Sobre el amor en tiempos incrédulos
Por Ángel Barahona
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Ángel Barahona ofrece una visión convincente de las profundas enseñanzas de la Biblia y de encíclicas como las de san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco sobre el amor humano y divino. Este libro explora estas y muchas otras cuestiones para orientar hacia el amor que satisface. Quienes presten a las enseñanzas cristianas la atención que merecen descubrirán que tienen una visión del amor sexual mucho más gloriosa que cualquier cosa que Simone de Beauvoir, Sigmund Freud, E.L. James o un usuario de Tinder pudieran imaginar. ¿Dudas? Este libro le hará creyente.
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Sobre el amor en tiempos incrédulos - Ángel Barahona
Ángel Barahona
Sobre el amor en tiempos incrédulos
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023
Revisión de Rocío Solís
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección 100XUNO, nº 120
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-145-8
ISBN EPUB: 978-84-1339-478-7
Depósito Legal: M-8008-2023
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Introducción
Nota editorial
La psicología mimética
La relación amorosa y sus intríngulis
Cómo sobrevivir en una sociedad narcisista
Los nuevos enemigos del amor
¿Cuáles son los obstáculos para amar y cómo podrían superarse?
¿Qué podemos hacer?
Hemos sido creados para amar
Necesidad de un cambio de paradigma
¿Cómo se puede vivir el amor en su expresión más verdadera?
Elementos de distorsión en la pareja
¿Quién podrá parar esa moda autodestructiva que se contagia como un ómicron-virus?
La tradición bíblica
El Génesis contiene las claves de los conflictos y los deseos humanos
El deseo mimético subyacente al «pecado original»
La sexualidad solipsista
La inversión posmoderna del Himno a la caridad
El matrimonio como sacramento
La palabra latina sacramentum significa «juramento»
El misterio que envuelve al matrimonio
La Nueva Evangelización en un mundo que banaliza e hipervalora la sexualidad
La analogía esponsal y la analogía de la fe
Qué es el matrimonio en la cultura judeo-cristiana al que podemos aspirar a retornar
El matrimonio como llamada a participar del plan de Dios
El matrimonio como vocación
15 claves para vivir el conflicto con final feliz
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Rescatando la figura del padre de sus convulsas relaciones
El padre está en «crisis»
Necesitamos hacer volver al padre como hijo pródigo del siglo XXI
Breve historia evolutiva del concepto «padre»
Descriptores coadyuvantes de la situación actual de la figura paterna desde el siglo XX
Empieza a extenderse el clamor por el retorno del padre
Paternidad irresponsable, feminismo arrepentido
Los padres, nuevos chivos expiatorios, se rebelan
Sanar las heridas
Construir sobre el amor
La transmisión de la fe a los hijos
La importancia de la comunidad
Los modelos bíblicos de la educación en la fe
Epílogo
Introducción
Un día acudió una alumna a una tutoría a presentar un libro opcional que había elegido para mi asignatura: La agonía del eros, de Byung-Chul Han¹. En el hilo de la conversación dejaba entrever que el contenido del libro la había dejado tocada. Acababa de finalizar una relación amorosa tóxica —según decía con una falta de rubor pasmosa— y había empezado a entender que «se le había gastado el amor de tanto usarlo». Yo desviaba la conversación hacia un tono más aséptico e impersonal tratando de ver qué había entendido del libro, pero ella insistía, como interrogándose a sí misma para ser capaz de entender lo que había experimentado, hablando en tercera persona de los problemas que en la relación afectivo sexual tenían otros.
A pesar del dolor de haberse entregado totalmente en esa relación frustrada, estaba convencida de que había tomado la decisión correcta al hacerlo. La decisión inicial de entregarse precozmente a sus deseos y a los de su pareja descansaba en la idea de que no estaba dispuesta a prescindir de tener una relación sexual basada en el amor romántico que acababa de descubrir por ningún motivo: ni por pensar en su carrera universitaria o profesional, ni porque tuviera que esperar a encontrar la pareja ideal. Por supuesto en la ecuación no entraba la posibilidad de una relación estable o «para siempre», ni que en ese proyecto cupiese la posibilidad de tener un hijo. ¿Para qué aplazar el placer? ¿Qué sentido tenía un noviazgo casto? Si todo a su alrededor se rompe —sus padres divorciados, como los de sus amigos—, ¿por qué pensar que podría o tendría que ser diferente en su caso? Aunque había estudiado en un colegio religioso, había pasado por él sin pena ni gloria, considerando la propuesta que se les hacía a las alumnas como una losa trasnochada que se oponía a la corriente mimética que arrastraba a todo el mundo. Para qué pensar ante la urgencia de sentir.
