Teología, antropología y neurociencias: Concilium 362
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Teología, antropología y neurociencias - Regina Ammicht Quinn
Neurociencias, experiencia y filosofía
Matthieu Ricard *
EXPERIENCIA INTERIOR Y NEUROCIENCIAS
Tienen alguna relación la vida contemplativa y las neurociencias? ¿Escapa la experiencia espiritual a toda investigación material, o, al contrario, no es sino el resultado de procesos físicos? Desde hace muchos años se han realizado estudios sobre las emociones y los estados mentales de personas que han sido sujeto de experimentación con ejercicios de «meditación» intensiva. Los resultados parecen demostrar que el cerebro puede ser entrenado y modificado físicamente de manera que se produzcan efectos beneficiosos sobre la salud y se transformen las emociones negativas en recursos positivos. El cerebro evoluciona continuamente según las experiencias que tengan las personas. En este sentido se habla actualmente de «neuroplasticidad». El autor asume la distinción entre la compasión budista y la empatía, y sus prácticas, y concluye resaltando la importancia de actualizar el potencial de transformación del espíritu para servir a los demás de un modo justo.
I. Introducción
En qué nivel y en qué ámbitos pueden situarse las relaciones entre la vida contemplativa y las neurociencias? De entrada podrían adoptarse unos puntos de vista irreconciliables. El primero diría que, por su naturaleza, toda experiencia mística, espiritual o contemplativa, aunque sea poco profunda, escapa a todo modo de investigación que recurra a medios de detección o de medida de orden material. El segundo, el del reduccionismo biologista, afirmaría que el fenómeno de la conciencia no es otra cosa que el resultado de procesos físicos que se producen en un cerebro vinculado a un cuerpo, por lo que la experiencia subjetiva denominada «primera persona» carece de interés tanto en el plano científico como en el filosófico. A decir verdad, existe toda una gradación de posiciones intermedias entre estos dos extremos, y el espíritu de apertura está afortunadamente más difundido que el dogmatismo estrecho.
Estas dos posiciones son ciertamente válidas en sus dominios de aplicación respectivos. La experiencia mística, o espiritual, independientemente del nombre que le den las diferentes tradiciones contemplativas, escapa cada vez más a toda descripción verbal y representación conceptual en la medida en que se profundiza en ella. Al respecto, el budismo afirma, por ejemplo, en el Bodhicaryåvatåra de Shantidéva: «Lo absoluto no entra en el campo de experiencia del intelecto; el intelecto depende de la verdad relativa»¹.
Un maestro tibetano contemporáneo, Dilgo Khyentsé Rinpotché, habla de la «simplicidad primordial del estado natural del espíritu, más allá de todo concepto y de toda limitación intelectual, de donde surge espontáneamente una compasión infinita que abraza a todos los seres»². Desde este punto de vista, la naturaleza del espíritu es vacuidad y su expresión es iluminación. Estos dos aspectos son esencialmente uno. Son simples imágenes que evocan las diversas modalidades del espíritu, y la naturaleza última del espíritu se sitúa más allá de todo concepto, de toda definición y de toda fragmentación.
En lo que concierne al reduccionismo biologista, es comprensible que a aquellos cuyo dominio de investigación es, por definición, lo que puede «medirse» con la ayuda de métodos y de instrumentos que proporcionan resultados cuantitativos, «objetivos» (independientes del observador) —se habla al respecto del enfoque de la «tercera persona»—, solo les preocupen los fenómenos que se prestan a este modo de investigación. Desde el punto de vista del observador exterior, es muy poco probable que una experiencia espiritual sutil, profunda y casi inefable, pueda prestarse a una estimación cuantitativa. Es más, ¿con ayuda de qué criterios podría cuantificarse una experiencia en la que todas las diferencias y matices son de orden cualitativo? ¿Cómo distinguir si no es mediante la experiencia directa los diferentes niveles de profundidad, de iluminación y de vastedad del Despertar interior?
