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Noruega te mata
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Libro electrónico161 páginas3 horas

Noruega te mata

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La publicación de Noruega te mata es un gran acontecimiento literario y editorial, el regreso a la narrativa de uno de los fundadores de la nueva novela negra sudamericana: Sergio Sinay.
 
Personajes conmovedores obligan al lector a acompañarlos en su destino, y ponen en juego una acción muy argentina, con grandes planes, imposibles desde el inicio, y sueños de grandeza sin sustento, que se convierten en fracasos patéticos.
 
Una fábula de perdedores que caminan hacia la muerte con borceguíes viejos sobre pastos altos. Estas páginas tienen ese inconfundible olor fresco del yuyal en el campo cuando lo aviva el rocío, el perfume fatal y solitario que preanuncia el amanecer y la tragedia.
 
"–¿Y si sale mal?
–¿Por qué saldría mal?
– Porque todo sale mal, ¿o todavía no te diste cuenta? En la vida de gente como nosotros todo sale mal. Tenés que tener mucha guita para que te vaya bien. Y si tenés mucha guita no necesitás un plan como este".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jul 2022
ISBN9789876095792
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    Noruega te mata - Sergio Sinay

    Portada

    Noruega te mata

    Noruega te mata

    Sergio Sinay

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    1. El hijo

    2. El padre

    3. La mujer

    4. El plan

    5. La ejecución

    6. Después

    © 2014, Sergio Sinay

    © 2014, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

    A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires, Argentina

    Tel/Fax: (54-11) 4773-3228

    e-mail: [email protected]

    www.delnuevoextremo.com

    Imagen editorial: Marta Cánovas

    Diseño de tapa: ML

    Diseño de interior: ER

    Primera edición en formato digital: junio de 2015

    Digitalización: Proyecto451

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Inscripción ley 11.723 en trámite

    ISBN edición digital (ePub): 978-987-609-579-2

    Para vos, Marilen, mi amor, que sabés como nadie lo que hay aquí

    Para Iván, con felicidad, en el momento más importante de tu vida

    Para mi viejo, lector vicioso, que se la hubiera devorado en un rato

    1. El hijo

    I

    De algún culo va a salir sangre, pensó Jimmy Flaherty. Y no va a ser del mío. Mi culo ya sangró lo suficiente, no queda más. Tengo el ojete seco. Elevó un brazo, e hizo una seña con el índice y el pulgar pidiéndole al mozo otro café. Eran las cuatro de la tarde de un día caluroso. Moría el invierno. La primavera comenzaría una semana después. Se presentía un verano infernal. Uno más. Solo Jimmy y otro parroquiano languidecían en el local, como si fueran los últimos y patéticos exponentes de una raza en extinción. Era uno de los cuatro bares que había en esas seis manzanas que la gente de Coronel Domínguez llamaba el centro. Se llamaba El Superior. Flaherty ocupaba una mesa junto a un ventanal. Desde ahí veía toda la avenida San Martín, a esa hora una calle polvorienta y desierta, en la que se apretujaban negocios de electrodomésticos y de ropa deportiva, tres farmacias, panaderías, pizzerías, tiendas de ropa para chicos y para mujeres, cinco bancos (uno provincial, uno nacional, tres internacionales), algunos locutorios, cuatro concesionarias de autos y tres agencias de teléfonos celulares. Todo eso en cinco cuadras. La vida en cinco putas cuadras, pensó Flaherty. Con lo que había en ese espacio alcanzaba para vivir y morir.

    Jugaba con el celular, minúsculo en su mano enorme, peluda y sudorosa, como un carpincho mojado. Todo en él parecía fuera de lugar, como si ropa y cuerpo fueran un apresurado rejunte de piezas, miembros y órganos descartables que no encajaban entre sí. Tenía una cabeza grande y cuadrada, cubierta por una cabellera gris, abundante y desordenada. En su frente había surcos gruesos, como huellas en un camino barroso, y debajo de esa frente, en el fondo de unas cuencas sombrías, se escondían sus ojos celestes y tristes. Eran lo más vivo en esa cara de nariz prominente, de labios gruesos y vencidos en las comisuras, en un mohín de asco o de tristeza. Sus brazos gruesos parecían cortos para el torso voluminoso. Cruzaba las piernas debajo de la mesa. Eran también gruesas y cortas, o eso parecía. Flaherty no era un hombre bajo, pero aquella asimetría sugería lo contrario, al menos mientras estaba sentado. Usaba una camisa de color crudo, amplia, que lo hacía parecer cubierto por una lona. A la altura del pecho, los bolsillos estaban abultados por una agenda electrónica, un paquete de cigarrillos, un encendedor, un par de anteojos oscuros, dos lapiceras y una pequeña libreta. Parecían alforjas. Su pantalón era un vaquero descolorido y su calzado unos borceguíes pesados, que mostraban un largo rodaje. De la silla colgaba una campera gris y tosca. Jimmy Flaherty se veía cansado. Siempre se veía cansado.

