Invisibles: Las mujeres del Concilio
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Invisibles - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Mujeres invisibles
Un papado de transición
La apertura del Concilio
El nombramiento de auditoras
¿Quiénes eran?
Llegaron
La cafetería
Los piropos
Colaboración
Perfectae caritatis
El esquema XIII
La clausura
El epílogo
Biografía de la autora
portadilla© SAN PABLO 2019 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113
E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es
© Isabel Gómez-Acebo y Duque de Estrada 2019
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375
E-mail: [email protected]
ISBN: 9788428560917
Depósito legal: M. 33.203-2019
Impreso en Impreso en CPI
Printed in Spain. Impreso en España
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).
A todas las mujeres,
para que no pierdan la esperanza
de ver sus ilusiones cumplidas en la Iglesia.
MUJERES INVISIBLES
Todos los días leemos en el periódico que las mujeres trabajadoras dejan a sus hijos al cuidado de sus abuelos. Esta es la historia de mi vida. Mi madre se quedó viuda muy joven y se casó con un francés que vivía en Lille y no estaba muy interesado en llevarse niños –tengo un hermano– ajenos a su casa. Mi progenitora, para calmar su conciencia, se construyó una historia que acabó creyéndose: defendía que no convenía trasladar a sus hijos a Francia pues no conocíamos el idioma, lo que nos dificultaría avanzar en los estudios. Era mejor que nos quedáramos en casa de su madre, Margarita, mi abuela, donde no sufriríamos ningún cambio.
Y así sucedió. Íbamos a Francia en Navidad o en algunas vacaciones, pero esos viajes se fueron acortando. Al final, era mi madre la que nos visitaba en Madrid, de forma que el hogar familiar fue la casa de mi abuela en el barrio madrileño de Argüelles. Nadie sabía muy bien cómo se las arreglaba económicamente la mujer. Vivía de una pensión, y es poco probable que su hija migrante en Francia proveyera para los gastos de sus hijos. Nunca hizo comentario alguno al respecto. A pesar de eso, ni yo ni mi hermano Jaime, tenemos recuerdo de ninguna penuria económica. Gastábamos lo necesario y, de vez en cuando, teníamos derecho a permitirnos alguna alegría.
Jaime y yo nos labramos un buen expediente académico, con lo que obtuvimos becas de estudio. Yo terminé Económicas y, gracias a un amigo, encontré trabajo en una empresa que colocaba anuncios en medios de comunicación. Era la recién llegada, por lo que mi labor, aparte de hacer fotocopias y servir cafés, se limitaba a revisar los pagos y cobros que había generado la sociedad, un trabajo muy mecánico y poco interesante. Pero no me faltaba la ilusión de ascender. Me quería comer el mundo.
Como ingresaba una cantidad fija todos los meses, mi abuela me empujó a independizarme con el argumento de que una chica joven tenía que vivir su vida y no estar pendiente de una mujer mayor. Me costó pero obedecí, y con dos amigas alquilé un piso. Nos llevábamos bien, y los gastos compartidos nos servían para llegar con holgura a fin de mes. Mi hermano se había ido a Inglaterra unos meses antes. Trabajaba de enfermero en un hospital a las afueras de Londres. Hablábamos por Internet, una novedad que no había conseguido aprender del todo mi abuela Margarita, de forma que aprovechaba cuando yo estaba en su casa para conectarnos y hablar con Jaime, o Jaimito, como ella le llamaba.
Todos los jueves, pasara lo que pasara, al salir del trabajo entraba en un súper cercano a la casa de mi abuela y le hacía la compra de la semana, que le dejaba colocada en la cocina. No me costaba esfuerzo visitarla: adoraba a mi abuela y sabía que mi presencia era esperada. El cariño era recíproco.
A lo largo de los años había desarrollado la costumbre de narrar cuentos a sus nietos, algo que hacía maravillosamente. Se le daba bien la palabra, ya que había trabajado de corresponsal en una radio. Al principio, cuando éramos pequeños, su repertorio eran los clásicos: Caperucita, Blancanieves, Los tres cerditos... Pero a medida que crecíamos se los inventaba, y estos últimos eran mucho mejores que los de toda la vida. Por la noche, antes de irnos a la cama, seguíamos el ritual. Mi abuela, confortablemente sentada, empezaba a narrar.
Ahora la mujer, ya con muchos años, se mueve con un andador porque tiene mal las piernas, pero su cabeza está perfecta y no ha perdido sus ganas de hablar. Nada más llegar yo a su casa, en la visita de los jueves, sigue su propio ritual. Tras preguntarme cómo ha ido la semana, espera su turno y busca un tema que le permita desarrollar su imaginación y emplear sus dotes narrativas. Las personas mayores que viven solas tienen ganas de hablar... y de ser escuchadas.
La historia a la que se agarró ese jueves, y que iba a desarrollar a lo largo de unas cuantas semanas, pues era un tema largo, aparecía en una revista que tenía encima de la mesa y que hablaba del aniversario de un concilio. El concilio Vaticano II.
—¿Qué concilio?, abuela.
Nunca me afeaba mi ignorancia, pero descubrí, en un gesto de su cara, que le sorprendía mi escaso conocimiento del tema, por lo que se puso en modo cuento, que era su postura favorita.
—Como mujer, Isabel, tienes que conocer que en esa asamblea eclesial de obispos, por primera vez en la historia, se admitieron mujeres, es verdad que sin derecho a voz ni a voto, pero estuvieron presentes y con posibilidad de maniobrar entre bambalinas. Nos llenamos de ilusión pensando que este hecho suponía una ventana entreabierta y que el futuro traería más protagonismo eclesial femenino dentro de la Iglesia. Pero no fue así.
—Es verdad. No veo que se haya producido ningún cambio en las últimas décadas –le dije–. No servimos más que para ser catequistas y limpiar el templo.
—Pues de eso me quejo.
La vi deseosa de contarme la historia de este concilio que había vivido intensamente, y con entusiasmo, como locutora de una radio católica.
—Abuela, cuéntame lo que pasó.
Y empezó a narrar...
—Era el mes de octubre de 1958...
UN PAPADO DE TRANSICIÓN
Sonó un golpe seco cuando se cerraron las puertas de la Capilla Sixtina. Aunque no produjo un ruido excesivo, se escuchó con fuerza y emoción en el corazón de los cardenales, encerrados hasta que no eligieran un nuevo pontífice. Sobre sus hombros recaía una gran responsabilidad que pesaba como plomo, aunque el Espíritu Santo aliviara algo la carga. Antes se había pronunciado el solemne «extra omnes!» para que todas las personas ajenas al nombramiento abandonaran el recinto. Todas ellas, de forma obediente, se retiraron. Los cardenales electores se quedaban solos con la tarea de elegir a la persona más importante de la Iglesia católica: en su mano estaba la elección del timonel que debía dirigir la nave de Jesucristo para navegar por aguas procelosas. Siempre la Iglesia tuvo que luchar con corrientes adversas, pero aquellos momentos del siglo XX se caracterizaban por un avance progresivo de las costumbres que dejaban a la Iglesia rezagada. Además, los países occidentales se caracterizaban por un ateísmo militante o, lo que es peor, por una manifiesta indiferencia.
El último acto en el que habían participado, siguiendo el ritual, fue la misa Pro eligendo Pontifice, presidida por el cardenal decano, en la que se pedía la intercesión del Espíritu para elegir a la persona adecuada. Tras la eucaristía, el cardenal oficiante invitó a los demás a dirigirse a la Capilla