Por parte del chico, me contaba ella, se repetían los sentimientos y las previsiones de una relación sin futuro. En ambos casos, aunque su forma de entender y vivir la sexualidad no aspirase a nada serio ni comprometido, aun cuando no lo manifestaran, albergaban cierto anhelo de que las mutuas promesas de amor perduraran en el tiempo sostenidas en esa atracción romántica que sentían el uno por el otro. Ahora, una vez rota la relación, por agotamiento del eros, mi alumna se encontraba ante un dilema: ¿cómo interpretar ese fracaso? Se interrogaba sobre la posibilidad de no gustar, tenía dudas acerca de su identidad sexual, barajaba lo que le habían dicho las amigas, consejeras áulicas: «prueba a relacionarte de manera heterocuriosa». La invitaban a que explorase sin pensar en serio, o de manera comprometida, con quién y cómo volver a tener relaciones sin poner demasiadas objeciones sobre qué hacer y qué identidad sexual adoptar. Aunque, por su parte, tal vez persistiera de forma latente la idea de lo frágiles que son las relaciones humanas, en el fondo buscaba realizar el anhelo romántico de tocar lo sublime y fijarlo para siempre, porque si no fuera así no se habrían producido el dolor y la frustración de la ruptura. Pero en su análisis no incluía la premisa de que, con esas precondiciones, la relación estaba abocada al fracaso asegurado, sino que la razón de su frustración era atribuible al carácter machista y egocéntrico de «todos los hombres». La rabia contra el hombre —avalada por las experiencias compartidas con sus colegas— se le había quedado clavada en el alma por no haber sabido reconocer en ella, este chico en concreto, la diferencia sustancial que ella presentaba con respecto al resto de las mujeres.
Detrás de este caso, como de tantos otros, lo que se desvela es la naturalidad con que hoy se vive la pérdida de la virginidad, la falta de sentido de la castidad, la fragilidad de las relaciones sexuales esporádicas, la crisis de identidad sexual; todo ello ya es un lastre del pasado. Este cambio radical de la forma de entender la relación amorosa pone en evidencia una banalización cuyas consecuencias son previsibles: descrédito del amor verdadero, infantilismo que perpetúa la inmadurez, inseguridad, prevenciones a la hora de entablar cualquier relación. Entornos psicológicos, todos ellos, que alumbran nuevas psicopatologías, en principio aparentemente blandas, pero que con el paso del tiempo se hacen duras, y con derivados sociológicos que suponen una auténtica revolución cultural. Qué duda cabe que la ansiedad permanente, la desconfianza en las intenciones de los otros, el cinismo ácido, la soledad y el miedo a la libertad del otro —a pesar de que hagan alarde de constituirse como pareja bajo un pacto de tolerancia con cualquier relación que sobrevenga—, la depresión colectiva en la falta de norte emocional en la que estamos insertos, son el humus cultural en el que ya vivimos. La confusión entre lo sexual y lo afectivo es el torbellino en el que los jóvenes están envueltos y del cual no pueden escapar, asediados por el bombardeo mediático y las redes sociales. Ya no les es fácil distinguir entre lo que es la amistad y su correlato afectivo, y la relación amorosa y sus demandas sexuales. Todo se confunde. La amistad, que se da al encontrarse muy a gusto con los del mismo sexo, se confunde con atracción por el mismo sexo. Todo se ha erotizado, a la vez que todo se ha banalizado. No obstante, es una vieja historia siempre renovada.
Esta experiencia es la que me llevó a introducirme en el novedoso mundo de la psicología mimética, que conforma el primer apartado del libro. La tesis principal de esta teoría tan actual es que el problema no está tanto en las personas, sino en la relación entre ellas, que se constituye en un todo interdividual particular, único, que adquiere vida propia y cuya historia es imposible de reconstruir para arreglar el conflicto. Este descubrimiento nos dice que la identidad sexual, el género y sus derivados filosóficos, los problemas psicológicos que se suscitan en una relación, el miedo al compromiso, el divorcio como solución inmediata, no tienen tanto que ver con las ideologías de partida en las que unos y otros nos situamos como sujetos autónomos, sino con lo que se va a denominar rivalidad mimética. Es decir, las relaciones son imitativas. Es el modo de ser del otro, la capacidad de atraer las miradas de los demás, su reconocimiento social, lo que envidio, lo que quiero ganar para mí, sin confesármelo a mí mismo; y es este deseo mimético el que nos hace entrar en conflictos afectivos que no sabemos interpretar ni resolver con objetividad. Buscamos la relación como una necesidad antropológica constitutiva, pero no sabemos gestionarla sin contaminarla de egoísmos, temores infundados, y, sobre todo, rivalidad. Sin distinción de géneros, clases sociales, ideologías, conocimientos, profesión o modo de relación, la rivalidad mimética nos concierne a todos. El otro nos da el ser, y por eso lo buscamos, pero también es el que nos lo quita, y por eso lo repudiamos.
