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El trono de jazmín: Una princesa prisionera y una sirvienta cambiarán el destino de un imperio
El trono de jazmín: Una princesa prisionera y una sirvienta cambiarán el destino de un imperio
El trono de jazmín: Una princesa prisionera y una sirvienta cambiarán el destino de un imperio
Libro electrónico710 páginas10 horas

El trono de jazmín: Una princesa prisionera y una sirvienta cambiarán el destino de un imperio

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Información de este libro electrónico

PREMIO MEJOR NOVELA 2022 EN LOS WORLD FANTASY AWARDS
Encarcelada por su hermano bajo un régimen dictatorial, Malini pasa sus días aislada en el Hirana. Es un antiguo templo que alguna vez fue la fuente de las poderosas y mágicas aguas inmortales, pero que ahora es poco más que unas ruinas desoladas.
Priya es una sirvienta, entre las varias que hacen el traicionero viaje a la cima del Hirana todas las noches para limpiar las habitaciones de Malini. Agradece poder ser una esclava anónima, así evitará que alguien adivine el peligroso secreto que esconde.
Cuando Malini revela la verdadera naturaleza de Priya, sus caminos quedan irrevocablemente enlazados: la princesa debe derrocar a su hermano del trono y la sirvienta necesita encontrar a su familia. Juntas, cambiarán el destino de un imperio.
IdiomaEspañol
EditorialGamon
Fecha de lanzamiento1 oct 2022
ISBN9789878474564
El trono de jazmín: Una princesa prisionera y una sirvienta cambiarán el destino de un imperio

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    Vista previa del libro

    El trono de jazmín - Tasha Suri

    cover.jpg

    Traducción: María Inés Linares

    Atrapante y desgarradora desde el principio.

    —R. F. Kuang, autor de

    La guerra de las amapolas (Poppy War).

    "El trono de jazmín te arrastra en una prosa hermosa, con magia y política intrincadamente imaginativas. Está llena de personajes agudamente creados, con fuertes anhelos: de paz, de guerra y del uno por el otro. Me dejó sin aliento".

    —Andrea Stewart,

    autora de La hija de los huesos.

    Suri, Tasha

    El trono de Jazmín / Tasha Suri. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Trini Vergara Ediciones, 2022.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    Traducción de: María Inés Linares.

    ISBN 978-987-8474-56-4

    1. Narrativa Inglesa. 2. Literatura Fantástica. 3. Novelas Fantásticas. I. Linares, María Inés, trad. II. Título.

    CDD 823

    Título original: The Jasmine Throne

    Edición original: Orbit Books

    Derechos de traducción gestionados por Orbit, Nueva York, USA.

    © 2021 Natasha Suri

    © 2021 Orbit Books

    © 2021 Micah Epstein por la ilustración de cubierta

    © 2021 Tim Paul Piotrowski por los mapas

    © 2022 Trini Vergara Ediciones

    www.trinivergaraediciones.com

    © 2022 Gamon+ Fantasy

    www.gamonfantasy.com

    España · México · Argentina

    ISBN: 978-987-8474-56-4

    Índice de contenidos

    Portadilla

    Citas elogiosas

    Legales

    Mapas

    Prólogo

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Capítulo Trece

    Capítulo Catorce

    Capítulo Quince

    Capítulo Dieciséis

    Capítulo Diecisiete

    Capítulo Dieciocho

    Capítulo Diecinueve

    Capítulo Veinte

    Capítulo Veintiuno

    Capítulo Veintidós

    Capítulo Veintitrés

    Capítulo Veinticuatro

    Capítulo Veinticinco

    Capítulo Veintiséis

    Capítulo Veintisiete

    Capítulo Veintiocho

    Capítulo Veintinueve

    Capítulo Treinta

    Capítulo Treinta y uno

    Capítulo Treinta y dos

    Capítulo Treinta y tres

    Capítulo Treinta y cuatro

    Capítulo Treinta y cinco

    Capítulo Treinta y seis

    Capítulo Treinta y siete

    Capítulo Treinta y ocho

    Capítulo Treinta y nueve

    Capítulo Cuarenta

    Capítulo Cuarenta y uno

    Capítulo Cuarenta y dos

    Capítulo Cuarenta y tres

    Capítulo Cuarenta y cuatro

    Capítulo Cuarenta y cinco

    Capítulo Cuarenta y seis

    Capítulo Cuarenta y siete

    Capítulo Cuarenta y ocho

    Capítulo Cuarenta y nueve

    Capítulo Cincuenta

    Capítulo Cincuenta y uno

    Capítulo Cincuenta y dos

    Capítulo Cincuenta y tres

    Capítulo Cincuenta y cuatro

    Capítulo Cincuenta y cinco

    Capítulo Cincuenta y seis

    Capítulo Cincuenta y siete

    Capítulo Cincuenta y ocho

    Capítulo Cincuenta y nueve

    Capítulo Sesenta

    Capítulo Sesenta y uno

    Capítulo Sesenta y dos

    Capítulo Sesenta y tres

    Capítulo Sesenta y cuatro

    Capítulo Sesenta y cinco

    Capítulo Sesenta y seis

    Capítulo Sesenta y siete

    Capítulo Sesenta y ocho

    Capítulo Sesenta y nueve

    Capítulo Setenta

    Epílogo

    Agradecimientos

    Lista de personajes

    Glosario

    Nuestros autores y libros en Gamon

    Tasha Suri

    Manifiesto Gamon

    Para Carly. Haces que el mundo sea bueno.

    Prólogo

    En el patio del mahal imperial se estaba construyendo la pira. La fragancia de los jardines entraba por las altas ventanas: de dulces rosas y también de flores de aguja imperial, más dulce aún, pálida y frágil, crecían en una profusión tan espesa que se derramaba a través de la celosía; sus pétalos blancos se desplegaban contra las paredes de arenisca. Los sacerdotes arrojaban pétalos sobre la pira y murmuraban oraciones mientras los sirvientes cargaban leña, la disponían cuidadosamente, aplicaban alcanfor y ghee y esparcían gotas de aceite perfumado.

    En su trono, el emperador Chandra oraba junto con sus sacerdotes. Sostenía en sus manos una sarta de piedras de oración, cada una de las cuales llevaba el nombre de una Madre de las llamas: Divyanshi, Ahamara, Nanvishi, Suhana, Meenakshi. Sus cortesanos, los reyes de las ciudades-Estado de Parijatdvipa y sus hijos príncipes, sus guerreros más valientes, rezaban con él. Solo el rey de Alor y su prole de hijos sin nombre permanecían en silencio, notorio y deliberado.

    La hermana del emperador Chandra fue llevada a la corte.