Dicho lo anterior, en la medida en que se reconoce la validez de estos dos modos de aprehensión de la realidad y no se exige que esta validez se someta a una superposición total de sus dominios de investigación, nada impide el desarrollo de una colaboración enriquecedora entre contemplativos e investigadores neurocientíficos en las zonas de interés común.
De hecho, esta colaboración, que se ha desarrollado considerablemente a lo largo de los últimos quince años, ha resultado ser bastante fecunda. Esta colaboración no busca probar ni refutar la naturaleza espiritual o material de la conciencia, sino mostrar que un entrenamiento perseverante de la atención vigilante, del amor altruista o de la compasión, no se traduce solamente en una experiencia interior accesible solo al que medita, sino que se manifiesta igualmente en una serie de cambios estructurales y funcionales del cerebro, que tienen un efecto notable en la salud física y en el sistema inmunitario.
En la medida en que esta colaboración se lleva a cabo con un espíritu de respeto mutuo, aporta un potencial fecundo que puede ponerse al servicio de la sociedad en innumerables ámbitos, incluyendo el logro de un equilibrio emocional óptimo, la resiliencia ante las vicisitudes de la existencia, una educación realmente ilustrada, como también numerosas aplicaciones clínicas.
II. El desarrollo de las neurociencias contemplativas
En el año 2000 tuvo lugar un encuentro excepcional en Dharamsala (India). Algunos de los mejores especialistas en emociones, psicología, neurociencias y filosofía, pasaron una semana entera discutiendo con el Dalai Lama en la intimidad de su residencia en las estribaciones del Himalaya. Era también la primera vez que yo tenía la ocasión de participar en los fascinantes encuentros organizados por el Institut Mind and Life, que fue fundado en 1987 por Francisco Varela, un famoso neurocientífico, y Adam Engle, un hombre de negocios norteamericano. El coloquio trataba sobre las emociones destructivas y sobre el modo de controlarlas³.
Durante este encuentro, una mañana, el Dalai Lama dijo: «Todas estas discusiones son muy interesantes, pero ¿qué podemos nosotros aportar realmente a la sociedad?». A la hora de la comida, los participantes se reunieron para discutir animadamente, un debate que desembocó en la propuesta de lanzar un programa de investigación sobre los efectos a corto y a largo plazo del entrenamiento del espíritu, es decir, de lo que generalmente se denomina «meditación». Por la tarde, en presencia del Dalai Lama, se adoptó con entusiasmo este proyecto y marcó el comienzo de un nuevo ámbito de investigación, a saber, el de las «neurociencias contemplativas».
Se emprendieron varios estudios en los que tuve la oportunidad de participar desde el comienzo, en los laboratorios del añorado Francisco Varela, en Francia, de Richard Davidson y Antoine Lutz, en Madison (Wisconsin), de Paul Ekman y Robert Levenson, en San Francisco y Berkeley, de Jonathan Cohen, en Princeton, y de Tania Singer, en Leipzig.
Después de la fase de exploración inicial, se hizo una prueba con una veintena de personas con experiencia de meditación: monjes y laicos, hombres y mujeres, orientales y occidentales, todos ellos con un tiempo de entre 10.000 y 60.000 horas de meditación dedicadas al desarrollo de la compasión, del altruismo, de la atención y de la conciencia plena. Desde entonces, numerosos artículos publicados en prestigiosas revistas científicas acompañaron estos trabajos⁴, confiriéndoles así las credenciales de nobleza a la investigación científica sobre la meditación. Por retomar los términos de Richard Davidson, «estos trabajos parecen demostrar que el cerebro puede ser entrenado y modificado físicamente de una manera que pocas personas se habrían imaginado». Por otro lado, Stephen Kosslyn, especialista mundial en tomografía mental, que entonces era el director del Departamento de Psicología en la Universidad de Harvard, durante el encuentro del Institut Mind and Life organizado en el MIT de Boston, declaró: «Tenemos que manifestar nuestra humildad ante la enorme abundancia de datos empíricos proporcionados por los contemplativos budistas».
