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El precio de la paz
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Libro electrónico330 páginas4 horas

El precio de la paz

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Memorias del general de división Pedro García Peláez. El precio de la paz, concienzuda obra que de seguro interesará mucho a los lectores. A través de sus narraciones, con rigor histórico no exento del gracejo que trae en las venas, va transitando por su trayectoria militar, su vida misma; y cuenta con lenguaje natural, asequible, a la vez que directo y preciso. Derrocha enseñanzas y optimismo revolucionario, que se vuelven contagiosos".
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 ene 2023
ISBN9789592115484
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    El precio de la paz - Pedro García Peláez

    Portada.jpg

    Página Legal

    Edición: Laura Álvarez Cruz

    Diseño de cubierta: Eugenio Sagués

    Diseño de pliego gráfico y realización computarizada: Norma Ramírez Vega

    © Pedro García Peláez, 2019

    © Sobre la presente edición:

    Editorial Capitán San Luis, 2019

    ISBN: 9789592115484

    Editorial Capitán San Luis

    Calle 38 No. 4717 entre 40 y 47, Playa, Ciudad de La Habana, Cuba.

    Email: [email protected]

    Reservados todos los derechos. Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o transmitirla de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    A los máximos destinatarios de este empeño: mis hijos, mis nietos y la juventud continuadora de la hermosa obra revolucionaria

    Agradecimientos

    Al colectivo de la casa editorial Capitán San Luis, en especial a su director Juan Carlos Rodríguez Cruz, a Laurita —la editora— y a todo el que, de una forma u otra, ha colaborado con la realización de mi segundo libro.

    "El mejor ejército, los hombres más leales

    a la causa de la revolución serán de inmediato aniquilados por el enemigo si no están bien armados, bien abastecidos y adiestrados".

    Vladimir Ilich Lenin

    Brindo por Pedro el bueno

    Me encontraba en el amplio comedor del hotel San Juan, donde se organizó una cena a los asistentes al acto solemne en el que se le confirmó a Santiago de Cuba la condición de Ciudad Héroe de la República de Cuba, cuando se acercó a mi mesa el general Fernando Ruiz Bravo. Tras el correspondiente saludo, me pidió que fuera a la mesa en que se hallaba con el general Pedro García Peláez, para que hiciéramos un brindis. Gustoso acepté la propuesta.

    Al llegar, saludé a mi amigo Pedro:

    —Pedro el malo, ¿cómo estás?

    —Bien —me respondió— pero, ¿cómo es eso de Pedro el malo?

    —Ah, pero, ¿tú no sabes que algunos te dicen así?

    —He oído algo, pero es usted quien me lo dice en mi cara.

    —No, chico, pero yo no comparto ese criterio. Pienso, con sobradas razones, que tú lo que eres es bueno… Por eso, compañeros, en esta noche de alegría para todos nosotros quiero brindar… —y alcé mi copa y expresé— Brindo por Pedro el bueno.

    Todos lo aplaudieron y felicitaron, por lo que nuestra conversación pasó a referir anécdotas de nuestra intensa vida militar, los mandos, la Escuela Superior de Guerra que pasamos juntos y otros temas similares.

    Considero algo muy oportuno y beneficioso que hombres, jefes militares de nuestras Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), que han cumplido con éxito tan complejas tareas en las difíciles condiciones en que hemos tenido que desarrollarnos, dediquen tiempo y ocupación a escribir sus experiencias, esto es, sus memorias.

    Ya Pedro nos regaló su ópera prima, Ni gallego ni asturiano: cubano y rebelde, que me atrapó al punto que la leí en dos tirones; una obra que mucho ha gustado a aquellos a los que oí comentarla.

    Ni corto ni perezoso ahora nos entrega El precio de la paz, concienzuda obra que de seguro interesará mucho a los lectores. A través de sus narraciones, con rigor histórico no exento del gracejo que trae en las venas, va transitando por su trayectoria militar, su vida misma; y cuenta con lenguaje natural, asequible, a la vez que directo y preciso. Derrocha enseñanzas y optimismo revolucionario, que se vuelven contagiosos.

    Si tratara de aproximarme a una definición de este libro diría que resulta el más amplio material didáctico que puede aportar un jefe militar revolucionario para conocimiento y estudio de nuestros jefes, oficiales y combatientes. ¡Y qué amplia y profunda la vida del general de división Pedro García Peláez! Cuan útiles sus experiencias al frente de unidades mayores y grandes unidades de la FAR, precedidas de las que dirigió como jefe de los distritos militares de Camagüey y Matanzas en la estructura que heredamos del ejército anterior.

