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Tiempo suspensivo. Diarios de la pandemia alrededor del mundo
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Libro electrónico324 páginas4 horas

Tiempo suspensivo. Diarios de la pandemia alrededor del mundo

Por LATE

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Información de este libro electrónico

Este no es un diario del fin del mundo. Estas no son crónicas de hospitales, morgues o crematorios. Aquí hay una variedad de experiencias vitales narradas por cronistas latinoamericanos tras la aparición de la enfermedad asociada al coronavirus SARS-CoV-2. Este libro es una invitación a la contemplación del mundo mientras todo colapsa.
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709274
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    Tiempo suspensivo. Diarios de la pandemia alrededor del mundo - LATE

    Índice de contenido

    Portada

    Portadilla

    Legal

    Dedicatoria

    Nota introductoria

    Barbijo

    Diego Cazar Baquero

    Mónica Rivero Cabrera

    Daniel Wizenberg

    Interludio, Reporteros Late por el mundo Periodistas en cuarentena

    Yasna Mussa,Santiago de Chile

    Giovanny Jaramillo Rojas

    Alejandro Saldívar

    Voces por el mundo

    Manifiesto IV

    Acerca de los autores

    Colofón

    portadillatiempolegaltiemp

    A Guadalupe Copessi

    Toda vida es una misión secreta

    Clarice Lispector

    Nota introductoria

    La región con más muertes por coronavirus es la más ­desigual: Latinoamérica. Hasta principios de agosto de 2020, al menos 19 millones de personas contrajeron el virus alrededor del mundo. Detrás de esos números destinados a desactualizarse hay una dimensión cotidiana grabada en un smartphone : el tiempo en suspensión será lo que recordaremos.

    Los textos que componen esta propuesta editorial se refieren a la época actual. Los autores buscan descifrar el sentido enigmático que exhibe una suma de virulencias. Van desde asuntos de la vida cotidiana hasta enfocarse sobre la realidad latinoamericana, en especial allí donde los gobiernos han fracasado. En el día a día la vida parece significativa, pero no deja de ser insulsa. En nuestras habitaciones, ahora dispuestas como espacios provisionales del encierro, la infección letal del deseo no se detiene.

    Los autores de las seis bitácoras que componen el libro no tienen una misma tesitura ni la misma actitud ante el colapso. Frente al sorteo de la infección se exponen los desórdenes del yo a través de la autoexploración y el devaneo.

    La elección del diario como género es intencionada. En el fondo, se trata de un género anacrónico, una herencia de las personas que han encontrado en la palabra escrita una habitación propia. Sin embargo, es un género que nos permite resistir a la voz empleada en las noticias como mano de obra devaluada. 

    Las voces en cada bitácora contienen las influencias de autores canónicos en el género, como Julio Ramón Ribeyro, Julio Cortázar, Lucía Berlín, Teresa Wilms Montt, Henry Miller o Ricardo Piglia. Las influencias están incorporadas a nuevas realidades que sobrepasan la imaginación de cualquiera. Sólo nuestra soledad nos pertenece.

    No debemos fiarnos de la vanidad que implica narrar nuestras vidas cuando lo que hacemos siempre es narrar vidas ajenas. La pandemia sitúa un cambio de época en donde la voz se transforma introspectiva. Nuestros pensamientos son voces interiores que nos dictan el juicio. No se trata de contabilizar a los muertos, sino de contar las entrañas de uno mismo para poder entender al vivo. 

    Éste no es un diario de catástrofes: aquí no hay crónicas de hospitales, morgues o crematorios. Nuestro trabajo consiste en salir a reportear, pero ahora el reporteo lo hicimos puertas adentro. Contamos lo que pasa afuera, pero sobre todo hablamos a partir de lo que le (nos) pasa a gente que no necesariamente se enfermó de coronavirus: los acontecimientos que marcan un antes y después en la historia de la humanidad han sido, sobre todo, los que afectan a quienes no participan directamente en ellos.

    Los eventos narrados en este libro tuvieron lugar en el planeta Tierra entre febrero y agosto de 2020. Por pedido de los sobrevivientes, los nombres de los protagonistas no han sido cambiados. Por respeto a los muertos, el resto ha sido contado tal como lo vivimos los que hablamos español.

    barbijo

    Diego Cazar Baquero

    Quito, Ecuador 

    Las noticias de China llegan desde ningún lugar. Ese sitio que no existe está en cuarentena por culpa de un virus prófugo y nosotros lo sabemos por las vocecitas somníferas de los noticiarios. Por Twitter. Por Facebook. Por Whatsapp. El virus no existe. El virus es fake news. El virus está allá afuera. Pandemia ajena.

