Amaneceres: Vivir es zambullirse en lo nuevo que nace… Morir es lo mismo
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La muerte llega como lo hace cada instante, fulminando todo lo anterior y abocándonos a una situación totalmente nueva, desconocida, sobre la que no tenemos el control; y así es exactamente la vida: siempre nueva.
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Amaneceres - Jesús Francisco de Asís
PRÓLOGO
Cuando tenía quince años, durante unos «ejercicios espirituales» me atrajo un libro titulado La alegría de morir. Lo veía como una invitación a sumergirme en el espacio interno con todas las consecuencias, afrontando la propia vulnerabilidad ante lo absolutamente misterioso. Compré el libro y lo leí con mucho interés. Aunque no respondió a todas mis expectativas, me atraía que se refiriera a la muerte como un retorno a la realidad bienaventurada de la que procedemos; así lo habían expresado diferentes místicos a lo largo de la historia.
Creo que siempre he considerado la muerte como un tema muy importante que merecía prestarle atención. Lo sentía como un trasfondo omnipresente. Si esta vida es una pequeña experiencia en un tiempo limitado —anecdótico en comparación con el tiempo de existencia del planeta y del universo—, nuestra realidad más auténtica ha de desvelarse en nuestro destino al fallecer, un destino que es posible que trascienda las dimensiones espaciotemporales de nuestro paso por este mundo. Pensaba que vislumbrar lo que nos espera tras el telón de la muerte seguramente es una buena referencia para entender esta vida, y no me refiero a nivel intelectual…
Siempre he permanecido muy atento a la caducidad de la experiencia en este mundo, a la temporalidad de cada estado. Todo tiene su fin, lo comprobamos cada día.
Introducción
¿Tiene sentido hablar sobre la muerte? ¿Acaso podemos saber algo sobre lo que no hemos experimentado?
Aquellas personas que parece que han estado clínicamente muertas, luego han despertado y han descrito su experiencia como un tiempo en el que observaban su cuerpo inerte. Afirman que seguían utilizando sus capacidades sensoriales, a través de las cuales eran testigos de lo que sucedía en la sala donde yacía su cuerpo o incluso en espacios alejados. Y no sólo conservaban sus facultades —aunque el cerebro y todos los órganos vitales se encontraban inactivos—, sino que las personas ciegas veían como si tuvieran vista, las que habían sido sordas podían oír las conversaciones…
Del mismo modo, estas personas confiesan en muchas ocasiones el encuentro gozoso con familiares difuntos o con seres espirituales que formaban parte de sus creencias. Hay quienes declaran haber sido visitados por seres cercanos que habían fallecido. A veces, para indicarles que acababan de morir (en casos en los que esas personas se hallaban a muchos kilómetros de distancia); otras veces, para comunicarles que se encontraban bien en su nueva vida; y otras, para proporcionarles alguna información relevante con sentido práctico. Asimismo, abundan historias de personas que en una situación de peligro han recibido ayuda de alguien que había fallecido hacía mucho tiempo. Encontramos este tipo de testimonios en muchas zonas del planeta, en personas muy variadas en edad, cultura, nivel de educación, actitud religiosa, etc.
Pero no es de esta clase de relatos de lo que quiero ocuparme en estas páginas, sino de lo que los seres humanos sentimos al enfrentarnos con el hecho de la muerte.
La interpretación que hacemos sobre el fallecimiento, en el sentido más inmediato, es que ¡desaparecemos! Dejamos de experimentar la propia identidad y el mundo al que nos hemos acostumbrado (aunque este, tal como es, no nos guste demasiado): eso es lo que nos inquieta. Esta sensación puede causarnos tal desasosiego que, con frecuencia, elegimos eludir el tema a sabiendas de que afrontaremos los días con un cierto grado de ansiedad. Pero si somos serios y honestos, no parece que tenga mucho sentido desperdiciar el tiempo que nos queda en esquivar lo evidente, en lugar de asumirlo y mirarlo de frente. Quizá, si nos atrevemos a prestarle atención…
Al enfocar la muerte, he ido descubriendo que encierra aspectos pertenecientes a campos diferentes, aunque todo va junto, pues la vida —esta vida— es unidad.
Por una parte, al pensar en nuestro fin, nos imaginamos ante una realidad absolutamente desconocida de la que no tenemos ningún control; por otra, sentimos rechazo a desaparecer, a dejar de existir. Y aquí es donde aparece la cuestión de la imagen o idea que tenemos acerca de nuestra identidad, así como otros aspectos que irán asomando a lo largo de estas páginas.
