Lecciones de Literatura Española Tomo I
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Lecciones de Literatura Española Tomo I - Alberto Lista y Aragón
Lecciones de Literatura Española Tomo I
Copyright © 1853, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661378
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Introducción
—III→
Habiendo sido honrado en 1822 por el Ateneo con el título de Profesor de Literatura Española, serví esta cátedra hasta mayo de 1825 en que la invasión francesa acabó con aquella sabia y utilísima corporación, así como con otras muchas cosas. Nombrado ahora por el nuevo Ateneo español para la misma clase, puedo al continuar mis lecciones decir como el ilustre Luis de León, cuando saliendo de las cárceles de la inquisición, subió por la primera vez a su cátedra de Teología: dijimos en la lección de ayer... Esta coincidencia con aquel grande hombre me sería sumamente lisonjera, si yo solo, y no toda la nación, hubiese participado de la terrible catástrofe de 1823.
Me parece oportuno, antes de dar principio a este nuevo curso, hacer una ligera reseña de las materias que se trataron en el anterior.
Empezamos nuestras explicaciones por la poesía, y recorrimos todos sus ramos, excepto la dramática, desde los orígenes más remotos de la lengua castellana hasta nuestros días. Observamos aun en composiciones informes, como el poema del Cid, el de Alejandro y en los Berceos la lucha perpetua entre un idioma todavía inculto y bárbaro, y el genio de la inspiración, que pugnaba por dominarlo y plegarlo a sus movimientos. Esta lucha fue ya menos terrible en las composiciones del arcipreste de Hita, y aún menos en las de los poetas del siglo XV. No olvidamos la atrevida empresa del genio español Juan de Mena, de crear en nuestra versificación —IV→ un lenguaje poético y exclusivo. En fin, llegamos al siglo de Garcilaso, expusimos los progresos rápidos de la poesía y del idioma, notamos las causas de su decadencia espantosa hasta mediados del siglo XVIII, y de su restauración en el último tercio de este siglo, debida a los Luzanes, a los Moratines y a los Meléndez.
Numerosas aplicaciones se hicieron, ya por mí, ya por los discípulos de la clase, de los principios generales de la poesía épica, lírica y elegiaca, a las mejores composiciones, que fueron analizadas, de los poetas del siglo XVI y de los de la restauración a fines del XVIII. De modo que cuando se abolió el Ateneo, estaba casi concluido el curso de poesía que me había propuesto explicar.
Pero en todo él nada se dijo de nuestra poesía dramática: materia inmensa, en la cual hemos sido creadores de un género particular, y que merece ella sola un año entero, así por lo poco conocida que es, como por el espíritu de sistema con que se ha juzgado y condenado sin apelación nuestro teatro del siglo XVII. Éste, pues, será el objeto de las explicaciones en el presente curso.
Pero antes de dar principio a ellas, no podemos desentendernos de la gran cuestión que divide en el día la literatura europea, acerca de la preferencia que reclaman unos a favor de la literatura clásica, y otros a favor de la romántica; cuestión que no ha faltado quien quiera darle un barniz político asimilando los clásicos a los absolutistas, y los románticos a los liberales: como si el liberalismo consistiera en el desprecio de toda ley y norma de conducta, desprecio que suelen afectar algunos que toman el nombre de románticos, con respecto a las reglas y leyes del arte.
Pero empecemos por definir las voces, porque es imposible raciocinar sobre cosas que no están bien definidas, o no se saben lo que son.
La palabra clásico siempre ha significado lo que es —V→ perfecto en su género, en materia de literatura, y que debe servir de modelo a todos los que quieran emprender la misma carrera. Shakespeare es un escritor clásico para los dramáticos ingleses, a pesar de que se le mira como el jefe del drama romántico.