    Llevaba ya tres años escribiendo un diario al que llamé cuarentena porque lo inicié el día en que cumplí 40. Creí que 365 días después lo terminaría, pero no. Lo estoy haciendo ahora, tres años más tarde, cuando ese nombre parido del vientre de la cursilería en una playa de Crucita bocetea un horizonte de horror. Me sobreviene el silencio. O el asombro. O el miedo. No sé bien lo que es el miedo. El peor virus es el miedo, dijo un idiota con poder.

    Ana también guarda silencio a mi lado mientras mira a mis sobrinas corretear, agitarse, sudar, reír, estornudar y lloriquear, mientras celebran el décimo cumpleaños de Ariel, la querendona, la que se deshace en conversaciones que parece que le fueran ajenas pero que domina. Ayer, mientras cantaba en el bar, como cada viernes, murió la paciente cero. El miedo nace adentro desde afuera. Anahí, la adolescente, se hace cargo de la música desde su celular. Hay 177 personas en cerco epidemiológico en este paisito de 17 millones. Daniela entra y sale, abraza, bromea, se esconde en algún rincón de los patios, vuelve a casa, pica algo y se va. La ministra dijo que a quién se le ocurre prohibir eventos masivos y su gobernador en Guayas –el idiota con poder– anunció el partido de futbol con público mientras aviones llenos de compatriotas con sus respectivos virus aterrizaban en el aeropuerto internacional José Joaquín de Olmedo de Guayaquil. Brianna, la más pequeña, dormita en los brazos de mi hermana porque a sus cuatro meses no sabe hacer más que dormir, mamar y cagar, y en esa rutina elemental reside la pregunta que ahora me tamborilea el pecho. ¿Por qué tuvo que venir ahora? Nacer. Vivir. Las respuestas –supongo– son mis viejos cantando y doblegados de ternura; mi hermano en aquel regocijo que le sonroja y le hace levantar la voz y agitar su melena rubia –roquero nórdico perdido en esta bandeja arrugada que es Quito–; Ana y yo, juntos, de la mano, contemplando –entre risueños y asustados– cómo llegan más tíos, más primas, más niños, regalos, comida, cerveza, la tarde del sábado con su llovizna, la noticia de la muerte de la hermana de la paciente cero y la sensación del desamparo ante la manga de indolentes e inútiles que hemos puesto a decidir por nosotros desde 1830. 

    ¡Salud! Así nomás, sin besito, sólo con el codo te saludo. ¡Ay, bueno, ya, qué importa! Ven, te apapacho, mi’jo, ven, te chango, ven, te mucho, carajo. ¡Salud! 

    Ahí dentro, bajo techo, en esa casa quiteña donde estamos reunidos como si la vida fuera otra, recuerdo la escena inicial de El eternauta que se me hace engendro bajo una tarde andina, sin posibilidad de nieve pero con una pandemia en ciernes. ¡Salud! ¿Por qué tuvo que venir ahora? ¡Salud! ¿O reminiscencia de El ángel exterminador? ¡Salud! ¡Salud! Oesterheld y Buñuel en una sola criatura. Invisible.

    ¿Viste el twitter? No quiero verlo. Cerraron las fronteras. ¿Ya cerraron? El Pablito llegó con las justas de EU. Su mamá se quedó en Santiago. La Ana María se quedó varada en Canadá. La hija de la Mica se quedó en Londres con sus compañeros del cole y no tienen dónde ir. La Dani también llegó a tiempo desde China. ¿Le hicieron exámenes en el aeropuerto? No le hicieron nada. Sólo llegó y entró, como si nada, después de haber vivido un año en China. En Shenzhen. No en Wuhan. En Shenzhen. Ahora en Quito. Pero China es ningún lugar. Quito existe. Pero el contagio no fue en Quito. Ah, entonces no existe. Un virus invisible. ¡Eso es redundante! Es fake news. Son miles de miles de kilómetros. ¿Tienes mascarilla? No. ¡Salud!

    ***

    Domingo. Lunes. Emergencia sanitaria. Toque de queda. No sé cuándo volveremos a tocar en el bar. No sé cuántas despedidas más debamos aguantar para dejar de sentir que la última será la última. 