Tomando como punto de partida esta situación, el segundo apartado lo vamos a dedicar a descubrir si hay en la tradición bíblica judeocristiana una respuesta a estos acontecimientos. Ante la nebulosa indefinida de los sucesos que estamos comentando, subyacen las preguntas eternas a las que la Biblia trata de dar respuesta: quién soy, qué siento, qué papel juega el otro en el narcisismo del que soy prisionero, cómo debo vivir la amistad, el amor, el matrimonio, la paternidad.
Por eso, también he considerado pertinente incluir en un tercer apartado las relaciones matrimoniales y familiares en general, que son también una fuente permanente de conflicto: el padre, la madre, los hijos, los hermanos, todos interactúan en un escenario, muchas veces trágico debido a la intocable libertad de cada uno de los miembros, pero, sin embargo, tan prometedor y maravilloso. Es el drama de todos los tiempos, que se actualiza periódicamente cambiando solo el nombre que damos a las cosas, ante el que no podemos permanecer indiferentes.
Las relaciones matrimoniales están experimentando una auténtica revolución, padeciendo el eco de las múltiples y curiosas fórmulas en las que ahora se entienden las relaciones de pareja. En una biografía sobre Simone de Beauvoir, Ayn Rand, Hannah Arendt y Simone Weil, el autor, Wolfram Eilenberger, se adentra en estos personajes pioneros, que se anticipan a las generaciones venideras, para mostrar un mundo de relaciones amorosas conflictivas, desasosegantes e insatisfactorias, justo en el éxtasis de la afirmación de la libertad sexual (o de la consideración de la castidad como su contrario). En lo que Sartre y Simone de Beauvoir, llamaban «familia», en sentido de comunidad de intercambio sexual con otras personas, se puede apreciar un retrato existencial de sufrimientos patéticos llenos de celos, temores y dolor. A lo largo de sus páginas relata las tendencias depresivas de Sartre, su hipocondría, el miedo a volverse loco y la precaria situación en la que se encontraban ambos en sus expectativas sexuales y relaciones afectivas. Parecía que solo un nuevo objeto de deseo, lo que Simone llamaba, «el principio Olga», podría ser la solución. Dice así Simone ante el temor a que Sartre se volviese loco, según nos cuenta Eilenberger: «Preferí que Sartre escudriñara los sentimientos de Olga a que se reavivaran sus delirios psicóticos»². Más adelante confirmará su fracaso: «De palabra y obra contribuía yo con empeño al buen funcionamiento del trío. Pero no estaba satisfecha, ni conmigo ni con ellos, y me asustaba el futuro»³. Su existencia es definida como «caótica». «Había momentos en que me preguntaba si mi felicidad no se basaba en una gran mentira»⁴.
El ideal libertario, basado en pactos racionales de convivencia, no funciona, choca siempre con el espejismo de creernos autónomos, por un lado, y de creer que el otro nos pertenece, por el otro. De modo que cuando el otro hace algo que nos disgusta —que revela que no nos pertenece— no es porque sea más libre que nosotros —muchas veces no es así—, sino porque sigue los deseos de otros «libremente», es decir, se hace de otros, se deja esclavizar por otros. Ni siquiera ligados por una decisión filosófica consciente de ser promiscuos, basada en el placer compartido, como era el caso de «la familia» en torno a Sartre, la relación amorosa es fuente de felicidad. Siempre hay un «tercero» que se ve afectado negativamente en el entre-dos, que es la condición humana básica, que genera conflictos interminables que auguran lo contrario: desasosiego, infelicidad, precariedad, celos, incomodidad. Siempre recurrimos a sucedáneos autocomplacientes para compensar la carencia de un amor para siempre, único, exclusivo, abierto a la vida, secreta nostalgia no confesable de una relación originaria edénica. En algún momento de la relación creemos sinceramente en la verdad de esos sentimientos, pero es el fruto, muchas veces, de la necesidad de reforzar o ratificar que hemos hecho una buena elección, que no vamos a fracasar esta vez, aunque no lo verbalicemos. Obviamente este tercer apartado tiene que ver con las relaciones de pareja, el matrimonio y la propuesta a contracorriente de la forma de entender las relaciones desde la experiencia católica, que sabe de la precariedad y la variabilidad de los sentimientos y, por ello mismo, de la necesidad de sostenerlas en el tiempo con otras ayudas que superen la emotividad.