Tomada la palabra clásico en este sentido, claro es que debe comprender lo que sea superior en todos los géneros, incluso el que se llama romántico. El Otelo de Shakespeare, Elmédico de su honra de Calderón, El desdén con el desdén de Moreto, son composiciones clásicas, tomada la voz en este sentido.
La palabra romántica, inglesa en su origen, si atendemos a éste, significa todo lo que se semeja al mundo ideal que se finge en la novela (roman). Aventuras, lances imprevistos, nigrománticos y apariciones, trasgos, vestiglos y gigantes son los elementos de la novela, definida en su totalidad. Este género, muy poco cultivado en la antigüedad griega y romana, fue sin embargo la literatura favorita de los siglos medios. Después de la restauración de las letras, se modificó según las ideas y costumbres nuevas, y continuó siendo la diversión de las personas que no tienen pretensiones en literatura. Sin embargo, sería una insigne necedad despreciarlo: a él pertenece la inmortal obra del Quijote.
Nosotros no podemos creer como algunos, que el género clásico sea aquel en que se observan las reglas, y romántico en el que se desprecian entregándose el poeta a todos los desvaríos de la imaginación. La poesía es un arte, y no hay arte sin reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de los modelos.
De lo dicho hasta aquí se infiere que no hay más que dos géneros, uno bueno y otro malo, así en literatura como en las demás artes y ciencias. Las composiciones que exciten un grande interés, serán buenas a pesar de algunos defectos. Las que nos causen sueño, fastidio o risa por los delirios del autor, serán malas a pesar de algunas bellezas.
Sólo hay un sentido en el cual las palabras clásico —VI→ y romántico tengan para nosotros una diferencia verdadera y útil de conocer y de observar, y es entendiendo por literatura clásica la de la antigüedad griega y romana, y por literatura romántica la de la Europa en los siglos medios. Bajo este aspecto la cuestión se presenta en un punto de vista más elevado, y merece llamar la atención del humanista, del historiador y del filósofo.
En efecto, si la literatura de cualquier nación ha de ser una pintura fiel de sus ideas, costumbres y sentimientos, claro es que la de los griegos y romanos debió ser muy diversa de la de los pueblos de la edad media. Los primeros vivieron, por decirlo así, en el foro; su religión era la de los sentidos y de la imaginación, con poca o ninguna influencia en la moral: así su literatura debía ser esencialmente la de las imágenes, que embellecen la naturaleza, y la de los sentimientos comunes y conocidos de la humanidad. No había entre ellos poderes sobrenaturales desconocidos y misteriosos, porque sus dioses, a pesar de la multitud de ellos que poseían, tenían señalados los círculos de sus atribuciones, así como los magistrados de sus repúblicas. No había pasiones ni afectos que tuviesen una fisonomía individual, porque la comunicación continua de los ciudadanos entre sí asimilaba todos los afectos políticos y sociales. Las fiestas religiosas eran públicas, solemnes, llenas de pompa; mas ningún recogimiento, ninguna reflexión sobre sí mismo, ningún resultado moral exigían del particular que asistía a ellas, sino el principio general de que se deben venerar y temer los dioses y obedecer las leyes.
La vida social de los pueblos de la edad media era enteramente contraria. Los gobiernos monárquicos y feudales aislaron los hombres y las familias en los castillos y en las casas. Los goces y aflicciones de la vida doméstica se sustituyeron a los movimientos de las plazas públicas. Las pasiones individuales adquirieron mayor energía, no templadas ni modificadas por —VII→ el trato de la vida común. Pero estas diferencias, aunque muy grandes, aparecen pequeñas en comparación de las que produjo el principio religioso del cristianismo. El hombre puesto en íntima comunicación con el Ser Supremo, infinito, inmenso e indefinible, y obligado a merecer su amor, a temer su justicia, debió dar a sus deseos e inspiraciones religiosas aquella vaguedad sublime, aquella dirección indefinida que es propia del pensamiento cuando se lanza en el abismo de la inmensidad; y volviendo después sobre sí mismo y examinando los senos más profundos del corazón, descubrir los dos hombres contrarios que en él existen en lucha perpetua: uno sometido a la razón; otro que quiere romper el freno y abandonarse al arbitrio de las pasiones. Éstas tomaron un carácter particular, no sólo porque era necesario dominarlas, sino también porque en cada individuo eran más o menos poderosas según la resistencia.
