El gran diseño biocéntrico: Cómo la conciencia determina la estructura del universo y la realidad
Por Robert Lanza, Matej Pavšič y Bob Berman
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Un apasionante viaje en el tiempo a cada uno de los grandes avances científicos de los últimos siglos, desde Newton hasta las rarezas de la teoría cuántica, que culmina en una serie de revelaciones anonadantes que harán tambalearse todo lo que hasta ahora se creía sobre el lugar del ser humano en el universo.
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Comentarios para El gran diseño biocéntrico
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Es un libro denso pero revelador. Vale la pena leerlo hasta que pilles la idea principal.
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El gran diseño biocéntrico - Robert Lanza
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Título original: THE GRAND BIOCENTRIC DESIGN. How Life Creates Reality
Traducido del inglés por Elsa Gómez Belastegui
Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.
Ilustraciones de interior de Jacqueline Rogers
Maquetación: Toñi F. Castellón
© de la edición original
2020 de Robert Lanza y Matej Pavšič
© de la presente edición
EDITORIAL SIRIO, S.A.
C/ Rosa de los Vientos, 64
Pol. Ind. El Viso
29006-Málaga
España
www.editorialsirio.com
I.S.B.N.: 978-84-19685-08-7
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Contenido
Cubierta
Créditos
Introducción
Qué es el universo
El ordenador Apple de Newton y las realidades alternativas*
La teoría cuántica lo cambia todo
Insinuaciones de inmortalidad
Abajo el realismo
La conciencia
Cómo opera la conciencia
El experimento de Libet revisado
La conciencia animal
El suicidio cuántico y la imposibilidad de estar muerto
La flecha del tiempo
Viajar en un universo atemporal
Las fuerzas de la naturaleza
El observador define la realidad
Los sueños y la realidad multidimensional
Derrota de la concepción fisiocéntrica del mundo
Post scriptum: El hombre al que las cosas le importaban de verdad
Apéndice 1: preguntas y críticas
Apéndice 2: El observador y la flecha del tiempo
Apéndice 3: Los observadores definen la estructura del universo
Lecturas complementarias*
Agradecimientos
Sobre los autores
Índice temático
También de Robert Lanza y Bob Berman*
Biocentrismo
Más allá del biocentrismo
También de Matej Pavšič
The Landscape of Theoretical Physics: A Global View
* Ambos publicados por Editorial Sirio S. A.
A Eliot Stellar, el hombre al que las cosas le importaban de verdad
(el post scriptum está dedicado a su memoria)
Eliot Stellar (1919-1993)
Uno de los fundadores de la neurociencia del comportamiento. En la fotografía aparece sentado delante de su escritorio en 1978, cuando era el consejero de Robert Lanza.
En sus últimos años Stellar dedicó gran parte de su tiempo al Comité de Derechos Humanos de la Academia Nacional de Ciencias (NAS), del que fue presidente desde 1983 hasta el final de su vida. En su trabajo para la NAS, abogó activamente por que los científicos del mundo entero tuvieran libertad para realizar sus investigaciones, e intercedió en favor de los científicos encarcelados, cuyas vidas estaban en peligro o que se veían obligados a sufrir grandes penurias.
–De los «Eliot Stellar Papers»,
Archivos de la Universidad de Pensilvania
Copérnico despojó a la humanidad de su trono en el centro cósmico. ¿Sugiere la teoría cuántica que, en algún misterioso sentido, somos un centro cósmico?
–Bruce Rosenblum y Fred Kuttner,
El enigma cuántico*
* N. de la T.: Título original, Quantum Enigma. Versión en castellano, Barcelona: Tusquets, 2012. Trad., Ambrosio García Leal.
Introducción
ROBERT LANZA
El paradigma en el que actualmente se basan todas las ramas de la práctica científica conduce a enigmas irresolubles, a conclusiones que en última instancia carecen de sentido. Desde la primera y segunda guerra mundial, ha habido un volumen de descubrimientos sin precedentes, y muchos de los hallazgos ponen de relieve la necesidad de que la ciencia cambie fundamentalmente su forma de entender el mundo. Cuando nuestra visión del mundo se ponga al día con los hechos, el viejo paradigma será sustituido por un nuevo modelo biocéntrico, en el que la vida no es producto del universo, sino a la inversa.
