Lo que un día fuimos. Sí, quiero, 1
Por Lina Galán
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Ona va a casarse, lo tiene muy claro. Puede ser presidenta ejecutiva de una empresa farmacéutica, vivir en un enorme dúplex con piscina y poseer un envidiable vestidor lleno de ropa de marca. Puede ser una mujer libre, independiente y rica, y aparentar que no necesita nada más en su vida.
Pero, en realidad, lo que más anhela es vivir en una casa con jardín, sentarse en el porche junto a su marido y ver corretear a un par de niños.
¿Cuál es el problema? Que ni siquiera tiene novio. Y no lo tiene por culpa de lo que ocurrió hace quince años en una casita de madera en la fiesta de su amiga Aina.
Quince años anhelando un imposible.
Quince años guardándose sus sentimientos.
Quince años viviendo enamorada en secreto de Pol, su mejor amigo.
¿Qué ocurre cuando lo posees todo pero lo que más deseas es lo único que no puedes tener?
Lina Galán
Vivo en Lliçà d’Amunt, un pueblo cercano a Barcelona, junto con mi marido, mis dos hijos adolescentes y dos gatos. Después de años alejada de los estudios, porque nunca es tarde, obtuve el título de Educadora Infantil, algo vocacional que llevaba demasiado tiempo deseando hacer, aunque ejercer en estos tiempos haya resultado demasiado complicado. Y como yo parezco hacerlo todo un poco tarde, hace unos años decidí autopublicar mi primera novela, a la que ya han seguido algunas más. De esta experiencia maravillosa solo puedo tener palabras de agradecimiento para mi familia, la auténtica sufridora de mis horas frente al ordenador, y para tantas y tantas personas que me han apoyado, animado y felicitado, tanto cercanas como en la distancia. Y sobre todo para esos lectores que disfrutan con mis historias, sin los que toda esta locura, a estas alturas de mi vida, no hubiese podido ser una realidad. Encontrarás más información sobre mí y mi obra en: Facebook: Lina Galán García Instagram: @linagalangarcia
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Lo que un día fuimos. Sí, quiero, 1 - Lina Galán
Capítulo 1
Barcelona, quince años después
ONA
—Papá, mamá, voy a casarme.
Tal y como esperaba, mis padres me miraron con una mezcla de sorpresa y de felicidad.
—Oh, qué maravillosa noticia, cielo —exclamó mi madre—. Pero no sabíamos que tuvieses novio siquiera. ¡Espero que no tengáis mucha prisa por casaros! —comentó, riendo, entusiasmada—. Porque vamos a necesitar tiempo para organizar la pedida de mano, la boda… Piensa que nos encontramos todavía en pleno proceso del enlace de tu hermana, que se casa en tres meses…
—¿A qué esperas para presentárnoslo? —intervino mi padre—. Por cierto, ¿conocemos a su familia? Deberíamos coordinarnos para las fechas y los presupuestos…
—No me habéis dejado acabar —los interrumpí—. He dicho que voy a casarme, porque ese es mi deseo… pero no he dicho que tuviese novio.
—No entiendo —murmuró mi madre.
—¿Cómo vas a casarte si no tienes novio? —Mi progenitor frunció el ceño, uniendo sus espesas cejas, tan blancas como su cabello, antaño rubio como el mío.
—Pues para eso he venido a daros la noticia —les dije—, para que me ayudéis a encontrar uno.
Nunca había visto a dos personas más perplejas y confusas que mis padres en aquel momento.
—Bueno… —titubeé al ver que me seguían mirando como a un bicho raro—, esperaba que pudieseis echarme una mano. Vosotros conocéis a mucha gente, asistís a multitud de eventos y reuniones sociales, incluso organizáis fiestas en casa y yo suelo aparecer poco por ellas. Suponía que podríais presentarme a algunos candidatos…
—¡Por Dios, Ona! —se escandalizó mi madre, reaccionando por fin. Se puso en pie, haciendo oscilar su media melena teñida de castaño y mostrando su elegante vestido estampado, puesto que, al igual que yo, siempre estaba perfecta, aunque no saliese de casa—. ¿En serio nos estás pidiendo que te busquemos un marido? ¿No puedes esperar a conocer a alguien por ti misma?
—¿A qué vienen esas prisas? —bramó mi progenitor—. ¡Solo tienes treinta y dos años!
—Pero tiene menos experiencia que una de veintidós —apostilló mi abuela, que apareció en aquel instante en la sala.
