En una nuez: guía de mis libros (1977-2022)
Por Adolfo Castañón
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En una nuez - Adolfo Castañón
Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.
Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.
Primera edición impresa, mayo 2022
Edición ePub: mayo 2022
D. R. © 2022
Adolfo Castañón
D.R. © 2022
Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,
Hermenegildo Galeana 111
Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080
Ciudad de México
www.bonillaartigaseditores.com
ISBN: 978-607-8838-15-8 (Bonilla Atigas Editores)
ISBN ePub: 978-607-8838-85-1
Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores
Diseño editorial y de portada:
d.c.g
. Jocelyn G. Medina
Realzación ePub: javierelo
Hecho en México
Contenido
Trasfondo
Poesía, narración y aforismos
Ensayo
Traducciones
Antologías y ediciones
Algunos artículos
Adolfo Castañón
Trasfondo
I
Cuadernología
Empecé a editar mis libros en una serie de Paseos
—que sigo respetando mentalmente, aunque no siempre en el orden editorial—. Durante años tuve unos cuadernos, libretas francesas, de pasta dura y de varios colores (vino, rojo, verde, azul, café oscuro) llamadas Bradel
, de hoja cuadriculada, distribuidas en Francia por Registrés Le Dauphin (Ref. 18206, de 22 cm de alto por 14 de ancho, 1.07 cm de espesor). Esa colección asciende a más de un centenar, que he ido comprando a lo largo de los años en distintas papelerías de París. Me hacía ilusión pensar que algunos escritores franceses habían tomado apuntes y hecho sus tareas universitarias en ese formato.
Cuando me llegan a preguntar cuál es el género en el que me siento más a gusto, digo que mi preferido es el cuaderno, cahier, carnet o note-book. Desde hace cierto tiempo, escribo primero a mano y luego directamente en la pantalla, aunque muchas veces lo hago dictando a mi asistente por teléfono o de viva voz. He traducido algunos libros diciéndolos primero a una grabadora, cuyo audio luego es objeto de la transcripción de una mecanógrafa capaz de producir un manuscrito decoroso para que yo lo revise una y otra vez. Eso me hace recordar que vi al legendario Wenceslao Roces dictar a una secretaria en el FCE algunas obras de Carlos Marx, como pueden atestiguar Ricardo Campa y Alberto Cué, sus jóvenes ayudantes.
Si empecé ordenando mis escritos en una serie de Paseos
, luego —y paralelamente— he tenido que organizar las transcripciones en archivos que resguarda la computadora; de ahí, se han producido lo que yo llamo Canteras
. Por ejemplo, Arcoíris, salió precisamente de una que fui creando a partir de otras. Siempre tengo a la mano un pequeño cuaderno, como hacía Alfonso Reyes o, entre nosotros, Carlos Monsiváis o el narrador venezolano Ednodio Quintero. En México y en otros países de Hispanoamérica (por ejemplo, en Cuba), hay una gran tradición editorial, pero no sólo de grandes sellos sino de pequeños, casi confidenciales, como ésos que hizo Manuel Altolaguirre, el tío del poeta y traductor Manuel Ulacia.
Confieso que tengo un ejemplar de la 1ª edición en inglés de los Preliminary Studies for the Philosophical Investigations Generally Known as The Blue and Brown Books, de Ludwig Wittgenstein (Basil Blackwell, Oxford, 1958, pp. 185). El ejemplar perteneció a la Biblioteca del Fondo de Cultura Económica y lo rescaté como a un náufrago cuando se dio una de las purgas que hacen periódicamente los acervos oficiales.
Lo que me permitiría yo llamar la cuadernología
tiene varios órdenes: cuadernos de escritura —ahí pondría yo el centenar de Bradel
, donde se han alojado mis letras durante años; todos son iguales: mismo formato, diferente color, mismo número de páginas y ocupan metros del escritorio—. Luego vienen las libretas de viaje. Ahora viajo menos y llevo pocas. En cambio, tengo no pocas libretas de bolsillo de tapa dura marca Clairefontaine donde están anotados tipos de cambio, horarios, tarjetas de amigos, hoteles, librerías, papelerías, fondas, bares o restaurantes, etiquetas de vino o de quesos, hojas de árboles, pétalos, boletos de metro y de cine, billetes de taxi o teatro, timbres, postales, etcétera. Bruce Chatwin, el trashumante que redescubrió el asombro de viajar, hizo célebres unos pequeños cuadernos de bolsillo: las libretas Moleskine. Algunos de mis cuadernitos peregrinos son de esa estirpe.