Por supuesto, un cambio que signifique echar por tierra nuestras creencias más fundamentales tendrá que vencer una resistencia tenaz. No soy un iluso; toda mi vida he tenido que hacer frente a la oposición que provocan las nuevas formas de pensar. Cuando era niño, me quedaba despierto en la cama por la noche e imaginaba que de mayor sería científico y observaría maravillas a través del microscopio. Pero la realidad parecía decidida a recordarme que era solo un sueño. Al empezar la escuela primaria, a los alumnos de primer curso se nos dividió en tres clases –A, B y C– atendiendo a nuestro «potencial». Mi familia acababa de mudarse a las afueras. Veníamos de Roxbury, uno de los barrios más peligrosos de Boston (que la renovación urbanística arrasaría años después). Mi padre era jugador profesional. Se ganaba la vida jugando a las cartas, lo cual en aquella época era ilegal, y apostando en los hipódromos y los canódromos, así que no se nos consideraba precisamente una familia de eruditos. Lo cierto es que mis tres hermanas dejaron el instituto una tras otra. Me pusieron en la clase C, que era el grupo de los que estaban destinados a ser trabajadores manuales, o comerciales, y que incluía a los que repetían curso y a los que eran principalmente conocidos por lanzar escupitajos a los profesores.
Mi mejor amigo estaba en la clase A. Un día, cuando estábamos en quinto curso, le pregunté a su madre:
–¿Cree que si me lo propusiera podría llegar a ser científico? Si me esforzara mucho, ¿cree que podría ser médico?
–¡Qué cosas se te ocurren! –contestó, y me dijo que no sabía de nadie de la clase C que jamás hubiera llegado a médico, pero que no me preocupara porque seguro que podría ser un excelente carpintero o fontanero.
Al día siguiente decidí presentarme al concurso de ciencias, lo que significaba competir directamente con la clase A. Para preparar su proyecto sobre rocas, a mi amigo sus padres lo llevaron a los museos a que investigara y le hicieron un expositor impresionante para sus muestras. Mi proyecto, animales, estaba formado por cosas que recogía cuando iba de excursión: insectos, plumas y huevos de pájaros. Ya entonces estaba convencido de que los sujetos más dignos de estudio científico eran los seres vivos, y no la materia inerte y las rocas. Esto suponía una inversión total de la jerarquía que nos enseñaban los libros de texto, es decir, que la física, con sus fuerzas y átomos, constituía la base del mundo y era por tanto la clave para comprenderlo, seguida de la química y luego de la biología y la vida. El proyecto me valió, a mí, modesto miembro de la clase C, el segundo puesto, detrás de mi mejor amigo.
Los concursos de ciencias se convirtieron en una forma de poner en evidencia a todos los que me habían catalogado por las circunstancias de mi familia. Pensé que si de verdad me esforzaba en serio podría mejorar mi situación. En el instituto, empecé a trabajar de lleno en un experimento muy ambicioso, que consistía en alterar la composición genética de pollos blancos y transformarlos en negros utilizando una nucleoproteína. Todavía no había llegado la era de la ingeniería genética, y el profesor de biología aseguró que era imposible. El profesor de química fue más contundente; dijo: «Lanza, vas a ir al infierno».
Justo antes del concurso, un amigo predijo que yo ganaría. «¡Ja, ja!», la clase entera se rio. Pero mi amigo estaba en lo cierto.
A principios de curso, después de que a mi hermana la enviaran a casa con un parte de suspensión, el director le había dicho a mi madre que no estaba capacitada para cuidar de sus hijos. Cuando gané, aquel director tuvo que felicitarla delante de todo el colegio.
Este es el diploma que, estando en la clase C, recibió el autor (Lanza) por el proyecto de ciencias sobre «Animales». Lo firmó Barbara O’Donnell, que posteriormente sería su profesora de ciencias en el instituto y que estimuló su desarrollo científico, lo mismo que el de otros cientos de estudiantes durante sus cincuenta años de trabajo como profesora y orientadora. El libro Biocentrismo está dedicado a ella con ocasión de su noventa cumpleaños.