    Mi depar de La Vicentina tiene una ventana doble que da a la calle por donde pasa el camión de la basura todos los martes, jueves y sábados. Mi ventana es mi propiedad mayor en el inventario de mis únicos bienes. Casi todas las mañanas advierto la llegada del camión por la tonadita instrumental de Wind of Change, de los Scorpions, en los altavoces. Todo o casi todo se ha detenido, pero la recolección de basura no. Las otras ventanas dan hacia el patio interno de la casa, una estructura sesentera de dos pisos que resistió al mal gusto de los setenta. Si no fuera por las plantas que puse a crecer en las repisas, esas ventanas no servirían de mucho. 

    Ana en su casa, yo en mi depar de La Vicentina. Unos 10 kilómetros de distancia. Lo suficiente para que adentro se vacíe todo. No sé cómo pagaré el arriendo de marzo. Ventana de cuatro vidrios: / Con tu cruz de madera / eres un nicho abierto en el cielo / para guardar nubes muertas. 

    Tres años después, Ana y yo deberíamos mudarnos juntos.

    ***

    Hay que encerrarse. Salir de compras sólo cuando sea necesario, la menor cantidad de veces y a solas. Con mascarilla. La mascarilla me recuerda a las manifestaciones de octubre, las fake news del gobierno y las fake news del exgobierno. Miserables todos. El gas lacrimógeno asfixiando niñas y niños, ancianas y ancianos. El tacho de gas que por cinco centímetros no trituró mi pie esa tarde, frente a la Contraloría. Si no fuera por el Matías, que entre reportear para la BBC se daba tiempo para salvarme de mis propias distracciones. Salir de compras con guantes. Desinfectarlo todo. Agua y jabón. Alcohol. Cloroquina. ¡No, cloroquina no! Alcohol. Agua y jabón son suficientes. ¿Desinfectamos también las frutas? Supongo. No, guantes no. No sé, eso no dijo la ministra. La ministra indolente. Las noticias ya no son tan lejanas. Guayaquil comienza a morirse de nuevo. ¿Viste el twitter?

    ***

    El valor de la verdad y el imperio de la mentira darían para disertar largamente en Ecuador. El primero se diseña de acuerdo con el grado de incidencia que puedan tener las palabras de un orador en el comportamiento de sus audiencias. Estas deben, no obstante, mostrar ingentes dosis de sumisión –borreguismo, le dicen– de modo que su capacidad de reacción se limite a la pleitesía y, en el mejor de los casos, a la idolatría. Lameculos.

    Ecuador es un territorio seudotriangular dibujado sobre una línea imaginaria. Algo que puede existir y que también puede ser una ilusión. Está comprobado que el monumento a la mitad del mundo –ese falo piramidal coronado por una esfera gris–no se levanta sobre el paralelo cero, como creen los turistas. La línea del Ecuador pasa por otros sitios. Allá no van los turistas ni los geógrafos ni los arqueólogos. Este país se sostiene sobre la base de una idea repetida, pero desubicada. Un error consciente. No importa si hay verdad. Basta con que la idea pueda venderse bien por un tiempo, descartarse y reemplazarse por una nueva después. Libertad, soberanía, independencia o progreso son fórmulas de verosimilitud que rara vez fallan. Pero incluso la posibilidad de esa verosimilitud fundada en mentiras es enclenque. La verdad no tiene valor por estos lares. Vale más quien puede acuñar ideas y venderlas mientras esas ideas se sostengan. Luego cambia de idea, ensaya un discurso apasionado, levanta el puño de macho encabronado y pasa a la historia. ¡Viva la patria! Democracia de papel higiénico.

    Guayaquil es trending topic en Twitter. Los operarios de gobierno han puesto a tuitear a sus lambiscones a sueldo para crear una falsa sensación de seguridad. Y de heroicidad. Dicen que todo el sistema sanitario ecuatoriano está preparado para enfrentar la pandemia. Dicen que hay suficientes camas. Dicen que hay mucha desinformación y que el exgobierno quiere desestabilizar al gobierno y dicen que el exgobierno es una basura, pero no dicen que unos y otros apestan aunque aún no sepamos cuán intenso será su hedor compartido. Algunos son funcionarios con cuentas falsas que soban los lomos de presidente y ministros, otros sólo son subempleados hambrientos e inescrupulosos con aires de geeks. Todos intentan reproducir las tácticas que instauraron en 2012 los operarios gubernamentales de ese entonces, pero no les alcanza el razonamiento ni para mostrar solvencia.

