Némesis
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Cuando aquel día fue a trabajar, esperando que su mujer embarazada le llamara en cualquier momento diciéndole que se había puesto de parto, no esperaba que el día terminara así. Al llegar a casa descubre que su mujer ha desaparecido, todas sus pertenencias están allí, móvil, bolso, ropa, coche, tampoco hay rastros de ninguna agresión, ni puertas o ventanas forzadas. Nadie parece haberla visto. No hay huellas, no hay pistas. Meses después, sigue desaparecida y su vuelta al trabajo le depara otra sorpresa. La aparición del cuerpo de una joven y el de un hombre mutilado convertirán al tranquilo pueblo donde nunca pasa nada, en un lugar peligroso que alberga un sádico asesino. El inspector sospecha que puede ser el mismo que se llevó a su mujer y comenzará una exhaustiva investigación para encontrarle y saber qué le pasó.
Francisca Herraiz
Nacida en Barcelona, 1976. Ávida lectora desde niña, creció entre libros, lo que le llevó a querer llenar páginas y más páginas con ideas y personajes que siempre rondaban por su cabeza. Creó su propia página web para impartir cursos destinados a enseñar a otros escritores a lograr sus metas. Ha enseñado a miles de alumnos, muchos de ellos logrando publicar sus obras. También imparte cursos online de pintura y escritura en el portal Udemy. Con varias novelas, relatos y cuentos infantiles escritos, decidió publicar toda su obra de forma independiente, lo que le llevó a tener varios éxitos, sobre todo con su novela Te estaba esperando. Ha vendido sus libros en todo el mundo.
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Némesis - Francisca Herraiz
Prólogo
Natalia
–Tuvimos un aborto y después de aquello no pudimos concebir. Siempre quisimos tener una hija y creemos que ahora es el mejor momento.
–Tienen un hijo propio, ¿no es así?
–Así es, ahora está esperando fuera, tiene catorce años. No queremos un bebé, queremos darle la oportunidad a una niña más mayor.
–La verdad es que tenemos una jovencita que se adaptaría perfectamente a su hogar. Tiene diez años, su madre murió y no se sabe nada del padre, a los seis años la trajeron aquí y desde entonces no ha podido abandonar el centro. No es usual que se adopten chicos a esas edades y los niños piensan que ya no lograrán tener una familia. Les comento esto para que sepan la gran labor que hacen, esa niña vuelve a tener una oportunidad, le dan una nueva esperanza. Para los niños de estas edades, ser adoptados es un sueño. Ojalá tuviéramos más familias como ustedes, tenemos tantos niños aquí que necesitan un hogar.
La mujer del centro, de baja estatura y sobrepeso, tenía una expresión dulce, mirada sincera y voz suave. Puede que los niños del centro no tuvieran familia, pero sin duda recibían las mejores atenciones posibles. La pareja que esperaba para conocer a su nueva hija, pensaba que habían hecho una buena elección. Se habían informado y aquel centro recibía buenas recomendaciones.
–Con nosotros no le faltará de nada. Estamos ansiosos por poder conocerla.
La mujer releyó los papeles, todo estaba en orden. Sonrió y se puso en pie.
–Si me acompañan, les está esperando en una salita. Está muy nerviosa. –Se rio en un intento de relajar la situación.
–La entiendo, todos estamos igual.
–Es un gran cambio, pero será para bien, ya lo verán.
Les condujo por el centro hasta una habitación pequeña, con una mesa redonda en el centro y varias sillas. Sentada en una de ellas, mirando por la ventana, estaba la pequeña. Al escuchar la puerta se giró para recibir a su posible nueva familia.
Tenía los ojos azules más claros y bonitos que jamás habían visto, grandes, expresivos, de mirada profunda. Su cabello azabache, largo, liso, sedoso. Delgada, lo que la hacía desgarbada, en cuanto ganara un par de kilos estaría preciosa. Era la hija que habían estado esperando. Padres e hijo coincidieron en que ella era la elegida, su niña, el nuevo miembro de su pequeña familia. Se mostró algo tímida y cohibida, nada fuera de lo normal. En tan corta edad había sufrido una gran pérdida, verse acogida en un centro de adopción y ahora elegida para formar parte de una familia de desconocidos. No era una situación fácil, necesitaría tiempo. La psicóloga les advirtió que deberían tener paciencia. Una asistenta iría a su casa para valorar su estado y su integración. Con estas pautas y varios consejos, se acordó la adopción.
