Hambre de Sueños
Por Carolina Berry
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Tilly utilizará su don para ver más allá de las tinieblas; viajará por lugares insospechados que le llevarán no sólo a descubrir un oscuro secreto, sino a unir tres historias simultáneas sobre el verdadero origen de su madre y su descendencia.
El viaje de Tilly inicia con un pequeño legado de su abuela, y una misión casi imposible tratando de materializar el sueño de su madre: encontrar a Trevor Towney Gilkerson, su abuelo. Un hombre cuya vida estaba envuelta en un halo de misterio y del cual sólo poseía una vieja fotografía de principios del siglo XX.
Hambre de sueños, como lo dice el título, nació a partir de un sueño, de una promesa hecha a sí misma para plasmar en caracteres no sólo la aventura de Tilly recorriendo varios países, indagando sobre sus orígenes, sino también para compartir las emociones que provocan estos descubrimientos.
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Hambre de Sueños - Carolina Berry
Hambre de sueños
EditorialHambre de sueños.
Primera edición: enero de 2023.
D.R. © 2023. Judith Moreno Berry
D.R. © 2023, de la presente edición en español para todo el mundo: Brújula Agencia de Representación Autoral S.A. de C.V.
Dirección y Marketing Editorial: Iliana Gómez Marín
Georgia 186 Int. 2 Col. Nápoles, Alcaldía Benito Juárez. C.P. 03810 Ciudad de México.
www.brujulagencia.com.mx
Diseño de interiores: Ramón Romo
Diseño de portada: Liliana Rodríguez
Ilustración: Leonor Belzún
ISBN: 978-607-59402-1-2
Brújula Agencia de Representación Autoral promueve y fomenta la protección del copyright.
La adquisición de un ejemplar original muestra un signo de respeto por las Leyes de Derecho de Autor y también por el talento del autor. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento reprográfico, copia e informa?tico, sin la autorización previa por escrito del editor.
Índice
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Glosario
Agradecimientos
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A mi madre Judith †
y mi tía-madre Lourdes.
1
Tijuana, México. 2002.
¿En qué pensaba cuando dejé pasar tantos años sin buscarlo? Siento coraje conmigo por los cientos de momentos desperdiciados para encontrarlo... y ahora que tu vida se escapa como agua entre las manos, quisiera volver atrás y poner todo mi empeño en recuperar tu máximo sueño, el único anhelo que guarda tu corazón. ¡Oh, madre! ¡No te vayas aún! Dios, dame la oportunidad de ir por él, aunque sólo sea un fantasma, tengo que extraerlo de lo profundo de la mina de los olvidos, de las entrañas de tierras desconocidas. ¡Oh, Dios mío! No permitas que se vaya sin saber la verdad.
—Ya se murieron mi marido, mi hermanito y mi madre. Estoy sola. No tengo a nadie —exclamó amargamente Jolie mientras su hija Tilly le tomaba amorosamente de las manos. Hacía veinte años, Bijoux Beatrix Towmey Vasconcelos, había contraído hepatitis C sin ser detectada, y ahora que al fin lo supo, la vida se le escapa. No había cura posible.
Al reloj de la vida le queda poca arena.
Yolí, como la llamaban de cariño al no poder pronunciar su nombre francés, tenía pocos elementos sobre su padre. Tenía un nombre, Trevor Towmey Gilkerson: sabía que era norteamericano, de origen europeo, quizá irlandés o británico. Tal vez era un ingeniero minero, así lo demostraba una fotografía pequeña donde aparecía al frente como capitán de los trabajadores de un yacimiento en Hidalgo y versiones muy breves e inconclusas que su madre Leonora Vasconcelos Sánchez, mitad mexicana y mitad francesa, le había contado en raras ocasiones.
—No estás sola, mamacita —musitó la hija entre lágrimas—, aquí estamos mi familia y yo siempre contigo. Te amamos.
A sus cuarenta y seis años, Tilly, periodista de profesión, había hecho algunas indagaciones en su intento por descifrar las pocas pistas con las que contaba. Ambas sabían que cada día que pasara sería un tiempo precioso que su hija lamentaría al ver que el sueño de Jolie podría no cumplirse. Si su madre expresaba resignación al dar por perdido el pasado, ella no.
