Los reveses: Una historia personal sobre párkinson y ping-pong
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SOBRE EL AUTOR
Javier Pérez de Albéniz (Madrid, 1960) podría presumir de haber trabajado en los medios más importantes (El País, El Mundo, TVE, RNE, Telemadrid o Soitu.es), de haber publicado varios libros (Bruce Springsteen —la primera biografía en castellano del Boss—, Lugares poco recomendables, Diez mil kilómetros a través de África, El lince ibérico. Una batalla por la supervivencia y La guerra del lobo) o de ser el autor del blog El descodificador (por cuya autoría recibió el premio del Congreso de Periodismo Digital de Huesca en 2010). Pero prefiere hacerlo de su colección de cráneos de rapaces, del día que pasó con Edmund Hillary camino del Everest, de haber estado tumbado en una cama con Neil Young o de haberse emborrachado con Eleuterio Sánchez (el Lute). No querría dejar esta vida sin cerrar su trilogía sobre los grandes carnívoros ibéricos (le falta el oso), sin contemplar cómo guillotinan a un rey y sin ver a Koke levantando la Champions. En la actualidad vive en el campo rodeado de naturaleza. Y jugando al ping-pong, claro.
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Los reveses - Javier Pérez de Albéniz
Javier Pérez de Albéniz
LOS REVESES
Una historia personal sobre
párkinson y ping-pong
primera edición:
marzo de 2023
© Javier Pérez de Albéniz, 2023
© Libros del K.O., S.L.L., 2023
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
isbn
: 978-84-19119-27-8
código ibic
: VFJB, WSJR5
imagen de cubierta: © Chema Madoz, VEGAP, Madrid, 2023
maquetación y artes finales
: María O’Shea
corrección
: Zaida Gómez e Isabel Bolaños
Ange y Julia justifican mi existencia y hacen que todo
tenga sentido. Las quiero tanto que, como escribió
D. H. Lawrence, me gustaría poder meterlas en un
bolsillo para tenerlas siempre conmigo.
PRÓLOGO
«La imaginación es el poder de tu mente para
construir lo que no existe»
(Andrew G. Campbell).
Acabo de cumplir los sesenta y uno y me encuentro en Alemania, jugando un campeonato internacional de tenis de mesa. Sí, de ping-pong. El cuarto campeonato de mi vida, si contamos los disputados en Moral de Calatrava, Candeleda y Oropesa. En ningún torneo de esta minigira castellana fui capaz de ganar no ya un partido, ni siquiera un solo juego. Normal: practico este deporte desde hace solo dos años.
Hoy estoy deslumbrado. El Horst-Korber-Sportzentrum de Berlín se encuentra abarrotado, tiene treinta mesas desplegadas y un juego de focos que parece diseñado por la NASA. Las luces iluminan mi soledad: de los ciento treinta y cinco deportistas de veintiún países participantes, soy el único español. Estados Unidos, Alemania o Suecia han enviado equipos formados por varios jugadores, entrenadores y fisioterapeutas. Todos lucen resplandecientes uniformes de grandes marcas personalizados con sus nombres, y tienen decenas de seguidores que no dejan de animarles.
En la ceremonia de apertura llevo una camiseta de mi club de Talavera de la Reina con publicidad de Catedritos Ibéricos (Tapas & Jamón). Tardo un buen rato en localizar a mi mujer y a mi hija entre la muchedumbre que llena las gradas. Son las únicas que aplauden cuando los altavoces distorsionan mis apellidos: «¡Pere de Albunis!». Ellas y un tipo estrafalario que anima de manera claramente excesiva, irregular y descompasada. Le sobra entusiasmo y le falta ritmo. Debe ser porque tiene graves problemas de movilidad: solo acierta a chocar la palma de una mano contra el reverso de la otra en uno de cada tres o cuatro intentos. Algo que para usted puede parecer muy sencillo, pero que resulta todo un reto para Conny.
Mi solitario seguidor es un jugador de tenis de mesa sueco de cincuenta y seis años con el cuerpo desmadejado por el párkinson. Durante las tres últimas décadas la enfermedad le ha partido por la mitad. Literalmente. La parte superior de su cuerpo se dobla hacia delante, de manera que al caminar forma un ángulo de noventa grados con la cintura como bisagra. Retorcido, arrugado, quebrado como una cerilla, se desplaza con un andador y parece una marioneta a la que algún hijo de puta le hubiese cortado casi todos los hilos.
