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Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem: ¿Existe un texto canónico del Antiguo Testamento?
Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem: ¿Existe un texto canónico del Antiguo Testamento?
Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem: ¿Existe un texto canónico del Antiguo Testamento?
Libro electrónico217 páginas3 horas

Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem: ¿Existe un texto canónico del Antiguo Testamento?

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El 30 de septiembre del 2020 se cumplieron 1600 años de la muerte de san Jerónimo, patrono de los biblistas y traductor de la Vulgata latina. Por lo que respecta al Antiguo Testamento, Jerónimo decidió traducir desde la lengua original, el hebreo (Hebraica veritas). Este hecho provocará una polémica con san Agustín, que defiende que se debería traducir, como hasta entonces se había hecho, desde el griego de la Septuaginta, considerada como la Escritura de los cristianos y el texto utilizado por los apóstoles en el Nuevo Testamento (Septuaginta auctoritas). Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem describe la tensión entre dos principios justos que debe ser resuelta sin censurar ninguno de ellos. Esta obra, describiendo los orígenes de la polémica, quiere contribuir a desvelar un principio sintético que ya está presente en la Vulgata y en el magisterio de la Iglesia y que merece la pena ser retomado para no perder la riqueza que la palabra multilingüe de Dios nos ha entregado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 may 2021
ISBN9788490736975
Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem: ¿Existe un texto canónico del Antiguo Testamento?

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    Hebraica veritas versus Septuaginta auctoritatem - Ignacio Carbajosa Pérez

    1

    La polémica entre Jerónimo y Agustín:

    ¿traducir el Antiguo Testamento desde el hebreo o desde el griego?

    1. La trayectoria de Jerónimo como traductor

    Jerónimo llega a Roma en el 382 acompañando a su obispo, Paulino de Antioquía. Sus dotes como literato y vir trilinguis (latín, griego y hebreo) llamaron ya entonces la atención del papa Dámaso, que lo hizo su secretario. Tal vez la tarea más importante que le encomendó fue la de unificar las diferentes versiones latinas de los evangelios que circulaban por el Occidente cristiano, confrontándolas con los originales griegos y produciendo una única traducción. En el 384, el mismo año de la muerte de san Dámaso, Jerónimo presenta su revisión al Papa:

    Una nueva obra me obligas a hacer de otra vieja, a saber: que entre los ejemplares de las Escrituras dispersos por todo el orbe sea yo casi como un árbitro y que, dado que varían entre sí, decida cuáles son los que están de acuerdo con la verdad griega [cum Graeca consentiant veritate] (Prólogo a los Evangelistas)¹ı.

    Ya en este prólogo están presentes los elementos que guiarán a san Jerónimo en la revisión del resto de la Biblia. El punto de partida es la disparidad entre los manuscritos latinos de un mismo libro, atribuible a copistas, glosadores, editores e incluso traductores diferentes. El criterio es la tensión hacia los textos originales, en el caso del Nuevo Testamento (NT) la Graeca veritası.

    No parece que el mandato del papa Dámaso se extendiera más allá de la revisión de los evangelios. De hecho, se duda que la actual Vulgata del resto del NT fuera obra del santo de Estridón (Dalmacia). Sea como sea, cuando Jerónimo abandona Roma en el 385, ya alberga el proyecto de una revisión completa del AT latino. En este caso, el docto traductor se enfrentará con nuevos problemas: a la disparidad presente en los manuscritos latinos, a causa de los errores que se han introducido con el tiempo, se añade el hecho de una mayor disparidad en los manuscritos de la versión griega con los que la latina debería compararseı.