Basta lo que hemos dicho para demostrar cuán diversa debía ser la literatura de dos épocas tan diversas en posición social y religiosa. La primera daba margen a describir pasiones comunes, fiestas públicas, males y bienes de la sociedad considerada en general: la segunda, hombres aislados, los afectos luchando contra el deber y tomando un carácter particular en cada individuo, los combates interiores del alma, poderes sobrenaturales, invisibles y misteriosos. La primer literatura debió pintar al hombre exterior: la segunda al interior; y esta diferencia es tan notable, que hubo de modificar las mismas reglas de convención, porque para describir el general un afecto, como el amor, los celos o la ambición, no se necesita un cuadro tan extenso como para describirlo en un individuo que lucha contra él, y unas veces es vencido, otras vencedor.
Un solo hecho basta para demostrar que ésta no es una teoría forjada arbitrariamente, sino deducida de la misma naturaleza de las cosas. Regístrese todo el teatro, —VIII→ toda la literatura griega y romana, y no se hallarán ejemplos de esta lucha entre la pasión y el deber, aunque algunas veces se encuentre entre dos o más pasiones. El contraste, la lid entre elhombre de la razón y el hombre de los sentidos es característico y exclusivo de la literatura de los pueblos cristianos.
Una y otra carrera están abiertas igualmente al genio. Cualquiera de ellas se puede emprender, con tal que agrade, que interese, y sobre todo, que respete la moral. Jamás debe olvidar el poeta que la descripción del hombre ha de ejercer necesariamente una influencia cierta e indeclinable en las costumbres, y que esta influencia ha de ser buena o mala. Ahora bien, la belleza es incompatible con la inmoralidad. Yo sigo con terror, pero con mucho interés, a Lope de Almeida en la comedia de A secreto agravio secreta venganza, de Calderón. Observo sus primeras sospechas, su solicitud para ocultarlas de su esposa, la certidumbre que adquiere de su agravio, su juramento de vengarle, su cuidado en preparar los medios de venganza de modo que no le deshonre la publicidad misma del desagravio. Poco me importa que se varíe el lugar de la escena, que pase más tiempo que el de la representación; porque a nada atiendo sino a las convulsiones y tormentos de aquel corazón noble, ofendido y despedazado por el amor, los celos, el honor y la venganza.
Pero cuando veo al autor del Angelo pugnar por hacer interesante y respetable una mujer prostituida, al de Antony no sólo disculpar, sino ennoblecer el adulterio y el asesinato; cuando se me presenta en la Torre de Nesle a las princesas de la casa real de Francia entretenidas en arrojar al Sena al rayar el alba los amantes con quienes habían pasado la noche, me escapo con indignación de aquel estercolero moral, y me refugio a leer una tragedia de Racine o una comedia de Moreto, donde estoy seguro de no encontrar esas monstruosidades ridículas, al mismo tiempo que atroces, de la naturaleza humana.
—1→
1.ª lección
Literatura dramática
La naturaleza de las materias que me he propuesto tratar en este curso, no permite que emplee mucho tiempo en la exposición general de los principios y reglas de la poesía dramática; porque no tratamos ahora de la literatura en general, sino sólo de la española. Por otra parte, yo debo suponer que todos los que me honran con su atención han hecho ya, o a lo menos se hallan en estado de hacer por sí mismos el estudio de las teorías pertenecientes a la tragedia, a la comedia, a la ópera, y a las demás especies de poesía dramática. Por esta razón me limitaré a dar una idea sucinta, pero filosófica, de dichas teorías. Los que deseen verlas con más extensión pueden consultar la poética de Luzán, que es el escritor español que ha desenvuelto mejor los principios de Aristóteles en esta materia.