Un beneficio global
Los «meditantes» experimentados poseen la facultad de generar estados mentales precisos, determinados, potentes y duraderos. Los experimentos han demostrado especialmente que la zona del cerebro asociada a emociones como la compasión, por ejemplo, presentaba una actividad considerablemente mucho mayor en las personas que tenían una larga experiencia de meditación. Estos descubrimientos indican que las cualidades humanas pueden ser deliberadamente cultivadas mediante un entrenamiento mental.
Otros experimentos científicos han mostrado igualmente que no era necesario ser un «meditante» muy entrenado para beneficiarse de los efectos de la meditación, y que veinte minutos de práctica diaria contribuyen significativamente a la reducción de la ansiedad y del estrés, de la tendencia a la cólera (cuyos efectos nefastos sobre la salud son bien conocidos) y de los riesgos de recaída en casos de depresión grave. Ocho semanas de meditación sobre la conciencia plena (de tipo MBSR⁵), a razón de 30 minutos por día, refuerzan notablemente el sistema inmunitario y las facultades de atención, como también disminuyen la tensión arterial en sujetos hipertensos y aceleran la curación de la psoriasis⁶. Lo fundamental en la práctica no es dedicar largas horas a meditar, sino hacerlo con regularidad. Si el cerebro es ejercitado con regularidad, aproximadamente se necesitarán unos treinta días para ver aparecer una modificación de las funciones neuronales. El estudio de la influencia de los estados mentales en la salud, considerada una fantasía en otros tiempos, está cada vez más a la orden del día en la investigación científica⁷.
No hay edad para cambiar
Como escribe Yongey Mingyour Rinpotché, «una de la principales dificultades que se encuentran al tratar de examinar el propio espíritu es la convicción profunda y a menudo inconsciente de que uno es como es y que no se puede cambiar nada»⁸. Uno de los grandes dramas de nuestra época reside en subestimar considerablemente la capacidad de transformación de nuestro espíritu. Los rasgos de nuestro carácter perduran en la medida en que no hacemos nada para mejorarlos y dejamos que nuestras disposiciones y automatismos se mantengan, e incluso se refuercen, pensamiento tras pensamiento, día tras días, año tras año. En realidad, el estado que nosotros consideramos en general como «normal» no es más que un punto de partida, no el objetivo que debemos fijarnos.
¿En qué medida podemos hacer que nuestro espíritu aprenda a funcionar de manera constructiva, a reemplazar la obsesión por la satisfacción, la agitación por la calma, el odio por la bondad? Ya han pasado veinte años desde que prácticamente se aceptara como un dogma en los medios neurocientíficos que el cerebro contiene todas sus neuronas al nacer y que su número no es modificado por las experiencias vividas. Actualmente sabemos que la realidad es lo contrario, es decir, que hasta la muerte se producen nuevas neuronas, por lo que se habla más bien de «neuroplasticidad», un término que confirma el hecho de que el cerebro evoluciona continuamente en función de nuestras experiencias y que puede ser profundamente modificado por un entrenamiento específico, el aprendizaje de un instrumento musical o de un deporte, por ejemplo. Ahora bien, la atención, el altruismo y otras cualidades humanas fundamentales, pueden también cultivarse, y dependen, en gran medida, de una «destreza» que es posible adquirir.
Los estudios que afirman que entre el 40% y el 60% de los rasgos de nuestro carácter están determinados genéticamente, son refutados por los neurocientíficos que trabajan en los campos de la neuroplasticidad y por los especialistas en epigenética (que estudia el modo en que la expresión de los genes es activada o inhibida), una rama de la investigación que está en pleno desarrollo. Los genes son una especie de plan que puede o no ejecutarse, y que no tienen nada de absoluto. Incluso en la edad adulta, la expresión de los genes puede estar muy influida por el medio ambiental. De hecho, unos trabajos recientes emprendidos en el laboratorio de Richard Davidson, en Wisconsin, con la genetista española Perla Kaliman, muestran que la meditación sobre el amor altruista y la compasión puede inducir a importantes modificaciones epigenéticas⁹. Vislumbramos aquí la posibilidad de una transformación epigenética del individuo que no solo se debe a la influencia del entorno, sino a un entrenamiento voluntario destinado a cultivar cualidades humanas fundamentales.