    Un virus invisible no puede frenar el impetuoso espíritu de progreso que caracteriza a un patriota nacido en esta tierra de héroes y mártires henchidos de fervor patrio.  

    Sin que lo sepamos aún, los cadáveres se apilan unos sobre otros dentro de esos contenedores de congelación que son un horno. Cuerpo sobre cuerpo. Bolsa de 180 dólares sobre bolsa de 180 dólares. Los hacheros sin hogar de las calles guayacas aprovechan para hacerse unos dólares a cambio de identificar los cuerpos para los deudos angustiados. Quién sabe si conseguirán con esa plata algo de hache, la droga del pueblo, la droga del suburbio, la droga de la Trinitaria y de Bastión, la droga de los invisibles. Los de criminalística no se atreven. Los del ministerio se hacen los cojudos. Los de la vicepresidencia están ocupados en difundir imágenes de su candidato en las redes. Los hacheros no tienen qué perder. Uno abre la cremallera de una bolsa con una mano mientras con la otra intenta aventar el vaho de la muerte amontonada y comprueba que esa mano tenga el meñique roto. ¿Es ese? No, no es. ¿Tiene la cicatriz de la espalda o no? Sí, este tiene una marca. Así renacen algunos nombres para la muerte guayaquileña.

    ***

    Ana me encanta también en la pantalla del celular, pero me inquieta no escuchar sus frases completas. La conexión falla. La suya o la mía, no lo sé. Pienso en que su rostro parece una pintura al óleo con la luz de la lámpara de su habitación y capturo imágenes sin hacérselo notar mientras ella me pone al tanto de su día de encierro. Cuando nos despedimos, reviso el carrete de fotos y comprendo que la pintura era solo mi idea. 

    Twitter es una funeraria llena de desesperados. 

    Es medianoche y debo dormir. 

    Duermo.

    Despierto.

    Duermo.

    China, España, Italia. El mundo está más cerca de lo que creímos.

    ***

    No escuché la alarma del celular ni el camión de la basura con su tonadita. Empiezo a perder el ánimo que ya escaseaba. Levantarme de la cama para ir al baño y para preparar algo rápido. Dormir. Leer. Dibujar. Es una mierda, no se puede escribir nada. No se entiende mucho el mundo a través de la ventana que es ahora internet. Es bueno que el gobierno haya prohibido la suspensión de servicios básicos y de internet mientras dure la emergencia. Así también se puede holgazanear un poco más de la cuenta sin la preocupación de que se acaben los datos. Seremos un enjambre de avatares y muy pronto haremos todo mediante fibra óptica. Teletrabajadores telesindicalizados teleprotestando por las televiolaciones a sus telederechos. ¿En dónde está la trampa? Alguien tiene que estar detrás de todo esto. ¿Dónde está la matrix? Putin, Jobs, Merkel, Zuckerberg, Xi Jinping, Bezos.

    No tengo suficientes víveres en casa, así que emprenderé mi primera aventura por allá afuera antes de que empiece el toque de queda. Creo que también tengo que empezar a llevar mis cuentas. No puede ser que pierda la cuenta de los días y también la de mis gastos. ¿Cuánto tiempo van a aguantar los ahorros? Hay un bote de alcohol en la repisa del baño y cinco mascarillas en el cajón del escritorio, junto a los condones. No sé cuál fue la que usé cuando los chapas dispararon gas contra las mujeres que comían frente al edificio de la Asamblea Nacional. No tengo guantes. ¡No, guantes no! ¿Qué zapatos me pongo? Una gorra. Dicen que en el cabello también puede transportarse el virus. Bueno, en la cocina faltan tomates, aceite, huevos, pan, mandarinas, plátanos y alguna bebida. Tengo vino y queda algo de ron. A lo mejor ahora le encuentro el encanto de beber solo. No. Mejor guardo ese escaso tesoro para el reencuentro con los panas. Papel higiénico sí tengo. Suficiente como para soportar la escasez del producto luego de que el ciudadano promedio arrasara con todas las reservas de los supermercados, como si el virus provocara diarrea. Voy a rociar alcohol en todas las cerraduras de la casa. No sé si Diana, mi vecina de atrás, distinga la magnitud de la emergencia. Tampoco sé si Luis y Diana, mis vecinos del piso de arriba, sean igual de precavidos que yo. No sé cuál es el nombre del vecino de al lado, pero tiene pinta de conspiranoico.