Luego me hice científico, y durante toda mi carrera profesional seguí encontrándome con la intolerancia a las nuevas ideas. ¿Se pueden generar células madre sin destruir los embriones? ¿Se puede clonar una especie utilizando huevos de otra? ¿Podrían los descubrimientos hechos a nivel subatómico «subir de nivel» y revelar algo sobre la vida y la
conciencia? A los científicos se nos adiestra para que hagamos preguntas, pero también para que seamos cautelosos y racionales, de modo que el cuestionamiento suele estar dirigido a efectuar un cambio gradual, no al derrumbe del paradigma. Al fin y al cabo, los científicos no somos diferentes del resto de nuestra especie. Nuestros antepasados se subían a los árboles para recolectar bayas y otros frutos, y para ponerse a salvo de los depredadores, y seguir vivos el tiempo suficiente para procrear; no debería extrañarnos que esa misma prevención exista en nosotros, aunque a veces nos sea de muy poca ayuda para comprender la naturaleza de la existencia.
«Si algo he aprendido en una larga vida –dijo Einstein– es que toda nuestra ciencia, contrastada con la realidad, es primitiva y pueril, y sin embargo es lo más valioso que tenemos». La ciencia debe trabajar con conceptos sencillos que la mente humana pueda comprender. Pero a medida que las pruebas del biocentrismo van en aumento, la ciencia podría ser la clave para responder a preguntas que antes se creía que quedaban fuera de sus límites, preguntas que nos han atormentado desde antes de que existiera la civilización.
***
Aunque este sea el principio del libro, no es el principio de nuestra historia.
Vamos a zambullirnos en una odisea que viene de lejos. Cuando llegamos al cine, la película ya ha empezado y nos sentamos en nuestras butacas mucho después de que hayan pasado los créditos iniciales.
Como pronto veremos, el Renacimiento fue testigo de una transformación en la manera de comprender el cosmos. Sin embargo, a la par que la superstición y el miedo perdían terreno, la nueva perspectiva que se estableció dictaba una firme división entre dos entidades básicas: por un lado nosotros, observadores pegados a la superficie de nuestro pequeño planeta, y por otro, el vasto reino de la naturaleza concebido como un cosmos separado casi por completo de nosotros. La noción de que se trata de dos entidades distintas ha calado hasta tal punto en el pensamiento científico que probablemente, en pleno siglo xxi, sigues dando por sentado que lo son.
Sin embargo, la opinión contraria tampoco es nueva, ni mucho menos. Los textos en sánscrito de los maestros indios y los textos taoístas de la Antigüedad expresan unánimemente que, en el cosmos, «Todo es Uno». Los místicos y filósofos orientales percibían o intuían una unidad intrínseca entre el observador y el llamado universo externo, y a lo largo de los siglos han seguido sosteniendo que esa distinción es ilusoria. También algunos filósofos occidentales, entre ellos Berkeley y Spinoza, cuestionaron las ideas predominantes sobre la existencia de un mundo externo separado de la conciencia. No obstante, el paradigma dicotómico siguió teniendo el consenso de la mayoría, especialmente en el mundo de la ciencia.
Pero la minoría inconformista consiguió un potente megáfono hace un siglo, cuando algunos de los creadores de la teoría cuántica, sobre todo Erwin Schrödinger y Niels Bohr, concluyeron que la conciencia es imprescindible para poder comprender mínimamente la realidad. Aunque llegaron a estas conclusiones a través de las matemáticas, en el curso de su trabajo desarrollaron ecuaciones que constituirían la base de la mecánica cuántica y los innumerables hallazgos que han resultado de ella, por lo cual fueron también pioneros que contribuyeron a que el biocentrismo fuera posible un siglo después.
En la actualidad, algunas rarezas del mundo cuántico, como el entrelazamiento, han ido abriéndole un hueco a esa minoría en la corriente de pensamiento dominante. Si realmente es cierto que la vida y la conciencia son el fundamento de todo lo demás, innumerables anomalías desconcertantes de la ciencia se aclaran de inmediato. No me refiero solo a insólitos resultados de laboratorio, como los del famoso «experimento de la doble rendija», que no tienen sentido a menos que la presencia del observador esté íntimamente ligada a los resultados. A nivel cotidiano, cientos de constantes físicas como la fuerza de la gravedad y la fuerza electromagnética llamada «radiación alfa», que gobierna los enlaces eléctricos de cada átomo, son idénticas en todo el universo y están «fijadas» a los valores precisos que permiten que la vida exista. Podría ser simplemente una asombrosa coincidencia. Pero la explicación más sencilla es que las leyes y condiciones del universo permiten que el observador exista porque es el observador el que las genera. ¡Obvio!