    Esas experiencias, conocimientos y éxitos alcanzados le llevaron de la mano del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz y del ministro de la FAR Raúl Castro Ruz hasta las lejanas tierras de África, en los convulsos escenarios de la hermana Angola, a plasmar con hechos y aciertos el mensaje solidario de nuestro pueblo combatiente con la maestría de quien había ya mandado dos ejércitos, el Central y el de Occidente.

    No pocas situaciones difíciles le tocaron enfrentar en su larga y rica trayectoria y siempre salió adelante amparado en su justeza y su seriedad en el servicio militar. ¡Cuántas lecciones a sus subordinados y sugerencias útiles a sus amigos, incluidos los de otros países hermanos!

    Y cómo nos alegramos sus compañeros de todo lo hermoso que nos cuenta de su vida familiar, que tantos momentos de felicidad le han proporcionado a este soldado, en el más amplio sentido de la palabra, que no es ni gallego ni asturiano sino cubano y rebelde.

    Sigan los cuadros, hombres con responsabilidad, la trayectoria recta y disciplinada de Pedro el bueno, siempre fiel y seguro servidor de nuestros grandes mentores Fidel y Raúl, que como mayor premio le hicieron acreedor de su consideración y de su amistad.

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    Dr. C. Belarmino Castilla Mas

    Comandante del Ejército Rebelde

    Un ejército regular

    Estaban averiguando quién era el nuevo Jefe del Distrito Militar de Camagüey, pues aquí se los presento, el Comandante Pedro García.

    Fidel Castro Ruz

    Transcurrían los primeros días de noviembre de 1959 y, tal como le había comentado al comandante Camilo Cienfuegos en nuestro último encuentro, conocía bien poco acerca de las obligaciones de un jefe de distrito. Sin embargo, estaba seguro de contar con disciplina y carácter para desempeñar ese papel dignamente. Esperaba que las estrictas ordenanzas militares más la recia voluntad adquirida en treinta y un años de ardua existencia fueran suficientes para vencer los incontables desafíos que una vez más me depararían el trabajo y la vida cotidiana, a la vez que no albergaba duda acerca de mi deber supremo como autoridad militar de Camagüey, que por sobre todas las cosas consistía en preservar y defender a la Revolución en marcha, asegurando el bienestar de la población protegida bajo esa demarcación.

    El Distrito Militar Agramonte, conocido también como 2do. Distrito Militar, ocupaba geográficamente la extensa provincia de Camagüey que, según la estructura político-administrativa reconocida por la Constitución de 1940, limitaba por el este con la antigua provincia de Oriente. El río Jobabo marcaba el límite territorial por esa zona; mientras, por el oeste, los ríos Jatibonico Norte y Jatibonico Sur dibujaban la frontera geopolítica con la vecina provincia de Las Villas. Por el norte y por el sur alcanzábamos las costas de los cayos conocidos por Jardines del Rey y Jardines de la Reina, que al igual que la isla grande son bañadas por el océano Atlántico y las cálidas aguas del mar Caribe.

    Con una población estimada en unos seiscientos mil habitantes, la industria azucarera y la ganadería vacuna eran los principales rubros económicos, que todavía descansaban en manos de grandes latifundistas, entre los que predominaban los intereses norteamericanos y la burguesía criolla. El extenso territorio contaba con una amplia red ferroviaria que, además de ser motivo de orgullo de la clase media local, era un tradicional soporte del progresivo desarrollo agrícola y ganadero regional.

    La principal tarea que nos aguardaba en este cargo era la restitución del orden y de la confianza entre los oficiales que integraban las filas del Ejército Rebelde en el territorio agramontino, a fin de revertir la traicionera e indigna labor desplegada por el comandante Hubert Matos. Aquel supremo objetivo, entre muchas prioridades, exigiría trabajar directamente en la atención de algunos oficiales que, luego de ser esclarecido el alcance de su confusa participación en la intentona sediciosa local, fueron destinados a unidades regionales o al desarrollo de las viviendas campesinas, tarea revolucionaria de primer orden dirigida a mejorar las condiciones de vida de los miembros de este humilde sector.