    Sus damas de honor la acompañaban. A su izquierda, una princesa de Alor sin nombre, conocida solo como Alori; a su derecha, Narina, una joven de sangre noble, hija de un destacado matemático de Srugna y de una madre parijati de alta cuna. Las damas de honor vestían de rojo, sangriento y nupcial. En el cabello llevaban coronas de ramas, atadas con hilo para imitar las estrellas. Cuando todas entraron en la habitación, los hombres se inclinaron al verlas y apoyaron el rostro contra el suelo, las palmas abiertas sobre el mármol. Se las había ataviado con reverencia y rociado con agua bendita, se había rezado por ellas durante un día y una noche hasta que el amanecer tocó el cielo. Eran tan santas como podían ser las mujeres.

    Chandra no inclinó la cabeza. Observó a su hermana.

    No llevaba corona. Su cabello estaba suelto, enredado, desparramado sobre sus hombros. Él le había enviado criadas para prepararla, pero ella se había negado a recibirlas, rechinando los dientes y llorando. Le había enviado un sari carmesí, bordado en el oro más fino de Dwarali, perfumado con flores de aguja y otras esencias. Ella lo había rechazado y, en cambio, había elegido vestirse del más pálido blanco de luto. Chandra había ordenado a los cocineros que mezclaran opio en su comida, pero ella se negó a probarla. No había sido bendecida. Estaba de pie en el patio, con la cabeza desprovista de adornos y el pelo alborotado, como una maldición viviente.

    Su hermana era una muchacha tonta y petulante. No estarían allí, se recordó, si ella no hubiera demostrado ser tan poco femenina. Si no hubiera intentado estropearlo todo.

    El sumo sacerdote besó a la princesa sin nombre en la frente. Hizo lo mismo con Narina. Cuando se acercó a la hermana de Chandra, ella se estremeció y apartó la mejilla.

    El sacerdote dio un paso atrás. Su mirada y su voz eran tranquilas.

    —Ya podéis ascender —dijo—. Hacedlo y convertíos en Madres de las llamas.

    La hermana de Chandra tomó las manos de sus damas y las apretó con fuerza. Permanecieron de pie, las tres, por un largo rato, simplemente sosteniéndose unas a otras. Luego, la princesa las soltó.

    Las damas caminaron hacia la pira y ascendieron a su cúspide. Se arrodillaron.

    La hermana de Chandra se quedó donde estaba, de pie, la cabeza en alto. Una brisa llevó una flor de aguja a su cabello, blanca sobre el negro más profundo.

    —Princesa Malini —dijo el sumo sacerdote—. Puedes ascender.

    Ella negó con la cabeza sin decir palabra.

    Asciende, pensó Chandra. He sido más misericordioso de lo que te mereces, y ambos lo sabemos. Asciende, hermana.

    —Es tu elección —dijo el sacerdote—. No te obligaremos. ¿Abandonarás la inmortalidad o ascenderás?

    La propuesta estaba clara, pero ella no se movió. Negó con la cabeza una vez más. Lloraba en silencio, el rostro desprovisto de sentimientos.

    El sacerdote asintió.

    —Entonces, empecemos —dijo.

    Chandra se puso de pie. Las piedras de oración tintinearon cuando las soltó.

    A esto habían llegado. Por supuesto.

    Bajó de su trono. Cruzó el patio, ante un mar de hombres inclinados. Tomó a su hermana por los hombros, muy suavemente.

    —No tengas miedo —le dijo—. Estás demostrando tu pureza. Estás salvando tu nombre. Tu honor. Ahora, asciende.

    Uno de los sacerdotes había encendido una antorcha. El olor a quemado y a alcanfor llenó el patio. Los sacerdotes comenzaron a cantar una canción grave que llenaba el aire, se hinchaba en él. No esperarían a su hermana.

    Pero aún había tiempo. La pira no estaba encendida todavía.

    Cuando su hermana negó con la cabeza una vez más, Chandra la sujetó de la nuca y le levantó el rostro.

    No la sostuvo con fuerza. No la lastimó. Él no era un monstruo.

    —Recuerda —dijo en voz baja, casi ahogada por la sonora canción— que esto te lo has buscado tú misma. Recuerda que has traicionado a tu familia y has negado tu nombre. Si no asciendes, hermana, recuerda que has elegido hundirte, y que yo hice todo lo que estaba en mi poder para ayudarte. Recuérdalo.

    El sacerdote acercó su antorcha a la pira. La madera comenzó a arder lentamente.

    La luz del fuego se reflejaba en sus ojos. Ella lo miró con una expresión que parecía un espejo: vacía de sentimientos, reflejaba nada más que sus ojos oscuros parecidos y ceño grave. Su sangre y huesos compartidos.

    —Hermano mío —dijo ella—. No lo olvidaré.

    Capítulo Uno

    PRIYA

    Alguien importante debía de haber sido asesinado durante la noche.

    Priya lo supo en el momento en que escuchó el ruido de cascos en el camino detrás de ella. Se apartó hacia el borde cuando un grupo de guardias parijatis vestidos de blanco y dorado pasó junto a ella galopando en sus caballos, los sables tintineantes contra sus cinturones grabados. Se cubrió la cara con el pallu —en parte porque esperarían tal gesto de respeto de una mujer común, y en parte para evitar el riesgo de que alguno de ellos la reconociera— y los observó a través del espacio entre sus dedos y la tela.

    Cuando se perdieron de vista no corrió, pero empezó a caminar muy muy rápido. El cielo ya se estaba transformando del gris lechoso al azul nacarado del amanecer y aún le quedaba un largo camino por recorrer.

    El viejo mercado estaba en las afueras de la ciudad, lo suficientemente lejos del mahal del regente como para que Priya tuviera la vaga esperanza de que aún no hubiera cerrado. Aquel día había tenido suerte. Cuando llegó, sin aliento, con la espalda de su blusa húmeda de sudor, vio que las calles aún hervían de gente: padres que arrastraban a niños pequeños; comerciantes que cargaban grandes sacos de harina o arroz sobre su cabeza; mendigos demacrados, que se alineaban en los límites del mercado con su cuenco de limosna en la mano; y mujeres como Priya, sencillas y corrientes, con saris aún más sencillos, que se abrían paso obstinadamente entre la multitud en busca de puestos con verduras frescas a precios razonables.

    Parecía haber incluso más gente de lo habitual en el mercado, y se percibía con claridad una nota amarga de pánico en el aire. Era evidente que las noticias de las patrullas habían circulado rápido de casa en casa.

    La gente tenía miedo.

    Tres meses antes, un renombrado comerciante de Parijat había sido asesinado en su cama; lo habían degollado y arrojaron su cuerpo frente al templo de las Madres de las llamas justo antes de las oraciones del amanecer. Durante dos semanas enteras, después del crimen, los hombres del regente habían patrullado las calles a pie y a caballo, habían golpeado o arrestado a los ahiranyis sospechosos de ser activistas rebeldes y habían destruido todos los puestos del mercado que intentaron permanecer abiertos desafiando las estrictas órdenes del regente.