Drama es la representación poética de una acción humana; representación que tiene por objeto interesar y complacer a los espectadores. De esta definición deben deducirse naturalmente todas las reglas del género dramático.
Si es una representación, nunca debe verse en ella al poeta, sino a los personajes que introduce. El —2→ plaudite con que concluían las comedias romanas, y el pedir aplausos y perdón de las faltas, tan común en las españolas, son una infracción de esta regla, bastante disimulable, pues al fin de la pieza se puede ya dar por concluida la representación, y suponer que los actores hablan en su propio nombre o en el del poeta, así como en el prólogo. Mayor defecto nos parece el de la Aulularia de Plauto, cuando Euclión fuera de sí porque le habían robado la olla en que tenía su tesoro, se dirige a los espectadores, les pide que le descubran al ladrón se desespera de verlos reír, y exclama desesperado:
Novi omnes: scio fures esse hic complures.
Molière imitó en su Avaro este rasgo; pero se guardó muy bien de decir que entre losespectadores había muchos ladrones. El público de París no hubiera sufrido esta chanza pesada; así como no la sufriría el de Madrid, ni el de Londres, ni el de ninguna otra nación de las actuales de Europa.
En nuestras comedias no es muy común dirigirse el actor a los espectadores; pero no dejan de encontrarse en ellas algunos ejemplos de este defecto. La hipótesis dramática es ésta: se supone que en cierto lugar, nación y época sucede un hecho, y que los personajes que intervienen en él, se presentan a los espectadores para ejecutarlo. No hay pues, ni puede haber la menor relación entre los autores y el auditorio; y cuando Calderón en una de sus comedias hace al gracioso, que tenía que hacer una narración, implorar la asistencia del apuntador con estos versos,
Aquí, apuntador, memoria
tu anacardina me dé.
nos indignamos de un abuso tan ridículo del quid libet audendi de Horacio.
Aunque la acción representada ha de ser humana, —3→ no por eso quedan excluidos del teatro los dioses del Gentilísimo, que tenían todas las pasiones y defectos de los hombres, ni los seres sobrenaturales creídos en la edad media y existentes en la imaginación del vulgo. El espectador lo cree todo, con tal que se le divierta. Como estos seres son fantásticos, y pueden tomar el cuerpo y el carácter que acomode al poeta, sus acciones se asemejan a las humanas. En cuanto a los objetos espirituales de nuestra creencia, es difícil y aun peligroso introducirlos en el teatro. Sin embargo, puede hacerse con ciertas precauciones; y en la tragedia de La muerte de Abel se oye con verdadero terror la voz del Altísimo que condena a Caín.
La representación dramática debe ser poética, es decir, que es lícito al poeta fingir sucesos que nunca han existido, recurrir al mundo ideal de la mitología antigua, o crear otro nuevo, añadir o quitar a los hechos históricos las particularidades que le convengan; pero en estos hechos es necesario tener la advertencia de no falsificar notablemente la historia, ni alternar los caracteres conocidos de los personajes. César no se puede presentar en la escena como un hombre cobarde y cruel, ni Nerón como generoso o clemente. Es un defecto general de nuestros autores cómicos haber convertido los héroes de la antigüedad en caballeros castellanos del siglo XVII con sus ideas de honor y de desafío, sus idolatrías amorosas, sus furores celosos, y aun algo de eso se le pegó al teatro francés del siglo de Luis XIV, por más clásico que sea. Los Aquiles, los Pirros, los Orestes de Racine expresan a veces sentimientos amorosos, ajenos de la rusticidad de los tiempos heroicos de la Grecia, y más propios de la galantería que dominaba entonces en la corte de Versalles.