—Me voy a morir sin haber cumplido mis sueños —musitó la madre con tristeza—, esos que yo misma he alimentado a través de toda mi vida. Aún en mis peores momentos nunca dejé de tener fe y esperanza de saber de mi padre. Todavía conservo el hambre y la ilusión de buscar su rostro, saber de su vida, pero sé perfectamente que partiré con un enorme hueco en el alma.
—Yo te juro, mamacita —exclamó Tilly con voz firme—, que iré por él; nada de pensar en morirse. Así tenga que mover cielo y tierra, buscaré tus raíces y pronto sabrás más de lo que imaginaste. —La mujer, conmovida por lo que su hija le acababa de prometer, le tendió los brazos para estrecharla. Ambas lloraron en silencio por largo rato. Con ese deseo reservó su último aliento dentro de un tiempo que ya su unigénita había comprometido.
Armar el rompecabezas de la vida de su abuelo no iba a ser fácil para ella, pero estaba decidida a descifrar la existencia de ese padre que Jolie siempre quiso conocer y quien seguramente ya estaría tres metros bajo tierra, quién sabe dónde. La única certeza de esa historia es que la minería había marcado el destino de la familia y era por donde tenía que empezar sus indagaciones. Ya en ocasiones anteriores había tratado inútilmente de hilar la vida de Jolie y de obtener pistas sobre el paradero de su padre, por lo menos para clarificar su historia.
Pero no, ella no recordaba conscientemente etapas enteras de su infancia y pubertad, y los pocos recuerdos que emergían de su memoria terminaban en remembranzas dolorosas.
Cuántas veces en su tierna infancia la pequeña Tilly había cuestionado a la autora de sus días:
—¿Mami, a dónde te llevaba a pasear tu papá los domingos?
Un sollozo se ahogaba en la garganta de la mujer, las lágrimas fluían y sus ojos se tornaban color verde olivo con el agua salina. ¡Oh! La inocencia infantil.
—¿Por qué lloras, mamita?
Jolie abrazaba a su pequeña y la colmaba de besos.
—Es que no me acuerdo, mi niña, era muy pequeña cuando él se fue.
—¿Adónde?
—No lo sé, a lo mejor al país de los sueños. Ven, vamos a dibujar un arcoíris que sea un puente para entrar ahí. ¿Me ayudas?
Eso no fue suficiente para borrar esos ayeres de la memoria de la pequeñita.
Trevor, el padre ausente al que tanto buscó Jolie, nunca estuvo presente en su vida. Era un sueño: lo único que nadie había podido arrebatarle. Por ello, para su hija, la ternura con la que se expresaba de él parecía más una petición de clemencia, de compasión a sus anhelos.
Muy diferente fue la actitud de su abuela Leonora, pensaba ella, quien embelesaba a su descendiente con historias sobre su maravillosa infancia en la hacienda de Hidalgo donde sus padres, Antonio y Beatriz, la educaron con institutrices, porque en esa época las mujeres no iban a la escuela.
—¿Y cómo se te declaró mi abuelo? —preguntaba la nieta. Esta niña no se cansa
, pensaba Leonora.
—Mira la fotografía donde está toda mi familia en la hacienda de Azoyatla —explicaba—, ve los ojos azules de mi mamá y los verdes de mi papá. Y mis hermanos, unos rubios, otros morenos; yo sólo saqué la piel blanca de mi madre, era preciosa, por eso la cuido con un preparado de polen de abejas. Toca mi cara, no tengo arrugas como las mujeres que se pintan.
La imagen referida era en blanco y negro, y pretendía que ella los imaginara azules o verdes, y terminaba por olvidar lo que había cuestionado. Ella respondía lo que quería, por eso nunca supo a ciencia cierta si Trevor y su abuela habían sido novios o dónde se conocieron. Si se casaron, ¿dónde vivieron? ¿Cómo fue el nacimiento e infancia de sus hijos, de ella misma? ¿Cómo había muerto el abuelo? ¿Dónde estaba sepultado? ¿Por qué no la llevaban al panteón? Ella tenía más salidas que el periférico del Distrito Federal.
Por otra parte, la paz reinaba en la relación entre las mujeres de la familia, al menos eso recordaba la nieta. Nunca vio a su madre y abuela reñir, ni siquiera discutir. Leonora era dominante y Jolie evitaba las discusiones y lo que incitara a la violencia.
—Ándale, mamá Leonora, abraza a mi mami como a mí. Es Navidad —rogaba la pequeña.