    A la vez, nos tocó concluir una obra de profundo contenido popular y humano: convertir los cuarteles en escuelas, comenzando por el cuartel Agramonte, representativo símbolo territorial de la represión desencadenada contra el pueblo cubano por el ejército del derrotado dictador Fulgencio Batista. La gigantesca instalación había sido entregada al Ministerio de Educación desde el mes de octubre y se requería evacuar con urgencia a las tropas que todavía la ocupaban.

    Como suele ocurrir con cualquier tarea nueva, los primeros días resultaron los más difíciles. Adaptarse a las circunstancias demanda tiempo, y en este caso específico más, porque llegaba a la zaga de un destituido jefe militar que, lejos de contribuir a hacer la Revolución en el territorio bajo su jurisdicción, se había dedicado a trabajar en su beneficio personal y el de sus allegados y comprometidos personeros, vinculándose a los más reaccionarios sectores de la sociedad, para juntos hacer sutil oposición a las leyes revolucionarias y a sus principales líderes.

    Puede comprenderse con claridad que, además de enfrentar los contratiempos propios del trabajo, tenía que prestar especial atención a la reacción de las autoridades con las que me relacionaría y prepararme mentalmente para enfrentar velados intentos de corrupción que tentativamente comenzarían con acciones poco relevantes en el orden moral, con la búsqueda de consentimientos y compromisos de mi parte, con el objetivo de promover una conducta disipada y licenciosa entre los militares en franco contubernio con los intereses de la oligarquía local.

    Mis más cercanos colaboradores en este empeño redentor continuaron siendo los primeros tenientes Ródulo Peña y Rafael Illas, que venían siguiendo mis pasos desde la escolta personal del Comandante en Jefe y fueron designados ayudante ejecutivo del distrito y jefe de los tribunales revolucionarios, respectivamente.

    Entre los jefes principales, recuerdo que actuaba como inspector territorial y segundo jefe de distrito el capitán Idelfonso Figueredo Ríos, un rebelde oriundo de la serranía oriental que, no obstante parecer indio, se le conocía como El Chino Figueredo. Los capitanes Enrique Carreras Rolás y Arnaldo Milián Pino fueron designados al frente de la base aérea y del G-4, respectivamente; el también capitán Agustín Méndez Sierra y el primer teniente Manuel Lastre Pacheco fungían como ayudante de distrito y jefe del Pelotón Especial, respectivamente.

    Inicialmente, la jefatura de la policía militar estuvo a cargo del primer teniente Antonio Suárez Marrero (La Vieja), un veterano combatiente del Segundo Frente que había sido investido por Camilo después de la detención de Hubert Matos. Poco después, el entonces capitán Arnaldo Ochoa se hizo cargo de esta jefatura, y Suárez pasó a segundo. Este Ochoa fue el que años después, cuando ocupaba altos cargos en las Fuerzas Armadas, cometió errores incompatibles con nuestro Estado socialista.

    El primer teniente Roberto Ruiz Brito fue el oficial designado para atender el departamento Azúcar que, si bien por su denominación aparentaba no tener vinculación con una organización militar, formaba parte de la estructura oficial del ejército constitucional y cumplía, entre otras, la misión de inspeccionar sistemáticamente los centrales azucareros con el objetivo de asegurar que la primera industria nacional marchara con normalidad bajo cualquier circunstancia. Igualmente, recuerdo que el capitán Albi Ochoa, viejo compañero de la Sierra Maestra, se desempeñaba como jefe de una compañía de la Comandancia.

    En cuanto a los escuadrones, Guáimaro estaba a cargo de un oficial cuya estampa me quedó grabada desde el principio por el yaqui oscuro y el casco blanco de la policía militar que siempre lo acompañaban más el rutinario parte que, por iniciativa propia, me entregaba personalmente todos los días, pues según sus propias palabras no confiaba en nadie para hacérmelo llegar. Recuerdo que rápidamente me harté de aquel informe que por su mala caligrafía me costaba mucho trabajo leer y lo mandé a buscar para imponerlo, en primer lugar, de su obligación de enviar la información por los canales establecidos. Luego aproveché la oportunidad para regalarle un mochito de lápiz de más o menos una pulgada, y le advertí que tenía que durarle no menos de seis meses. A la postre, este personaje fue sustituido, y quedó temporalmente en su lugar el primer teniente Lázaro Vázquez, quien era jefe de la Primera Tenencia de Ciego de Ávila. Luego fue relevado por César Lara Roselló hasta que Álvarez Zambrano, que recién se reincorporaba al distrito, fue destinado en Guáimaro.