Hay una razón muy filosófica para que no se puedan alterar notablemente ni los hechos ni los caracteres históricos. En una nación culta el auditorio se compone casi siempre de hombres instruidos, a quienes —4→ no son desconocidos ni los sucesos de la historia, ni los caracteres de sus principales héroes, y la conciencia de esta clase distinguida de espectadores se rebela a cada momento de la representación contra la osadía del poeta, cuando se atreve a desfigurar los hechos o los personajes.
Hemos dicho que el drama es la representación de una acción humana; pero hemos añadido que ha de interesar y complacer a los espectadores. Es necesario, pues, definir en qué consiste este placer y este interés, para deducir los caracteres que ha de tener una acción verdaderamente teatral.
El placer dramático, así como los demás placeres que nos proporciona la poesía, no es sensual. Enhorabuena que las decoraciones sean magníficas y propias, esto es, correspondientes al carácter de los personajes que intervienen en la acción; pero un drama, cuyo único objeto fuera halagar la vista de los espectadores con variadas y hermosas mutaciones o transformaciones, como sucede en nuestras comedias de magia, y se observa en El vellocino de oro del gran Corneille, falsearía el principal objeto de su institución, que consiste, no en agradar la vista, sino en la imaginación y el corazón. En los melodramas son obligados los bailes; y siempre se procura, con razón o sin ella, introducir un coro de aldeanos de ambos sexos, que bailen, para interrumpir sin duda las penas y cuidados de los personajes principales. El espectador de buen gusto no asiste a la representación de un drama para ver bailar. No hablamos aquí de los bailes pantomímicos, que son una verdadera representación dramática.
El placer que debe resultar del drama tampoco es puramente intelectual, como el que resulta del estudio y conocimiento de las verdades científicas. Al teatro no se va a trabajar, sino a gozar. ¿Cuáles pues son los goces que el drama debe proporcionar al espectador? Los de la imaginación y del sentimiento, —5→ únicos dignos del hombre civilizado. Si el poeta tiene el arte de excitar la simpatía del espectador hacia los personajes que introduce, y de conducirle de lance en lance, ya aterrado, ya compasivo, ya risueño, hasta la catástrofe; si al mismo tiempo halaga su oído y su imaginación con una elocución fácil, pura y pintoresca; si conserva hasta el fin los caracteres como comenzaron al principio; si los incidentes del drama se deducen naturalmente unos de otros, y todos tienen su razón suficiente en los caracteres conocidos de los personajes, habrá llenado todas sus obligaciones, y el espectador se retirará satisfecho de él.
El interés teatral es de dos maneras, o relativo a la acción, o a los personajes. La acción nos interesa como una novela bien escrita, cuyo desenlace deseamos conocer; los personajes como hombres, partícipes de nuestros afectos, vicios y virtudes. El primer interés nace de la novedad de la acción, verosimilitud de los incidentes, y recta conducción de ella hasta la catástrofe: el segundo de la naturaleza misma del hombre, para el cual nada que pertenezca a otro hombre, verdadero o representado, puede ser indiferente. De aquí es que el principal interés dramático, fuente de los más grandes placeres que proporciona la representación, es el personal, es decir, el que se toma por la persona o personas a cuyo favor ha querido el poeta excitar nuestra simpatía. Este interés es la primera de todas las reglas dramáticas: a ella están subordinadas todas las demás. El poeta que sepa cumplirla, está seguro de la inmortalidad, a pesar de los defectos en que por otra parte incurra, excepto si estos defectos pertenecen a la línea moral. Esto necesita de explicación.
