Como de un país
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Como de un país - Marco Montenegro Muñoz
I
Era el día de su cumpleaños. Un día como cualquier otro. Carlo Scavia ignoraba cuándo lo había celebrado por última vez o en qué momento había dejado de pensar siquiera en eso. Ya era bastante insólito que hubiera reparado en la fecha, sin motivo aparente; sin que nadie, por supuesto, se lo hubiera mencionado. Quién sabe cuántos años cumpliría. Los suficientes –pensaba– como para aferrarse a unos pocos recuerdos en lugar de garabatear unos nuevos cada vez, con esa pintura que se le quedaba a diario en los dedos, como habría dicho Flaubert. La memoria es lo primero que se pierde cuando uno decide vivir cada día como si fuera el anterior o el que le sigue. La memoria y la edad. No importa cuántos años pasen, se tiene siempre la edad en que la memoria se detuvo y el recuerdo tomó la palabra.
II
Tal vez se pierde la memoria y no los recuerdos: recordar es darle al pasado respiración boca a boca, revivir fantasmas hechos de un puñado de hojas en blanco que parecen escribirse incesantemente a sí mismas. En principio, la memoria puede esperar, pero los recuerdos son impacientes, como un gato casero que maúlla insistente exigiendo su alimento. Mientras la memoria ayuna, el recuerdo, voraz, se alimenta de ella y le exige hasta que, agotada, se le entrega como un rescoldo donde un par de imágenes consumen el calor que antes fue luz, para brillar tenues, vagamente cálidas, casi reales. Él no lo sabe o lo olvidó, pero ya pasó los cincuenta, y a pesar del tiempo la niña sigue ahí frente a ellos (al otro y a él), que se han propuesto arrancarle una respuesta que nadie más podría darles; dos niños jugándose un futuro cuya existencia ignoran por completo.
III
La escena es casi pura sensación, no hay una imagen realmente. No ve ahí a Negroni ni a la niña ni a sí mismo. Pero emergen los tres de la oscuridad como latidos de intensidad variable. Los suyos son los más violentos sin duda. Él está ahí como una ola que no rompiera nunca, ensordecida por su propio rumor, a la espera de lo que en el recuerdo ya ocurrió y que por lo mismo le impide reventar, volverse espuma y diluirse. Fabienne es un latido suave, mullido, amable, a pesar de la respuesta que no demora demasiado y se confunde con la sonrisa divertida de Negroni, la misma de antes y después de la pregunta:
–¿Quién te gusta, Carlo o yo?
–Tú –dice Fabienne, y su respuesta se hace eterna.
Trato, pero no me acuerdo, era muy pequeña. De verdad no me acuerdo de él. Sé, por supuesto, que pasé por ese colegio, pero no guardo ningún recuerdo. A esa edad no decides lo que retendrás o no en la memoria. Su nombre, en todo caso, no me dice nada. Me pregunto cómo me habrá encontrado. La idea de aparecer en el relato de un novelista no me desagrada, aunque, la verdad, no me parece que mi vida tenga suficiente interés; no al menos comparada con lo que él se imagina de mí. Reconozco que me da un poco de miedo hurgar en mi memoria para encontrar rastros de lo que cuenta. Haría falta desempolvar largos periodos que me llevó tiempo enterrar. Lo que pide es mi permiso para usar mi nombre y no estoy segura de que eso me incumba realmente. Uno tiene el derecho de hacer lo que quiera con los restos de vida que las olas del tiempo abandonan sobre la arena de la conciencia (sé que sueno un poco a él). Si lo que dice pasó o no en realidad o si solo se inventa una historia en la que yo irrumpo en sus sueños, a mí me da igual. Me gustaría saber, sin embargo, quién era el otro tipo. El que escogí.
IV
La belleza era el problema, siempre lo fue. La belleza, que no se apiada de nadie. A Carlo lo torturaba incansable desde muy niño. Era un dolor que no sabía identificar muy bien y que en su inocencia confundía con el placer. Era ese dolor lo que buscaba en silencio cada día, arrimándose a Fabienne sin