III. De la empatía a la compasión, en un laboratorio de neurociencias
En 2007 me encontraba con la neurocientífica Tania Singer, directora del Departamento de Ciencias Afectivas en el Institut Max Planck de Leipzig, como colaborador y conejillo de indias en un programa de investigación sobre la empatía. Tania me pedía que generase un poderoso sentimiento de empatía imaginándome a personas afectadas por grandes sufrimientos. Tania utilizaba una técnica novedosa de IRMf que tiene la ventaja de seguir los cambios de la actividad cerebral en tiempo real (IRMf-tr). Según el protocolo de este tipo de experimento, el «meditante», en este caso yo, debe alternar períodos durante los que genera un estado mental particular, aquí la empatía, con momentos en los que relaja el espíritu dirigiéndolo a un estado neutro, sin pensar en nada en particular ni aplicar ningún método de meditación.
Durante una pausa, al terminar una primera serie de períodos de meditación, Tania me preguntó: «¿Pero qué haces? Esto no se parece en nada a lo que observamos habitualmente cuando las personas sienten empatía por el sufrimiento del otro». Le expliqué brevemente que yo había meditado sobre la compasión incondicional, esforzándome por sentir un poderoso sentimiento de amor y de bondad con respecto a las personas presa del sufrimiento, pero también con respecto a todos los seres sensibles.
De hecho, el análisis completo de los datos, realizado ulteriormente, confirmó que las redes cerebrales activadas por la meditación sobre la compasión eran muy diferentes de aquellas vinculadas a la empatía que Tania estudiaba desde hacía años. Más específicamente, dos áreas del cerebro, la ínsula anterior y el córtex cingular, se activan fuertemente durante una reacción empática y su actividad está correlacionada con una experiencia afectiva negativa del dolor¹⁰.
Cuando yo me dediqué a meditar sobre el amor altruista y la compasión, Tania constató que las redes cerebrales activadas eran muy diferentes. En particular, la red vinculada con las emociones negativas y el sufrimiento no se activaron durante la meditación sobre la compasión, mientras que sí se activaron ciertas áreas cerebrales tradicionalmente asociadas a las emociones positivas, como, por ejemplo, al amor maternal¹¹.
De aquí surgió la idea de explorar estas diferencias para distinguir más claramente entre la resonancia empática con el dolor del otro y la compasión experimentada por su sufrimiento. Nosotros sabíamos también que la resonancia empática con el dolor puede conducir, cuando se repite muchas veces, a un agotamiento emocional y a la angustia. Esto es lo que experimentan a menudo los enfermeros, los médicos y el personal sanitario, que están en contacto constante con pacientes víctimas de grandes sufrimientos. Este fenómeno denominado burn-out en inglés se ha traducido con los términos «agotamiento emocional» o «fatiga de la compasión». El burn-out afecta muy particularmente a las personas que tienen que afrontar diariamente el sufrimiento de otras, sobre todo el personal sanitario y los trabajadores sociales. Un estudio realizado en los Estados Unidos ha demostrado que el 60% del personal sanitario sufre o ha sufrido el burn-out y que un tercio se ha visto tan afectado hasta el punto de tener que interrumpir temporalmente su trabajo¹².
A lo largo de los coloquios con Tania y sus colaboradoras, hemos constatado que la compasión y el amor altruista estaban asociados a emociones positivas, y hemos llegado a la conclusión de que el burn-out era, efectivamente, una «fatiga de la empatía» y no de la compasión. Esta última, de hecho, lejos de llevar a la angustia y al