Rosa Nadal, mi abuela paterna, seguía siendo una mujer de lo más estrafalaria, tanto por su forma de vestir como de pensar, al menos para su edad octogenaria. Era tan menuda que su fina y blanca piel dejaba entrever sus frágiles huesos y las líneas azules de sus venas, pero su carácter fuerte y la carencia absoluta del ridículo o la vergüenza la convertían en una mujer singular con aires de matriarca. Vivía con mis padres, ya que andaba delicada de salud, lo que había llevado a alguna que otra controversia entre ellos. El que había amasado una fortuna gracias a su industria farmacéutica había sido mi padre, pero mi abuela nos hablaba a todos como si ella fuese la dueña absoluta. Mi madre solía ignorarla, aunque, muchas veces, se veía obligada a alejarse y a refunfuñar para sí misma cosas tales como «qué cruz me ha caído con mi suegra, por Dios bendito».
—¿Qué has querido decir con eso? —le pregunté a mi abuela, que se había presentado aquella mañana con unos pantalones rojos y una sudadera verde.
—Que ni siquiera has tenido novio —me soltó—. Has estado con menos hombres que una monja clarisa.
—¡Abuela! —me indigné—. ¡Que no haya tenido novio no significa que sea casta y pura!
—Bah… —Me hizo un gesto de desdén con la mano—. Yo viví mi juventud en los años cincuenta y seguro que me acosté con más hombres que tú. ¡La que habría armado yo con las redes sociales esas!
—¡Mamá! —gritó mi padre—. ¡Deja de decir tonterías!
—Tonterías las que estoy escuchando —rezongó la anciana—. ¿Vais a dejar que vuestra hija mayor se case por conveniencia?
—Por supuesto que no, Rosa —intervino mi madre antes de mirarme a mí—. A ver, Ona, explícanos a qué viene esto y por qué has tomado una decisión tan absurda.
—No me parece para nada absurda —repliqué—. Sencillamente, deseo casarme y formar una familia. Y si espero a que llegue el amor de mi vida… me moriré de asco esperando.
—¿Y cuál es tu plan? —me preguntó mi padre alzando una ceja—. ¿Montar un baile como el del príncipe y Cenicienta?
—Bueno… —Me encogí de hombros—. No algo tan descarado, pero sí organizar algunas cenas o recepciones, por ejemplo. Ah, y si hasta ahora he rehusado las invitaciones que me han estado enviando, a partir de este momento diré que sí a todo. Haced correr la voz, por favor.
—Esto no puede estar pasando, Román —se lamentó mi madre, volviéndose a sentar.
—A ver, hija —insistió mi progenitor—. Os educamos a ti y a tu hermana para que continuarais con mi legado, pero con total libertad, sin echar de menos para nada tener un hijo varón. Sois ricas, libres, independientes y dirigís con eficiencia Laboratorios Costapharm. Pero resulta que mi hija pequeña se enamora perdidamente y decide casarse a la semana de haber conocido a un hombre. ¡Vale, qué le vamos a hacer! ¡El amor es el amor! Pero, pensar en casarse sin haber conocido a nadie, ¡es el colmo!
—Pues a mí no me parece tan mala idea. Si quieres, yo puedo echarte un cable.
El siguiente en aparecer en el salón fue mi tío Leo —su nombre completo era Leopoldo, pero nos tenía a todos amenazados de muerte por si osábamos mencionarlo en público—. Leo era el hermano de mi madre, una especie de dandi, guapo y carismático, al que le gustaban demasiado las mujeres y el juego, lo que lo había llevado a la ruina y, por consiguiente, a pedir asilo en casa de su única hermana. Creo que por eso mi madre no se quejaba demasiado de su suegra. Sabía que ella aportaba una carga familiar aún más pesada.
Mi tío nos miró a todos con su porte habitual, vestido de traje, aunque apenas saliera de casa por temor a cualquier prestamista o marido cabreado. Llevaba un vaso de whisky en la mano —lo recordaba siempre así— y nos sonrió con condescendencia, mostrando sus dientes blanqueados por el dentista y luciendo sus sienes plateadas. Un George Clooney en toda regla, pero sin dinero y sin fama.
—El que faltaba —gruñó mi abuela—. Tus consejos te los puedes meter por donde te quepan, guapito relleno de bótox.
—Señora Rosa —la saludó mi tío con un gesto cortés—, dé gracias a que soy un caballero, porque cualquier otro le sugeriría que se diera una vuelta con su escoba.
—¿Caballero? —ironizó la anciana—. ¿Es así como se llama a un vividor y a un donjuán de pacotilla?
—Haya paz —medió mi padre antes de dirigirse a su cuñado—. Leo, por favor, no le des juego a tu sobrina. Bastante inapropiado me parece todo esto como para tomárnoslo a broma.