Esta es también una historia en curso, puesto que hemos contado algo de ella en los dos libros anteriores sobre biocentrismo; quizá hayas leído ya uno de ellos o los dos. Si es así, entendemos que te preguntes por qué era necesario este tercer libro. La respuesta breve es que, por un lado, esboza el biocentrismo de una manera nueva y, por otro, lo amplía.
En los dos primeros libros, Biocentrismo y
Más allá del
biocentrismo, empleamos una diversidad de medios para mostrar por qué todo es mucho más comprensible si la naturaleza y el observador están entrelazados o son correlativos; apelamos no solo a la ciencia, sino también a la lógica básica y a las valoraciones de algunos de los grandes pensadores que ha habido a lo largo de los siglos. El enfoque multidisciplinario que utilizamos para explicar y respaldar nuestras conclusiones ha resultado convincente y popular, como lo demuestra el gran éxito de esos dos libros, que se han traducido a veinticuatro idiomas y se han publicado en todo el mundo. Y sin embargo, algunas lectoras y lectores con inquietudes científicas querían más.
Algunos de ellos tuvieron la impresión de que las conclusiones a las que llegaba el biocentrismo en lo referente a la conciencia rozaban lo «fantasioso», es decir, parecían poco científicas, sonaban a teorías de estilo Nueva Era. Estos comentarios nos hicieron reflexionar. ¿Cabía la posibilidad de que nuestras conclusiones, pese a estar fundamentadas con frialdad lógica en la ciencia «dura», no fueran finalmente más que una mera interpretación «filosófica» de los resultados obtenidos en estudios observacionales y experimentales? ¿Cabía la posibilidad de que el biocentrismo perteneciera más al ámbito de la filosofía que al de la ciencia? Nosotros pensábamos indiscutiblemente que no. Sin embargo, reconocimos que podría ser interesante cerrar el caso basando nuestros argumentos a favor del biocentrismo exclusivamente en la física.
Además, desde que se publicaron los dos primeros libros, ha habido nuevas investigaciones cuyos resultados ofrecen argumentos todavía más sólidos a favor del biocentrismo y nos permiten explicar aspectos antes difusos de cómo funciona realmente nuestro universo biocéntrico. A medida que hemos ido comprendiendo las cosas con más detalle, hemos podido perfeccionar nuestra teoría y desarrollarla, lo cual nos ha revelado nuevos principios esenciales que deben estar incluidos en cualquier explicación completa del biocentrismo. Había llegado el momento de presentar una nueva visión integral del gran diseño biocéntrico que rige nuestro cosmos.
Eso es lo que tienes ahora ante ti. Como verás, este volumen cuenta nuestros descubrimientos y conclusiones basándolos únicamente en las ciencias duras. Hemos dejado las ecuaciones y demás para los apéndices, pues sabemos que muchos de vosotros cerraréis el libro de golpe nada más ver el símbolo de una raíz cuadrada, y, aunque lo que vamos a exponer a continuación es rigurosamente científico, queremos que sea una exploración amena para todos. A fin de cuentas, las preguntas a las que responde este libro son precisamente aquellas que todos nos hemos hecho alguna vez, preguntas básicas sobre la vida y la muerte, sobre cómo funciona el mundo y por qué existimos.
Lo que sigue no es una exposición exhaustiva, ya que hemos omitido entrar con demasiado detalle en cosas como el experimento de la doble rendija, que se estudiaron por completo en los libros anteriores. Sin embargo, contamos la historia de asombrosos descubrimientos de la física que inexorablemente nos llevan todos a la conclusión tal vez extravagante, pero aun así desestabilizadora, de que la estructura básica del cosmos –cosas como el espacio y el tiempo y la forma en que la materia se mantiene integrada– requiere de un observador. Aunque muchos físicos entienden por «observador» cualquier objeto macroscópico, nosotros estamos entre los que creen que el observador debe ser necesariamente consciente. Más adelante descubriremos por qué y qué significa eso.
A medida que el relato avance, veremos que las leyes de Newton determinan no solo cómo se mueven las cosas, sino también cuál podría haber sido la trayectoria de un objeto si hubiera empezado a moverse de manera diferente, y por tanto traen consigo los primeros aires, aún muy tenues, de universos alternativos y presagian la teoría cuántica.
