percibe el cambio: el barrio tiene una luz de metal gastado. Piensa que sus padres no habrán llegado todavía del trabajo. Hay un resto de sol sobre los bloques. Le va a caer una bronca. Pero eso ahora es lo de menos: quería su consola y la quería hoy, hoy que por fin ha reunido todo el dinero, él solo. No hay nadie por la calle. Una paloma busca migajas en la zona de petanca. Y piensa que los bloques tienen un color sucio de ala de paloma o del charco en el que se limpia la paloma, un color sin nombre y degradado. Tiene que cruzar un par de bloques más y llegará al suyo. El aire pasa entre las cadenas de los columpios: alguien quiso convertir un descampado en parque infantil y le ha quedado la cosa un poco triste, tétrica como el rostro rayado con boli de una muñeca. Ahora tiene que atravesar esa zona llena de coches. Traza su camino evitando los que no le gustan. Evita un Volkswagen Passat: giro a la derecha; un Renault Cinco: giro a la izquierda; un Seat Panda: de nuevo a la derecha. Y se los encuentra. Ve cuatro espaldas juntas, como cuando en rugby hace una melé. ¿Lo entiendes ahora? A ver si aprendes a tener la boca bien cerrada, gilipollas. Pero debajo no hay una pelota, es un tío, un tío recibiendo patadas y puños. Da un paso atrás. Dale, dale bien fuerte, joder, que se entere. Otro paso atrás. Eh, tú, qué haces ahí. Mira quién nos está espiando. Y las espaldas se ponen rectas y ve los rostros, rostros con sudor y ansia de violencia. Se le acerca el que lleva la cabeza rapada y le pone la mano sobre el hombro. Siente el peso del nomeolvides. Josemaría, todo junto, puede leer, en letras inclinadas sobre la placa plateada, mate como el cielo del suburbio, y ve un ramaje azul de venas en el brazo. ¿Te gusta mirar? El chico no contesta. Los otros se ríen. El cuerpo sigue en el suelo, apenas se mueve. Mierdas, que sois unos mierdas, unos mierdas con las dentaduras dañadas y los huevos apretados en los tejanos, quiere decirles, pero no, claro. Dejad al chico en paz, escucha. Y aparece otro. Lo reconoce, es su vecino. Ey, Sergio, no les hagas caso, que están muy aburridos, ¿sabes? Y ahora el Jose del once camina hacia él, limpiándose las manos en el tejano. Sergio piensa en un mecánico o en un granjero americano. Uno de Hollywood. Cuando coincide con él en el ascensor, siempre tiene la sensación de estar cerca de un tío famoso y extranjero. A este lo conozco yo desde que es así, dice, y deja un hueco mínimo entre sus manos. ¿Vas para casa? Sergio asiente. Pues vamos, Sergio. Y os encargáis vosotros de este. Pero, dicen.

    Y el Jose del once se enciende un pitillo y también ese gesto resulta en él como cinematográfico, de prota gamberro con clase para ser malo. Hasta el barrio parece ahora que se ha encendido, como el atardecer anaranjado de Apocalypse Now. Sí, muy bien pudiera ser su vecino un soldado americano con olor a napalm. ¿Y tú, qué, de compras? Y hace tres oes con el humo, mientras camina, mirando al frente, con la mano en el bolsillo. Hasta la cadena que le cuelga sobre el polo podría ser de militar, pero no: en alguna ocasión, en el ascensor, ha visto el Cristo crucificado. A Sergio se le van los ojos a las manchas del tejano: Levi's, auténticos, seguro. ¿Qué, no dices nada? Las manchas podrían ser de grasa, pero son de sangre. Fresca, piensa: un puño en la nariz, la ceja partida, un diente escupido después de una patada en la boca. Porque no te habrás robado nada, ¿no? Y le señala la bolsa. Sergio niega con la cabeza. Bueno, pues ¿qué llevas ahí? Y el Jose del once tira el cigarrillo al suelo, a medias, después de una buena chupada, como la que daría un cowboy bajo el ala de su sombrero, y abre la bolsa. Pero ¿qué tenemos aquí? Mira, tú, cómo se lo monta el chaval. Esto tiene que molar un huevo. Bueno, tendrás que invitarme a jugar algún día, ¿no? Entonces, Sergio sonríe. Claro, dice. Y llegan a su escalera.

    Los vecinos del entresuelo, una familia numerosa, están a los gritos y el Jose del once hace un gesto con la mano como diciendo menuda se está liando ahí dentro. Sí, el entresuelo siempre suena como una jaula desmadrada, como si un león estuviera partiendo todas las sillas. Llega el ascensor. Joder, desde luego la gente podría ser un poco menos cerda, ¿no?, dice el del once, cuando ve un rastro de pintalabios en el espejo y una bolsa de pipas tirada en un rincón. El del once sigue hablando: menos mal que tenemos ascensor. ¿Te imaginas subir a pata once malditos pisos? Y ¿no serás tú el que hace los rayajos, no? Claro que no, dice Sergio. Así me gusta, chaval. ¿Qué sentido puede tener rayar tu propio ascensor? No hay quien lo entienda, la verdad. Inspira como si se preparara para tirar un lapo, pero no lo hace. Se le infla el pecho. Pues ya hemos llegado. Cuando va a salir, Sergio ve que el brazo del vecino le impide el paso. Un brazo de nadador, no de matón, piensa. Y, claro, dice y se rasca la barbilla, de lo que has visto no vas a decir nada, ¿no? Y Sergio dice claro que no. Buen chico, sí, señor. Tú, a concentrarte en lo tuyo, que tu abuela dice que estudias mucho y que vas para abogado. Eso está muy bien. Sí, dice Sergio. No dudo de tu palabra, ¿sabes? La luz hospital del rellano empieza a incomodar a Sergio. Por eso, voy a pedirte un favor. Se escucha un grito desde abajo: ¿Quiere alguien cerrar la puerta del ascensor de una puta vez? Parece que alguien está de buen humor. No le hagamos esperar, dice. Y cierra de un portazo. Se enciende la luz roja de ocupado. Es muy fácil: sólo tienes que guardar esto un par de días en tu casa. Y le da dos bolsas pesadas y opacas.

    Y ahora, después de haber guardado las bolsas con la consola en el armario, Sergio está sentado en el salón de su casa, junto a su abuela y su hermana,

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