—No es ninguna broma, papá —insistí—. ¿Qué hay de malo en que quiera casarme? No digo que vaya a ser mañana mismo, pero podría darme un margen digamos… de un año. ¡Mirad a mi alrededor! —les dije exasperada al continuar viendo sus caras de pasmo—. Todas las conocidas de mi edad se han casado o anunciado sus compromisos. Mi hermana va a casarse y mi amiga Aina está casada y tiene un hijo. Y yo quiero tener también mi propia familia.
—¿Sin amor? —preguntó mi madre.
Esa era la cuestión. Sí que tenía amor dentro de mí, pero llevaba más de quince años guardándolo, tratando de olvidarlo, intentando seguir adelante, buscando uno nuevo. Pero no había habido forma de arrancarlo de mí porque nadie me hacía sentir lo suficiente. Cada vez que conocía a un hombre pensaba «¿Será este?, ¿él hará que lo olvide?», pero no lo era. Nunca lo había sido.
Así que, conversando unos días antes con Santi, un amigo que conocí a través de Aina, con el que resultaba imposible guardar un secreto porque te los adivinaba todos, el chico me comentó algo que me hizo pensar: «¿No será que te has cerrado al amor y a los hombres porque nunca has perdido la esperanza?».
Y tal vez llevaba razón. El refrán «Un clavo saca a otro clavo» me venía al pelo. Porque la única forma que se me ocurrió para sacar ese clavo de mi corazón fue tenerlo ocupado. Si me casaba, tenía hijos y formaba mi propia familia, toda esperanza quedaría perdida.
Además, aunque suene patético, me sentía sola. Pensar en la posibilidad de tener a alguien a mi lado me tentaba demasiado. Y, con mi estilo de vida, en el que trabajaba, estaba en casa o, como mucho, salía a tomar unas copas con mis pocos amigos, nunca iba a encontrar a nadie.
—Habrá cariño, mamá —respondí—. No voy a casarme con el primero que pase.
—¡Claro que sí! —exclamó mi tío—. Y lo conseguirás si todos seguís unas pequeñas instrucciones. En primer lugar, hermana —le dijo a mi madre—, vas a organizar una fiesta.
—¿Otra? —se quejó mi padre—. Ya hicimos un evento para la pedida de mano de Marta. ¡Y en tres meses es su casamiento! ¿Con qué motivo voy a organizar otra fiesta? ¡Y con tan poco tiempo!
—Oh, eso es lo de menos —señaló Leo—. Podríamos anunciar la fiesta «preboda».
—Joder —gruñó mi padre.
—Leo, por Dios —le reprochó mi madre.
—Si es que el pobre no da para más —refunfuñó mi abuela.
—Pues no lo veo tan mal —intervine—. Puede decírsele a los invitados que es una presentación formal de las familias antes del enlace.
—Eso suena mejor —rezongó mi padre—. Pero me parece un derroche total de dinero y…
—Del que a ti te sobra y que no gastarás en dos vidas —lo interrumpió mi tío—. Vamos, cuñado, no seas tacaño e invierte un poco de pasta en la felicidad de tu hija.
—Cómo me habéis liado —protestó mi padre antes de mirar a mi madre—. ¿Tú qué dices, Joana?
—Que adelante con la fiesta «preboda» —suspiró.
—Fantástico. —Mi tío sonrió al tiempo que se giraba hacia mí—. ¿Qué te parece, mi querida sobrina? ¿Una fiesta de etiqueta, informal…?
—Etiqueta, por supuesto —respondí satisfecha—. Me gustan los hombres con esmoquin y gomina en el pelo.
Sin darme cuenta, acababa de describirle a uno en concreto.
Capítulo 2
ONA
No lo había pensado para justificarme. Era cierto que me sentía sola en mi fantástico dúplex, situado en la parte alta de Barcelona y en el que disponía de un montón de metros cuadrados para mí solita. Debo admitir que me encantaba subir a la terraza, donde disponía de una piscina de sensación infinita y de las mejores vistas a la Ciudad Condal. Pero, tras darme un baño a la luz de la luna y envolverme en un albornoz, lo único que podía hacer aquella noche era sentarme en mi despacho para seguir trabajando o dedicarme a no hacer nada.
Ni siquiera tenía un animal de compañía con el que compartir mi espacio o mis horas de soledad. Nunca me habían gustado los perros ni los gatos porque me daban miedo, y no me atraía para nada la idea de tener tortugas o peces. Creo que me daban más miedo todavía.
Cualquiera diría que acababa de describir a una mujer amargada que solo disponía de su trabajo como ilusión para seguir adelante, su enorme vivienda, toda la ropa y todo lo que pudiese comprar con dinero, pero que no había sido capaz de tener lo único que de verdad deseaba…
Tal vez es lo que era: una amargada vestida de Chanel.
