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La Muerte del Mentor: El Caso Que Dio Origen al Detective Malatesta: Serie Bruno Malatesta, Misterio y Crimen, #1
La Muerte del Mentor: El Caso Que Dio Origen al Detective Malatesta: Serie Bruno Malatesta, Misterio y Crimen, #1
La Muerte del Mentor: El Caso Que Dio Origen al Detective Malatesta: Serie Bruno Malatesta, Misterio y Crimen, #1
Libro electrónico174 páginas1 hora

La Muerte del Mentor: El Caso Que Dio Origen al Detective Malatesta: Serie Bruno Malatesta, Misterio y Crimen, #1

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Información de este libro electrónico

Un misterioso incidente. Una muerte inesperada. Un contrato incómodo. Lo que comienza con una investigación rutinaria, se le escapa de las manos de los investigadores.

Bruno Malatesta, un joven italiano aterrizado en la fría Stuttgart de los años '90, se ve involucrado en la muerte de su mentor.

Bruno tendrá que resolver el homicidio y desenmascarar al asesino. Ayudado por su novia y por su don intuitivo, poco a poco irá desenredando el tapiz urdido en secreto donde nada, ni nadie, es lo que parece.

Muerte, intuición, amor y sangre en una ciudad alemana donde un joven mecánico se convierte en un detective para hacer justicia.

Bruno te tiende la mano para entrar en un mundo diferente, un thriller intenso, una historia oscura y apasionante, que difiere de los habituales casos de detectives.

LA MUERTE DEL MENTOR, es la precuela de la Saga Malatesta, una serie de investigación con historias de crímenes internacionales y un profundo trasfondo humano.

Los amantes de la literatura de Agatha Christie, Dan Brown, Jo Nesbø, Joël Dicker o Dolores Redondo, pero también las series como El Inocente, The Mentalist, True Detective disfrutarán con este estremecedor thriller en la ciudad alemana.

Riccardo Braccaioli es el escritor de Best Sellers en Amazon. Los exitosos libros autobiográficos y de crecimiento personal como Diario de una Quiebra, El poder del Fracaso y de la novela Asesinato en el Rally Costa Brava. También es empresario, conferenciante e influencer.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 nov 2022
ISBN9798201594220
La Muerte del Mentor: El Caso Que Dio Origen al Detective Malatesta: Serie Bruno Malatesta, Misterio y Crimen, #1

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    La Muerte del Mentor - Riccardo Braccaioli

    1

    23:34, Stuttgart

    Taller Jürgen Klassisch

    lunes, 21 de mayo del 1990

    Era casi medianoche y Bruno no debería de haber vuelto al taller tan tarde.

    Por aquel entonces, era más joven. Los planes se habían alterado. Él detestaba los cambios de última hora. Tenía una auténtica aversión a que la gente le cambiase sus esquemas. Pero la vida también era eso, imprevisibilidad, adaptabilidad. Esa noche de lunes se encontraba delante de la puerta del taller en un auténtico fuera-programa. Se había saltado el guion, se había dejado arrastrar por lo que más detestaba, por esos cambios que la vida reservaba. Se encontraba solo delante de la puerta cerrada del taller. La noche, una de las más oscuras, estaba a punto de torcerse. El descampado que tenía detrás de él se encontraba vacío. Únicamente había dos coches aparcados y una solitaria farola que, con toda su buena voluntad, intentaba iluminar el espacio.

    Sabía que Jürgen estaba dentro, y como acto reflejo había intentado abrir la puerta girando la manilla. Comprobó contento que la puerta estaba cerrada. Cuántas veces le había dicho que, cuando trabajase de noche, cerrara con llave. Esa periferia de la ciudad no le transmitía buenas vibraciones.

    El silencio reinaba a su alrededor, fracturado por el sonido de la llave que Bruno estaba introduciendo en el paño.

    La llave giró dos veces sobre sí misma. La puerta se abrió.

    Bruno la estiró hacia fuera y entró de forma sigilosa. Una vez dentro, la volvió a cerrar con llave, tal y como la había encontrado.

    Las luces estaban encendidas. Los enormes halógenos que colgaban del techo entre las vigas de hierro iluminaban toda la vieja nave industrial convertida en taller mecánico.

    Bruno empezó a caminar. Dio dos pasos y se detuvo. Suspicaz, escuchó, agudizó el oído, pero nada. El taller se encontraba en un silencio extraño. El coche de Jürgen estaba aparcado fuera, y las luces encendidas presagiaban que tenía que seguir allí trabajando. Sin embargo, ese silencio le estaba empezando a preocupar.

    —¿Jürgen? —preguntó Bruno, levantando la voz con la esperanza de tener respuesta.

    La pequeña radio que siempre encendía cuando trabajaba solo no emitía música.

    Nada, no recibió respuesta.