    Las palomas de la calle picotean con más confianza sobre los restos de basura. Hay algún aroma nuevo en el aire. Una especie de frescura chocante. Por suerte también huele a pan. La farmacia está abierta y cinco personas hacen fila afuera. Un hombre largo vira la esquina. Camina con rapidez y se acomoda la mascarilla. Mira como agachado y aprieta el paso. Una familia –padre, madre, hijo, hija– llevan bolsas y murmuran detrás de sus mascarillas. Eso de mirar a la gente a los ojos resulta culposo. Si acaso antes no nos mirábamos nunca a los ojos, no lo sabremos, pero las miradas han recobrado fuerza ahora. Hay un cierto afán de preguntar a todo el mundo si en su casa se siente igual, si en su calle se siente igual, si por las noches o al despertar cada mañana se siente igual. Pero guardamos silencio.

    La señora de la verdulería luce como un inspector de la planta nuclear de Winden pero con algo de sobrepeso. Ha dispuesto una barrera improvisada para que nadie entre a su local, y en una especie de mesita de recibidor veo un gran frasco lleno de lo que supongo que es alcohol. Yo llevo el mío. Hay que programar el cerebro: bolsillo derecho para el dinero. Bolsillo izquierdo para el celular. Bolsillo trasero derecho para la billetera. Bolsillo trasero izquierdo para la lista de compras. Volveré a usar mi canguro.

    Un dólar de mandarinas, veci –le digo a la veci–, y ella no quiere armar charla como acostumbra. –¿Qué más le doy, mi veci? –me pregunta, mirando hacia la vereda de enfrente desde detrás de su visor plástico, como echándome amablemente–. Sigo sus movimientos. Compruebo que rocíe con alcohol cada fruto, cada empaque, cada bolsa. Entonces siento que alguien más ha llegado y que espera su turno un metro y medio lejos de mí. Enseguida llega una mujer –mascarilla industrial, guantes de electricista, traje enterizo– y se interpone entre los tres como si estuviera sola. –¿No se supone que tenemos que guardar distancia? –le reclamo–. Alcohol, por si acaso. Creo que quiero regresar a mi búnker y no salir más.

    ***

    El virus invisible adquiere alguna forma. Sus víctimas se desploman en las calles guayacas, pero Guayaquil no conoce otro carácter que no sea el griterío, el regateo, la esquina, el escándalo. Hay quienes no creen que esa huevada invisible que se ha fugado de un mercado chino pueda doblegar su madera de guerreros huancavilcas. Si para eso es que el guayaco nace guayaco: para vivir. Esa huevada de la muerte como que no toca pito en la tierra de Jotajota.

    Brasil, Nueva York, Perú. El mundo está más cerca.

    ***

    La mamá de Noris enfermó. Diana y su esposo enfermaron. Clemencia, Manuel, José, Carlos, Mabel, Darío, María Carmela, Walter. El papá de Noris murió. No hay camas disponibles. El doctor Vásquez tuvo fiebre, tuvo dolores del cuerpo, tuvo tos, tuvo todo y perdió el oxígeno, pero sus colegas médicos guayaquileños le dijeron que ni se le ocurra ir a un hospital público y tampoco a una clínica privada, ni siquiera a la clínica donde él mismo atiende, que no hay seguridad ni ventiladores ni pruebas ni nada, que no se ha de salvar, que mejor se quede en la casa y se cuide solo. Así que el doctor Vásquez se cuidó solo, se inyectó, se administró oxígeno y parecía un loco conectado a tantas cosas, tosiendo y asfixiándose a domicilio, quejándose de dolor hasta que el dolor se hiciera su amigo y poco a poco dejara ese cuerpo, hasta que el virus desistiera de matarlo. Mario, Hugo, Bélgica, Ofelia, Lissety, Solón, Jorge Patricio se fueron con el virus. Luis Modesto, Teresa Genoveva, Peggy, Freddy, Vicente, Pedro, Patricia, William, Reina, Elio, Adela, Roberto, Elicio, Yuly se fueron con el virus. ¿Alguien tiene cloroquina que me pueda vender? No hay nada en las farmacias, todo se acabó. Como si se tratara del fin del mundo, unos y otros y otras y unas vaciaron los estantes de los supermercados, y las aglomeraciones parecían ataques vandálicos de esos que ocurren como si no hubiera mañana. Alfredo Enrique, Gustavo, Jaime, Silvio, Antonieta, Olmedo se fueron con el virus. A lo mejor hay un policía, un ministro, un presidente que salga a decir que eso no está bien, que hay que pensar en todos y que no podemos permitir que las vísceras gobiernen nuestras vidas porque somos la especie más brillante que habita el planeta Tierra, porque con nuestra inteligencia es que hemos llegado hasta acá, o sea hasta esta panacea que es la vida contemporánea, con satélites sobrevolándonos, aifons, tablets, esmartivís, aviones supersónicos y armas de grueso calibre que simbolizan el perfecto engranaje de nuestras neuronas. Mil, mil 300, 5 mil 237, 9 mil 221 muertos. Alrededor de 10 mil. Números. Fake news. 