Viajaremos al momento en que surgió esa teoría, cuando el extraño comportamiento cuántico recién descubierto desafió la idea de que existe un mundo externo independiente del sujeto que lo percibe, una cuestión sobre la que han debatido filósofos y físicos, desde Platón hasta Hawking. Nos sumergiremos en qué quiso decir Niels Bohr, el gran nobel de Física, cuando afirmó: «No estamos midiendo el mundo, lo estamos creando».
Desenredaremos la lógica que utiliza la mente para generar la experiencia espaciotemporal y nos asomaremos al llamado «problema difícil» de la conciencia –cómo y de dónde surge–, lo que nos llevará a explorar las regiones del cerebro entrelazadas cuánticamente y que juntas constituyen el sistema que asociamos con el sentimiento unitario de «yo». Explicaremos, por primera vez en la historia, el mecanismo entero que hace emerger lo que experimentamos como tiempo: desde el nivel cuántico, donde todo está todavía en superposición, hasta el nivel de los acontecimientos macroscópicos que ocurren en los circuitos cerebrales. Durante el recorrido, veremos cómo la información que rompe el límite de la velocidad de la luz da a entender que la mente está unificada con la materia y el mundo.
Al ir reconociendo la vida cada vez más como una aventura que trasciende la comprensión racional, obtendremos también pistas sobre la muerte. Hablaremos del experimento mental llamado «suicidio cuántico», que puede servirnos para explicar por qué estamos ahora aquí, pese a haber tal cantidad de elementos en contra, y por qué la muerte no tiene verdadera realidad. Veremos que la vida tiene una dimensionalidad no lineal, como un florecer sin fin, una flor perenne.
Todo a lo largo del libro, veremos que los descubrimientos han ido poniendo del revés innumerables nociones que el sentido común consideraba indiscutibles. Por ejemplo: «Las historias del universo –decía el físico teórico Stephen Hawking– dependen de lo que se mide, lo cual contradice la idea general de que el universo tiene una historia objetiva independiente del observador». Si en la física clásica se da por sentado que el pasado existe como una serie inalterable de acontecimientos, la física cuántica se rige por un conjunto de reglas distinto, según las cuales, como dijo Hawking, «el pasado, al igual que el futuro, es indefinido y existe como un espectro de posibilidades».
Y ya que estamos, hablaremos de la frustración que han sentido los físicos durante un siglo precisamente ante ese hecho: que la mecánica cuántica existe mediante un «conjunto de reglas distinto». Y es que, en definitiva, para entender fenómenos como la gravedad, es necesario encontrar una manera de conciliar la teoría de la relatividad general de Einstein, que describe con precisión el cosmos a gran escala, es decir, el nivel macroscópico, con las reglas radicalmente distintas que rigen el reino cuántico de lo diminuto. ¿Por qué no pueden comunicarse la ciencia que estudia el cosmos a gran escala y la ciencia que estudia el cosmos a nivel subatómico? Para gran sorpresa nuestra, este libro llega a lo que puede ser un auténtico salto precisamente en esa búsqueda, la del santo grial de la física.
Hablamos de ese salto en los últimos capítulos, donde encontraremos un asombroso artículo de portada de uno de los autores (Lanza) y el físico teórico de la Universidad de Harvard Dmitriy Podolskiy en el que se explica que el tiempo emerge directamente del observador. Veremos que el tiempo no existe «ahí fuera» transcurriendo del pasado al futuro al ritmo de un tictac, como siempre hemos creído, sino que es una propiedad emergente, como un brote de bambú que germina y crece a toda velocidad, y que su existencia depende de que el observador tenga la capacidad de conservar información sobre los sucesos que experimenta. En el mundo del biocentrismo, no es solo que un observador «descerebrado» no experimente el tiempo, sino que, sin un observador consciente, el tiempo no tiene existencia en ningún sentido.
Pero este libro no es simplemente una flecha que apunta a las impactantes revelaciones de los capítulos finales, y ni tan siquiera a las anonadantes pruebas científicas de que sencillamente no hay tiempo, ni realidad, ni existencia de ningún tipo sin un observador. Este libro es una odisea, y confiamos en que te inspire y despierte en ti una profunda admiración cada una de sus revelaciones sobre el funcionamiento del cosmos y el lugar que ocupamos en él.