    Después de esa sustitución, todos eran nuevos nombramientos cuidadosamente seleccionados por el comandante Belarmino Castilla Más (Aníbal), en aquel entonces jefe del G-1 del Estado Mayor del ejército que comprendía: Cuadros, Personal, Servicios Jurídicos, Archivo General y otros. Procedían del Ejército Rebelde y ostentaban grados que oscilaban entre primer teniente y capitán. Así contábamos en la ciudad de Camagüey con los capitanes Humberto Carcí; en Florida, con César Lara Roselló; en Ciego de Ávila, con Lizardo Proenza; en Morón, con Victoriano Parra (Macho); y en Nuevitas, con Roberto Sánchez Bartelemy, más conocido por Lawton. Recuerdo que este último compañero, desde su cargo al frente del escuadrón, cumplió la misión que le asignó Jorge Risquet Valdés de reorganizar el sindicato de los obreros portuarios del norte y sur de la provincia.

    Reconocido el entorno en el que nos desempeñaríamos y puestos al tanto de sus características más sobresalientes, comenzamos a trabajar. La primera tarea que emprendimos fue terminar el traslado del Distrito Militar para el Escuadrón Monteagudo, y este último para una granja ubicada en la Carretera Central, frente a la fábrica de refrescos. El 27 de noviembre de 1959 se coronó con éxito esta misión en un multitudinario acto público presidido por el Comandante en Jefe. De esa forma, el campamento que ocupaba el Regimiento Ignacio Agramonte se inscribió como la segunda fortaleza militar de la dictadura convertida en Ciudad Escolar.

    Al resto de los escuadrones regionales, poco a poco, los fuimos ubicando en las cercanías de los pequeños aeródromos de sus respectivas localidades, atendiendo a que esos campos de aviación constituían objetivos fundamentales a proteger por el ejército. Por regla general, construíamos un largo barracón de mampostería con cubierta de zinc o fibrocemento, en el que ubicábamos por delante las oficinas, dando espacio después al dormitorio, el comedor y la cocina de la pequeña guarnición. Algunas de aquellas instalaciones, no obstante su construcción precipitada, han sobrevivido todos estos años y todavía hoy es posible ver algunas cumpliendo funciones al servicio de la defensa de la patria.

    Simultáneamente, con la reubicación de los escuadrones y puestos, nos enfrascamos en la inspección anual a todos los enclaves militares, obligación que había sido abandonada por el anterior jefe de distrito. En la etapa inicial de la Revolución, el Ejército Rebelde, aunque ya venía aplicando sus propias leyes y preceptos, se guió en muchos casos por las ordenanzas heredadas de la anterior organización castrense, con la sola diferencia que lo hacía a favor del pueblo. En esos reglamentos, la inspección se registraba como parte de las obligaciones del jefe de distrito, por lo que en los meses de noviembre y diciembre me di a la tarea de reconocer concienzudamente a cada uno de los escuadrones y puestos militares destacados en la extensa geografía camagüeyana.

    En aras de aprovechar el tiempo al máximo, nos trasladábamos habitualmente en una avioneta Cessna, que volaba a cargo del capitán piloto de la Fuerza Aérea, Orestes Acosta. Mientras realizábamos aquellos recorridos, Acosta empeñaba parte de su experiencia en adiestrarme para que aprendiera a volar en solitario el monomotor Cessna 185, prácticas con las que finalmente alcancé habilidades que me permitieron despegar, aterrizar y realizar con relativa soltura sencillas maniobras durante el vuelo.

    Este destacado piloto, lamentablemente, fue declarado muerto cuando en la noche del 14 al 15 de abril de 1961, encontrándose emplazado en el aeropuerto de Santiago de Cuba, recibió una misión de patrullaje y a su regreso el avión desapareció en circunstancias desconocidas. Se han expuesto como posibles causas, un fallo técnico del aparato o que fuera derribado por un cohete disparado desde la base naval yanqui. Comoquiera que haya sido, su cadáver no pudo ser recuperado y su nombre se inscribe en la gloriosa relación de héroes de la patria.

    Como jefe de distrito también me correspondía contribuir con la estabilidad política del territorio, salvaguardar las relaciones entre los representantes de las principales agrupaciones revolucionarias y los vínculos de estos con las autoridades civiles y militares. En el imprescindible empeño de aglutinar todas esas fuerzas, quiero destacar la labor emprendida por el fallecido camarada Mario Herrero, coordinador del M-26-7, quien, desde el mismo momento de su designación poco después de que el anterior representante del movimiento se prestara al sucio juego político del traidor Hubert Matos, protagonizó un reconocido papel en la integración de las fuerzas revolucionarias.