Las verdades morales son de un orden muy superior a los placeres de cualquier especie que sean; y si del que recibimos en la representación dramática ha de resultar el desconocimiento, la infracción, o la sola atenuación de un principio moral, aquel placer —6→ es pernicioso, como el del adulterio y el del hurto, y debe proscribirse. La representación de cualquier acción humana ha de tener forzosamente un efecto moral, aunque el poeta no lo solicite; y si el efecto no es bueno, si no contribuye a afianzar en el espectador los sentimientos de rectitud innatos en todos los hombres, ha de ser forzosamente malo, y todo el genio poético del autor no salvará su pieza de la proscripción de los hombres de bien. Sabido es el efecto de la pieza de Schiller, intitulada Los Ladrones, sobre la juventud de Friburgo, cuando se representó en esta ciudad. Todos quisieron levantarse contra los magistrados, y derribar el orden social para sustituirle otro en que el Ladrón, descrito por el poeta, fuese una persona interesante, como lo fue en el drama. ¡Triste y lamentable triunfo del talento, concedido por el cielo para crear, no para destruir!
Mas yo quisiera hallar una razón, no política ni moral, sino puramente literaria, para proscribir, no sólo de la escena, sino también de todo género de poesía, las composiciones contrarias a la moral; y no será difícil encontrarla en la misma naturaleza del placer que buscamos en estas composiciones. Cuando el poeta pugna por excitar nuestro interés a favor del vicio o de la maldad, ¿no se levanta en todos los corazones rectos un grito de indignación contra él? ¿Puede ser bello lo que es malo en moral? El pueblo de Atenas, ¿no se conmovió contra un verso inmoral de Eurípides, puesto en boca de un personaje perverso, de modo que fue menester que el mismo poeta se disculpase, diciendo que había puesto la máxima en boca de un personaje detestable para mostrar cuán odiosa debía ser? Al contrario, ¿no se levantó todo el inmenso concurso del teatro romano y dio gritos de aplauso y de admiración, cuando pronunció el actor aquella hermosísima sentencia del Heautontimorumenos de Terencio.
—7→
Homo sum: humani nil a me alienum puto?
y en el mismo caso de Los Ladrones de Schiller, ¿nos persuadiremos de que todos los espectadores participaron de aquel movimiento antisocial? ¿No es de creer más bien que una parte de la juventud, edad muy propia para gustar de los vicios brillantes, más acostumbrada a sentir que a raciocinar, más fácil de seducir y de arrastrar por el calor del diálogo y de la elocución, fue la única que se dejó arrebatar de los sofismas inmorales puestos en acción?
Existe, existe en el fondo del corazón humano el principio de la rectitud. El hombre puede dejarse arrastrar de sus pasiones porque es débil, mas no desoír el grito de su conciencia. Cometemos acciones malas; pero no nos gustan las malas máximas. La verdad, la virtud y la belleza tienen entre sí una unión más íntima de lo que se cree, y no puede ser bello en moral ni interesarnos en el teatro, sino lo que esté conforme con los principios de la rectitud natural. Si hubiese un pueblo en el cual fuese aplaudida una máxima errónea en moral, digamos atrevidamente que ese pueblo se halla fuera de la línea de la verdadera civilización, porque el primer elemento de ésta es la virtud.
De los principios sentados hasta ahora se infiere que la acción dramática debe ser interesante por su novedad, por sus incidentes bien deducidos, y por el carácter del personaje a cuyo favor excita el poeta nuestra simpatía. Pueden representarse defectos, vicios y aun maldades, pero de modo que su representación produzca la detestación de ellas. Atrocidades, ni aun para esto deben representarse, porque están fuera del orden común de nuestras ideas y sentimientos. Suceden, es verdad; pero no todo lo que sucede puede representarse; y así como nos dormiríamos en un drama en que se nos presentasen escenas de la vida común, las cuales estamos viendo —8→ todos los días, así huiríamos con horror de si cuece en el teatro los miembros del hijo de Tiestes, y de Procusto, ajustando al nefando lecho los cuerpos de sus huéspedes.