—Luego, luego... ahora tengo que revisar la comida —se excusaba la abuela.
Siempre tuvo claro que algo tuvo que haber sucedido entre ellas que no debía saber, o que no se lo podían contar. La enfermera y partera infundía respeto a su alrededor y no solía dar besos ni abrazos con el pretexto de la cantidad de microbios que se transmitían a través del contacto físico. Su manera de demostrar afecto consistía en regalar alimentos, ropas y su plena atención a todo el que le caía bien. En cambio, Jolie era sentimental, amorosa, amiguera y muy considerada, especialmente con su madre, Leonora Vasconcelos, quien era proveedora, controladora y fría.
David Almeida, el padre de Tilly, decía:
—Mi Bijoux, mi Jolie es bonita por dentro y por fuera. Desde que se conocieron, estaban juntos siempre que se podía. Él tenía un gran sentido del humor. A su unigénita le parecía muy gracioso.
—Suegra, ¿está segura de que mi mujer es su hija? Es tan hermosa...
—Claro que es mi hija.
—Pues no se parecen físicamente. ¿No se la habrá robado a los gringos?
—Ya, David, tómese su güisqui y déjese de bromas, que yo no me llevo así con usted.
Pero cuando la edad se le vino encima a la abuela, su nieta empezó a notar las incongruencias. Las preguntas nunca cesaron y la evasión y artilugios para evadirlas, tampoco. El silencio y los distractores que utilizaron los mayores para que no preguntase la llevaron a estudiar periodismo: una carrera donde aprendería diversas técnicas sobre cómo, dónde, cuándo, quién, por qué y para qué buscar respuestas. Ahora tenía un enorme reto por cubrir. ¿Por dónde empezar? La despedida final con su amada abuela, en mil novecientos noventa, se le reveló como una película que la estremeció desde adentro de su ser. Es tan difícil ver morir a una persona que se ha amado tanto
, recordaba.
La habitación de un hospital era un lugar donde una enfermera jamás desearía exhalar el último aliento. Una matrona como ella, que había atendido a miles de pacientes con indiferencia espartana al dolor, merecía regresar sana a casa. Pero así eran las cosas, el enésimo choque diabético había llevado a Leonora al mejor nosocomio de Tijuana, el sanatorio Guadalajara. La situación se complicaba ahora con alta presión y le empezaron a fallar los riñones. El cuarto era amplio, iluminado, impecable y, por ser ella la paciente, la administración había permitido los floreros con rosas, su flor preferida. La enferma ya casi no podía hablar, pero era evidente que extrañaba su tálamo matrimonial con sus sábanas floreadas. A ratos trataba de quitarse el suero que fluía lentísimo y eso la desesperaba. Quería volver a casa y arrancarse la cánula nasal con el oxígeno. En las últimas horas su situación se había agravado, lo sentía. Su mente no quería irse, pero el cuerpo ya no le respondía.
A su lado, su hija, siempre fiel y amorosa, la acompañaba, aunque no pudiese hablar. Para poder atenderla, Jolie le pidió parpadear una vez si la respuesta era sí y dos cuando no:
—Mamacita, ¿te levanto la cama? ¿Te cambio la almohada? ¿Tienes frío? ¿Te pongo otra cobija?
Los médicos habían dado pocas esperanzas. Era cuestión de horas, les informaron. Jolie se enfrentaba a otro momento doloroso; de los muchos que habían colmado su infancia, se trataba del ser que le había dado la vida, su madre, a quien tanto amaba. Su mirada era muy distinta a la acostumbrada.
—¿Quieres que llame a Tilly? —Una lágrima resbaló por la mejilla de Leonora. Era tiempo de prepararse para el final. Ella no tenía cabeza para nada. Se dirigió a la recepción y llamó a su esposo desde una cabina:
—David, necesito que vengas al sanatorio inmediatamente, a mi mamá la veo ya muy grave y los médicos dicen... dicen... Ven por favor.
El esposo trató de tranquilizarla:
—Trata de calmarte. Que no te vea así; respira hondo. Voy para allá, vieja.