De todos modos, si no me sentía sola del todo era gracias a mi puesto como presidenta ejecutiva de Costapharm, a mi familia —un tanto peculiar— y a mis dos mejores amigos desde la infancia: Aina y Pol, aunque con este último me llevase a matar…
El sonido de la cerradura de la puerta de entrada me hizo levantar la vista del ordenador —sí, había elegido ponerme a trabajar, por supuesto— y emitir un suspiro. Solo había una persona que se atrevía a entrar en mi casa usando su propia llave y sin avisar: Marta, mi hermana, vicepresidenta de Costapharm y futura esposa de Luis Suñé, un joven y ambicioso abogado con muy altas miras con el que yo no había cruzado ni cuatro palabras seguidas.
Cuando me asomé a la cocina, descubrí a mi hermana abriendo los armarios a toda velocidad, como si se avecinara el fin del mundo y hubiera que reunir el mayor número de provisiones.
—¡Sí, por fin! —gimió cuando encontró un paquete de galletas—. ¡Chocolate! Gracias, Dios, gracias, Dios…
Abrió el envoltorio y se llevó a la boca una galleta entera. Y no esperó a masticarla del todo para devorar una segunda entre sonoros suspiros de placer.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—¡Joder, Ona! —Del susto, el paquete cayó sobre la encimera y la boca de mi hermana se convirtió en un volcán que expulsaba galletas masticadas en lugar de lava—. ¡Pensaba que no estabas!
Sin esperar mi respuesta, cogió de nuevo el paquete, extrajo varias galletas y se las echó de golpe a la boca. Compuse una mueca de desagrado al ver todas las migas en su blusa y pegotes de chocolate por sus labios y su barbilla.
—¿Cuánto hace que no comes? —le pregunté desconcertada.
—¡Siglos! —barbotó con la boca llena—. Se supone que cuando una va a casarse debe ponerse a dieta. —Compuso un puchero—. Llevo dos semanas a base de infusiones depurativas —sollozó.
—Pero ¡si quedan tres meses para tu enlace! —exclamé—. ¡No puedes pasar tanto tiempo sin comer normal!
—Voy a morirme de hambre —gimió mientras seguía devorando dulces sin control.
—No hay necesidad, Marta —le dije mientras la veía recoger migas con los dedos y llevárselas a la boca—. La ansiedad va a ser mucho peor que comer esas porquerías que tanto te gustan.
—¡En realidad sí que necesito hacer dieta! —explotó—. ¡Mírame! ¡He engordado una talla y las pruebas del vestido serán un desastre!
—Pues que adapten el vestido a ti, y no al revés —bufé—. Estás fantástica, Marta.
—No —lloriqueó—. La fantástica eres tú, Ona, tan delgada, tan perfecta. —Se dejó caer sobre uno de los taburetes—. ¿Por qué tuvieron que ser tan cabrones los genes? Todos los buenos fueron para ti. Se reunieron los del pelo rubio, los de los ojos color caramelo, los de la piel impecable y los de la figura estilizada y les dijeron a los demás: «¡Eh, vosotros, los pringaos del pelo castaño, los ojos marrones, las pecas y las cartucheras, para la siguiente hermana!».
—Ay, Marta… —suspiré—. Te diría que a tu prometido le gustas, que te conoció tal como eres y que no espera que aparezcas diferente el día de la boda. Pero ese detalle carece de importancia si no empiezas gustándote a ti misma.
—Tienes razón. —Resopló ruidosamente y me dio un breve abrazo. Siempre nos habíamos llevado bien, pero nunca habíamos sido especialmente amigas—. Me gusto tal como soy y no quiero que parezca que te tengo envidia.
—Claro que no. —Sonreí.
No me molesté en contarle que yo la había envidiado a ella muchas veces, por su chispa, su alegría y su vitalidad.
—Me gustan tus consejos, Ona —aseguró—, porque no eres tan recta como una madre ni tan jovial como una hermana. Te has quedado a medio camino y me viene genial.
Nos llevábamos seis años y, en nuestro caso, suponía todo un mundo.
—En fin, hermanita —me dijo mientras se sacudía las migas y trataba de limpiarse los restos de chocolate—. Creo que me hace falta salir un rato por ahí. Voy a quedar con mis amigas. ¿Quieres venirte con nosotras?
—No, gracias. —Sonreí—. He quedado con Aina.
—Está bien.
Ambas nos quedamos mirando un instante, como si ninguna se decidiera a ofrecerle a la otra algún gesto de cariño.
—Que te diviertas, Ona.
—Lo mismo digo, Marta.
Aquella noche debí de poseer poderes extrasensoriales, porque, un segundo después, recibí un mensaje de Aina.