Dicho se está que la acción dramática debe ser verosímil, así como debe serlo la narración histórica, la novela, y en general, toda clase de composiciones literarias. Pero deben cuidadosamente distinguirse en la poesía dramática dos clases de verosimilitudes: a la una llamaré material, y a la otra moral. Introduzco estas dos voces nuevas, porque la teoría que voy a explicar, fundada en la distinción que acabo de hacer, es también nueva; a lo menos no me acuerdo de haberla visto en ningún autor.
Llamo verosimilitud material a la que resulta de hacer la representación teatral lo más parecida que sea posible a la verificación natural del suceso; y verosimilitud moral a la que resulta de estar unos incidentes sostenidos y enlazados con los otros hasta la catástrofe, y deducidos de los caracteres de los personajes. Ésta es la verosimulitud principal del drama, porque de ella depende el interés que hemos llamado personal de la representación. La primera le es muy subordinada, porque depende de un convenio tácito entre el espectador y el poeta.
En efecto, es imposible en el teatro la completa ilusión. Para que la hubiese, sería preciso que el lugar de la escena fuese uno e invariable, y perfectamente igual a aquel en que sucedió el hecho, de modo que la vista de los espectadores penetrase, si fuese necesario, murallas, techos y paredes. La acción no debería durar más tiempo que el estrictamente necesario para la representación, sin entreactos ni interrupciones, y los personajes debían hablar, no en verso, sino en prosa, y eso en la lengua propia de su nación; lo que nos divertiría mucho, así como probablemente se divirtieron los romanos con el pasaje en lengua púnica, puesto en boca — 9→ de Hannon en la comedia del Pénulo de Plauto.
Claro es que nada de esto puede hacerse. Tenemos que contentarnos los espectadores, mal que nos pese, con ver el lugar de la escena abierto, para que nuestra vista pueda penetrar en ella: el arbitrio de los cordoncitos colocados en el proscenio para figurar cerrado un salón, se ha desechado, y justamente, porque nada cerraba, y sólo servía para atestiguar una verosimilitud imposible de realizar. César, Alejandro y Timurbek han de hablar en las lenguas modernas de Europa, y han de versificar bien, así como en la ópera han de cantar con perfección. En fin, la acción y la representación han de interrumpirse en los entreactos, ya para la comodidad de los actores, ya por la imposibilidad de comprender toda la acción en el tiempo que dura el drama. Aquellos intermedios representan los períodos o intervalos de tiempo que necesita el poeta para llegar a la época de la catástrofe.
Los griegos inventaron otro medio de evitar ambos inconvenientes. La escena permanente, que es lo que se llamó después unidad de lugar, era necesaria en sus teatros, porque abrazaban un recinto grande, las decoraciones eran fijas: la unidad de lugar traía necesariamente consigo la de tiempo, porque era imposible que los mismos personajes a la vista de los espectadores salvasen, no ya un día o dos, pero ni aun el intervalo de algunas horas. Pero esta dificultad la vencían por medio del coro, espectáculo magnífico de poesía lírica y de música. Componíase por lo regular de personas adictas al personaje principal del drama; y el corifeo, o guía de los demás del coro, era un interlocutor en el drama mismo. En los intermedios cantaba el coro, atravesando el teatro en tres sentidos diferentes, odas análogas a su situación, pero del género más arrebatado y sublime.
Este espectáculo debía ser muy agradable para los griegos, y aun lo sería para nosotros; mas yo —10→ dejo a la consideración de mis oyentes decidir si ganaba o perdía con él la verosimilitud dramática. Los cantos y paseos del coro nada tienen que ver con la acción, ni la hacen adelantar un punto. Sólo sirven, cuando más, para expresar los sentimientos que las situaciones sucesivas del héroe de la pieza inspiran a sus amigos. Los poetas griegos sacaron el mayor partido posible de los coros que hallaron ya establecidos en las fiestas teatrales, pues éstas empezaron en la solemnidad del dios Baco, a quien se cantaban himnos, que eran entonces la parte principal del espectáculo, y la representación la accesoria.