Roa, Séptima con Catorce y otros cuentos
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Roa, Séptima con Catorce y otros cuentos - Gloria Inés Peláez Q.
Sangre de halcón
La calle de San Bruno no era una calle cualquiera, o al menos dejó de serlo después de que mataron a Ferro. Angosta y empinada, delineada por casas blancas que se volvían grises de tan sucias y viejas, en frágiles montoncitos ordenados frente a los cerros, vivíamos muchos artesanos, cada vez más pobres, mi padre entre estos. Viendo sus fachadas estrechas nadie creería que se prolongaban hacia el fondo con habitaciones, dos patios y aún quedara espacio para un solar terroso. Afuera, un portón angosto y ventanas adosadas a la pared, con rejas. Entre las piedras de la calleja crecía el musgo, y en las noches sin luna era tan oscura que los techos se tocaban abrigados por una misma manta negra. Fue en una de esas noches, cuatro días después de menguante, cuando escuché los gritos. Las brujas
, pensé, y me cubrí de un golpe la cabeza. Entre las frazadas me llegaron los lamentos: ¡Auxilio, doctor Russi, me matan…!
. Luego el silencio, nada.
A la mañana siguiente, con el revuelo en la calle, supe que hubo un muerto y corrí con los otros chicos a mirar la sangre. Mi padre contó en el almuerzo, malhumorado y sin ganas de hablar, que el acuchillado era el cerrajero Ferro, un miembro de la Banda del Molino. Pero yo no podía creerlo. Aquellos hombres no eran como cualquiera y esto se lo había oído decir a él mismo: que los poderes de la Banda no eran de este mundo. Todos comentaban sus golpes audaces contra los grandes usureros de Santafé, daban el zarpazo y se perdían en la noche. Eran invisibles, por eso no lo creí por más que vi sangre en las piedras. Nadie quiso hablar más del asunto. Como todas las tardes, mi padre —ya para ese entonces trabajaba poco en la sastrería— tomó su sombrero, miró a mi madre y se alejó renegando de los malditos paños ingleses que lo estaban arruinando. La puerta del taller permaneció cerrada. Ese día tenía prisa por bajar a la calle de Florián, y los suspiros de mamá lo siguieron hasta la esquina. Se volvió hacia mí y dijo:
—Hoy llegará más tarde, confiemos que no beba mucho. —Y se entró pensativa.
Mi inquietud crecía y no veía el momento de escaparme a la calle a preguntar y a mirar nuevamente las piedras. Ella fue por su rosario, yo me deslicé afuera.
Era ya entrada la noche cuando volvió, más sombrío y cansado que antes. Le pregunté por los rumores del vecindario y nunca lo vi tan agitado. Movió las manos cortando el aire, se paseó por la habitación como enjaulado y dijo:
—Dicen que fue Russi quien lo mató. —Pasó los dedos por su cabeza incrédulo—. Anoche lo detuvieron viniendo de la tertulia de los Ruel y no se defendió, parecía que lo estuviera esperando.
Miré la sombra que perseguía la silueta de mi padre desbordada en la pared y me dio espanto. Yo apenas entendía su confusión en medio de sus frases cortas y sus gestos. Amigo de Russi, a quien conoció en las reuniones de la Sociedad Democrática, de donde fue expulsado por instigar a la camarilla que traicionaba a los intereses de los artesanos. Recuerdo que en la sastrería no se hablaba más que de eso y de cuando a Russi le dio por insultar al Presidente en la plaza, porque habían luchado por él y para nada, los artesanos empobrecían. Russi lo sabía por ser abogado de los pobres —la huella de mi padre en el muro, agitando los brazos, evocó a Russi saludando mientras subía la cuesta en una seña que parecía un aleteo—. Si el cerrajero Ferro pertenecía a la Banda del Molino —aseguró en voz baja— era posible que Russi lo asesinara para que no lo delatara como cómplice de los robos. Pero era extraño que los de la Banda, que ya estaban presos y confesos, no hubieran incluido en la confesión a Ferro. Mi padre hablaba para él sin notar nuestra presencia.
Afuera soplaba el viento. Quise acercarme a la ventana pero me dio miedo. Por las rendijas de la puerta se colaba el frío y me sobresalté al pensar que debía atravesar solo el patio para llegar a mi pieza. Mi madre cabeceaba y ante su insistencia me fui a acostar. Dormí sacudiéndome en un sueño liviano, una procesión de frailes portando un cajón mortuorio rondó por mi cama, eran los