¿Podemos quedar para tomar algo? Adrián está de viaje y mis padres se quedan con el pequeño Adri. 21.09
Estaré lista en quince minutos. 21.10
* * *
Encontré a Aina con facilidad entre la gente debido, sobre todo, a su altura. Mi amiga a veces se quejaba de ser algo desgarbada, pero a mí siempre me había parecido guapísima, llamativa e imponente. Me hizo un gesto con la mano y me acerqué a la barra, frente a la que ya estaba sentada mientras el camarero servía dos copas de cava. Se trataba de un local muy exclusivo, donde solíamos ir de vez en cuando porque se mantenía a raya a la prensa, y eso era algo que los clientes, la mayoría de ellos conocidos en el ámbito empresarial, artístico o deportivo, agradecíamos.
—¿Qué celebramos? —le pregunté al tiempo que alzábamos la bebida. No hacía falta que habláramos demasiado alto a pesar de la música. Sonaba Despechá, de Rosalía.
—Que sigamos juntas después de tantos años. —Sonrió.
La verdad, era algo para celebrar, porque la vida de Aina no había sido un camino de rosas. Hasta su graduación en el instituto todo fue perfecto, lo que se espera de una chica lista que sabe que heredará un día la dirección del imperio textil de su padre. Pero un triste acontecimiento trastocó su vida y decidió marcharse a estudiar a París. Me pasé diez años echándola de menos, a pesar de las veces que fuimos a visitarla Pol y yo. Por fortuna, después de una década, tuvo que volver a Barcelona por trabajo, se reconcilió con su familia, se enamoró y se casó. No había más que ver lo guapa que estaba en ese momento y lo que sonreía para saber que era feliz, después de tanto tiempo siendo una mujer fría y distante.
Lo que ella dejó de ser; lo que yo seguiría siendo.
—Siempre vas tan guapa y perfecta, Ona —se lamentó a pesar de ello mientras señalaba mi cabello rubio recogido en un pulcro moño, mi sencillo vestido negro y mi rostro maquillado—. Podría parecer que acabas de salir de la ducha o de un cóctel —suspiró—. Mírame a mí, que he tenido que arreglarme a toda prisa para no darle tiempo a mi hijo a despertarse.
—Estás genial, Aina. —Sonreí—. Rezumas tanta felicidad por cada poro de tu piel que empiezas a dar un poco de asco —bromeé.
—Soy feliz, Ona —me confesó—. Creo que no puedo pedirle más a la vida.
Tras decir la última frase, pareció contrita.
—¿Y tú, Ona? ¿Cómo estás?
—¡Bien! —exclamé demasiado emocionada—. Las acciones de Costapharm están subiendo como la espuma desde que se anunció el compromiso de mi hermana, por el prestigio de la familia Suñé, y…
—Oh, por favor, no hablemos de trabajo —bufó—. Las acciones de tu empresa suben, las de la mía también… Ya sabes que me refiero a tu vida personal.
—Tal vez tenga algo que contar —le dije con cautela—, pero esperaba que hubiese venido alguno más de tus amigos.
Desde su vuelta a la ciudad, Aina conectó con facilidad con dos compañeras de trabajo, Olivia y Nati, y una pareja de dos chicos, Adán y Santi, que me acogieron con naturalidad también a mí en su círculo.
—Ninguno de ellos podía —señaló con una mueca—. El que sí me ha contestado ha sido Pol, pero no lo he visto todavía. —Barrió el atestado local con la mirada—. Oh, sí, allí está. ¡Pol! —lo llamó.
—No esperaba que el señor Baldrich nos hubiese concedido el honor de su presencia —refunfuñé.
—No empieces, Ona —me recriminó mi amiga—. Sabes que seguimos contando con él para lo que haga falta. Si el último año ha estado menos accesible ha sido por la responsabilidad que se le vino encima desde la muerte de su padre, lo que lo obligó a tomar el mando de la compañía. Seguro que recuerdas también lo que le hizo su madre años atrás. Y ni siquiera tiene hermanos en quien apoyarse como nosotras.
—Pobrecito —repliqué con ironía—. Ser dueño, de repente, de una de las mayores fortunas de España y tener cada día a una mujer diferente colgando del brazo no son motivos suficientes para sonreír.
Fui muy injusta al decir eso. Yo, más que nadie, sabía por lo que mi amigo había pasado. Resultaba absurdo que lo atacase de esa manera, pero sin duda los humanos somos muy irracionales algunas veces. Cuando no hemos sido capaces de conseguir algo, lo atacamos sin miramiento, lo mismo que ocurre en la fábula de la zorra y las uvas: como no alcanzó un solo racimo a pesar de sus esfuerzos, la zorra se empeñó en decir que tenían pinta de estar amargas.
Eso es lo que me ocurría a mí con Pol.