Acabo de conocer a Conny y apenas hemos cruzado cuatro palabras. Imagino que sus ortopédicos aplausos de ánimo son la manera de agradecerme que le haya rescatado cuando, minutos antes, los frenos de su andador o las manos le habían fallado y se escurría, de cabeza e irreversiblemente, hacia los urinarios de este polideportivo moderno y funcional. Mi rescate fue rápido y eficaz. Poco después se había repuesto por completo del susto y se encontraba, seco y con una pala de ping-pong en la mano, en una mesa de calentamiento realizando el topspin menos ortodoxo y más inverosímil que pueda imaginar.
El topspin es uno de los golpes más importantes en este deporte. Consiste en rozar la bola de abajo hacia arriba, acariciándola, de manera que la pelota empiece a girar hacia delante y coja rapidez al rebotar en la mesa. Y que Conny lo ejecute con tanto desparpajo delante de una multitud de jugadores demuestra que será un hombre torcido, pero también un deportista erguido y orgulloso. Delante de la mesa de ping-pong, su fortaleza es firme y su terquedad, inquebrantable.
Pero hay que ser aún más duro para viajar en esas condiciones, para asistir a entrenamientos y competiciones, para incorporarse cada mañana de la cama, salir a la calle con su carrito y continuar trabajando en la búsqueda del topspin perfecto e imposible. Para enfrentarse cara a cara, practicando un deporte basado en la velocidad, la coordinación, la precisión y el movimiento, con una enfermedad que pretende inmovilizarle.
Pero no adelantemos acontecimientos. Mientras intento ganar al alemán en la primera ronda de este campeonato del mundo para jugadores con párkinson, le contaré una historia que comienza el día en que los dedos del pie izquierdo se me encogieron como las garras de una rapaz moribunda. Y que continúa con el descubrimiento de que el tenis de mesa me hacía feliz. Este libro solo puede ser una declaración de amor por este deporte. Un amor profundo, íntegro, incondicional y eufórico por un juego tan frustrante como fascinante. Que te obliga a trabajar duro para no siempre obtener resultados. Que te absorbe y te hace soñar. Que te exige y te regala momentos memorables. Que tiene infinitas propiedades y no te pregunta la edad, el porcentaje de grasa corporal o el historial en competición.
Este libro también es una crónica de supervivencia. Describe un sorprendente proceso terapéutico: me encuentro mucho mejor, física y mentalmente, cuando juego al ping-pong. Quizá mi experiencia pueda ser útil para aquellos enfermos de párkinson que sueñan con volver a disfrutar de algunas viejas sensaciones, con recuperar el deporte, con rentabilizar el ejercicio físico, con aprovechar sus propiedades sanadoras… o simplemente con pasar de nuevo un buen rato mientras sudan.
EL DIAGNÓSTICO
«Tristis eris si solus eris»
(Publio Ovidio Nasón).
Todo comenzó el día en que, caminando por Madrid, noté un cosquilleo raro en los dedos del pie izquierdo. Pensé que sería un calambre, consecuencia de una mala postura durante la noche, un esfuerzo o un golpe. En unas semanas ese calambre se convirtió en algo parecido a un agarrotamiento muscular, quizá una contractura, que poco a poco se extendió a todo el pie. Tras andar con normalidad media hora, los dedos se encogían sobre la planta como las raíces de un olivo tratando de agarrar una roca. No podía apoyar la planta del pie, dura como un ladrillo. Aquello dolía. Tenía que sentarme, o apoyarme en una pared, y esperar unos minutos a que la zona se relajase y aquella tortura remitiera por sí misma.