A estas experiencias, que se han normalizado y constituido en bandera de un modo de vida alejado de la tradición judeocristiana, hay que añadirle la revolución cultural, jurídica y social que estamos viviendo. La profusión en los medios, en los canales de televisión y en Internet, que son la traducción popular de presentación al público de la calle de las vanguardias filosóficas, de modelos que hacen alarde de felicidad no corroborada por las estadísticas, encuestas e investigaciones acerca de estos temas, nos da una idea de la batalla cultural en la que estamos inmersos sin quererlo.
Lo que parece evidente, y corroboran todos los que se adentran en el oscuro y complicado mundo de las relaciones sexuales, desde san Juan Pablo II y Gustave Thibon a Fabrice Hadjadj⁵ —pasando por psiquiatras y médicos de renombrado prestigio cuya lista es interminable, incluso desde puntos de vista antagónicos— es que el «amor» está en crisis, que el exceso y la banalización de la oferta, la ilimitada libertad de elección de las opciones que solo relacionan el amor con el placer, conllevan una lacerante «erosión del otro», un enfriamiento de la pasión, una pérdida irreparable del otro como don. En el horizonte de esta situación a la que hemos llegado ya se encuentra la depresión y la soledad como consecuencia de aceptaciones resignadas de la imposibilidad de que pueda existir el amor verdadero. Con una novedad sutil que, ante la decepción del amor que no llega, hace el sufrimiento más grande si cabe. Antes se echaba la culpa al otro de esa experiencia frustrante, ahora la autoinculpación irrumpe como causa del fracaso. El resultado es la melancolía que envuelve las relaciones amorosas, derivada de la anticipación de que el fracaso está asegurado o planificado. La «insoportable levedad del ser», que nos arrastra a la desconfianza, a la violencia entre sexos, a la desesperanza y al nihilismo, está íntimamente relacionada con la frustración de las relaciones placenteras de cualquier tipo que no acaban nunca de llenar el vacío existencial y la soledad que nos envuelve.
Un cuarto apartado trata de hacer un breve recorrido por el devenir de una figura en crisis que sufre las consecuencias, y a la vez se propone como origen, de esta revolución de la que hablamos: el padre. Inversión de papeles, usurpación, guerra, o justicia de la historia, son temas que hay que acometer para comprender lo que está sucediendo en nuestra sociedad. Nadie pone en duda que es necesaria una revisión del papel histórico del modo de ser padre, pero ese paso hacia adelante ha resultado en algunos casos un salto al abismo. Esto es algo que tendremos que valorar, porque es una fuente interminable de conflictos miméticos: la rivalidad hombre-mujer, la nueva relación paterno-filial, el fracaso escolar, las adicciones, la violencia en las calles, la sustitución sistemática del padre por el Estado son las señales de alarma que reclaman un análisis urgente sobre lo que está pasando y cuál es su origen.
Finalmente, en el último capítulo, incluyo una lectura de Amoris Laetitia y de las anteriores exhortaciones pontificias de la vida eclesial, que busca ser propositiva y evangelizadora. Entre otras cosas porque ese estilo de vida, que hemos interiorizado y naturalizado sin dejarse sentir, afecta a los más débiles, a los descartados: la normalización del aborto como fórmula anticonceptiva, el divorcio como fórmula resolutoria precipitada que no tiene en cuenta los daños colaterales de los inocentes, el envejecimiento abocado a la soledad, las miles de fórmulas de relación sexual incentivadas por la pornografía —la gran industria capitalista y mercantil del siglo XXI⁶— que son una fuente permanente de dolor y frustración. Todas ellas son preocupaciones explícitas del Santo Padre. La falsa alegría que trata de amortizar el tono melancólico general, los bucles de búsqueda de placer animal cada vez más frustrantes y finitos son síntomas de unos sufrimientos que son difíciles de asimilar, y mucho menos de integrar como experiencias de crecimiento —a lo sumo de cúmulos de resentimiento y desafección—. Desde luego que la fórmula que se nos ofrece, de aumentar la cantidad de experiencias sexuales, de apostar por una sobrepuja en la búsqueda de nuevas fuentes de placer, de