—Tú eres presidenta de una gran empresa y tampoco sonríes mucho —me dijo Aina con un suspiro—. Se puede decir que tampoco te falta de nada. Bueno, lo del sexo no sé cómo lo llevas…
—Recuérdame lo que era eso —bromeé, aunque hubiera más de verdad que de guasa en esa respuesta.
Pol también nos había visto y se encaminó hacia nosotras. Tenía que darle la razón a Aina y pensar en el cambio que había sufrido nuestro amigo. Seguía manteniendo su cabello como el ónice peinado con gomina, que aún parecía más negro cuando te miraba con sus ojos color zafiro. Su indumentaria se había ido volviendo más seria con el tiempo y vestía caros y oscuros trajes que lo volvían a él también más sobrio y distante, como una preciosa joya que solo te atreves a mirar desde el otro lado de un escaparate; como un delicioso pastel a la vista de un diabético.
Nuestra amistad de la adolescencia había dado paso a una cordial camaradería durante los siguientes años, pero hacía ya un tiempo que la presencia de Pol se había vuelto más escasa, y nuestro trato, algo más frío, aunque, tal y como había comentado nuestra amiga, se podía contar con él cuando hacía falta.
—Me alegra verte, Pol —lo saludó Aina con dos besos.
—Igualmente —contestó él antes de dirigirse a mí y rozar sutilmente mis mejillas como saludo. Como siempre, olía maravillosamente bien, a su perfume, a loción y a ropa recién planchada—. Qué raro verte salir de tu cueva, Ona.
Me solía dedicar alguno de sus comentarios mordaces, y yo sabía perfectamente que no llevaban malicia. Simplemente, sus bromas habían dado paso a cierta ironía muy particular. Pero yo no era capaz de sentirlas así y me tensaba, me daban mucha rabia. Tendría que haberle contestado de la misma forma, pero no podía, y, como respuesta, solía atacarlo. Resultaba irracional, pero era incapaz de controlarlo.
—Lo raro es verte a ti solo —le contesté con una mueca de reproche—, sin ninguna de tus novias babeando a tu paso.
—Tranquila. —Compuso una sonrisa engreída que me hizo poner los ojos en blanco—. En realidad, he venido acompañado.
Señaló con un gesto hacia el guardarropa, donde una guapa mujer estaba dejando su chaqueta. Como casi todas sus acompañantes, era llamativa, como una modelo, de exuberante melena oscura, gruesos labios e insinuantes curvas que mostraba alegremente.
—Oh, ¿esta es nueva? —le pregunté con mordacidad—. Perdona, pero, como están todas cortadas por el mismo patrón, suelo dudar si es la misma de hace un mes o has ido cambiando. ¿Te las fabrican en serie?
—Ona… —siseó Aina.
—No pasa nada, Aina —intervino Pol, torciendo sus tentadores labios en un severo gesto—. Ya conocemos a Ona, siempre tan… cáustica.
—O tan sincera —aclaré.
—La sinceridad está sobrevalorada —añadió Pol—. A veces es más conveniente cerrar la boca, aunque a ti te sea tan complicado hacerlo.
—Demasiadas veces la he cerrado —gruñí.
La acompañante de nuestro amigo llegó hasta nosotros y besó a Pol en la mejilla antes de agarrarse a su brazo. Volví a sentir que la furia me quemaba por dentro cuando la reconocí. Era Becca Sanz, influencer de moda que dedicaba su vida a viajar por el mundo mientras promocionaba marcas de maquillaje y ropa.
—Buenas noches, chicas —nos saludó con una bonita sonrisa fotogénica—. ¿Sois las amigas de Pol?
—Sí, encantada —le correspondió Aina con dos besos—. Yo soy Aina Ferrer.
—Directora ejecutiva de Ferretex, ya te había reconocido —dijo la influencer—. Cuando quieras, colaboramos con cualquiera de tus marcas.
—Claro —respondió Aina antes de presentarme a mí—. Y ella es Ona.
Aguanté sus dos besos y compuse una sonrisa que me costó un mundo forzar.
—Yo dirijo una farmacéutica —le aclaré—. Así que, si te interesa una colaboración con mis marcas, solo tienes que ponerte enferma para demostrar que mis medicamentos funcionan u ofrecerte voluntaria para probar vacunas. Solo habrías de firmar un documento de responsabilidad que nos eximiera de tu supuesta improbable muerte.
Aina puso los ojos en blanco, aunque la vi morderse el labio inferior para aguantar la risa. Incluso reconocí en Pol una de las muecas con las que solía disimular una sonrisa.
—Yo… —titubeó Becca—, gracias, supongo…
—No le hagas caso a mi amiga —le dijo Pol—. Es que es muy bromista.