    Los comerciantes de Parijatdvipa se habían negado a suministrar arroz y cereales a Hiranaprastha en las semanas siguientes. Los ahiranyis habían pasado hambre.

    Parecía que estaba ocurriendo de nuevo. Era natural que la gente recordara y tuviera miedo, y luchara para comprar todos los víveres que pudiera antes de que los mercados se cerraran por la fuerza una vez más.

    Priya se preguntó quién habría sido asesinado esta vez; intentó escuchar algún nombre mientras se zambullía en la masa de gente que avanzaba hacia la bandera verde en el mástil que marcaba, en la distancia, el puesto del boticario. Pasó junto a las mesas que crujían bajo el peso de montones de verduras y frutas dulces, rollos de tela sedosa, imágenes yaksa bellamente talladas para venerar en los altares familiares, cubetas de aceite dorado y ghee. Incluso en la tenue luz de la mañana, el mercado vibraba de color y ruido.

    La presión de la gente se hizo más dolorosa.

    Estaba casi llegando al puesto, atrapada en un mar de cuerpos palpitantes y sudorosos, cuando un hombre detrás de ella maldijo, la empujó fuera del camino con todo el peso de su cuerpo, la palma de la mano pesada sobre su brazo, y le hizo perder el equilibrio. Tres personas a su alrededor también fueron derribadas. Ella cayó, sus pies resbalaron en el suelo húmedo. El mercado estaba al aire libre, y la tierra se había convertido en lodo por las pisadas y los carros y la lluvia monzónica de la noche. Sintió que la humedad se filtraba a través de su sari, desde el dobladillo hasta el muslo, empapando el algodón drapeado hasta la enagua de debajo. El hombre que la había empujado tropezó con ella; si no hubiera apartado su pantorrilla rápidamente, la presión de la bota en su pierna habría sido dolorosa. Él la miró, inexpresivo, desdeñoso, con una leve mueca en la boca, y apartó la vista de nuevo.

    La mente de Priya se aquietó.

    En el silencio, una voz le susurró: Podrías hacer que se arrepintiera.

    Había lagunas en los recuerdos de la infancia de Priya, huecos lo suficientemente grandes como para pasar un puño a través de ellos. Pero cada vez que le infligían dolor (la humillación de un golpe, el empujón descuidado de un hombre, la risa cruel de una compañera de servidumbre), sentía que se desplegaba en su mente la certeza de que ella podría causar el mismo sufrimiento. Susurros fantasmales en la voz paciente de su hermano.

    Así es como se pellizca un nervio lo suficientemente fuerte como para deshacerte de alguien que te sujeta. Así es como rompes un hueso. Así es como se saca un ojo. Mira atentamente, Priya. Justo así.

    Así es como apuñalas a alguien en el corazón.

    Llevaba un cuchillo en la cintura. Era muy bueno, práctico, con funda y empuñadura sencillas, y conservaba la hoja finamente afilada para los trabajos de cocina. Nada más que con su pequeño cuchillo y un deslizamiento cuidadoso del índice y el pulgar, podía dejar el interior de cualquier cosa (verduras, carne sin piel, frutas recién cosechadas del huerto del regente) rápidamente al descubierto y la corteza exterior convertida en una cáscara suave, enrollada en su palma.

    Volvió a mirar al hombre y, con cuidado, alejó de su mente todo pensamiento sobre su cuchillo. Abrió los dedos temblorosos.

    Tienes suerte, pensó, de que no soy aquello para lo que me criaron.

    La multitud detrás y frente a ella se estaba volviendo más densa. Priya ya ni siquiera podía ver la bandera verde del puesto de boticario. Se balanceó sobre las puntas de los pies y luego se levantó rápidamente. Sin volver a mirar al hombre, se inclinó y se deslizó entre dos desconocidos frente a ella, aprovechando su pequeña estatura, y se abrió paso a empujones hacia el frente de la muchedumbre. Un uso inteligente de sus codos y rodillas y cierta contorsión finalmente la acercaron lo suficiente para ver la cara del boticario, arrugada por el sudor y la irritación.

    El puesto era un desastre: las botellas caídas, las vasijas de barro volcadas. El boticario estaba empaquetando sus mercancías lo más rápido que podía. Detrás de ella, a su alrededor, podía escuchar el ruido atronador de la multitud, cada vez más tenso.

    —Por favor —dijo en voz alta—. Tío, por favor. Si te quedan algunas cuentas de madera sagrada, te las compraré.

    Un desconocido a su izquierda resopló sonoramente.

    —¿Crees que le queda algo? Hermano, si tienes, te pagaré el doble de lo que ella ofrezca.

    —¡Mi abuela está enferma! —gritó una niña a tres personas de distancia detrás de ellos—. Así que, si pudieras ayudarme, tío…

    Priya sintió que la madera del puesto comenzaba a astillarse bajo la dura presión de sus uñas.

    —Por favor —dijo en voz baja para esquivar el alboroto.

    Pero la atención del boticario ya estaba puesta detrás de la multitud. Priya no necesitó volver la cabeza para saber que había visto los uniformes blancos y dorados de los hombres del regente, que finalmente llegaban para cerrar el mercado.

    —¡Ya he cerrado! —gritó—. No hay nada más para ninguno de vosotros. ¡Marchaos! —Dio un golpe con la mano y luego recogió las últimas mercancías meneando la cabeza.

    La muchedumbre comenzó a dispersarse lentamente. Algunas personas se quedaron, suplicando todavía la ayuda del boticario, pero Priya no se unió a ellos. Sabía que ya no conseguiría nada allí.

    Dio media vuelta, salió de la multitud y se detuvo solo para comprar una pequeña bolsa de kachoris a un vendedor de ojos cansados. La enagua empapada se le adhería pesadamente a las piernas. Tomó la tela, la apartó de sus muslos y caminó en dirección opuesta a la de los soldados.

    En el extremo más lejano del mercado, donde el último de los puestos y el suelo transitado se encontraban con el camino principal que conducía a las tierras de cultivo y las aldeas dispersas más allá, había un vertedero. Los lugareños habían construido a su alrededor una pared de ladrillos, pero eso no bastaba para contener el hedor. Los vendedores de alimentos tiraban allí el aceite rancio y los productos en descomposición, y en ocasiones desechaban cualquier alimento cocido que no pudiera venderse.

    Cuando Priya era mucho más joven, conocía bien ese lugar. Sabía de las náuseas y la euforia que se abrían paso en espiral a través de un cuerpo hambriento al encontrar algo casi podrido, pero comestible. Incluso entonces, su estómago se agitó extrañamente ante el montón de basura y el hedor denso y conocido que se elevaba a su alrededor.

    Ese día había seis figuras acurrucadas contra las paredes en la escasa sombra: cinco chicos jóvenes y una chica de unos quince años, mayor que el resto.