    Conocí a Mario Herrero y en el quehacer diario tuve amplias oportunidades de relacionarme con él y compartir su afable carácter. Recuerdo un día en que regresábamos juntos de una reunión en La Habana. Viajábamos en el Oldsmobile que habitualmente yo empleaba para moverme y, en el informal ambiente que disfrutábamos a consecuencia del largo y aburrido camino, le comenté que estaba aprovechando los continuos recorridos aéreos que me imponía la inspección anual para aprender a pilotar el Cessna. En ese instante nos desplazábamos a gran velocidad por la conocida recta Ciego de Ávila-Florida, de la Carretera Central, por lo que a Mario se le ocurrió decirme: ¿Para qué, Pedro? Si para volar en este automóvil solo tienes que ponerle dos tablas de planchar.

    Como jefe de la policía se desempeñaba el comandante Arsenio García, quien en 1956 había formado parte de los ochenta y dos expedicionarios del Granma. A pesar de no conocernos con anterioridad logramos realizar un trabajo coordinado. A los pocos meses se presentó el capitán Jorge Enrique Mendoza y nos pidió que firmáramos un documento para solicitar a Carlos Hernández como jefe de la policía. Me negué a firmarlo, pero de todas formas se materializó el cambio. Finalmente, la vida me dio la razón. El comandante Carlos Hernández creó tantas dificultades que hubo que sustituirlo.

    En ese mismo espacio conocí también a Arlés Flores, comisionado del Directorio Revolucionario en Camagüey; a Felipe Torres, del Partido Socialista Popular; y, particularmente, a Raúl García Peláez, destacado combatiente del Movimiento 26 de Julio en esta provincia, que a lo largo de los años llegó a convertirse en un veterano dirigente de la Revolución. Con él coincidí frecuentemente en el ejercicio de nuestras responsabilidades.

    Con Raúl García Peláez, al margen de la magnífica y amistosa relación que mantuvimos desde que nos conocimos en Camagüey hasta su deceso, no me unía ningún vínculo familiar. Sin embargo, la exacta coincidencia de nuestros apellidos, además de hacer pensar a algunos que éramos hermanos, sirvió para que, en determinado momento, otros no tan bien intencionados me acusaran en voz baja, cuando era jefe de distrito, de otorgarle puestos ventajosos por pertenecer a mi familia. No obstante, la insana especulación lanzada en tan agitadas circunstancias no trascendió, en virtud de que los jefes de la Revolución conocían que yo no tenía hermanos.

    A la par de esas impostergables ocupaciones y contando con la motivación de la mayoría de los compañeros, comenzamos a fomentar una granja agropecuaria en una parte del extenso terreno que ocupaba el antiguo campo de tiro del distrito, con el propósito de contribuir en alguna medida a la alimentación del personal. La iniciativa, que pienso me vino un poco de la tradición asturiana de producir en el entorno de la vivienda la mayor parte de los recursos que se consumían en la casa, tuvo buena acogida por parte del colectivo en una época donde todavía no se hablaba de autoconsumo ni de agricultura urbana.

    Para materializar la idea seleccionamos un amplio espacio de terreno a la retaguardia de la línea de fuego, que abarcaba aproximadamente un tercio del área total del campo de tiro. Era la mejor tierra y estaba bañada por un pequeño arroyo. El modesto programa requirió la ejecución de pequeñas obras de acondicionamiento: colocamos gallineros, construimos jaulas, cochiqueras y un pequeño estanque con fines de regadío, en el que poco después soltamos algunas truchas que nos fueron donadas.

    Concentramos en la granja, gallinas ponedoras, patos, ovejas y cerdos. En el espacio que quedó desocupado plantamos un mangal que en poco tiempo dejó ver sus dulces frutos. Tanto empeño pusimos en aquel productivo propósito que enseguida comenzaron a disfrutarse los resultados. En la práctica yo dirigía la granja, pero todo el control corría a cargo del capitán Otto Muster, que se desempeñaba como financiero del distrito. Él era quien vendía las producciones al Preboste y abastecía de forma ordenada las distintas unidades. A mí no me correspondía tocar ni un centavo, solo tomaba las decisiones y Otto las ejecutaba cabalmente, convencido de que a la postre los temas relacionados con el dinero siempre serían controlados personalmente por mí.

    Recuerdo incluso que meses después, en marzo

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