—¡Sí! —Reí con mordacidad—. Soy la caña, la reina de la fiesta.
—La reina de la ironía —murmuró Pol—. En fin, ¿tomamos algo los cuatro juntos?
—Por supuesto —respondió Aina.
—No podemos —contesté yo al mismo tiempo—. Esto… he quedado con una persona.
—Ya —murmuró Pol mientras me lanzaba una de sus miradas azules y mordaces—. ¿Estás saliendo con alguien?
Aina alzó una ceja, aunque no dijo nada.
—Sí —respondí de inmediato—, pero no lo conoces.
—Yo conozco a mucha gente —intervino Becca emocionada—. Tal vez, si me dices de quién se trata…
—No —volví a responder con celeridad—. Tú tampoco lo vas a conocer. Se mueve en unos ámbitos muy diferentes a los tuyos.
Pasaron unos segundos de incómodo silencio.
—¿Me vas a decir, al menos a mí, quién es tu misterioso novio? —preguntó Pol—. Vamos, Ona, que hay confianza.
—Nadie… O sea, que eso da igual ahora. Lo importante que tenía que deciros es que estáis invitados a la próxima fiesta que van a dar mis padres en su casa.
—¿Otra fiesta? —preguntó Aina—. Pero la boda de tu hermana ya está muy cerca…
—Es para darle más oficialidad a la amistad entre las dos familias —contesté.
—Vale, pues iré, por supuesto —señaló mi amiga.
—Yo no sé si podré —le tocó el turno a Pol—. Tengo varios viajes previstos y…
—Sería muy importante para mí que vinieras —solté de improviso.
De pronto, tres pares de ojos me miraron con curiosidad al percibir un atisbo de ansiedad en mis palabras.
—Lo digo porque la aparición de Pol Baldrich en cualquier sarao se ha convertido en sinónimo de interés, y necesitamos que venga toda la gente posible. Mi hermana se ha empeñado en una boda multitudinaria. —Sonreí con los dientes apretados.
Pol escudriñó mi rostro con atención, clavando en mí sus profundos ojos azules. Sabía que era muy difícil mentirle. Nos conocíamos tanto y desde hacía tanto tiempo que estaba segura de que, con solo mirarme, era capaz de ver las profundidades de mi alma.
Quedaba patente que había algo que me había empeñado en esconder tanto que ni siquiera él había sido capaz de encontrar.
—Entonces —comentó, sin embargo—, allí estaré.
—Gracias —murmuré aliviada.
No estaba muy segura de por qué, prácticamente, le había suplicado que viniese a la fiesta. Ni siquiera había pensado en el motivo de esta, que no era otro que conocer posibles candidatos a marido. De lo único que estaba segura era de que quería tenerlo cerca. Seguía siendo mi amigo de toda la vida y sentirlo a mi lado me daba una especie de tranquilidad que no podía explicar. A pesar de nuestras pullas; a pesar de nuestros desencuentros; a pesar de que verlo con otras mujeres me provocaba la misma sensación que beberme un vaso de lejía. Pol formaba parte de mi vida y así debía seguir siendo.
—¿Yo también estoy invitada?
Se me había olvidado la maldita influencer. La mirada azul de Pol solía desestabilizarme y conseguía que el resto del mundo desapareciera.
—Creo que es mejor que no te invite —le contesté a la chica—. No es nada personal, Becca, pero te aseguro que, de aquí a las dos semanas que faltan para la fiesta, Pol ya se habrá buscado a otra. En realidad, es tiempo más que suficiente para que se líe con media docena más.
La famosilla de medio pelo parpadeó perpleja ante mi comentario tan directo.
—Ona, por Dios —se quejó Aina—. La sutileza no es lo tuyo…
En esa ocasión, el brillo de los ojos de mi amigo sí acompañó a la tenue sonrisa que formaron sus labios durante un segundo. Lo conocía y supe que aquello era admiración por mí. Interveníamos en tantas batallas dialécticas que ambos habíamos llegado a reconocer y admirar las respuestas afiladas del otro.
—Creo que será mejor que nos vayamos —indicó Pol—. Si no volvemos a coincidir, nos veremos en la fiesta —añadió para mí.
Justo antes de darse la vuelta, me guiñó un ojo, gesto que, aunque me dedicaba muchas veces, siempre me ponía el estómago del revés. Él lo hacía de forma natural, como haría cualquier chico que bromea con su amiga, pero, después de tantos años recibiendo esos guiños, me seguía siendo imposible mitigar la aceleración que sufrían los latidos de mi corazón.
