Cerezas en París
Por Magali Velasco
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Magali Velasco
Investigadora, escritora, investigadora y académica mexicana. Doctora en Literaturas Romances por la Universidad de París Panthéon-Sorbonne up1, Francia. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores sni, nivel 1. Fue galardonada en 2003 con el Premio Internacional Jóvenes Americanistas (Santiago, Chile) por ensayo, y en 2004 recibió el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola. Es autora de diversos libros de cuento, ensayo y crítica literaria. Ha colaborado en publicaciones como Expresiones de Veracruz, Texto crítico, Litoral, La Palabra y el Hombre, Crítica, Tierra Adentro, Replicante, Revista de Literatura Mexicana, Archipiélago y Revista de las Fronteras, Fórnix y Revista de Literatura Mexicana Contemporánea. Fue directora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Veracruzana
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Cerezas en París - Magali Velasco
Primera edición UANL, agosto 2022
Velasco Vargas, Magali.
Cerezas en París / Magali Velasco.
Monterrey, Nuevo León, México : Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022.
152 páginas ; 21x14 cm. (Colección: Narrativa).
ISBN: 978-607-27-1789-3
1. Novela mexicana — Siglo XXI 2. Literatura mexicana — Siglo XXI
LCC: PQ7298.432.E434 C47 2022 Dewey: 863.7
Santos Guzmán López
Rector
Juan Paura García
Secretario General
José Javier Villarreal
Despacho de la Secretaría de Extensión y Cultura
Antonio Ramos Revillas
Director de Editorial Universitaria
© Universidad Autónoma de Nuevo León
© Magali Velasco
Publicado mediante acuerdo con VF Agencia Literaria.
Padre Mier 909 pte. esquina con Vallarta, Monterrey, Nuevo León, México,
C.P. 64000. Teléfono: (81) 8329 4111 / e–mail: [email protected] www.editorialuniversitaria.uanl.mx
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluido
el diseño tipográfico y de portada— sin el permiso escrito por el editor.
Impreso en Monterrey, Nuevo León, México
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2022.
+52 (55) 52 54 38 52
www.ink-it.ink
Deja que pasemos sin miedo.
Nacha Pop
No dejes que nos coma el diablo.
Caifanes
Para Celia, Piedad e Imelda
Avispas
Nadie quería vivir en esa casa, pero nos costó dejarla. Tampoco es que aspirara a morir en ella, ya lo habían hecho mis padres y la abuela; lo que me angustió fue dejar a mi hijo, años atrás cuando no era más que una promesa, enterrado en el jardín. En algún lugar leí que los pájaros hacen su nido para dar vida, en cambio, los caracoles gastan los días haciendo su concha espiral.
A cuestas, mi casa, ahora que estoy en este avión de regreso, sigue recordándome igual que un caracol las primeras etapas, la infancia lenta como paso de molusco de humedades. Aprendí a coser por mi obsesión de ajustar las ropas de mi madre a mi cuerpo. No crecí lo suficiente para lograr su estatura, así que las transformé como segunda piel; y a la abuela, quien me cuidó hasta su último aliento, le conmovía ver en mí ese efímero renacer de un vestido, de inmediato recordaba o volvía a repetir la historia de la prenda y para qué o por qué mamá la había comprado.
En el ribete de un encaje, en la costura que cedía y en un botón corrido hacia otro ojal, mis manos buscaban la simetría de un amor en medio de la orfandad. Después supe fabricar anillos y aretes, filigranas de corazas.
Siempre con ternura, la abuela me convidaba café con leche mientras la neblina acallaba cualquier movimiento. Envuelta en el perfume de violetas y polvos de arroz de ella, fui tejiendo mis cabellos a mi propia vida, entendí que yo era mi casa, mi adiós y mi bienvenida. Pero antes tuvieron que quebrarse afectos.
Nosotras, las que con las manos exploramos las costuras, en turnos nos fuimos deshilando igual que un collar de cuentas.
Nunca supe a qué olía mi madre, tampoco le di tiempo de vida a mi hijo.
En la época en la que el otoño pelea su reino, las avispas insistían hacer su nido del otro lado del ventanal y yo les había arrancado su guarida. Sobrevino el frío del norte, ellas se quedaron inmóviles y adheridas en el cristal de mi ventana, resistiendo, caían una a una muertas hasta formar un montículo negro. Su reclamo silencioso por los huevos que no pudieron depositar en la colmena, por el ciclo interrumpido, consistió en mirarme desde afuera para que no olvidara lo hecho.