El llanto le impidió seguir hablando, colgó. Se dirigió a la capilla de la Inmaculada Concepción que se encontraba a un lado del hospital. Iban a dar las cinco de la tarde y estaba abierta para el rezo del rosario. La última ocasión que pisó una iglesia fue para la boda de una prima de su marido. No era de su agrado pero, ahora, lo que sentía por dentro, la había encaminado a entrar e hincarse:
—Diosito, por favor no te la lleves. Te prometo lo que quieras, pero la necesito aquí, viva, entre nosotros. —Jolie, sentía el alma desgarrada y no cesaba de llorar, de pronto, una mano le tocó el hombro:
—¿Necesitas algo, hija? ¿Te puedo ayudar? —Un sacerdote entrado en años, que salía del confesionario, la había escuchado.
—Padre, perdone, necesito que vaya a darle los santos óleos a mi madre. Está aquí, en el sanatorio. ¿Podría?
El clérigo asintió y le dijo que se presentaría tan pronto terminara el rosario y antes de la misa de las siete. Jolie depositó un dólar en el cepillo y regresó más tranquila a ver a su madre. David no tardó en llegar.
—Vete a la casa —dijo el marido— y descansa un poco. Toma un taxi del sitio de la esquina. Yo me quedo. El padre no debe tardar.
Pero no, ahora lo urgente era tratar de avisarle a su hija; ya había conseguido que el párroco atendiese espiritualmente a Leonora, aunque ya no se confesara, ya que nunca vio que lo hiciera.
Tilly iba camino a un congreso de periodistas en Tampico y, por cuestiones de enlazar vuelos, tuvo que pernoctar en el Distrito Federal. Su esposo, Carlos, la acompañaría hasta la capital, pues él tenía un evento académico en León, Guanajuato, y sus dos hijos pequeños, Rebeca y Álvar, se habían quedado al cuidado de los abuelos paternos. Antes de partir, ella había ido al hospital a despedirse de Leonora. No se iría de viaje sin antes abrazarla. Como se trataba de otro episodio diabético, los médicos le aseguraron que se recuperaría pronto. La nieta presentía que sería la última vez que la vería. Desde pequeñita tenía el don de sentir a los seres del más allá y, sobre todo, de saber cuándo la muerte se aproximaba. Cuando fue a verla, los médicos estaban a punto de entrar a revisarla y sólo le permitieron entrar para darle un beso y salir inmediatamente.
—A ver, mi preciosa, voy y vengo lo más rápido posible y seguro que te encontraré ya poniendo inyecciones en tu consultorio. —La nieta la cubrió de besos, ella intentó hablar, pero no pudo, su cuerpo ya no le obedecía. Se miraron a los ojos con esa emoción que se siente cuando se parte de viaje y se desea volver más feliz para contarle a medio mundo lo que se conoció.
—¿Quieres que me quede? Si tú me lo pides, de aquí no me muevo. Dame una señal.
Leonora sonrió y trató de mover su mano derecha.
—¿Eso es que ya te sientes mejor? Te amo tanto... Prontito estoy de vuelta. Espérame.
Su nieta tenía el pasaje redondo y la abuela sólo el de ida. Por más que intentó, Jolie no pudo comunicarse con su hija
y su yerno. Eso sería hasta que llegasen al hotel donde iban a dormir. Los vuelos tardaban tres horas y media hasta el Distrito Federal y seguro ya estaban dentro de la sala de abordaje, donde nadie tenía acceso ni manera de comunicarse. A las once y diecisiete de la noche, cuando apenas habían abierto las maletas, sonó el teléfono en la habitación donde se encontraban.
—¿Sí? —respondió Carlos.
—Les llamo porque mi suegra está muy grave —decía del otro lado de la bocina David—. Los médicos dicen que está a unas horas de fallecer. Regresen, y por favor díselo suavemente: será un golpe tremendo para ella. Dile que su mamá está afectada, pero ecuánime en lo que cabe. Seguro te preguntará por ella y querrá hablarle, pero mejor así lo dejamos. Que regresen con bien. Adiós.
El primer vuelo a Tijuana partía a las seis y media de la mañana. No era puente ni se celebraba festividad alguna, así que la pareja consiguió dos espacios. Fue una larga noche, Tilly no pudo conciliar el sueño, la sola idea de perder a su abuela le dolía tanto y pensó en su mamá, lo que debería estar sufriendo ahora. Lloró y lloró, mas no encontró sueño ni resignación.
—Mi amor, ¿cómo no me di cuenta de que estaba grave? ¿Por qué no me quedé? ¿Por qué no le hice caso a mi presentimiento? Si yo siempre he tenido una liga muy fuerte con mamá Leonora. Si no la encuentro con vida nunca me perdonaré por haberla dejado. ¡Dios, permíteme verla con vida sólo una vez más! —clamó al cielo.
