Cuerpo vítreo
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Un mosaico narrativo tramado con estilo breve y lirismo áspero. Aurora Freijo vuelve a convertir en poético lo insoportable.
Un ojo con un pero. Un oído en alta mar. Las palabras se le hacen ajenas a una mujer con una enfermedad ocular grave cuando trata de hilvanar el relato de su cuerpo frágil. Ese cuerpo amenazado despierta el recuerdo de la madre muerta y de los años desperdiciados junto a un amante inconsistente.
Por qué narrarse. Cómo no temblar. Pero a pesar del vértigo por el desamparo y la soledad, sobrevive la esperanza de una vida futura.
Este libro es un mosaico narrativo tramado con un estilo breve y con el lirismo áspero característico de la autora. En esta segunda novela, Aurora Freijo Corbeira vuelve a convertir en poético lo insoportable: la devastación vivida e imaginada, pensada y escrita. Cuerpo vítreo es un ejercicio insólito de observación de lo personal y lo insondable, una obra sobre el dolor y la lucidez que al mismo tiempo nos recuerda que se puede resistir un poco más. Al menos un soplo más.
Aurora Freijo Corbeira
Aurora Freijo Corbeira (Madrid, 1965) es traductora, editora y profesora de filosofía. Ha publicado el libro de filosofía para niños Cuidado, Sócrates se acerca y los ensayos filosóficos Perdidos para la literatura y Tanta luz. Pasolini. En Anagrama ha publicado las novelas La ternera y Cuerpo vítreo. Traductora de Ensayos de Teodicea de G. W. Leibniz y El sueño del centauro. Conversaciones con Pier Paolo Pasolini de Jean Duflot, ha participado en el programa Puerta de la Cultura, de la Universidad Carlos III de Madrid, y en el ciclo Los lunes, al Círculo, del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Colaboradora en medios como Bollettino Filosofico, Quaderns de Versàlia, Ápeiron, Tres en suma y Letras Lacanianas, actualmente escribe en la sección «Tribuna» del diario El País y dirige la editorial Las migas también son pan.
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Cuerpo vítreo - Aurora Freijo Corbeira
Índice
Portada
Cuerpo vítreo
Créditos
Para Diego, mi hijo.
Infinito circular
Canto, como canta un niño frente al cementerio, porque tengo miedo.
EMILY DICKINSON
No le puedo relatar la noche, porque aún no ha terminado.
MARINA TSVETÁYEVA
Me estoy pudriendo. No puede decirlo porque ha perdido la voz. El miedo ha ido momificando los sintagmas, hasta llegar a anular cada fonema. Solo le quedan las huellas de cuando podía hablar con los ritmos elegidos. No es dueña de las secuencias. La despertó un desorden. Hace días. Lo recuerda incesantemente, en ese caos que es ahora su cerebro, para encontrar el milímetro de tiempo en el que sucedió el terror. Madrugada. De repente, el cuerpo no funciona bien. Nada alrededor pertenece a su sitio. Tu me fais tourner la tête, decía aquella canción de sus veinte años. Pero la cabeza allí giraba por enamoramiento. En francés, todo es poético. En este instante de la noche, su cabeza gira por su cuenta y arrastra a su estómago. Estaba bien antes. No entiende estos saltos cualitativos, esta ley de la dialéctica. Alguno de estos brincos podría incluso matarla. De viva a muerta en un segundo. Es la condición humana, acierta a decirse. El mareo, que la posee en esta noche con un nuevo rostro, siempre fue un problema íntimo para ella. La acompañaba en los coches, en las atracciones infantiles, en el mar de vacaciones. Se levanta ahora de la cama de matrimonio sin matrimonio desde hace tiempo para intentar estabilizarse y su cabeza sigue a lo suyo, separada, acostada, ajena a ella. Se ha quedado en la almohada, decantada por el vértigo. Quizá nunca vuelva a ser la misma. Debe llegar a rastras al baño. Si lograse vomitar, se dice, todo volvería a su sitio. Su cuerpo se ha hecho un desconocido de golpe y ha perdido el sentido innato cuyo nombre aprendió en el colegio: propioceptor. La enfermedad procura indignidades; lo ha visto muchas veces. Imposible sostenerse. Debe tumbarse de nuevo, como una paloma de patas estiradas. No tiene color alguno, y la ropa que hace unas horas se puso para dormir se ha pegado a ella con un sudor impropio. Ella nunca suda, parece incompetente para las leyes de la naturaleza corpórea. Necesita un ancla. Eso es. Seguramente está pálida, como una muerta, pero no puede levantar la cabeza para mirarse al