    «Puede que esté en el despacho», quiso tranquilizarse, pero siguió avanzando. Pasó delante de la oficina, donde de día trabajaba la secretaria. ¡Vacía!, y con las luces apagadas. Rebasó el largo muro de la izquierda hasta alcanzar a ver el taller en su totalidad. ¡Nada! Del mecánico ni un indicio.

    El espacio donde venían reparados los Porsche clásicos se dividía en dos partes: en la primera, a mano derecha y por todo el largo del muro, se encontraban cinco puentes elevadores. En cada uno yacía un vehículo. En el lado izquierdo había pequeños boxes especializados en reparaciones, con las herramientas y máquinas necesarias.

    Una vista rápida y Bruno seguía sin localizar al mentor. Su estado de ánimo empezaba a alterarse. De igual manera, sus latidos se aceleraron. Algo no iba bien.

    —¡Qué tonto! —dijo—. Estará en el aseo.

    Se dio la vuelta y casi tranquilizado se acercó al baño del taller mecánico. La puerta estaba abierta y la luz apagada. Con fuerza, entró en el lavabo pensando que tenía que estar dentro. Tampoco se encontraba allí. Un escalofrío le atravesó el cuerpo. Aquello no iba bien. Se quedó inmóvil, pensando, pero sobre todo sintiendo algo inexplorado para él, la soledad, el miedo… el temor por saber. Era el sexto sentido que, de una forma tímida, estaba tocando su puerta. Eran sus primeros contactos. Como un superpoder sobrevenido que aún no controlas, más bien uno que te domina a ti. Era la primera vez que se daba cuenta de una manera consciente que algo estaba despertando en él.

    Apabullado, se giró. Desconocía si estaba más asustado por no haber encontrado a Jürgen o por sentir ese presagio.

    Con rapidez, salió del lavabo.

    —¿Jürgeeen? —Volvió a gritar con toda su capacidad pulmonar. —¡Si es una broma no me gusta!

    Se sintió dominado por un miedo creciente a algo que no entendía. Aquella sensación le estaba alterando.

    Todas las oficinas se encontraban vacías. Jürgen solo podía estar en algún lugar del taller. Tenía terror a buscar al mecánico, al no saber a qué se estaba enfrentando. Empezó a correr. Primero pasó por delante del primer coche y miró a su alrededor. Incluso se fijó dentro del auto por si lo encontraba. Nada.

    Siguió con el segundo, luego con el tercero. Cuando se dirigió al cuarto, se asustó. De golpe quedó petrificado. Algo no estaba como tenía que estar. El quinto coche en batería no se encontraba en la posición adecuada. El Porsche 356 Monoreja, que acababa de llegar de las 1000 Millas, se encontraba torcido y se apoyaba en el suelo con el morro. Había caído de las cuatro sujeciones del puente elevador.

    Bloqueado, el joven italiano no sabía qué hacer desde esa distancia. El miedo de acercarse y ver lo qué podía haber sucedido lo congeló. Los segundos pasaban, pero para él el mundo se detuvo. La premonición que había tenido, primero en casa y luego en el lavabo, no era equivocada.

    Al cabo de muchos minutos, empezó tímidamente a reaccionar. Caminó de lado, no tuvo el valor de ir directo. El miedo por descubrir lo que podía haber pasado le hizo avanzar hacia la izquierda, manteniendo la distancia.

    Cuando la perspectiva le permitió ver lo que había sucedido, su corazón dejó de latir por unos instantes. Un infarto emocional. Una fuertísima presión empezó aplastarle desde la cabeza hasta las rodillas.

    El charco de sangre sobresalía dos metros bajo el coche. En medio de este se encontraban los pies de Jürgen: el vehículo lo había aplastado por completo. La pierna izquierda se agitaba con un ligero movimiento reflejo, como la cola de una lagartija que, aun extirpada del cuerpo, seguía moviéndose.

    Bruno se mareó. No sabía qué hacer. La situación lo había arrollado, desprevenido. Se sentía perdido, incrédulo ante la película de horror que estaba viviendo.

    Primero, el cerebro reaccionó a lo desconocido pensando que no podía ser verdad. Luego, con el pasar de los minutos, quieto como un bloque de hielo, no pudo dar crédito a lo que estaba viendo: Jürgen, su mentor, había muerto.

    2

    09:00, Málaga

    Estación del Ave

    miércoles, 14 de abril de 2019

    Había sonado el teléfono a horas intempestivas.

    A Bruno Malatesta, ya con cincuenta primaveras cumplidas, le cogió aún envuelto en sus sábanas. La noticia se había difundido como la pólvora. En los periódicos y en internet. Sin embargo, a él le llamaron.

    Contestó casi enfadado por haberlo despertado tan pronto. Él era de estirar al máximo las horas de la mañana en la cama. Le encantaba hacer la croqueta. Acostumbrado a recibir mensajes por WhatsApp, una llamada de teléfono era siempre presagio de problemas. Y, en efecto, esa llamada no había sido menos.