El vuelo le pareció eterno, lo único que quería era estar con ellas. Carlos trataba inútilmente de consolarla: la abrazaba, le pasaba los Kleenex, la besaba con ternura en las mejillas y la cabeza. Ella lograba explayarse con él y sacar todo su dolor y coraje por la pérdida inminente, pero no tenía cabeza ni palabras para expresárselo, no ahora. Lo único que deseaba era llegar.
Eran casi las ocho de la mañana cuando entraron al sanatorio. En la recepción su padre los esperaba. Abrazó a su hija largamente, quien sólo al verlo sintió desfallecer.
—Ya no responde, está muy malita. El sacerdote vino anoche y le dio los santos óleos, como lo hubiese querido. Tu mami está con ella, no se ha querido mover de ahí. Anda, te está esperando.
Tilly abrazó y besó a su mamá con entereza; a partir de ahí tenía que ser fuerte para ella.
—Ya estoy aquí, mami. ¿Quieres irte a descansar un poco?
Jolie no se despegaría de su madre ni un momento. Estaba decidida y así sería. No sentía cansancio; el tiempo se detuvo cuando ella se agravó. Ese par de días a su lado habían sido muy dolorosos, veía cómo la vela de la vida se iba consumiendo y estaba a punto de apagarse.
La nieta no lo podía creer: la roca había sido la curandera de los demás, la poderosa y solícita enfermera que siempre sabía qué hacer, lucía vulnerable, desvalida, indefensa en esa cama a merced de la enfermedad y la muerte. En cuanto entró a su cuarto la colmó de besos, la abrazó, la peinó, la tomó de las manos, le cantó, le habló, le contó lo que antes jamás pudo. Sin embargo, en el fondo de su corazón trataba de convencerse a sí misma de que lo que menos deseaba era no volverla a ver en este mundo. No sería capaz de soportar esta pérdida. Una parte de su corazón se iría con ella.
—Dicen que el último sentido que pierden los moribundos es el oído —dijo una enfermera al ver a la nieta tan afligida— ; háblele, ella la está escuchando.
—Te amo, mamá Leonora —susurró—, ve con Dios; estarás mejor que aquí. Siempre te amaré.
No era momento para gritarle desde sus entrañas lo que hubiese deseado: Quédate, no te vayas. Te quiero, no sabré vivir sin tu ausencia
, pensaba su nieta. La abuela tenía ya los estertores de la muerte próxima. Algo quiso decir, pero su boca ya no le obedecía. Tilly salió un momento al pasillo, sentía que el mundo se le venía encima, le dolía todo, pero debía regresar con su madre que tanto la necesitaba en esos momentos.
Un momento antes de fallecer, Leonora abrió los ojos y miró directamente a Jolie, así como ven quienes están próximos a partir para siempre, pero con una expresión de profundo amor y cierto dejo de súplica a la vez, como si quisiera pedirle perdón. Esa mirada penetrante e inesperada estremeció a su hija. Luego los volvió a cerrar, esta vez para siempre. Jolie sintió que bien hubiese cambiado esa mirada amorosa que siempre deseó recibir por unos años más de vida junto a su madre, pero fue el designio de Dios que por fin descansara.
Ambas permanecieron juntas, abrazadas y en silencio contemplando a su amada Leonora hasta que las enfermeras las invitaron a salir para continuar con los preparativos y trámites que seguían. Besaron su frente y sus manos ya frías. Parecía que dormía para ellas. Esa última mirada de su abuela a su madre impresionó a Tilly. No le quedaba duda que ella sí amó a su hija y se arrepintió de algo sucedido en el pasado, algo que no alcanzaba a imaginar. Jolie seguía muy afectada; David la consolaba y no tenían cabeza para gestionar los arreglos funerarios, así que la nieta era la designada para organizar la partida. Carlos ya se ocupaba de sus hijos, quienes seguirían en casa de los abuelos, y de otros asuntos que nadie tenía posibilidades de atender. Sin duda, sus pequeños nietos serían el mejor consuelo para ellos en momentos tan aciagos.