    Los niños que vivían solos en la ciudad, que vagaban de mercado en mercado y dormían en las terrazas de las casas más hospitalarias, compartían información. Se susurraban unos a otros los mejores lugares para pedir limosna o recoger sobras. Se pasaban las noticias de cuáles vendedores les darían comida por caridad y quiénes los molerían a palos antes que ofrecer siquiera una onza.

    También hablaban de Priya.

    Si vas al viejo mercado la primera mañana después del día de descanso, una criada vendrá y te dará madera sagrada si la necesitas. No te pedirá dinero ni favores. Solo te ayudará. En serio, lo hará. No te pedirá nada en absoluto.

    La niña miró a Priya. Su párpado izquierdo estaba salpicado de tenues motas de color verde, como algas en aguas tranquilas. Llevaba un hilo alrededor del cuello, una sola cuenta de madera ensartada en él.

    —Los soldados están aquí —dijo la niña a modo de saludo.

    Los chicos se movían inquietos, mirando por encima del hombro el tumulto del mercado. Algunos usaban chales para ocultar la podredumbre de sus cuellos y brazos, las venas verdes, el brote de nuevas raíces debajo de la piel.

    —Así es. Por toda la ciudad —confirmó Priya.

    —¿Le han cortado la cabeza a otro comerciante?

    Priya negó con un gesto.

    —Sé tanto como tú.

    La niña miró desde el rostro de Priya hasta su sari enlodado, las manos vacías salvo por la bolsa de kachoris. La interrogó con la mirada.

    —No pude conseguir ninguna cuenta hoy —se lamentó Priya.

    Observó como la expresión de la chica se contraía, aunque intentó valientemente controlarla. La compasión no le haría ningún bien, así que le ofreció los pasteles en su lugar.

    —Deberías irte ahora. No querrás que te atrapen los guardias.

    Los niños tomaron los kachoris, algunos murmuraron su agradecimiento y se dispersaron. La chica se frotó la cuenta del cuello con los nudillos mientras avanzaba. Priya sabía que estaría fría bajo su mano, vacía de magia.

    Si esa niña no conseguía más madera sagrada pronto, probablemente la próxima vez que Priya la viera tendría el lado izquierdo de la cara tan cubierto de polvo verde como su párpado.

    No puedes salvarlos a todos, se recordó a sí misma. No eres nadie. Esto es todo lo que puedes hacer. Esto y nada más.

    Priya se dio la vuelta para irse y vio que un chico se había quedado atrás, esperando pacientemente a que ella se fijara en él. Era pequeño, su aspecto delataba desnutrición; los huesos demasiado afilados, la cabeza demasiado grande para un cuerpo que aún no había crecido para igualarla. Llevaba un chal sobre el cabello, pero ella alcanzó a ver sus rizos y las hojas de color verde oscuro que crecían entre ellos. Se había envuelto las manos en tela.

    —¿De verdad no tienes nada, señora? —preguntó, vacilante.

    —De verdad —dijo Priya—. Si tuviera alguna madera sagrada, te la habría dado.

    —Pensé que tal vez habías mentido —dijo el niño—. Que quizá no tenías suficiente para más de una persona y no querías que nadie se sintiera mal. Pero ahora solo estoy yo. Para que me puedas ayudar.

    —Lo siento mucho —dijo Priya.

    Oyó gritos y pasos que resonaban en el mercado, el ruido de la madera cuando los puestos se cerraban.

    El chico parecía estar reuniendo valor. Y efectivamente, después de un momento, cuadró los hombros y dijo:

    —Si no puedes conseguirme madera sagrada, ¿puedes conseguirme un trabajo?

    Ella parpadeó, sorprendida.

    —Yo… yo solo soy una sirvienta —respondió—. Lo siento, hermanito, pero…

    —Debes de trabajar en una casa agradable si puedes ayudar a los vagabundos como nosotros —dijo rápidamente—. Una casa grande con dinero de sobra. Tal vez tus amos necesiten un chico que trabaje duro y no cause muchos problemas. Ese podría ser yo.

    —La mayoría de los hogares no aceptan a un niño enfermo de podredumbre, no importa lo trabajador que sea —señaló ella suavemente, tratando de disminuir el impacto de sus palabras.

    —Lo sé —dijo él. Su mandíbula estaba tensa, en un gesto testarudo—. Solo pregunto.

    Inteligente chico. No podía culparlo por intentarlo. Estaba claro que ella era lo suficientemente blanda como para gastar su propio dinero en madera sagrada para ayudar a los podridos. ¿Por qué no presionarla para obtener algo más?

    —Haré cualquier cosa que alguien necesite que haga —insistió—. Señora, puedo limpiar letrinas. Puedo cortar madera. Puedo trabajar la tierra. Mi familia es… ellos eran agricultores. No le tengo miedo al trabajo duro.

    —¿No tienes a nadie? —preguntó ella—. ¿Ninguno de ellos cuida de ti? —Hizo un gesto vago hacia la dirección en la que se habían escapado los otros niños.

    —Estoy solo —respondió simplemente. Y agregó—: Por favor.

    Unas cuantas personas pasaron junto a ellos esquivando con cuidado al chico. Sus manos envueltas, el chal sobre su cabeza, revelaban más de lo que ocultaban, su condición de podrido.

    —Llámame Priya. No señora.

    —Priya —repitió obedientemente.

    —Dices que puedes trabajar —dijo ella. Miró sus manos—. ¿Cómo están?

    —No demasiado mal.

    —Muéstramelas —pidió—. Dame tu muñeca.

    —¿No te importa tocarme? —preguntó él vacilante.

    —La podredumbre no se transmite entre las personas —explicó Priya—. A menos que arranque una de esas hojas de tu cabello y me la coma, creo que estaré bien.

    El comentario hizo sonreír al chico. Duró lo que un parpadeo, como un destello de sol a través de las nubes que se separan, y luego desapareció. Desenvolvió hábilmente una de sus manos. Ella lo tomó de la muñeca y la levantó hacia la luz.

    Un brote crecía debajo de la piel y presionaba contra la yema del dedo; pero su dedo era un cascarón demasiado pequeño para lo que intentaba desplegarse. Priya miró el trazo verde visible a través de la piel delgada del dorso de la mano, el fino encaje que formaba. El brote tenía raíces profundas.

    Tragó saliva. Ah. Raíces profundas, podredumbre profunda. Si el chico ya tenía hojas en el cabello y arañas verdes que recorrían su sangre, imaginó que no le quedaba mucho tiempo.

    —Ven conmigo —dijo, y lo sujetó por la muñeca para que la siguiera.

    Caminó por la calle y finalmente se unió al flujo de la multitud que dejaba atrás el mercado.

    —¿Adónde vamos? —preguntó el chico. No trató de alejarse de ella.