De modo que, sí, cuenta con que al final habrá fuegos artificiales, cuando el viejo paradigma sea sustituido definitivamente por el nuevo. Pero el viaje de ver cómo se desarrolla esta historia tan fascinante es su propia recompensa, un viaje con sorpresas a cada paso.
Y empieza donde menos nos lo habríamos esperado, en el conocido, aunque todavía desconcertante, ámbito de la simple conciencia cotidiana.
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Qué es el universo
Todos somos prisioneros de nuestro adoctrinamiento temprano, porque resulta muy difícil, casi imposible, librarse de la educación impuesta durante los primeros años de vida.
–Jubal,
en Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein*
Estos son tiempos peligrosos para la ciencia. Pero también incomparablemente apasionantes.
Peligrosos porque, en muchos países, hay un trasfondo anticientífico que amenaza con diluir los extraordinarios avances de las últimas décadas. Apasionantes porque al fin se está dando respuesta a algunas de las grandes preguntas de la humanidad y los problemas humanos más acuciantes están a punto de resolverse.
Los enormes cambios que ha supuesto el progreso científico son muy evidentes si comparamos el mundo actual con cómo era todo cuando algunos de nosotros empezamos a estudiar ciencias, a mediados de los años setenta. Ninguna sonda espacial se había aventurado a ir más allá de Marte. Nadie sabía que los quarks formaban el núcleo de todo átomo. Internet no existía. Hasta las videocámaras VHS eran cosa del futuro.
Un coche nuevo costaba una media de tres mil setecientos dólares. La casa estadounidense típica costaba treinta y cinco mil.
En los años que han transcurrido desde entonces, la ciencia ha transformado el planeta: desde la ingeniería genética, que hoy permite alimentar a la población mundial y antes se consideraba inviable, hasta la cirugía cardíaca rutinaria y otros avances médicos que han alargado el promedio de vida humana hasta los ochenta años.
Este libro pretende expandir aún más los límites de la ciencia.
Como hemos dicho, vamos a dejar para los apéndices las ecuaciones de física más enrevesadas, pero a la vez contamos con que tienes un grado medio de conocimientos científicos. O, a ser posible, un poco más que eso; porque cuando la Fundación Nacional para la Ciencia publicó recientemente los resultados de su encuesta anual a la población estadounidense sobre conocimientos científicos básicos, no fueron el tipo de resultados que a alguien le gustaría exhibir en la puerta de la nevera.
La encuesta incluye nueve preguntas de verdadero/falso. Por ejemplo: 1- El centro de la Tierra está muy caliente. 2- Toda la radiactividad está creada por el ser humano. 3- Los electrones son más pequeños que los átomos, etcétera.** Los resultados no han cambiado mucho en los últimos cuarenta años: la puntuación media es de aproximadamente el sesenta por ciento, un aprobado. (Y, en contra de lo que muchos creen, los europeos no lo hacen mucho mejor que los americanos).
Pero quizá más preocupante que el estado de conocimientos del público sea su estado de pensamiento crítico. Las encuestas revelan que una preocupante minoría cree en diversas teorías conspiratorias. Por ejemplo, muestran que el siete por ciento del público estadounidense cree que los alunizajes de las misiones Apolo fueron un engaño, y, en 2018, la conspiración que a mayor velocidad se extendió por Internet fue la de que la Tierra es en realidad plana y las fotos de nuestro planeta supuestamente tomadas desde el espacio son una falsificación. Es muy triste que esta clase de creencias pervivan a pesar de que las desmienta no ya la ciencia, compleja e impenetrable, sino el sentido común más elemental: en este caso, la creencia de que la Tierra es plana se puede refutar con una simple llamada de teléfono entre dos amigos, uno que esté en la costa este de Estados Unidos y el otro en la costa oeste, ya que el sol se verá en mitad del cielo en California mientras que, en ese mismo instante, en Vermont se estará poniendo. Basta algo así de simple para demostrar que nuestro planeta no es plano.
Este libro no va dirigido a quienes, como los terraplanistas, se niegan a creer en la evidencia que tienen delante de los ojos, sino a los lectores y lectoras que están abiertos a acoger importantes revelaciones basadas en la observación y la experimentación. Eso es de hecho el biocentrismo, aunque nuestra atención esté enfocada en aspectos fundamentales de la vida que hasta ahora parecían irremediablemente misteriosos ya que escapaban del alcance de la ciencia.