Una de las dificultades que he encontrado al escribir sobre este tema es la gran limitación de nuestro lenguaje para abordar realidades profundas, sutiles y misteriosas. Por ello, me he visto obligado a referirme a significados antagónicos utilizando la misma palabra: «muerte» como lo contrario de «vida», y «muerte» o «morir» como aspecto intrínseco y necesario del «vivir».
Del hecho de la muerte se han ocupado —y lo siguen haciendo— las distintas religiones, así como filósofos, antropólogos, biólogos, físicos, artistas, científicos e intelectuales de todo tipo. Podríamos hacer un compendio de las afirmaciones o sugerencias realizadas desde las diversas áreas de conocimiento e investigación, y seguramente nos resultaría interesante encontrar tanto puntos idénticos o complementarios en los distintos campos como afirmaciones incompatibles entre sí. Al final habríamos ganado un saber enciclopédico sobre lo que manifiestan otras personas a través del extenso y variado panel cultural de nuestro mundo.
Del mismo modo, podríamos escuchar con cierto interés lo que diferentes amigos piensan, sienten o intuyen sobre la muerte. Supongamos que somos expertos en el tema y que, además, hemos escuchado a familiares, compañeros y vecinos —y a personas de diversas partes del planeta— compartir su sentir sobre la irremediable caducidad de esta vida. ¿Nos facilita toda esta información afrontar nuestro propio fallecimiento o el de nuestros seres queridos? Yo creo que no. Podríamos memorizar cada palabra de los textos religiosos y de los documentos científicos, podríamos recordar cada testimonio relatado en libros que se dedican a plasmar aquellas experiencias en las que se ha regresado de una muerte clínica aparente. Sin embargo, para asumir nuestro destino nos encontramos solos.
De esa soledad quiero ocuparme en estas páginas, una soledad compartida por todos. Es curioso: «soledad» y «compartida», un concepto junto al otro. Ahondar en la intimidad personal más profunda es el único camino que nos puede llevar a encontrar alguna respuesta, no solo sobre la muerte, sino también sobre el verdadero rostro de esta vida.
La soledad a la que me refiero no es aislamiento, sino contacto claro y honesto con uno mismo. Ahí, en ese espacio íntimo, es donde descubrimos los lazos que tenemos con otras personas y comprobamos que el contenido de esos vínculos forma parte de nuestra realidad. La adhesión sincera a una religión, la relación de amor con un padre o con un hijo, o con un amigo íntimo, o con cualquier persona con la que sentimos una conexión especial: todo ello nos muestra información interna.
Me gustaría que quede claro que no pretendo ir en contra de ningún tipo de creencia, opinión o postulado científico, aunque sí desecho cualquier imposición, pues nadie tiene derecho sobre los demás: el sentir íntimo es totalmente personal. Podemos comunicarnos, compartir, hacer propuestas…, pero es aberrante e inhumano imponer a otro lo que debe pensar o sentir.
*
Para los antropólogos, los vestigios de ritos funerarios son un signo que nos identifica como especie. Según los datos arqueológicos de los que hoy disponemos, los neandertales serían los primeros humanos (hace unos setenta y cinco mil años) en enterrar a sus difuntos con elementos ritualistas.
La muerte y lo que pueda existir más allá de nuestro paso por este mundo siempre ha interesado a todas las culturas; lo comprobamos en los documentos históricos o en los restos arqueológicos que han llegado a nuestros días. Cada una de esas culturas ha imaginado y descrito una realidad tras el umbral de esta vida; parece, pues, que nuestros antepasados sentían que el deceso del cuerpo no significaba necesariamente extinguirse, sino pasar a existir de otra forma.
Quizá una definición antropológica acertada de nuestra especie podría ser: «animal consciente de su caducidad en el tiempo».
PARTE I
UNA MIRADA SERENA SOBRE
EL HECHO DE LA MUERTE
Una ola termina su recorrido en la arena de
la playa y desaparece ante nuestros ojos.
¿Dónde está ahora? Cuando una ola muere,
¿qué es lo que muere en realidad?
Una aventura en el tiempo
La existencia es una apasionante aventura por territorios desconocidos en la que podemos descubrir y contemplar el espectáculo de un mundo vivo. En ella, no somos meros espectadores, sino que nos encontramos en medio del escenario, abordados por todo lo que ahí sucede y empujados a tomar la iniciativa. Lo que hagamos o dejemos de hacer no solo va a afectarnos a nosotros mismos, sino