Sí, una tortura, sobre todo teniendo en cuenta que tenía cincuenta y cinco años y que había sido durante toda mi vida un caminante. Pensé, como Werner Herzog, que el mundo se rebela contra aquellos que viajan andando. Sin coche ni carné de conducir, en mi labor periodística había recorrido el mundo utilizando los pies como principal medio de transporte. Veinte años trabajando en los diarios El País y El Mundo, escribiendo reportajes en lugares tan remotos como el campamento base del Everest o una estación científica en la Antártida. Había caminado tratando de localizar a una familia de gorilas de montaña en los volcanes Virunga, cruzando collados de 5000 metros de altura para alcanzar el reino tibetano de Dolpo, siguiendo las huellas de John Hanning Speke en busca de las fuentes del Nilo, rastreando tigres en India y lobos en Zamora, informando sobre las trágicas inundaciones de Mozambique… Muchos kilómetros sobre un tren inferior que, para colmo de males, había sido castigado sin piedad por el deporte: rotura de ligamento cruzado en la pierna derecha; rotura de ligamento mucoso y desgarro de talón de Aquiles en la pierna izquierda; una prótesis de cerámica en la cadera izquierda implantada en 2014; artrosis…
Recuerdo un momento desesperante, sentado en un banco de una calle madrileña. Dolorido, con el pie torcido de manera violenta en una posición antinatural, me descalcé para masajearme el empeine y los dedos mientras me preguntaba qué me estaba pasando, dónde estaría el problema, cuál sería la solución. Intenté levantarme, pero era imposible dar un solo paso en esas condiciones. Conseguí apoyar el lateral y los dedos doblados del pie izquierdo en lugar de la planta. Mala idea. Al cargar el peso del cuerpo sobre esa zona retorcida de manera grotesca e intentar dar un paso, parecía que los huesos y músculos de la pierna se estaban rompiendo.
Lo peor no era que todo el mundo tuviese una teoría sobre el problema. Lo peor era que no dudaban en desarrollarla con todo detalle: al operarte de la cadera te han dejado una pierna más corta que la otra; las botas vaqueras y el tacón cubano te han deformado los pies y las piernas; no te sientas bien en el ordenador; bebes poca agua; esa cartera con cadena de motorista que llevas en el bolsillo de atrás de los pantalones te presiona algún nervio de la cadera…
Comenzó el recorrido médico. Me hicieron un revolucionario estudio de los pies en un centro deportivo para terminar recomendándome unas plantillas carísimas que, por supuesto, vendían ellos. Me sometí a numerosas sesiones de fisioterapia, quiropráctica y osteopatía, e incluso visité un centro médico donde la especialidad era la dieta de la alcachofa («El secreto de las famosas para adelgazar»). Nada. El pie izquierdo se agarrotaba cada vez más a menudo, y en ocasiones el problema se trasladaba al pie derecho.
El 17 marzo de 2015 en la consulta de neurología de la Seguridad Social me pidieron un «estudio electrofisiológico» debido a los «calambres musculares en el pie izquierdo». También una analítica para el estudio de iones. Y una resonancia magnética lumbar. Resultado: «Todo normal». Me recetaron gabapentina, un medicamento creado para tratar la epilepsia que en ese momento se utilizaba para dolores de origen neuropático. Nada. En septiembre del mismo 2015 probé suerte con otra recomendación, un traumatólogo privado especialista en el pie. Me hizo andar durante casi una hora. «Contractura en dorsiflexión de los dedos del pie izquierdo… No parece haber ninguna causa». Otra vez, nada.
El 1 de octubre, solo unas semanas más tarde, me atendieron en la consulta de Trastornos del Movimiento del Hospital de La Princesa. Ahí fue donde comencé a asustarme. Una sala de espera diminuta, con apenas seis sillas ocupadas por enfermos en no demasiado buen estado. El tiempo transcurría muy lentamente, pero a ninguno se nos pasó por la cabeza ojear alguno de los libros que se amontonaban en las viejas estanterías de chapa. Y eso que había títulos tan apetecibles como Manual de medicina del dolor, Enfermedad de Alzheimer y otras demencias degenerativas o Párkinson y deterioro de la salud mental.
Llegó mi turno. Me exploraron superficialmente, haciéndome contar números y meses hacia atrás, pidiéndome que moviese los dedos de la mano y que siguiese un ritmo con el pie. Creo recordar que me marqué un blues rural, muy lento y triste. Tenía el tiempo del «Pneumonia Blues» que grabó Blind Lemon Jefferson en 1929. Y la misma sencilla melancolía. Casi podía escuchar al bluesman tejano, sentado en un taburete de burdel junto a la doctora, arrastrar el estribillo con la mirada perdida (del todo):
Me duele todo, creo que estoy enfermo