—Sí, será mejor que nos marchemos, cariño —reiteró Becca—. Hace nada que me has recogido del aeropuerto, después de mi regreso de Bora Bora, y estoy destrozada. ¿Podríamos irnos a tu apartamento? Estoy deseando estar a solas contigo…
La influencer se agarró al cuello de Pol como haría un pulpo y le metió la lengua en la oreja mientras ambos se alejaban de nosotras. Durante un diminuto instante, se giró y me dedicó una mirada retadora y una sonrisa perversa.
—Estoy destrozada de estar en Bora Bora… —imité su voz meliflua y cargante—. A veces pienso que Pol las busca así de vacías para despejarse la cabeza y no pensar en nada.
—Ahora es un hombre muy ocupado y estresado —lo defendió Aina—. Entiendo que prefiera ese tipo de relaciones frívolas y no embarcarse en asuntos serios de pareja. Yo misma seguía ese método hasta que conocí a Adrián.
—Mantiene relaciones frívolas desde los dieciséis años —rezongué—. No es nada nuevo.
—Quizá, en su caso, lo hiciera entonces y lo siga haciendo ahora para olvidar más fácilmente a otra… —susurró Aina.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté sobresaltada.
—Oh, vamos, Ona. —Chasqueó la lengua—. En la enciclopedia de dichos populares, en la página donde se explica la frase «Los que se pelean se desean», ¡hay una foto vuestra!
—Pero ¡qué tonterías dices, tía! —exclamé con indignación—. ¿De dónde sacas semejante idea?
—Pues… no sé… ¿De saber que perdisteis la virginidad juntos? —me soltó con sorna—. Y como vuelvas a negármelo, Ona Costa, juro que te emborracho y corto y tiño de verde fluorescente tu precioso pelo rubio.
—¡Vale! —grité—. ¡Sí, lo hicimos en tu fiesta! Pero por Dios, Aina, estábamos muy borrachos, éramos muy jóvenes, nos arrepentimos al instante… ¿Quién se acuerda de lo que ocurrió hace quince años?
—Parece que os hayáis puesto de acuerdo en responder lo mismo —gruñó mi amiga.
—¿Has hablado de esto con Pol? —le planteé aterrada.
—No recientemente —suspiró—, pero sí hace un tiempo. Y me dijo exactamente lo mismo: que estabais pedos, que hacía muchos años de eso, que fue el mayor error de su vida y blablablá. Creo que lo comparó a cuando estrelló el Porsche de su padre, a cuando probó las drogas o a cuando acabó detenido por una pelea tonta: errores del pasado.
Lo sabía. ¡Por supuesto que lo sabía! Pero, escuchar a mi amiga diciendo lo que él pensaba, dolía. Dolía demasiado. Y me enfurecía. Una ira corrosiva volvía a quemar mis venas.
—Pues pensamos lo mismo —le espeté furiosa—. Hacerlo con Pol en tu casita de la piscina fue el error más colosal, horripilante y estúpido de toda mi vida. Y lo sé con seguridad porque yo no he estrellado ningún coche, ni he probado las drogas ni me han detenido nunca. ¡Únicamente Pol es mi maldito error!
—Vuelves a sacar las uñas, Ona. —Mi amiga frunció el ceño—. Perdona que te diga esto, pero supongo que hay confianza: te hace falta un polvo, tía.
—Eso pronto lo voy a solucionar —afirmé mientras observaba mis perfectas uñas—, porque voy a casarme.
—¡¿Perdona?! —exclamó Aina con los ojos como platos—. ¿Al final resulta que lo del novio era cierto? ¡¿Mantienes una relación a escondidas y yo sin enterarme?!
—No, no, tranquila —la apacigüé—. Aún no he conocido a nadie, pero de eso quería hablarte, de la ayuda que le he pedido a mi familia. Y si tú también pudieras echarme una mano…
Le hablé de mis deseos, de mi plan, del motivo de la fiesta y de posteriores eventos a los que asistiría.
—A ver, a ver… —alucinó mi amiga—. Creo que me he perdido. ¿Hemos viajado en el tiempo y retrocedido al siglo
XIX
y no me he dado ni cuenta? —Sacó el móvil de su bolso y lo desbloqueó—. No puede ser. Sigue existiendo Instagram…
—Muy graciosa —la corté—. Deja el sarcasmo para otro momento. ¿Vas a ayudarme o no?
—¡Por supuesto que no! —sentenció indignada—. ¡No pienso ayudarte a buscar marido en los tiempos que corren!
—Vale, pues lo buscaré yo sola. Mis padres y mi abuela tampoco están muy entusiasmados con la idea, así que solo puedo contar con mi tío.
—¿Con Leo? —preguntó Aina con espanto—. ¿Con ese George Clooney low cost? —Suspiró—. Está bien, prefiero ayudarte yo misma en esta locura, porque, como te dejes llevar por tu tío,