    —Voy a conseguirte un poco de madera sagrada —dijo Priya con determinación, apartando de su mente todos los pensamientos sobre asesinatos y soldados y el trabajo que tenía que hacer. Lo soltó y se adelantó. Él corrió para seguirla, arrastrando su chal sucio alrededor de su cuerpo delgado—. Después de eso, veremos qué hacer contigo.

    Las casas de placer más grandes de la ciudad se alineaban en las orillas del río. Era la hora temprana en que estaban completamente en silencio, sus lámparas rosadas apagadas. Pero estarían ocupadas más tarde. Los hombres del regente siempre dejaban los burdeles tranquilos. Incluso en el apogeo del último verano hirviente, antes de que el monzón arreciara, cuando los simpatizantes rebeldes cantaban canciones antiimperialistas y el carruaje de un señor noble había sido acorralado y quemado en la calle justo fuera de su propio haveli, los prostíbulos habían mantenido sus lámparas encendidas.

    Gran parte de las casas de placer pertenecían a nobles de alcurnia demasiado alta para que el regente las cerrara. Muchas eran frecuentadas por mercaderes y nobles visitantes de otras ciudades-Estado de Parijatdvipa; eran una fuente de ingresos de la que nadie quería tener que prescindir.

    Para el resto de Parijatdvipa, Ahiranya era una guarida de vicios, buena para el placer y poco más. Cargaba, como un yugo, su amarga historia, su condición de bando perdedor de una antigua guerra. Lo consideraban un lugar atrasado, plagado de violencia política y, en los últimos años, de la podredumbre: la extraña enfermedad que estropeaba las plantas y los cultivos e infectaba a los hombres y las mujeres que trabajaban en los campos y los bosques con flores que brotaban de la piel y hojas que les atravesaban los ojos. A medida que se diseminaba la podredumbre, las otras fuentes de ingresos en Ahiranya habían mermado. Y el malestar había nacido y aumentado hasta que Priya temió que también se derrumbaría, con toda la furia de una tormenta.

    A medida que Priya y el chico seguían caminando, las casas de placer se veían menos grandiosas. Pronto, no las hubo en absoluto. A su alrededor había viviendas abarrotadas, pequeñas tiendas. Delante de ella estaba el linde del bosque. Incluso a la luz de la mañana se veía sombrío; los árboles eran una barrera silenciosa y verde.

    Priya nunca había conocido a nadie nacido y criado fuera de Ahiranya que no se sintiera perturbado por el silencio del bosque. Había conocido a sirvientas de Alor o incluso de la vecina Srugna que evitaban el lugar por completo. Debería haber algún ruido, murmuraban. El canto de los pájaros. O insectos. No es natural.

    Pero el pesado silencio era reconfortante para Priya. Ella era ahiranyi hasta la médula. Le gustaba el silencio, que solo interrumpía el roce de sus propios pies contra el suelo.

    —Espérame aquí —le dijo al niño—. No tardaré mucho.

    Él asintió sin decir una palabra. Estaba mirando hacia el bosque cuando ella lo dejó; una leve brisa susurraba entre las hojas de su cabello.

    Priya se deslizó por una calle estrecha donde el suelo era irregular, con raíces ocultas; la tierra subía y bajaba en montículos bajo sus pies. Delante de ella había una sola vivienda. Debajo de su galería con columnas se agazapaba un hombre mayor.

    Levantó la cabeza cuando Priya se acercó. Al principio no le prestó atención, como si hubiera estado esperando a alguien completamente diferente. Entonces su mirada se enfocó. Sus ojos se entrecerraron en señal de reconocimiento.

    —Tú —dijo.

    —Gautam. —Ella inclinó la cabeza en un gesto de respeto—. ¿Cómo estás?

    —Ocupado —dijo brevemente—. ¿Por qué estás aquí?

    —Necesito madera sagrada. Solo una cuenta.

    —Deberías haber ido al mercado entonces —señaló tranquilamente—. He provisto a muchos boticarios. Ellos pueden negociar contigo.

    —Probé en el viejo mercado. Nadie tiene nada.

    —Si allí no tienen, ¿por qué crees que yo sí?

    Oh, vamos, pensó Priya irritada. Pero no dijo nada. Esperó hasta ver que las fosas nasales de Gautam se ensancharon cuando él resopló y se levantó para abandonar la galería y volverse hacia la cortina de cuentas de la entrada. Llevaba una hoz de mano enganchada en la parte de atrás de su túnica.

    —De acuerdo. Entra entonces. Cuanto antes lo hagamos, antes te irás.

    Priya extrajo la bolsa de su blusa antes de subir los escalones y entrar tras él.

    La llevó a su taller y le pidió que se quedara junto a la mesa del centro. En las esquinas de la habitación se alineaban varios sacos de tela. Muchas botellas pequeñas tapadas, innumerables ungüentos, tinturas y hierbas cosechadas en el mismo bosque ocupaban filas ordenadas en los estantes. El aire olía a tierra y a humedad.

    Él le quitó la bolsa, desató el cordel y sopesó el contenido en la palma de su mano. Luego chasqueó la lengua contra los dientes y lo dejó caer sobre la mesa.

    —Esto no es suficiente.

    —Oye, por supuesto que es suficiente —dijo Priya—. Este es todo el dinero que tengo.

    —Eso no lo hace mágicamente suficiente.

    —Es lo que me costó en el mercado la última vez…

    —Pero no pudiste conseguir nada en el mercado hoy —dijo Gautam—. Y si hubieras podido, te habrían cobrado más. La oferta es baja, la demanda es alta. —Frunció el ceño en un gesto desagradable—. ¿Crees que es fácil cosechar madera sagrada?

    —En absoluto —dijo Priya. Sé agradable, se recordó a sí misma. Necesitas su ayuda.

    —El mes pasado envié cuatro leñadores. Salieron después de dos días, pensando que habían estado allí dos horas. Entre… eso —dijo, señalando en dirección al bosque— y el regente que envía a sus matones por toda la maldita ciudad por quién sabe qué razón, ¿crees que es un trabajo sencillo?

    —No —respondió Priya—. Lo lamento.

    Pero él aún no había terminado.

    —Todavía estoy esperando que regresen los hombres que envié esta semana —continuó. Sus dedos tamborileaban la superficie de la mesa, con un ritmo rápido e irritado—. ¿Quién sabe cuándo volverán? Tengo todo el derecho a ponerles el mejor precio a los artículos que tengo. Así que me pagarás lo que corresponde, muchacha, o no obtendrás nada.

    Antes de que pudiera continuar, ella levantó la mano. Llevaba algunos brazaletes en las muñecas. Dos eran de metal de buena calidad. Se los quitó y los colocó sobre la mesa frente a él, junto al bolso.

    —El dinero y esto —ofreció—. Es todo lo que tengo.

    Pensó que él lo rechazaría, solo por despecho. Pero en lugar de eso, recogió los brazaletes y las monedas y se los metió en el bolsillo.