Al salir del hospital, una sensación de opresión en el pecho invadió a Tilly. Hubiese deseado tener unos minutos para llorar, para escapar y dar rienda suelta a su dolor. Con la respiración entrecortada se arrellanó en el auto y le pegó al volante como desaforada. Ahora le tocaba ser la fuerte de la familia. No tenía fuerzas, se sentía devastada.
—¡No puede ser que te hayas ido, mamá Leonora! ¡Maldita sea! —gritaba y negaba con la cabeza. Las lágrimas fluyeron por fin y desahogó su ira y su dolor por varios minutos. No supo cuánto tiempo transcurrió antes de que pudiese encender el coche para ir a casa de su abuela. Tenía que tranquilizarse y continuar. Era así como ella lo hubiese querido
, suspiró.
Ella la conocía muy bien; Tilly sabía que habría sido incapaz de no dejar las instrucciones precisas para su sepelio. Nunca habría dejado al azar su final en el mundo. De pronto recordó el ropero del que sólo Leonora tenía llaves. Ahí debía estar lo que dispuso para su funeral y no alcanzó a decirles. Aunque las lágrimas le impedían ver con claridad, fue capaz de llegar al domicilio tan entrañable.
La casa se ubicaba cerca de la Zona Río, era grande, verde, de dos pisos y con un balcón. Tenía un gran patio trasero con una pequeña casa de madera usada como cuarto para planchar y guardar trebejos, con jardineras de rosales, hortensias, petunias, aves del paraíso y una diversidad de flores que le recordaban su infancia en Hidalgo. Al frente, un jardín de rosales que ella misma cultivaba, florecían casi todo el año y hasta en el invierno lucía maravilloso. Pero tenía una desventaja: a su lado habían construido un mercado y encima una casa ostentosa de un dueño coreano. Esa mole tapaba el sol mañana y tarde. Así, la morada de la enfermera y partera se volvió húmeda, fría en primavera y otoño y en un congelador en invierno.
En la planta baja de la casa había una sala de espera y un consultorio donde atendía a sus pacientes que iban por cuatro razones: a ponerse inyecciones, sueros vitaminados, recibir curaciones o esperar bebés. Esta estaba separada por una puerta a la que sólo ella podía acceder a su intimidad: tenía sala, comedor, baño, cocina y un gran cuarto de lavar donde había por lo menos diez grandes jaulas con pájaros que cantaban durante el día hasta que empezaba a oscurecer. Leonora los cubría con mantas para mantenerlos confortables y pudiesen descansar. Canarios, periquitos del amor, jilgueros, cotorras y hasta un cardenal y un cenzontle alegraron la vida de esa casa. Su pasión eran estos animales; se encariñaba con ellos porque vivían entre diez y quince años. Cuando morían, sufría con su pérdida, así lo manifestaba verbalmente (porque nunca se le vio llorar) y los reponía con otros tan pronto podía. También tenía un perro pastor alemán que era alimentado con sopa de fideos que le preparaba, parecía caballo. El can devoraba esa olla de caldo como premio al resguardo de la parte trasera de su propiedad. Ahora, muy triste esperaba inútilmente la llegada de su ama.
Al segundo piso se subía por unas escaleras con descanso; ahí se encontraban la gran recámara de Leonora con su balcón, un baño donde el enorme espacio de la regadera fue convertido en almacén de medicinas con la leyenda muestras médicas no negociables
, una recámara contigua y otra más amplia que servía como cuarto de huéspedes y donde se almacenaban las compras que la señora de la casa hacía durante el año y obsequiaba en Navidad. Lo más interesante para su nieta eran los libros de ginecología y obstetricia guardados en un pequeño librero y que de niña le eran prohibidos, pero que leía una y otra vez, aunque no entendiese ni la mitad.
Tilly sintió un escalofrío por todo el cuerpo, por primera ocasión le dolió profundamente entrar a esa casa donde había sido tan feliz, donde ya no estaría su amada abuela ni sus fabulosas historias, ni el amor que ahí había sentido siempre. De ahora en adelante sería un lugar pleno de recuerdos y eso la hería, no podía conformarse. Con gran pesar quitó el enorme candado de la reja del único acceso a la construcción, ya que como ella nunca manejó no consideró necesario hacer un garaje. Cruzó por el jardín de rosas, abrió las tres cerraduras de la puerta principal y entró a la sala donde un retrato de una torera amiga de Leonora ocupaba la pared principal junto con otra fotografía enmarcada de la bella Jolie a los quince años, mientras que el resto de los muros fueron decorados con reproducciones de artistas del impresionismo francés. Dejó su bolso sobre el love seat y subió a la recámara de su abuela.