    De algún culo va a salir sangre, pensó mientras apretaba el celular como para triturarlo. Acababa de hablar con su padre. Se llamaba James Flaherty, como él. Su padre era el James Flaherty original. A él no le había quedado más remedio que convertirse en Jimmy. Se conformó con eso toda la vida. Había lugar para un solo James y ese era su padre. El viejo Flaherty. Él solo podía ser Jimmy. O Jaimito, como lo llamaban en la escuela y en el club, cuando sus compañeros o colegas querían que se enojara. Pero no lo conseguían. Siempre tuvo más facilidad para la vergüenza que para el enojo. Así que no se enojaba. Callaba, sentía arder las mejillas y encogerse su cuerpo, y se retiraba o se escondía.

    —Servido, Jimmy —dijo el mozo, un hombre alto, flaco y moreno, mientras dejaba el pocillo sobre la mesa—, ¿te traigo algo más?

    —¿Podría ser un cacho de felicidad? —preguntó con una mueca que no alcanzó a ser sonrisa y sin quitar la mirada de la calle.

    —No, maestro, hace rato que eso no se consigue. Y habrá menos todavía si continúa la sequía— el mozo se alejó con una risotada, celebrando su propia ocurrencia.

    Flaherty observó el cielo saturado de un azul impiadoso. Iba a seguir la sequía. Cuando las cosas van mal siempre pueden ir peor. Y van peor, esa es la ley. Dios, o quien fuera, mandaba lluvias a otros lugares, no a este pueblo perdido en la pampa, a 650 kilómetros de Buenos Aires, en el confuso límite donde tres provincias lo adoptaban como hijo propio en las épocas de buenas cosechas y lo ignoraban como a un bastardo cuando, como ahora, los campos se pelaban, la tierra se cuarteaba, los animales morían de sed y el aire ardía.

    De algún culo iba a salir sangre. La voz del viejo había tronado áspera en el teléfono, con resonancias amenazantes. A los ochenta y un años James Flaherty hablaba con el mismo tono cavernoso de toda la vida. Con ese rugido que parecía resonar desde sus tripas, esas tripas que Jimmy imaginaba brillosas, húmedas, resbalosas, hediondas, calientes como el centro de la tierra.

    —Voy para allá, el fin de semana estaré ahí, prepárate, llego el sábado— había anunciado el viejo. Jimmy sabía lo que eso significaba. Lo sabía desde que tenía memoria.

    El viejo ya no cambiaría. Él tampoco. Alguna vez Jimmy Flaherty supo esperar ese cambio, se esperanzó ingenuamente con un día en el que ambos se pidieran perdón con un abrazo redentor, con una mirada en la que se reencontraran como padre e hijo, con una conversación tranquila y pausada, con algo diferente de aquel malestar sordo y continuo, de aquel recelo, de aquel resentimiento espeso que se olía cuando se juntaban, como si ambos estuvieran bañados en nafta y bastara una chispa, un roce para incendiarlos. Eran grandes ya, a su manera cada uno de ellos era viejo, y esto era todo lo que tenían en común. Solo esto. Los largos años de incomprensión y desencuentro.

    El viejo vendría el fin de semana. Con él llegarían las quejas, los reproches, las amenazas, las acusaciones, las decisiones arbitrarias y humillantes. Traería su equipaje de desprecio y descalificación, de insatisfacción por esto que había parido. Esto. Él.

    —Eres un pelotudo —había dicho el viejo Flaherty en el teléfono cinco o seis minutos atrás—, estoy harto, contigo no hay caso, no tienes solución. Voy para allá y vamos a terminar con esto. Finish it! End it!

    Mezclaba el lenguaje coloquial con un parloteo neutro, como el de una traducción. Agregaba interjecciones en inglés, como para conservar las raíces irlandesas de la familia y del apellido.

    El viejo Flaherty, era hijo de Sean Flaherty, un dublinés criador de ovejas. Había llegado a la Argentina a los dieciocho años, apenas terminada la Guerra. No había cruzado el mar para perder el tiempo, de manera que compró un pequeño campo con el dinero que le había legado su padre (Sean Flaherty murió sin ver la rendición de los nazis, ni la victoria de su admirado Churchill) y puso manos a la obra con la ayuda de algunos ingleses y galeses que llevaban varias generaciones en el país y habían aprendido a moverse en estas tierras salvajes, extrañas e imprevisibles. Seis años después de desembarcar tenía sus primeros animales, luego agregó algunas hectáreas, empezó a sembrar trigo y se casó con Jenny Postelwhite, la hija robusta y pelirroja de uno de los hombres que lo habían ayudado. Jenny era silenciosa, abnegada, buena amazona, mejor cocinera (sobre todo de carnes y puddings) y tenía caderas lo suficientemente amplias y resistentes como para darle los cinco hijos que el entonces joven James Flaherty se había propuesto tener. El amor no entraba en la ecuación. Ni Sean ni él ni cualquier hombre de la familia Flaherty que se preciara de su condición habló jamás ni hablaría alguna vez de amor. Quizás un leve enamoramiento y eso era todo. Bastaban la honestidad, la tenacidad, el esfuerzo y el respeto para ser un buen varón Flaherty.