Tras largos siglos de superstición, que en ocasiones provocó una brutal represión del progreso científico (he ahí Galileo), la mayor parte del mundo moderno considera por fin que la ciencia es la fuente de conocimiento más fiable sobre la naturaleza. Por si fuera poco, nos regala también artilugios tecnológicos –iPhones y GPS– y tomates en enero.
Más allá de eso, el método científico en sí mismo es el proceso más eficaz que jamás se haya ideado para descubrir lo que es verdad. El escepticismo, la observación y la experimentación sistemáticos eliminan sin piedad a los impostores. Cualquiera que haga una afirmación original y descabellada, como la de Luis y Walter Álvarez cuando dijeron que el impacto de un meteorito había extinguido a los dinosaurios, debe presentar pruebas sólidas. En el caso del equipo Álvarez, padre e hijo, esa prueba era una capa de iridio (un metal raro en la Tierra pero abundante en el polvo de los meteoritos) depositada sobre la corteza terrestre hace sesenta y seis millones de años. La fama que alcanzaron con esto inspiró a otros investigadores a intentar «derribar» la teoría de los Álvarez para hacerse famosos ellos también y dejar huella. De modo que la ciencia ofrece motivación permanente para ofrecer puntos de vista antitéticos y los analiza con escepticismo. Se autorregula.
Desafortunadamente, como decíamos en la introducción, los científicos somos ni más ni menos que humanos y la ciencia tiene su propia inercia, por lo que hay ideas auténticamente originales que permanecen ignoradas no solo durante años, sino a menudo durante décadas o incluso siglos. Es triste que cuando el meteorólogo alemán Alfred Wegener propuso su teoría de la deriva continental, en 1912, la idea fuera rechazada mayoritariamente hasta entrada la década de 1950. Una vez que finalmente se aceptó, no solo pudo el mundo entero ver lo obvio –que los bordes de los continentes encajan como las piezas de un rompecabezas, lo que sugiere que todos formaron parte de un supercontinente, al que ahora llamamos Pangea–, sino que la teoría explicó también rarezas como las dorsales mediooceánicas, elevaciones submarinas que recorren la parte media de los océanos, y que las rocas del este de Norteamérica sean tan parecidas a las de Irlanda. Finalmente se encontró una explicación al «cinturón de fuego», la zona de frecuente actividad volcánica y sísmica que bordea el Pacífico. En resumidas cuentas, se resolvieron muchos misterios de una sola vez al saber que la corteza terrestre flota, como si se tratara de los restos de un naufragio, sobre un océano de magma y se desplaza de uno a cuatro centímetros al año. Pero tuvieron que pasar décadas antes de que la idea se tomara en serio.
Otros tipos de «resina» que tienden a solidificarse y atascar las ruedas del progreso son aquellos aspectos de la naturaleza a los que, por ser tan omnipresentes, nos hemos acostumbrado, lo cual nos impide hacer un análisis objetivo de ellos. Son tan comunes que no llaman la atención.
Esa familiaridad podría explicar por qué el aire no se identificó como un compuesto de gases discretos, cada uno con características muy diferentes, hasta después de la Revolución de Estados Unidos (1775). Ni en los textos de los griegos de la Antigüedad, por lo común inquisitivos, ni tan siquiera en los de los genios del Renacimiento, se hace la menor alusión a que el aire fuera sino una sola sustancia.
Podría ser esto mismo lo que nos ocurre actualmente en relación con la conciencia. El hecho de que todo lo que se ve, se oye, se piensa o se recuerda es, ante todo, manifestación de la conciencia humana significa que esta nos es tan cercana y tan íntima que en general la pasamos por alto. La conciencia es como la pantalla en la que se proyecta una película. Es «lo que es real» cuando nos sentamos en el cine, y sin embargo la ignoramos del mismo modo que no vemos la profusión parpadeante de colores y luces que el proyector arroja sobre ella como lo que son realmente. Mantenemos la atención centrada en todo momento en las formas que crea la película, en los patrones que identificamos como el rostro de los actores o en los significados que transmite el lenguaje codificado en la banda sonora.
Pero la analogía con el cine llega hasta aquí. La pantalla de cine es una cortina de material reflectante que carece de importancia intrínseca; otra superficie, una pared blanca por ejemplo, habría cumplido la misma función. La conciencia es algo muy distinto. El hecho de la conciencia, de la percepción,