    —Eso servirá. Ahora mira —dijo—. Te mostraré un truco.

    Arrojó un paquete envuelto en tela sobre la mesa. Estaba atado con una cuerda. La abrió con un rápido tirón, dejando que la tela cayera a los lados.

    Priya se estremeció y dio un paso atrás.

    Dentro vio una rama cortada de un árbol joven. La corteza de madera pálida se abría en una herida de color castaño rojizo. La savia que supuraba de su superficie tenía el color y la consistencia de la sangre.

    —Viene del camino que conduce a la arboleda en la que mis hombres suelen cosechar —dijo—. La trajeron para mostrarme por qué no podían cumplir con la cuota regular. Hay podredumbre hasta donde alcanza la vista, me dijeron. —Sus párpados se veían agobiados—. Puedes mirar más de cerca si quieres.

    —No, gracias —dijo Priya con firmeza.

    —¿Segura?

    —Deberías quemarla —respondió ella.

    Hizo todo lo posible por no oler la rama demasiado profundamente. Apestaba a carne.

    Él resopló.

    —Tiene su utilidad.

    Se alejó de ella para hurgar en sus estantes. Después de un momento regresó con un objeto del tamaño de la punta de un dedo envuelto en tela. Lo desenvolvió con cuidado de no tocar lo que contenía. Priya pudo sentir el calor que emanaba del interior de la madera: una calidez extraña y palpitante que rodaba por su superficie con la firmeza de un rayo de sol.

    Madera sagrada.

    Observó cómo Gautam sostenía el fragmento cerca de la rama podrida: la lesión de la corteza palideció y el enrojecimiento se desvaneció. El hedor se disipó un poco y Priya respiró agradecida.

    —Ya ves —dijo Gautam—. Ahora sabes que es fresca. La aprovecharás bien.

    —Gracias. Ha sido una demostración muy útil. —Trató de no mostrar su impaciencia. ¿Qué quería? ¿Asombro? ¿Lágrimas de gratitud? No tenía tiempo para nada de eso—. De todas maneras, deberías quemar la rama. Si la tocas por error…

    —Sé cómo manejar la podredumbre. Envío hombres al bosque todos los días —dijo él con desdén—. ¿Y tú que haces? ¿Barres suelos? No necesito tu consejo.

    Él empujó el fragmento de madera sagrada hacia ella.

    —Toma esto y vete.

    Priya se mordió la lengua y extendió la mano, con el extremo largo del sari sobre la palma. Envolvió de nuevo la astilla de madera con cuidado una, dos veces, apretando la tela y atándola con un nudo limpio. Gautam la miró.

    —Para quien sea que estés comprando esto, la podredumbre lo va a matar de todas maneras —dijo cuando ella terminó—. Esta rama morirá incluso si la envuelvo en una cáscara entera de madera sagrada. Solo tardará más. Te doy mi opinión profesional, sin costo extra. —Arrojó la tela sobre la rama infectada con un movimiento descuidado de los dedos—. Así que no vuelvas y malgastes tu dinero otra vez. Te mostraré la salida.

    La condujo hasta la puerta. Ella empujó la cortina de cuentas e inhaló con avidez el aire limpio, libre del olor a descomposición.

    En el borde de la galería había un altar construido como un nicho tallado en la pared. En su interior, tres ídolos esculpidos en madera rústica, con lustrosos ojos negros y cabello de enredadera. Ante ellos había tres pequeñas lámparas de arcilla encendidas con mechas de tela sumergidas en aceite. Un número sagrado.

    Recordó que una vez había sido capaz de encajar todo su cuerpo perfectamente en ese nicho. Allí había dormido acurrucada una noche, cuando era tan pequeña como el niño huérfano.

    —¿Todavía dejas que los mendigos se refugien en tu galería cuando llueve? —preguntó Priya volviéndose para mirar a Gautam donde estaba parado, bloqueando la entrada.

    —Los mendigos son malos para el negocio —respondió—. Y los que veo en estos días no tienen hermanos a los que les deba favores. ¿Te vas o no?

    Basta con la amenaza del dolor para destruir a alguien. Miró brevemente a Gautam a los ojos. Algo impaciente y malicioso acechaba allí. Un cuchillo, bien usado, nunca tiene que sacar sangre.

    Pero Priya no tenía dentro de sí ni siquiera la capacidad de amenazar a ese viejo matón. Dio un paso atrás. Qué gran vacío había entre el conocimiento que guardaba dentro de sí misma y la persona que aparentaba ser, inclinando la cabeza con respeto ante un hombre mezquino que todavía la veía como una mendiga callejera que había ascendido demasiado, y a la que odiaba por eso.

    —Gracias, Gautam —dijo—. Trataré de no molestarte otra vez.

    Tendría que tallar la madera ella misma. No podía darle el fragmento tal como estaba al niño. Un fragmento entero de madera sagrada sostenida contra la piel la quemaría. Pero quizá sería mejor que la quemara. No tenía guantes, por lo que tendría que trabajar con cuidado, con su pequeño cuchillo y una tela para mantener a raya lo peor del dolor. Incluso entonces podía sentir el calor del trozo de madera contra su piel, traspasando el tejido que lo envolvía.

    El chico estaba esperando donde ella lo había dejado. Parecía aún más pequeño a la sombra del bosque, aún más solo. Él se volvió para observarla mientras se acercaba, con ojos cautelosos y vacilantes, como si no hubiera estado seguro de su regreso.

    A Priya se le encogió el corazón. Ver a Gautam la había hecho retroceder a lo más profundo de su pasado más cerca de lo que había estado en mucho mucho tiempo. Sintió el tirón de sus recuerdos, crispados como un dolor físico.

    Su hermano. El dolor. El olor a humo.

    No mires, Pri. No mires. Solo muéstrame el camino. Muéstramelo.

    No. No valía la pena recordarlo.

    Era sensato ayudar al chico, se dijo a sí misma. No quería que su imagen, de pie frente a ella, la persiguiera. No quería recordar a un niño hambriento y solo, con raíces que brotaban de sus manos, y pensar: Lo dejé morir. Me pidió ayuda y lo abandoné.

    —Estás de suerte —dijo, con tono jovial—. Trabajo en el mahal del regente. Su esposa tiene un corazón muy gentil cuando se trata de huérfanos. Lo sé por experiencia. Ella me dio asilo. Te dejará trabajar para ella si se lo pido amablemente. Estoy segura.

    El chico abrió mucho los ojos. Había tanta esperanza en su rostro que era casi doloroso mirarlo, así que Priya se aseguró de apartar la vista. El cielo estaba brillante, el aire demasiado caliente. Necesitaba volver.

    —¿Cómo te llamas? —le preguntó.

    —Rukh —respondió—. Me llamo Rukh.