    El primer hijo de James Flaherty nació dos años después de su boda con Jenny y decidió bautizarlo con su propio nombre de pila. Quería que ese hijo, sobre todo ese, tuviera su sello, que siguiera sus designios, que se forjara a imagen y semejanza de sus deseos, que se amoldara a sus mandamientos como él lo había hecho con su padre, aunque Sean no hubiera alcanzado a ser testigo de los frutos de tanta obediencia.

    Ahora el viejo James Flaherty acababa de anunciar su llegada para el sábado, dentro de cuatro días. Vendría a Coronel Domínguez para terminar con esto. Lo había dicho con toda claridad y el viejo Flaherty jamás amenazaba en vano. Su hijo (Jimmy, Jaimito) lo sabía. Sabía que de algún culo iba a salir sangre. Y no va a ser del mío, pensaba y se repetía. Esta vez no va a ser del mío.

    Probó un sorbo del nuevo pocillo. El café era tan áspero y agrio como siempre. Especialidad de la casa. Se había acostumbrado y lo tragaba con menos dificultad que al principio, dos años atrás. ¿Cómo haría para impedir que la sangre saliera de su culo? ¿Cómo mientras el viejo viviera? El viejo vivía, y al parecer lo haría durante un buen tiempo. Seguramente llegaría solo, conduciendo la Ford todoterreno, puteándose con otros conductores en el camino, para no perder el hábito. Siempre había alguien que molestaba al viejo Flaherty, siempre alguien hacía algo mal. Siempre alguien era un obstáculo en su vida. Esa vida interminable, que pesaba sobre Jimmy como una lápida.

    Jimmy Flaherty imaginó qué cosas podrían interrumpir la vida de su padre. Un accidente en la ruta. Un balazo que escapaba a destiempo durante una cacería (cuando venía a Coronel Domínguez el viejo salía en busca de vizcachas y perdices, y a menudo él lo acompañaba). Una caída desde el caballo (el viejo nunca dejaba de cabalgar cuando supervisaba el campo, y él solía ir a su lado). Un asalto al casco de la estancia, con un grupo de tipos invadiéndolo en plena madrugada y el viejo liándose a balazos hasta que lo acribillaran (jamás se dejaría robar pasivamente). Una muerte por asfixia al apagarse la estufa del dormitorio principal mientras el gas seguía saliendo (pero el viejo dormía con los sentidos alerta, y eso cuando dormía, de modo que percibiría pronto el olor y reaccionaría).

    No había manera de que muriera por las suyas, ni de matarlo. Aun así, Jimmy se negaba a darse por vencido. Había pasado la vida entera resignándose ante su padre, soportando los embates de ese viejo implacable, sus desplantes y exigencias. Se había humillado y batido en retirada una y mil veces. Siempre que creía vivir el momento más oscuro de esa relación, cada vez que se sentía tocando fondo, comprobaba que el fondo estaba a mayor profundidad, en una oscuridad inalcanzable. Así fue durante muchos putos años, demasiados, durante los cincuenta y cuatro que había cumplido en junio, dos meses atrás.

    Ahora sí estaba en el fondo. No podía haber algo debajo de este barro. Cuando el viejo tomara la decisión que él esperaba ya no le quedaría un miserable escondrijo en este mundo en donde refugiarse y aguantar. Su propia vida se deslizaba finalmente hacia la nada.

    II

    Había llegado a Coronel Domínguez hacía dos años, en el comienzo de otra primavera, más esperanzada que esta. Sin motivos, pero más esperanzada. Su vida no enfrentaba entonces horizontes luminosos, pero al menos todavía le quedaba esta oportunidad que ahora, en cuatro días, quedaría clausurada.

    En la época en la que llegó al pueblo se sentía más Jimmy que nunca. Es decir, poca cosa. Nada. Acababa de separarse de una escultora con la que había vivido durante cuatro años. La conoció cuando él tenía cuarenta y ocho, mientras se dedicaba a la compraventa de autos usados. Había perdurado malamente en ese negocio durante unos cinco años, en sociedad con Juan Cruz Calviño, un ex corredor de rallies. Juan Cruz era un amigo de su juventud, un tipo divertido y poco confiable. Vivía sumergido en sueños y proyectos que iban más allá de sus posibilidades. Jamás había ganado una carrera. Su apogeo fue un cuarto puesto en una prueba en la que los mejores abandonaron uno a uno por distintos motivos, uno más insólito

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