    En efecto, Jerónimo habla de hasta tres diferentes «recensiones» que circulaban de la versión griega Septuaginta (LXX): la de Hesiquio, en Alejandría y Egipto, la de Luciano, en Antioquia, y la que circula en Palestina, que se remonta al trabajo de Orígenes y sus discípulos Eusebio y Panfilio². A esto hay que añadir las nuevas traducciones griegas realizadas por Áquila, Símaco y Teodoción. No es de extrañar que Jerónimo quisiera poner orden realizando una revisión de la Vetus latina del AT a partir de la edición «crítica» del texto griego realizada por Orígenes en la quinta columna de sus Héxaplas. En esa columna, el Alejandrino había colocado su edición de los LXX marcando con un óbelo las palabras que no se encontraban en los manuscritos hebreos y añadiendo, entre asteriscos, una traducción griega de lo que faltaba en la Septuaginta y, por el contrario, se leía en el hebreoı.

    Desde el 386, establecido ya en Belén, hasta el 390, Jerónimo lleva a cabo la revisión de un buen número de libros del AT latino con la ayuda de la quinta columna hexaplar, aunque hasta nosotros solo han llegado las revisiones del Salterio, Job y el Cantar de los Cantares. En torno al 390 es cuando se produce en Jerónimo un cambio de orientación que marcará toda su obra de traducción posterior y que puede calificarse de comprensible a partir del trabajo que estaba realizando. No olvidemos que el santo de Estridón era uno de los pocos cristianos versados en las Escrituras que conocía las tres lenguas implicadas en los procesos de traducción del AT: latín, griego y hebreo. En efecto, ya en su paso por el desierto de Calcis (ca. 375-377), viviendo como un eremita, recibió lecciones de hebreo de un judío convertido al cristianismo³. Posteriormente, en Belén, probablemente empujado por las divergencias que encontraba en las versiones griegas dependientes del hebreo, se decidió a mejorar y profundizar su conocimiento de la lengua semítica, esta vez pagando a un maestro judío, de nombre Baranina que, temeroso cual Nicodemo, le daba lecciones por las noches⁴ı.

    En el 390 los tiempos estaban maduros para el cambio de orientación mencionado: Jerónimo abandona la revisión de la Vetus latina a partir de manuscritos griegos y decide emprender una traducción latina ex novo desde los «originales» hebreos. De la Grae­ca veritas del NT a la hebraica veritas del AT:

    De la misma manera que en el Nuevo Testamento siempre que surge una dificultad entre latinos y se da discrepancia entre los códices, recurrimos a la fuente del griego en que está escrito el instrumento nuevo, así también, respecto al Antiguo Testamento, cuando hay discrepancias entre griegos y latinos, acudimos al original hebreo (ad Hebraicam confugimus veritatem), de modo que lo que sale de la fuente, eso es lo que tenemos que buscar en los riachuelos (Carta 106,2)⁵ı.

    La nueva traducción se completa en el 406 y comprende todos los libros del AT que circulaban en hebreo en su época, es decir, los libros sagrados aceptados por los judíos, a los que hay que añadir la traducción que hizo desde el arameo de los libros de Judith y Tobíası.

    Como se puede ya entrever a partir de estas breves pinceladas biográficas, la obra de traducción de san Jerónimo, iniciada por encargo pontificio, le obligó a enfrentarse a cuestiones «textuales» relativas a la Sagrada Escritura que todavía hoy son objeto de discusión, tal y como adelantábamos en la Introducción: restringiéndonos al AT, ¿podemos hablar de un texto canónico? Si es así, ¿cuál sería? ¿En qué lengua está ese texto canónico? ¿Qué pasajes incluye y cuáles excluye? ¿De qué texto partir para nuestras traducciones litúrgicas? ¿Puede una versión antigua llegar a ser más importante que el texto del que parte? ¿Se puede hablar de traductores inspirados?

    Todas estas son cuestiones que se planteó explícitamente san Jerónimo a medida que procedía con la traducción de los diferentes libros bíblicos. Ya en el prólogo a su revisión de los evangelios tomó conciencia de las críticas y resistencias que su obra encontraría, y eso que hablamos de un encargo pontificio más que justificado por las numerosísimas divergencias entre manuscritos:

    ¡Piadosa labor, pero peligrosa presunción, juzgar sobre los demás quien justamente debe ser juzgado por todos, y cambiar la lengua del viejo mundo y a este, encanecido ya, devolverlo a los comienzos de la infancia! Pues ¿quién, ya sea docto o ignorante, cuando haya tomado el volumen en las manos y haya visto que lo que está leyendo discrepa de la saliva que antaño tragó, no levantará la voz y gritará que yo soy un sacrílego que me atrevo a añadir, cambiar o corregir algo en los libros antiguos? (Prólogo a los Evangelistas)⁶ı.