Saúl, el hijo mayor, y Natalia, la hija adoptiva, pronto conectaron. Saúl adoraba a su hermana, la protegía, la acompañaba, se pasaban horas jugando juntos con la consola, en el jardín. Saúl fue un gran apoyo y ayuda en la adaptación de Natalia. Junto a él logró integrarse en la familia, sentirse cómoda y una más. Los padres no podían ser más felices. Habían logrado su sueño, tener dos hijos, una parejita, y que se llevaran tan bien era un milagro.
***
–¡Oh, Dios mío! ¡Llama a una ambulancia, corre! Natalia, Natalia, por favor, despierta. –Le decía de forma desesperada mientras le daba palmadas en la cara.
Natalia estaba en su cama, aún con el pijama puesto. Su mano derecha caía a un lado, con la palma abierta. De ella se había desprendido una caja de pastillas, vacía. Parecía inconsciente, pero su corazón aún latía, aunque de forma débil. Lorena, su madre adoptiva, no sabía qué hacer. Le temblaba todo el cuerpo, ¿qué podía haber pasado? Lorena trabajaba todo el día, es cierto que no había podido prestarle toda la atención que requería, aun así, ese no era motivo para intentar quitarse la vida. Mientras intentaba despertarla sin éxito, en su mente venía la imagen de Natalia, triste y callada, algo le pasaba hacía meses y ella no quiso verlo. La pequeña pasaba muchas horas encerrada en su cuarto, pero el trabajo mantuvo alejada a Lorena, sin tiempo para hablar con ella y averiguar qué le pasaba. Tal vez sufría bullying en el colegio, acoso por Internet, o de algún profesor. ¿Qué había hecho, por qué la tuvo tan abandonada? Puede que se relajara al saber que su hijo estaba con ella, ellos dos se llevaban tan bien, creyó que sus cuidados serían suficientes. Pero un chico adolescente no era la mejor compañía para una jovencita con problemas. Debió haberlo visto, Natalia era huérfana, necesitaba una figura materna, necesitaba una madre. Y ella no estuvo allí cuando más la necesitó. Comenzó a llorar, le había fallado, pero ahora era inútil lamentarse, lo primordial era que Natalia se recuperara.
–La ambulancia viene de camino.
Miró a su hijo, con la cara pálida, tampoco debía ser fácil para él. Arrodillada junto a la cama de Natalia, cogiéndole la mano, se dirigió a Saúl.
–¿Ella te contó algo? ¿Sabes por qué ha podido hacer algo así?
Él negó con la cabeza.
–Lo siento, mamá, no me di cuenta de nada. Últimamente casi no hablábamos.
Lorena suspiró y miró a Natalia. Debió suponerlo, necesitaba una mujer para contarle sus problemas. La acogieron hacía tres años, la querían, formaba parte de la familia, ¿qué iban hacer ahora si ella...? No, no podía morir. Se levantó y corrió al cuarto de baño. Trajo una toalla mojada y se la pasó a Natalia por la cara, por el pecho, por el cuello, volvió a darle golpes en la mejilla.
–Vamos, pequeña, reacciona.
Las sirenas de la ambulancia se escucharon a lo lejos.
***
–¿Cómo te encuentras?
La joven miraba al frente, seria, no contestó. La psicóloga tenía paciencia, podía esperar. Se estaba recuperando de un intento de suicidio y de un aborto, con trece años. El informe mostraba desgarros vaginales, semen y sangre, por el aborto. Estaba embarazada de dos meses, perdió al bebé a consecuencia de la ingesta de pastillas. La miró entristecida, a veces su trabajo era complicado, debía ser fuerte, las chicas con las que tenía que hablar habían pasado por situaciones horribles. ¿Qué pudo sucederle a esta chica para terminar así? Era una joven muy bonita, pero de mirada triste, adulta, la mirada de alguien que ha sufrido mucho.
–¿Puedes contarme qué pasó? ¿Quién te hizo esto?
La chica la miró sin expresión alguna.
–No me creería.
Dijo en un hilo de voz, al borde de las lágrimas. La doctora llevaba quince años ejerciendo, se sorprendería de las cosas que había tenido que escuchar. Su historia no podía afectarle más que otras y, por supuesto, le daría toda la credibilidad.
–Cariño...
–¡No me llame así, no vuelva a llamarme así! –Soltó de forma agresiva, su mirada se llenó de rencor.
La doctora asintió. Anotó algo en el informe. Alzó los ojos para mirarla.
–De acuerdo, lo siento. ¿Natalia está bien?
Ella asintió.