    Capítulo Dos

    MALINI

    La noche anterior a su llegada a Ahiranya, Malini no recibió su medicamento habitual. No había nada en el vino que Pramila le dio a beber antes de dormirse, ningún regusto empalagoso a azúcar que indicara que había tomado una dosis de flor de aguja.

    —Tendrás que estar alerta cuando te encuentres con el regente —le dijo Pramila—. Alerta y cortés, princesa.

    Las palabras eran una advertencia.

    Malini no sabía qué hacer con la lucidez de su mente. Sentía la piel demasiado tirante sobre los huesos. Su corazón, finalmente, se permitió la libertad de afligirse sin el manto de flor de aguja para sofocarlo: era un fuerte latido en su pecho. Le dolían las costillas por el peso. Se cruzó de brazos y percibió cada hendidura, cada hueco. Los contó.

    Después de semanas amortiguadas por la flor de aguja, el mundo era un doloroso rebote de sensaciones. Todo era demasiado ruidoso, demasiado duro, la luz del día demasiado punzante. Las sacudidas del carruaje hicieron que le doliesen las articulaciones. Se sentía un saco de carne y sangre.

    Por una vez, no pudo evadirse de la lectura de Pramila del Libro de las Madres. Pramila estaba sentada junto a ella en el carruaje, rígidamente erguida, y recitaba con una lentitud minuciosa. Primero, la infancia de Divyanshi. Luego, los crímenes de los yaksas y sus terribles devotos, los ahiranyis. Después, la guerra antigua y cómo terminó.

    Luego, cerró el libro y le dio la vuelta. Y lo reabrió, y repitió una y otra vez.

    Malini tenía ganas de gritar.

    Mantuvo las manos quietas y tranquilas en su regazo. Controló su respiración.

    Ella era la princesa imperial de Parijatdvipa. La hermana del emperador. Le habían dado el nombre a los pies de una estatua de Divyanshi rodeada de llamas y flores. Tejedora de guirnaldas, la llamaron. Malini.

    Había tejido su primera corona con rosas sin espinas, mientras su madre le enseñaba las palabras del Libro de las Madres con mucha más dulzura y entusiasmo que la voz seca de Pramila.

    "Las Madres terminaron su vida voluntariamente en las llamas sagradas. Su sacrificio fue una magia antigua y profunda que prendió fuego a las armas de sus seguidores y al monstruoso yaksa".

    Ese era el pasaje del libro en el que su madre a menudo fingía agitar una espada frente a ella, aportando a la historia la cuota de levedad que necesitaba. Malini siempre se había reído.

    Su sacrificio nos salvó a todos. De no ser por las Madres, no habría imperio.

    Si no fuera por el sacrificio de las Madres, la Era de las Flores nunca habría llegado a su fin.

    Sacrificio.

    Malini miró desde el carro la tierra de Ahiranya. El aire olía húmedo e intenso por la lluvia. La delgada cortina que la rodeaba lo ocultaba casi todo, pero a través del hueco que se hinchaba con el traqueteo de las ruedas podía ver las sombras de los estrechos edificios. Calles vacías. Árboles rotos, astillados por las hachas, y restos carbonizados de algunos que se habían quemado por completo.

    Esa era la nación que casi había conquistado todo el subcontinente en la Era de las Flores. Eso era lo que quedaba de lo que alguna vez fuera su gran poderío: un camino de tierra tan irregular que el carruaje se agitaba violentamente, algunos puestos cerrados y tierra quemada.

    Y Malini aún no había visto un solo burdel. Se sintió extrañamente decepcionada al darse cuenta de que todos esos muchachos de alta alcurnia, que se habían jactado ante sus hermanos de ser capaces de acostarse con una docena de mujeres en el momento en que ponían un pie en Ahiranya por el precio de una sola perla parijati, habían exagerado.

    —Princesa Malini —dijo Pramila. Sus labios estaban tensos—. Debes escuchar. Es la voluntad de tu hermano.

    —Yo siempre escucho —señaló Malini, imperturbable—. Conozco estas historias. Me criaron y me enseñaron apropiadamente.

    —Si recordaras tus lecciones, ninguno de nosotros estaría aquí.

    No, pensó Malini. Yo estaría muerta.

    Se volvió hacia Pramila, que aún sostenía el libro abierto sobre sus rodillas, las páginas sujetas con los dedos. Malini miró hacia abajo, identificó la página y comenzó su propio recitado.

    —"Y Divyanshi se dirigió a los hombres de Alor, que servían al dios sin nombre por encima de todos los demás, y a los hombres de Saketa, que adoraban el fuego, y les dijo: Ofrézcanle a mi hijo, y a sus hijos después de él, la lealtad que le juraron, sus votos inquebrantables. Únanse con mi amada patria en un dvipa, un imperio, y mis hermanas y yo arrasaremos al yaksa de la tierra con nuestras muertes honorables".

    Hizo una pausa, reflexionó y luego dijo:

    —Si pasas a la página siguiente, Señora Pramila, hay una muy buena ilustración de Divyanshi encendiendo su propia pira. Me han dicho que me parezco un poco a ella.

    Pramila cerró el libro de golpe.

    —Te estás burlando de mí —exclamó—. Princesa, ¿no tienes vergüenza? Estoy tratando de ayudarte.

    —Señora Pramila —llamó una voz. Malini oyó el repiqueteo de los cascos de los caballos cuando una figura se acercó—. ¿Algo anda mal?

    Malini bajó los ojos. Vio que Pramila aferraba con más fuerza el libro.

    —Señor Santosh —dijo Pramila en un tono de voz dulce como la miel—. No pasa nada malo. Simplemente estoy instruyendo a la princesa.

    Santosh vaciló; estaba claro que quería intervenir.

    —Pronto llegaremos al mahal del regente —dijo cuando Pramila guardó silencio—. Asegúrese de que la princesa esté preparada.

    —Por supuesto, mi señor —murmuró Pramila.

    Su caballo se alejó.

    —¿Ves lo que pasa cuando te portas mal? —dijo Pramila en voz baja—. ¿Quieres que informe de tu inmadurez a tu hermano? ¿Te gustaría ver caer más castigos sobre nosotras?

    ¿Qué más podría hacerle su hermano de lo que ya le había hecho?

    —Todavía tengo otros hijos —dijo Pramila. Sus dedos temblaban levemente—. Me gustaría verlos vivir. Si debo obligarte a que te comportes bien…

    Dejó que la amenaza flotara en el aire, a medio formular. Malini no dijo nada. A veces las disculpas solo servían para inflamar aún más la ira de Pramila. Después de todo, una disculpa no podía corregir ningún error. No podía traer de vuelta a los muertos.

    —Creo que esta noche duplicaré tu dosis —anunció Pramila, y abrió el libro una vez más.

    Malini prestó oídos a Pramila. Escuchó el crujido del libro al abrirse, el roce de los dedos contra las páginas. El zumbido de su voz.

    Esto es lo que puede lograr una mujer pura y santa de Parijat cuando abraza la inmortalidad.