He llegado a pensar que se podría armar una edición de Lugares que pasan (1998) como un libro-happening combinando varios cuadernos. Además de esas dos especies mayores, vienen los cuadernitos de notas de todos los días y la esencial agenda de cuero negro con inconfundibles dorados. Desde hace varios lustros, llevo una agenda de la colección francesa de la Pléiade de Gallimard que se va archivando en la parte superior de un librero. Además, en casa hay un cuaderno doméstico con las señas y cuentas del plomero, del gas, y otras, que se combina y ensancha con el calendario mensual. Esto no es novedad; en el Renacimiento se tenían accesorios parecidos. Una exposición holística del conjunto tendría que incluir además los soportes de todos los reconocimientos desde radiografías, tomografías, electrocardiogramas, recetas médicas, hasta diplomas, constancias académicas, medallas, fotografías y más.
Volviendo a la cuadernología
, habría que distinguir entre ésta y la cuadernolatría
. Casi cabría decir que cuanto más bonito
sea un cuaderno, más inútil lo es como tal, aunque también haya que admitir que artistas como Vincent Van Gogh lograron hacer de sus carpetas verdaderas obras de arte —según hacen constar los seis volúmenes facsimilares de sus Lettres, editadas por Actes Sud, el Van Gogh Museum y el Huygens Institute en La Haya en 2009—.
Sé que Alejandro Rossi, al igual que Salvador Elizondo, era un obsesivo coleccionista de sus cuadernos y que los del autor de Farabeuf se parecen a los de Van Gogh. En cambio, no recuerdo que Paz tuviera cuadernos, aunque tenía una excelente memoria de tenedor de libros. (Un recuerdo divertido: un día se sorprendió de que no hubiese yo cobrado un cheque que me había dado para comprarle un diccionario y que pensaba yo enmarcar —como lo hice—.) Por otro lado, sé que Monsiváis garrapateaba su escritura sonámbula en libretas de taquigrafía con pluma Bic, que García Terrés y José Luis Martínez escribían a lápiz en hojas sueltas y que, antes de convertirse en un dictador como Juan García Ponce por otras razones, Borges alojaba su escritura de pata de mosca en cuadernos ordinarios. Reyes era más parecido a Monsi y escribía en cualquier lado, aunque Wittgenstein, para volver al principio, era un cuadernícola fiel a sus formatos. No sé por cierto si los Zettel tienen el mismo que los Blue and Brown Books. He visto los cuadernos alemanes en que Emilio Uranga hacía sus ejercicios de lógica filosófica y los cuadernos en que Ramón Rubín escribía a mano sus cuentos y novelas. Algunos escritores han sabido vender en vida sus cuadernos y papeles (por pudor omito sus nombres). Pitágoras no escribió nada y sus enseñanzas fueron transmitidas varios siglos después por Diógenes Laercio.
C.G. Jung llevaba también cuadernos, guardaba sus manuscritos y coleccionaba raros libros, como las obras de Paracelso o los libros asombrosos de William Blake. Sonu Shamdasani publicó C.G Jung. A Biography in Books (Norton and Company, Nueva York, Londres, 2012, pp. 224). Esa arca del saber es un viaje por la casa-biblioteca de Jung en Zúrich. Este libro ha sido una de las inspiraciones editoriales para el armado de En una nuez.
II
Bibliología
1
La idea de armar este volumen responde a la necesidad personal de hacer una suerte de descripción editorial que funcionaría como un cimiento documental previo a lo que podría ser una autobiografía intelectual de la persona que firma Adolfo Castañón y cuyo nombre civil completo es el de Jesús Adolfo Castañón Morán, nacido en la Ciudad de México el 8 de agosto de 1952. Hijo del Lic. Jesús Castañón Rodríguez y de la Dra. Estela Morán de Castañón, quienes también dieron la vida a mi hermana Margarita Josefina. Huelga decir que estos tres personajes han sido y siguen siendo definitivos en mi quehacer literario, además de las influencias de otros maestros y amigos.
La casa familiar era y es una biblioteca, dado que don Jesús era el secretario de redacción del benemérito Boletín Bibliográfico de la SHCyP y recibía libros además de los que compraba semanalmente y a veces hasta diario. Nací el mismo día por la mañana en que mi padre se recibiría como abogado por la tarde. Presidió su examen profesional su maestro Adolfo Menéndez Samará, quien lo felicitó cuando éste concluía. Don Jesús lo atajó: También me tiene que felicitar por otro motivo. En la madrugada, nació mi hijo
. El maestro respondió con una sonrisa: Ese niño tendrá que llamarse como yo, pues hoy es el día de mi cumpleaños
. Tal es la razón de que yo me llame Adolfo, y no un motivo presidencial o literario. Menéndez Samará es autor de varios libros, leyó a Max Scheler y se carteó con José Gaos. Fue uno de los fundadores de la Universidad Autónoma de Morelos y dio clases a muchos estudiantes. Una de ellas fue Margo Glantz.