–Él nunca me llamaba por mi nombre. –dijo.
La doctora volvió a asentir, poco a poco se iba soltando, era buena señal.
–¿Quién es él?
Natalia bajó la mirada, como avergonzada.
–Me obligaba a hacer cosas que no quería. Yo no quería. –Se le quebró la voz.
–Lo sé, sé que tú no querías, no debes culparte, nunca debes hacerlo. Continúa, por favor.
–Al principio parecía un juego, se acercaba mucho, me tocaba un pecho de forma accidental, me daba una palmada en el trasero. Me besaba mucho en la cara y me abrazaba. Todo era cariño, decía que me quería mucho. –Tragó saliva.
–Tranquila, ¿qué pasó después?
–Un día me besó en los labios, yo me sorprendí y le dije que no volviera hacerlo. Él me dijo que ya era mayor para besar a alguien. Le dije que no me parecía bien y él me contestó que era normal cuando alguien quería tanto a otra persona. Y volvió a besarme, esta vez me agarró la cara con sus manos y no me dejó escapar. Metió su lengua dentro de mi boca. Sentí náuseas.
Llegados a este punto la doctora sabía que no se detendría, tenía que soltarlo todo, deshacerse del lastre, de la culpa, del odio que albergaba en su interior, guardó silencio y la dejó hablar.
–Cuando al final me soltó le di una bofetada y él se rio. «No puedes hacerme daño y nunca me enfadaré contigo, porque te quiero demasiado.» Aquella noche entró en mi cuarto, yo estaba dormida, me desperté al notar que alguien se metía en mi cama. Estaba desnudo, me tapó la boca con la mano y me levantó el camisón. Se puso encima de mí. No podía moverme, casi ni respirar. Con la otra mano rompió mi ropa interior, con sus piernas abrió las mías. No entendía qué pasaba, comencé a llorar y noté algo caliente entre las piernas. «Cariño, te quiero, eres mi vida, esto es lo que hacen las personas que se quieren y ya eres mayor para entenderlo, debemos consumar nuestro amor.» Metió eso..., dentro de mí y me forzó. Cuando terminó, me besó en la boca, con fuerza y después me susurró, «no puedes contarle esto a nadie, no lo entenderían, tampoco te creerían, es nuestro secreto, si se lo cuentas a alguien diré que te lo estás inventando, la pobre niña desvalida, volverás al centro, o peor, a un reformatorio, por mentirosa. Cariño, mi amor.» decía mientras seguía besándome. «Debemos estar juntos, yo te quiero tanto, todo irá bien, mi amor. ¿Guardarás el secreto?» Le dije que sí, no sé por qué. Tenía miedo. Temblaba, me dolía la entrepierna. Se quedó conmigo parte de la noche, luego se fue a su cuarto. Desde aquella noche, la escena se repitió a diario, a veces más de una vez al día. Una vez me enseñó algo que había comprado, eran juguetes para el sexo. Luego los utilizó conmigo. Me hacía ponerme a cuatro patas, me metía su miembro en la boca. Me pasaba toda la noche vomitando. Mi madre creyó que estaba enferma y dejaba que me quedara en casa. Eso era peor, lo hacíamos hasta cuatro veces al día, con la boca, por detrás, con esos juguetes asquerosos, me dolía todo el cuerpo, siempre tenía náuseas. Y él no se cansaba nunca. Me repugnaba mirarle, me daba asco que me tocara. No podía hablar con nadie, yo quería quedarme, por fin tenía un hogar, pero no pude soportarlo. Empecé a odiarle, me aterrorizaba cada vez que oía sus pasos, era vivir en una constante pesadilla. Comencé a sentirme sucia, como una mujer de esas que están en la carretera. Me sentía despreciable por no hacer nada, por permitir que ese malnacido hiciera esas cosas conmigo. Era una cobarde, no era nadie, a nadie le importaba. Mi madre me veía y sonreía, nunca hablaba conmigo. A veces me preguntaba si estaba enferma, me tocaba la frente y decía que me fuera a descansar, que ella me prepararía un vaso de leche, pero que debía terminar un trabajo importante. Nunca tenía tiempo. Mi padre viajaba constantemente, creo que todavía no se había dado cuenta ni de que existía.
La doctora la miró, había estado anotando en su libreta.
–¿Quién era él? –Aunque ya sabía la respuesta.
–Mi hermano.
***
–¡Está mintiendo, mamá! Jamás le haría daño, es mi hermana.
–Estaba embarazada, alguien debió hacerlo y tú pasabas muchas horas con