    Malini contó las sombras de los soldados a través de la cortina. La figura del Señor Santosh se encorvaba sobre su caballo; un lacayo obediente sostenía una sombrilla sobre su cabeza.

    Pensó en todas las formas en las que le gustaría ver morir a su hermano.

    Capítulo Tres

    PRIYA

    Rukh observaba con atención todo lo que veía en el mahal del regente: los paneles de celosías con figuras huecas de rosas y flores de loto, los espaciosos pasillos interrumpidos por cortinas de seda blanca, los ramos de plumas de pavo real tallados en las bases de las columnas de arenisca que sostenían los altos techos cubiertos de azulejos plateados. Quiso recorrer el lugar para absorberlo todo, pero Priya lo arrastró sin piedad. No podía permitirse el lujo de darle tiempo para quedarse boquiabierto. Había llegado con muchísimo retraso, y aunque le había advertido al cocinero Billu que iba a llegar tarde y lo sobornó con hachís que había guardado específicamente para esa ocasión, solo podía contar con su buena voluntad hasta cierto punto. Dejó a Rukh al cuidado de Khalida, una sirvienta mayor de rostro agrio que accedió a regañadientes a preguntarle a su señora si el niño podía hacer algún trabajo doméstico en la mansión.

    —Volveré y te veré más tarde —le prometió Priya a Rukh.

    —Si la Señora Bhumika le permite quedarse, puedes recogerlo antes de la cena —agregó Khalida, y Rukh se mordió el labio. La preocupación tiñó su rostro.

    Priya inclinó la cabeza.

    —Gracias, señora. —A Rukh, le dijo—: No te preocupes. Nuestra ama no dirá que no.

    Khalida frunció el ceño, pero no la contradijo. Sabía tan bien como Priya lo generosa que podía ser la esposa del regente.

    Priya los dejó a ambos, fue a la habitación de las criadas, donde se limpió apresuradamente lo peor del fango y la suciedad de su sari francamente mugriento, y se dirigió a la cocina. Trató de compensar su retraso deteniéndose en el pozo de agua para recoger dos cubos llenos. Después de todo, siempre hacía falta agua en la cocina ajetreada del mahal.

    Para su sorpresa, nadie parecía haber notado su ausencia. Aunque los grandes hornos de barro estaban calientes y algunos sirvientes entraban y salían, la mayoría del personal de la cocina estaba acurrucado junto al fogón en el que se preparaba el té.

    Mithunan, uno de los guardias más jóvenes, estaba de pie junto a la tetera, bebiendo de una taza de arcilla que sostenía con una mano mientras gesticulaba salvajemente con la otra. Todos los sirvientes lo escuchaban con atención.

    —… solo un jinete en avanzada —estaba diciendo—. Un caballo. Se notaba que había venido desde Parijat. Su acento era cortesano, y el capitán de guardia dijo que llevaba la insignia imperial. —Mithunan tomó un sorbo de té—. Pensé que el capitán se desmayaría, estaba muy conmocionado.

    Priya dejó los cubos y se acercó. Billu la miró.

    —Por fin has llegado —dijo secamente.

    —¿Qué ocurre? —preguntó ella.

    —La princesa llega hoy —respondió una de las sirvientas, en el tono susurrante y nervioso reservado a los mejores chismorreos.

    —Se suponía que no llegaría hasta dentro de al menos otra semana —agregó Mithunan con un movimiento de cabeza—. Ni siquiera nos pidieron que fuéramos a su encuentro para escoltarla. El mensajero dijo que no traen séquito, así que viajan rápido.

    —Sin séquito —repitió Priya—. ¿Estás seguro?

    Todos los miembros de la realeza de todas las ciudades-Estado de Parijatdvipa viajaban con una gran variedad de acompañantes, en su mayoría inútiles: sirvientes, guardias, bufones, nobles favorecidos. Que la hermana del emperador no viajara ni siquiera con un pequeño ejército era absurdo.

    Mithunan se encogió de hombros.

    —Solo sé lo que nos dijo el jinete mensajero —respondió torpemente—. Pero tal vez las reglas sean diferentes cuando…, bueno, ya sabes. En esas circunstancias… —Se aclaró la garganta—. En fin. Me enviaron a buscar algo de comida. Hemos tenido turno doble y es posible que debamos quedarnos para un tercero. Los hombres están hambrientos.

    —¿Dónde están los guardias del turno de día? —preguntó Billu poniéndose en movimiento para llenar una cesta de comida.

    —Fuera, en la ciudad —dijo Mithunan—. El capitán dijo que el regente quiere que todo se cierre de manera segura antes de que la princesa llegue aquí. Hermano Billu, ¿tienes más té? ¿O caña de azúcar? Cualquier cosa para mantenernos a todos despiertos…

    Priya se escabulló en silencio mientras los demás continuaban hablando, robó un paratha de la cesta que estaba junto a los hornos mientras se iba y se lo metió en la boca. Sima la habría llamado bestia sin modales si estuviera allí, pero no estaba, así que Priya era libre de ser tan grosera como quisiese.

    Se había equivocado al suponer que alguien había sido asesinado. No había degollados ni cadáveres fuera de los templos. Ni asesinatos de rebeldes.

    Solo una princesa que llegaba temprano a su encarcelamiento.

    Después de terminar su trabajo, Priya arrancó a Rukh del cuidado de Khalida y lo guio a la habitación donde dormían los niños. Una vez que le encontró una colchoneta sobrante, lo llevó con ella a su propia habitación, compartida con otras ocho sirvientas. Debajo de la cubierta de la sencilla galería que la rodeaba, envuelta por la lluvia fresca que caía, se arrodilló, envolvió sus manos en su pallu y comenzó a tallar la madera sagrada en forma de una cuenta.

    La quemazón de la madera a través de la tela fue lo suficientemente fuerte para hacerla maldecir. Se mordió la lengua por un momento, un dolor que la distrajera del otro, y siguió tallando con mano firme y segura. Podía soportar mucho más dolor que este.

    —Ven y siéntate conmigo —le dijo a Rukh, que todavía estaba de pie bajo la lluvia, visiblemente abrumado por la dirección que había tomado su día. Salió a la terraza. Se arrodilló a su lado—. Pásame una de esas —agregó, señalando el pequeño montón de cintas e hilos enrollados en el suelo junto a ella.

    Él eligió uno. Priya bajó el cuchillo y tomó el hilo.

    —¿Hay algo más que pueda hacer? —preguntó tímidamente, mientras ella enhebraba la cuenta cuidadosamente en el hilo.

    —Podrías contarme qué te parece tu nueva vida hasta ahora —dijo—. ¿Qué trabajo te ha asignado Khalida?

    —Limpiar letrinas —respondió—. Está bien. No, en serio, está… muy muy bien. Una cama y comida es… es… —Su voz se fue apagando y meneó

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