2
Aprendí a leer a los cuatro años en una modesta guardería privada. El primer año de primaria lo hice en un colegio franco-inglés en la colonia Guerrero. Luego en la escuela primaria oficial Francisco César Morales, en la colonia Campestre Churubusco. La secundaria en la oficial Manuel Delfín Figueroa en Av. México, Coyoacán. También en Coyoacán los estudios de bachillerato en la Preparatoria 6. Más tarde estudié letras y lingüística en la Facultad de Filosofía y Letras. Durante los años de Secundaria y Preparatoria tomé clases de inglés en el Instituto Anglo-Mexicano de Cultura y de francés en la Alianza Francesa y en el IFAL. En la Prepa fueron mis maestros Enrique González Rojo, Carlos González Lobo y Enrique Mansur. En la Facultad, me dieron clase Juan M. Lope Blanch, Ernesto Mejía Sánchez, Margarita Peña, Concepción Caso, Huberto Batis, Juan García Ponce, Héctor Valdés, Ignacio Osorio, Rafael Salinas, entre otros. Paralelamente a los estudios formales en la Facultad, tomé clases o asistí a talleres de Salvador Elizondo y Augusto Monterroso.
El escritor cubano Carlos Ávila Villamar me hizo una entrevista, publicada en La Habana. De ella transcribo lo que sigue:
Un gran viaje (le grand tour, como diría Byron) rondaba mi mente desde hacía años. En 1971 salí de mi casa a pie hacia Cuautla, pasando además por Tepoztlán y Yautpec. Con un amigo atravesé la montaña. Dormimos en la cumbre del cerro del Tepozteco, en los portales de las iglesias, a la orilla del río. Regresamos después de casi una semana. Yo quería salir…
La idea de ir a Europa fue alimentada por los consejos de un chileno compatriota de Roberto Bolaño –Nelson Oxman–, quien me dijo que en Israel, en el golfo de Eilat, había trabajo para quienes quisieran y que se pagaban 500 dólares diarios. Pensé que si llegaba me haría rico y luego me podría dedicar a escribir. Paralelamente, hice un primer libro abominable para una editorial comercial. Era sobre un personaje de la mafia italiana. Lo firmé con seudónimo. Me lo pagaron bien. Con el producto de ese pago, fui a una agencia de viajes y compré un boleto de ida –sólo de ida– a Europa, en la línea más barata, que era KLM. El vuelo aterrizaría en Bruselas. Llegué a la casa de mis padres con el boleto en la mano, les dije que me iría en tres semanas. Fue una conmoción, pero no pudieron o quisieron hacer nada, pues yo era mayor de edad. Me dieron 500 dólares pensando que me los gastaría muy pronto y que regresaría. A esos 500 yo añadí otros 500 de mis ahorros y con esos mil dólares sobreviví desde junio de 1973 hasta abril de 1974 en Europa.
Dormí en las calles y en los parques, en los trenes y en los albergues de la juventud. Aprendí a hacerme simpático y a dejar que me adoptaran. Nunca robé ni vendí mi sangre. Mi plan era conocer Europa, y tenía fantasías secretas: sentarme en las gradas del Coliseo en Roma –lo hice–, conocer Olimpia –lo hice–, abrazar una de las columnas del Partenón en la Acrópolis –lo hice–, tocar el Muro de las Lamentaciones –lo hice–, visitar Notre Dame de París y conocer esa ciudad a la que luego volvería muchas veces.
Había leído la Historia de la Civilización Griega de Burckhardt, pero yo quería estar en Grecia. De niño me había fascinado la biografía de Heinrich Schliemann, que había descubierto Troya guiado por la Ilíada. No pude llegar a Creta, pero al regreso de Israel y de Turquía pasé por Esmirna y conocí Pompeya. Movido por una credulidad menos que infantil, casi diría yo prenatal, quise convencerme de que Europa existía… No sé si se podría repetir ahora mismo esa experiencia.
Los sitios se eligieron de algún modo solos, aunque desde el principio tenía claro que no podía dejar de pasar por París, Roma, Atenas, Jerusalén. Y en Israel yo quería ir hasta el puerto de Eilat a trabajar como albañil.
Al llegar a Israel, los soldados se rieron de mí. Me dijeron que era yo demasiado enclenque como para resistir las jornadas de trabajo allá con más de treinta grados de sol. Y me dieron dos opciones: o bien iba a trabajar en un kibbutz –me preguntaron si sabía manejar– o bien regresaba a Roma en el próximo avión. Decidí ir al kibbutz, y al llegar a Hulda –así se llamaba esa granja algodonera próxima al aeropuerto militar de Rehovot– me di cuenta de que la pregunta de si sabía yo manejar se había dado en función de mis aptitudes para conducir un tractor. Trabajé entonces ahí durante más de tres meses en horarios de 4×12, o sea, o bien de 4:00 am a 12:00 pm, o bien de 12:00 pm a 8:00 pm, o bien de 8:00 pm a 4:00