    Lo que Jerónimo preanunciaba o profetizaba se cumplió con creces, de un modo especial cuando tomó el texto hebreo como referencia para la traducción latina del AT. Esta decisión dio lugar a una polémica encendida que, sin embargo, contribuyó a identificar con mayor claridad los problemas textuales en juego. En efecto, una decisión que hoy nos parece más que razonable, como la de traducir desde el texto original y no desde otra traducción, contenía una serie de aporías, en su aplicación al AT, que debían salir a la luz y que solo podían hacerlo si cada una de las posiciones enfrentadas exponía abiertamente sus razonesı.

    2. La reacción de Agustín ante el principio hebraica veritas de Jerónimo

    Para un debate como este se necesitaba una figura a la altura de Jerónimo, no solo con un conocimiento suficiente de la Biblia, sino con el coraje necesario para enfrentarse al irascible monje de Belén. Esta figura fue san Agustín, obispo de Hipona, en el norte de África. La correspondencia epistolar que mantuvo con san Jerónimo, en los últimos años del siglo IV y primeros del V, representa un lugar paradigmático para sorprender, en acción, los términos del problema textual al que hemos hecho referencia más arribaı.

    La primera carta que Agustín dirige a Jerónimo no llegó a su destino. Se fecha en torno a los años 392-394. En ella, el obispo de Hipona alude a las nuevas traducciones o revisiones desde el griego que el doctor Dálmata había realizado⁷. Ya entonces, Agustín manifestaba su inquietud por la revisión implícita del texto de los LXX que suponía verter al latín las partes entre asteriscos que aparecían en la quinta columna de Orígenes, es decir, las palabras del texto hebreo que no se encontraban en la versión griega. Al menos le consolaba que la reproducción de los signos aristárquicos (óbelos y asteriscos) permitía reconocer la obra autorizada (LXX), distinguiéndola de los añadidos nuevos, carentes de autoridad⁸ı.

    Diez años más tarde se retoma la correspondencia. Después de que Jerónimo pidiera aclaraciones a Agustín respecto a una carta que circulaba por Roma presuntamente dirigida a él, el obispo de Hipona escribe una extensa misiva en la que incorpora copias de dos cartas que no llegaron a su destino. Estamos en el año 402-403 y el obispo del norte de África ya está al tanto de las nuevas traducciones desde el hebreo emprendidas por Jerónimo:

    En esta carta añado que con posterioridad he sabido que has traducido del hebreo el libro de Job, cuando ya teníamos una traducción del mismo profeta, hecha por ti del griego al latín (...)ı.

    La verdad es que yo preferiría que tradujeses las Escrituras canónicas griegas que circulan bajo el nombre de los Setenta Intérpretes. Sería verdaderamente lamentable que, si tu versión empieza a ser leída con frecuencia en muchas iglesias, surgiera el desacuerdo entre las iglesias latinas y las griegas, sobre todo teniendo en cuenta lo fácil que es señalar con el dedo al disidente con solo abrir los códices griegos, es decir, en una lengua conocidísima. Por el contrario, si en la traducción del hebreo, a alguien le causa extrañeza un pasaje insólito, y pretende ver en él un delito de falsificación, quizá nunca o casi nunca sea posible remontarse al texto hebreo, con el que podría ser resuelta la objeción. Y aunque se llegara, ¿quién tolerará que se condenen tantas autoridades griegas y latinas? A esto hay que añadir que si se consulta a los judíos, estos pueden contestar a su vez con una traducción distinta, de forma que serías tú el único que podría convencerlos. Pero ¿quién haría de juez, si es que se encuentra alguno? (Carta 104,3-4)⁹ı.