Así crecí.
volverI. Abril, 2004
Regresó para vender la casa. Montserrat Montero olvidó las llaves y no puede entrar para quitarse el sol de abril. Cualquiera diría que tiene unos veinticinco años y no los treinta que está por cumplir en mayo. La fachada se oculta bajo el enorme anuncio de SE VENDE y así ha sido por un lustro hasta que ahora la rematan por dinero. Siempre porque el dinero. Hurga dentro del bolso de piel y la mano pesca unas llaves. No, no son de aquí sino de la casa de su hermana Bárbara, donde ahora se hospeda. Suda, se recoge el cabello lacio y pesado tratando de liberar el rostro. De frente a esa casa vetusta, en la calle Juárez, le parece ver asomada por la ventana del pasillo del segundo piso, a la difunta abuela y en otra ventana del extremo derecho, a María, la argentina que le daba por ver fantasmas y vivió ahí mientras Montserrat y ella fueron amantes. Casi distingue a Bárbara viniendo del jardín hacia la entrada, con la mochila al hombro, los cabellos largos y erizados por la humedad, jalando con dificultad una bicicleta, sonriéndole, como cuando tenía diecinueve años y no se había casado.
Las cerraduras no están forzadas, hay que cortar la maleza, le falta pintura, quién sabe cómo sigue en pie. Un olor familiar continúa, el del pan recién horneado unos metros calle abajo. La fachada se descarapela y poco a poco la han ido tapizando con carteles de conciertos, puestas en escena, lucha libre y gente desaparecida. A pesar de ser una propiedad con una superficie de quinientos diez metros y de situarse en las primeras cuadras del centro de la ciudad, desde este año la propiedad se remata a menos de la mitad de su valor comercial.
La mano derecha inútilmente regresa a las entrañas de la bolsa, y así como los dedos buscan llaves, sus ojos intentan traspasar los cristales para recuperar los rostros de los que se han ido. Usa sus tenis como puntas de bailarina de ballet para distinguir la buganvilia que sembró el abuelo muerto junto a la oxidada reja del fondo, aquella en la que se escondió con Diego cuando la besó por primera vez, y arriba, en la que fue su recámara, se hicieron el amor ganando la lucha contra María. De qué sirvió extrañarlo tanto, de todas formas se fue, igual María. Ninguno de los dos le pertenecieron, tampoco la casa que con sol, realmente es lúgubre. La prefiere perdida en la neblina.
Pinche casa y mis miedos.
Una familia truncada, con ambos padres muertos, una matriarca demasiado vieja que lidió con ella desde bebé y Bárbara, la mayor.
De la casa de junto irrumpe la señora Paz. Montserrat saluda, las preguntas de rutina. Tu abuelita Celia cómo la recordamos, cómo nos hace falta. A mí también, doña Paz. Pero no quiere rememorar su muerte. La señora indaga cosas, qué han hecho desde que se quedaron solas, más solas, y decidieron irse.
Montse no se fue tan lejos como deseaba hacerlo, se quedó atorada en la península de Baja California, en Todos Santos, porque, indecisa como siempre, dejó de lado la idea de cruzar la frontera. Le sucedía así, tras sus pasos se desdibujaban los planes y olvidaba el rumbo.
La señora Paz tiene que dirigirse con urgencia a la Comisión del Agua. Que le vaya muy bien, cuídese del sol. Y la señora Paz dobló la esquina y su silueta se diluyó en lo luminoso del mediodía
Un día Bárbara la contactó para avisarle que sería madre y volvieron a verse con cariño. Otro día volvió a llamar para avisarle que vendería la casa. La alegría inicial de escuchar la voz de la hermana se disipó con la declaración y de inmediato Montserrat se negó. También la casa era suya, también tenía derecho a volver si así le apetecía. Pero ante la falta de dinero y tanta carencia, era inevitable ponerla a la venta, pese a que implicara el regreso a la eterna orfandad, la extinción de la familia, del apellido que nunca importó, aunque aún hubiera gente en la ciudad que recordara al padre asesino fugitivo, quien comenzó por disolver todo.
Una casa como un territorio árido.
Discutieron por teléfono, se dejaron con la palabra al aire y cada una se dio la espalda, a su modo, Montserrat desvariando con quien se dejara, construyendo planes maestros y en su cabeza, realizables, de cómo, con sus manos, rescataría las paredes que por más de un siglo pertenecieron a su familia. Mi única herencia. Contra un muro, eso es Bárbara, un muro que recibe sus palabras y las contiene retando a la hermana menor a vivir sola ahí.
Ni llenando de hijos la casa sería un hogar, piensa mientras quita hojas marchitas enmarañadas en la reja. Siempre sus rincones y las historias acumuladas en los vértices donde no entra la escoba.
Creo que tienes razón, no aguanté sola ahí ni una semana, recordó lo que le dijo a Bárbara. Y así pasaron unos años en los que la casa llamó la atención de hipotéticos compradores, pero catastralmente resultaba demasiado cara para el estado real de sus techos, lozas y paredes.
El centro de Xalapa no vería la gentrificación de otras provincias. Las personas iban a visitarla, casi como si fuera una mansión embrujada, y eso sentían al entrar.
Desganada, buscó un quicio para sentarse, como si visitara una tumba más que su antiguo hogar honró el recuerdo del olor a moho, los rastros de la polilla en los pisos de duela, las marcas de tuberías oxidadas en