—¡No es posible que ya no estés! —exclamó con dolor—. Dime que sigues aquí, que te podré venir a ver cuantas veces quiera, porque me estarás esperando. —Las lágrimas le nublaban la vista, pero tenía que seguir.
La habitación olía a humedad a pesar de tener un balcón hacia la calle. Cuando era pequeña, soñaba con dormir algún día ahí, junto a ella; los cubrecamas con holanes le parecían fantásticos, como de cuento de hadas, pero no, a Leonora le parecía que era antihigiénico dormir con otra persona y nunca le cumplió ese deseo, para eso había dos recámaras más. Ahora, la colcha le parecía algo cursi y pasada de moda, quizá trataba de alegrar inútilmente la oscuridad que la invadía y le provocaba tristeza.
En el tocador estaba su polvera y un gran cepillo con espejo de mano a juego sobre una bandeja de cristal con orillas chapadas en oro, uno de sus tesoros. ¿Dónde pueden estar las llaves del ropero?
, se preguntaba una y otra vez. Deslizó las dos puertecitas de su cabecera y sólo encontró novenarios al Señor de las Maravillas, a San Martín de Porres, San Judas Tadeo y el Santo Niño de Atocha, todos con besos rojos pintados en las portadas, el color de labios preferido de su abuela los domingos. Un rosario de pétalos de rosa y sus anteojos para leer, nada más. Abrió la cómoda, revisó todos los cajones, el interior de las bolsas, ropa, zapatos y nada. ¿Dónde guardaría sus tesoros para que no los encontraran los ladrones a los que tanto temió y nunca la robaron? El único lugar al que ella y la empleada de limpieza, a la que no perdía de vista pues era desconfiada, tenían acceso era a su consultorio. Empezó por revisar los estantes de la vitrina con relucientes cristales y que exhibían recipientes de cristal con hisopos, algodón, tijeras e instrumentos quirúrgicos que utilizaba para las curaciones, y nada. Pero al mover el frasco de Merthiolate se percató que atrás de éste se encontraba uno de los estuches metálicos donde guardaba las jeringas de vidrio y las agujas esterilizadas.
—Muy extraño —dijo en voz alta— que una enfermera que tenía todo en orden y con pulcritud, colocara esto en un lugar tan ilógico. —Lo agitó y no parecía tener alcohol en su interior, sólo escuchó un ruido como de campanas. No fue fácil abrirlo, parecía estar sellado. Después de forzarlo con un instrumento quirúrgico parecido a un bisturí que encontró dentro del viejo maletín de cuero que alguna vez sirvió para atender parturientas a domicilio, logró abrirlo: ahí estaban cuatro llaves de metal grueso y pesado, doradas y alargadas; había dos pares idénticos. Ni siquiera separó los repuestos, era el sello de mamá Leonora.
El mueble del ropero, como de dos metros de altura, era antiguo, de un estilo sobrio, hecho con caoba, de doble puerta con sendos espejos de medio cuerpo. Ahora a la nieta le parecía pequeño ese otrora gigante que escondía los secretos de la abuela y que tanto le intrigaba desde pequeña. En cientos de ocasiones le rogó que la dejase ver qué había ahí adentro. Desde que se emocionaba con las canciones de Cri-Cri, el grillito cantor, su curiosidad aumentaba: Toma el llavero, abuelita, y enséñame tu ropero, con cosas maravillosas que guardas tú...
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Ella imaginaba que dentro había pequeñas hadas con sus varitas mágicas o quizá una lámpara de Aladino donde podría frotar y pedir deseos. Soñó y soñó. Luego creció hasta perder esa ingenuidad y por supuesto el interés por descubrir los secretos que ahí se ocultaban. En las pocas ocasiones que la vio abrir una de las puertas fue para sacar las joyas que se pondría para ir a misa el domingo.
El ladrido de Arlequín, el único animal viviente que quedaba en la casa, y el sonido del timbre de la casa la sacaron de sus recuerdos. Bajó a ver y era el cartero quien le llevaba correspondencia. La recibió y la puso sobre la mesa del comedor. Luego revisó que el can tuviese la suficiente cantidad de alimento y agua en lo que pasaban las honras fúnebres de su dueña. Después debía regresar por él para llevárselo a un vecino que