    Se lanzó bajo la ducha, una de las más rápidas de su vida. Se vistió con lo primero que tenía a mano y salió disparado de casa. Sin café y sin desayuno. Había pasado un cuarto de hora escaso desde que había recibido la llamada y ya salía por la puerta. Era el efecto de su buen amigo Jean De la Cruz.

    Se encontraba llegando a la estación de trenes de Málaga. El mensaje era claro: «Tarda lo menos posible». Tenía que coger el primer AVE que salía hacia Madrid. Aun así, utilizando el medio más rápido que estaba a su alcance, tanto Bruno como la familia rezarían para que llegase a tiempo. Ya no quedaba esperanza. La situación había empeorado con rapidez.

    El primer tren salía en cuarenta minutos. Decidió acercarse a la cafetería más cercana, sin pretensiones, casi dormido: necesitaba su dosis diaria de cafeína. Estaba en completa crisis de abstinencia. El primer café de la mañana era su placer, nadie se lo tocaba. Nadie, excepto el destino.

    La estación se encontraba llena de viajeros a esa hora. Un día cualquiera, pero no para él. Un miércoles de mayo donde se enlazaban personas que viajaban por negocios y turistas de los primeros soles del verano.

    El café resultó ser patético. Ácido, duro y con una gruesa capa de espuma marrón que lo cubría, como en esas cafeterías de carretera ancladas en los años setenta. Incomprensible. Se preguntaba cómo podía ser que en el 2019 aún hubiera lugares en el mundo con cafés tan malos.

    «Mamma mia che "ciofeca"».

    Nada como su cafetera Bialetti gastada. Como en casa en ningún sitio. Ese líquido negro era con lo que tenía que conformarse en un día horribilis, que había nacido torcido.

    Presentó el billete que acababa de comprar al personal de Renfe. Le indicaron a qué andén tenía que acceder, el vagón y su asiento.

    El tren arrancó puntual. En pocas horas se encontraría en Madrid. En muchas ocasiones había cogido ese medio de transporte para llegar a la capital, pero nunca para lo que le esperaba esa vez. Le tocó el vagón silencioso, donde nadie hablaba y la mayoría trabajaba delante de sus pantallas. La cafeína en el cuerpo y la noticia que le despertó le impedían afrontar el viaje durmiendo. Se había dejado en casa el libro que estaba leyendo junto a su Mac, ni siquiera le dio tiempo de acordarse de ello. Solo le quedaba pensar y mirar por la ventanilla, o recordar los momentos más bonitos qué había pasado con la familia de la Cruz. Su bondad, su apoyo, la ayuda que siempre encontró en ellos, casi como esa familia que nunca tuvo.

    Aburrido del paisaje, hizo una visita a la cafetería. Tomó otro café hojeando la prensa, sin interés, solo para pasar el tiempo, sin el afán de enterarse de lo que estaba pasando en el mundo. Su mundo estaba cambiando, otra vez. Por esa razón realizaba ese viaje.

    Las dos horas y media pasaron lentas. Pero llegó a la capital. El enjambre de pasajeros que salieron del tren se dirigió hacia la salida de la estación de Atocha. La cola para un taxi era monumental. Siempre se quejaban de poco trabajo, sin embargo, cada vez que él tenía que coger uno la espera era eterna.

    —¿Dónde vamos? —preguntó el taxista a Bruno.

    —Al Hospital Quirón, por favor. Lo más rápido que pueda —contestó nervioso. Llevaba veinte minutos esperando su turno.

    El tráfico de la capital ese día no estaba de su parte. Parecía Navidad o un viernes antes de vacaciones.

    —¿Va a visitar un pariente? —preguntó con curiosidad al viajero, parados en un semáforo.

    —No, pero es como si lo fuese. Le he comentado de apresurarse porque todo minuto es valioso —contestó triste con un ligero acento italiano.

    —Lo siento mucho. Intentaremos llegar lo antes posible, pero hoy el tráfico está imposible.

    El conductor había intuido a qué iba el italiano al hospital. Dejó de preguntar y cambió la emisora por una más adecuada a la situación.

    La experiencia y la picaresca del taxista consiguieron que llegaran al hospital antes de lo que pensaban.

    El taxi le dejó justo a la entrada. El italiano pagó la carrera y salió con rapidez hacia la recepción.

    Las puertas automáticas se abrieron, dejando entrar al viajero apresurado. Justo en el ingreso había un mostrador de mármol claro con dos mujeres en su interior. Con cara amable y vestidas de un blanco cándido. Lo acogieron con una sonrisa. La chica de la derecha siguió los pasos de Bruno hasta el mostrador.

    —¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó la señorita.

    —Vengo a visitar Jesús de la Cruz.

    —Sí, un momento, por favor. —La mujer puso en marcha su ordenador para identificar en qué habitación se encontraba—. El

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