espejo. Ese vértigo es imparable por más que se quede inmóvil. Papá, me mareo, recuerda. No te preocupes, paramos en la gasolinera. Tiene que ir delante, se marea, dice el padre a sus hermanos. Ya está. Papá ha parado; papá lo ha parado. Su ancla es el padre. Esto no cesa ahora. Llega la ambulancia que han llamado. Entran desconocidos uniformados en la intimidad de su dormitorio. Se mezclan amarillos de chaleco sanitario con los cálidos grises de su habitación. Luego se adormece bajo lo que le ha sido inyectado en una de sus venas claras. Duerme. Los sueños son pegajosos, sueños de subsuelos que ni despierta la dejan en paz. Entran en su duermevela confundiéndola. Quizá se te pase en unas horas, quizá en meses, le dice la doctora que he acudido de urgencias a su casa, y a la que ella no puede ni mirar. Si mueve levemente la cabeza, todo comienza de nuevo a girar enloquecidamente y vuelve el vómito a sus amígdalas. Meses, le ha dicho. No lo soporta un minuto y el médico de la ambulancia dice meses. Podría ser la letra de un bolero hablando de la ausencia de su amor, pero no. Ahora todo debe ser paciencia. La enfermera, como una anunciación, baja a la altura de su oído en el colchón: vas a pasarlo muy mal, pero se pasará. Madrastra de cuento. No es un sueño: estaba aquí y se apiadaba de ella. Pasar. Paciencia. La letra P. El culpable es el oído, quiere vértigos para ella: la hace permanecer casi inmóvil y andar a gatas, a cuatro patas sin libido, como un animal desorientado. El vómito continuo y estéril que nada en ella no le va a permitir comer. Se está enajenando, su cabeza enloquece someramente. Duerme con la esperanza de un despertar de días. Pero despierta y solo ha pasado un poco de ese tiempo en marejada. A partir de ahora, la cuidan, la atienden. Está ausente. Tiene el cerebro mordisqueado por el susto y su melena se aja pegada a la nuca. Teme quedarse así. Teme todo.
Sobrevive en un tiempo de arritmia. T le escribe un mensaje. Lo hace de vez en cuando desde que dejaron de verse, hace algunos años, para que no olvide su mal amor. La encuentra ida por el miedo. T, ya estás aquí de nuevo, frotando tu fangosa infelicidad contra mí. No puedes dejar de hacerlo, ya lo sé. T quiere agarrarse a ella, como los gatos a los que no puedes bajar del regazo porque te hincan las uñas mientras tiras de ellos, y sus patas se alargan a la vez que arquean repugnantemente el cuerpo. Si tuviese fuerzas para levantar la mano, lo espantaría, como a una mosca de verano. T ya no le interesa. Tiene bastante con ocuparse de respirar. Tomar aire ha dejado de ser un acto automático porque un amasijo residual se ha enredado en su aliento. La angustia ha sido convocada por su vértigo. Con su empequeñecida conciencia, se acuerda y se avergüenza del tiempo de entonces, cuando permitía que él entrase una y otra vez en su casa, en su dormitorio. Solo traía huida. A T le faltaba entereza, abrazando y soltando a la vez. No le funcionaban bien las manos. No hacía una cosa después de la otra. La amaba totalmente, al ras de un abismo en el que luego la abandonaba. Espérame ahí. No te muevas. Y ella esperaba semanas, meses. T amaba como un yoyó: iba y venía, y en el hilo de ese movimiento, exacto y repetido mil veces, iba transcurriendo la historia de ambos. Ella sabía que podía caerse, que no eran brazos de fiar los de su amante, pero se empeñaba en creerlos nidos. Mientras se decía: no estés triste; él es así, inconsistente, como la lógica. Le aturdía hacer constantemente silogismos sobre esa relación. Las cabezas no paran de argumentar obsesivamente cuando están anegadas por la peste del enamoramiento. Pero argumentar es solo un ardid, sin fundamento. La debilidad que él era la rodeaba. No era fragilidad, era solo carencia. Neta. Se lo disimulaba a sí misma. Ayudaba que T hubiera invadido de grumos sus sesos. Ella sabía todo esto, pero canturreaba para alejar las verdades molestas.
En algún libro leyó que existen las construcciones tofu: Desde el exterior, los edificios tofu se ven perfectamente seguros, especialmente a simple vista. Tienen todos los componentes que uno esperaría ver en un edificio y, a menudo, el interior está terminado de tal manera que también se ve seguro. Pero la superestructura y los cimientos de este tipo de edificio no son sólidos, y esto puede provocar serios problemas en terremotos,