    La razón que aduce Agustín para desaconsejar una traducción desde el hebreo, es decir, el peligro de desacuerdo entre las iglesias latinas y las griegas, no es meramente teórica. A continuación, ofrece un ejemplo de algo que sucedió cuando la nueva traducción de Jerónimo empezó a copiarse y transmitirse:

    Cierto obispo, hermano nuestro, había dispuesto que en la iglesia que él gobierna se leyese tu traducción. Un pasaje del profeta Jonás, traducido por ti de forma muy distinta a como se había grabado en los sentidos y en la memoria de todos, y a como se había cantado durante larga sucesión de generaciones, produjo perplejidad. Se organizó tan gran tumulto en el pueblo, sobre todo ante las protestas y el acaloramiento de los griegos, que consideraban falso el pasaje, que el obispo –la ciudad era Oea– se vio obligado a recurrir a los judíos para defenderse. No sé si por ignorancia o malicia, estos contestaron que en los códices hebreos figuraba lo mismo que en los griegos y en los latinos. ¿Qué falta hacía más? El hombre, no queriendo quedarse sin pueblo, después del gran conflicto, se vio forzado a corregir su error. De ahí que yo piense que también tú has podido equivocarte alguna vez, en algún punto (Carta 104,5)¹⁰ı.

    ¿Cuál es el corazón del problema suscitado por la nueva versión? Un lector moderno, aún más si no posee estudios de traducción, podría verse perdido en esta discusión. Intentemos arrojar un poco de luz. Ante todo, tenemos tres lenguas en juego: hebreo, griego y latín. La primera, en la época que nos ocupa, es hablada únicamente por los judíos. El griego, por el contrario, es la lengua de la oecumene, la lengua imperial en la que han nacido el cristianismo y sus primeros documentos, aunque desde el siglo III ha sido desplazada por el latín en la parte occidental, a la que pertenecen Jerónimo y Agustín. Con todo, en la formación de las personas ilustradas que tenían como lengua madre el latín, normalmente se incluía el estudio del griego, de modo que podían, al menos, verificar la concordancia entre una traducción latina y su original griegoı.

    Del mismo modo, tres eran los «textos» bíblicos que se manejaban en las discusiones. Por un lado, el texto hebreo, que podemos llamar provisionalmente «original», aunque solo sea por el hecho de que la mayoría de los libros del AT fueron escritos originalmente en hebreo. Se trata de un texto al que solo se podía acceder a través de los manuscritos que poseían los judíos¹¹. Por otro lado, el texto griego de la Septuaginta, traducido desde el hebreo por los judíos de Alejandría entre finales del siglo III y finales del siglo II a.C. Era el texto que circulaba por las sinagogas griegas del Mediterráneo cuando se expandió el cristianismo en los siglos I y II d.C., de modo que constituyó «la Escritura» de los cristianos de lengua griega desde el principio. En la época en que Agustín y Jerónimo se intercambian cartas, esta versión conoce formas textuales ligeramente dispares, como hemos señalado más arriba, concretamente las «recensiones» de Hesiquio, en Alejandría y Egipto, la de Luciano, en Antioquia, y la de Orígenes, en Palestinaı.

    Además, en clara polémica con los cristianos, los judíos, de­sechando la versión de los LXX, habían producido dos traducciones griegas nuevas muy fieles a los manuscritos hebreos que manejaban los judíos en el siglo II d.C.: las de Áquila y Símaco, además de una tercera que debería considerarse más bien una revisión, la de Teodoción¹². Las tres estaban disponibles para los cristianos a través de las Héxaplas de Orígenesı.

    Por último, como tercer «texto» bíblico, en la parte occidental del Imperio romano, desde el siglo II d.C. se había expandido una traducción latina realizada por cristianos desde la versión griega de los LXX. Junto con la correspondiente traducción latina del NT, constituye lo que hoy llamamos Vetus latina, que muy pronto, especialmente en el NT, conoció formas muy dispares que se impusieron respectivamente en diferentes lugares del Imperio (norte de África, península Ítala, península Ibérica, etc.),

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