    La muerte no tiene alrededores. La muerte es la muerte. 

    Las muertes son la muerte.

    ***

    Este departamento pequeñito, su piano, su cama, su mesa de comedor, su escritorio, su guitarra, sus plantas y su lámpara. Este mundo bioseguro. Estas noches, estas tardes, estas mañanas. Desde que el gobierno dispuso el toque de queda, un ejército de ruidos dio paso a otro. Desaparecieron los roncos motores de los buses y los bocinazos. Escuché cantar a pájaros que creí que ya se habían extinguido. La calle se ha puesto amable. Dan ganas de estirarse sobre el asfalto y tomar una siesta, pero a veces llueve y la lluvia se asemeja a un lenguaje. 

    En Twitter compiten las imágenes de los ataúdes abandonados en las vías con los animales tomándose el mundo. Recuperándolo.

    Me ha dado por pensar en mi niñez. En la niñez. No es lo mismo ver nublarse el cielo desde aquí que verlo desde afuera. Una tras otra, las capas de la memoria se desprenden como cuando se abre una cebolla: los primos en la quinta de El Quinche recogiendo aguacates. El Mauri y yo dentro del horno de pan, creyendo que pasar ahí las noches nos hacía valientes. Haciendo cuentos sobre el espacio exterior. Suponiendo que hay vida extraterrestre porque no puede ser de otro modo que haya tantas estrellas en esa bóveda oscurísima y que seamos el único planeta privilegiado. Niños hablando sobre la muerte con el temor de quienes creen que amar a alguien basta para hacerlo inmortal, pero que saben que es mentira. Amanecer, tomar un huevo para el desayuno con delicadeza de entre la paja y el vientre tibio de la gallina. Buenos días, primo. ¿Te imaginas cómo será el fin del mundo? 

    Y antes, el mundo de los viejos sobre esta ciudad estirada a los pies del Pichincha. Papá y mamá son el resultado de lo imposible. Vivieron en el mismo barrio durante años y nunca se vieron. Compartieron amistades y nunca coincidieron. Tuvo que pasar el tiempo para que se encontraran y aún más años para que descubrieran que habían sido vecindad en esa ciudad de infierno grande que ya se acabó. El fin del mundo se repite, la niñez no. Tiempo. Tiempo. Tiempo.

    ***

    No sabemos nada acerca del virus. Que afecta más a los viejos que a los niños. Que los síntomas son tos seca, fiebre, dolores en todo el cuerpo. ¿Duelen los ojos? ¿Diarrea? No hueles, no saboreas. ¿Y si este mareo es un síntoma? ¿Cómo será morirse aquí, solo, con frío, de súbito? ¿Cuánto demorarán los vecinos en darse cuenta? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que Ana sospeche que no contesto sus mensajes al chat porque he muerto de un ataque respiratorio o de un infarto, con el virus agarrado a mis entrañas? Morir. ¿Cómo se van a tomar mis sobrinas este desplante eterno de no verlas crecer y de no permitirles verme envejecer? ¿Y mis viejos? ¿Mis adorados hermanos menores? ¿Cómo puedo hacerles esto de adelantarme al orden natural con tanta insolencia? Morirse. Como si se tratara de una acción que puede uno infligirse. 

    Suicidio colectivo lento. 

    Dos o tres siglos de suicidas.

    No sé bien lo que es el miedo y he creído que no le tengo miedo a la muerte. A veces me convenzo de que somos un cúmulo permanente de pequeñas muertes. Papá, ¿estás bien? Todo se nos muere todos los días y esos fallecimientos entretejen la vida. Pero morirse por culpa de un virus invisible que se fugó de un no lugar y encima quedar ahí el cuerpo muerto tendido, entregado a la gravedad y a la descomposición desde adentro, desde afuera, inmóvil como el acto mayor que tiene la muerte. ¿Cómo te sientes,

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