El divino suceso
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El divino suceso - Cecilia Böhl de Faber
El divino suceso
Copyright © 2008, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374061
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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Todo amor verdadero nace en un
coup de foudre y es un flechazo...
El divino suceso se origina cuando se dan
ciertas rigorosas condiciones...
El amor tiene su ratio, su luz, su esencia unitaria...
José Ortega y Gasset ,
Estudios sobre el amor
UNO
Iba en el autobús con una angustia que le llenaba el pecho.
Víctor Saelices la había hecho su secretaria para aprovecharse de ella y nada más que para esto, a sabiendas de que tenía novio. Y aunque no lo hubiese tenido. Pero ella le paró los pies no bien lo intentó. Víctor Saelices se había propasado a cogerla por los brazos atrayéndola hacia sí, quieras que no, para juntar sus labios a los de ella.
—¡Don Víctor, usted sabe perfectamente que tengo novio! –exclamó Flavia desasiéndose.
—Y eso qué importa –replicó Víctor Saelices con todo cinismo, añadiendo: –No seas pacata, mujer.
—A mí sí que me importa, don Víctor, y mucho.
—Eres una estrecha.
A Flavia le pudo la angustia y rompió a llorar.
—Mira, chica, a mí escenitas, no –dijo Víctor Saelices–. Y bien, tú te lo has querido. A partir de mañana volverás al puesto que tenías en la oficina, pero te doy dos meses para que te busques otro empleo, porque cuando hayan pasado los dos meses se te dará la carta de despido de esta empresa. Y por de pronto, no tengo nada más que hablar contigo –y salió del despacho.
Cuando Flavia llegó a casa, por más que quiso disimularlo, su madre le conoció que traía un disgusto.
—¿Te ha sucedido algo en el trabajo, hija? –le preguntó preocupada.
—No es nada, mamá –respondió Flavia delatándose sin darse cuenta.
—¿Ves, Flavia, hija, como te ha sucedido alguna cosa?
Se quedó mirándola a los ojos esperando que hablase.
—No tiene importancia, mamá. No te preocupes –dijo aún Flavia esforzándose por hacer de tripas corazón.
—¿Qué ha sido, hija? –insistía su madre angustiada.
Flavia no pudo más y prorrumpió en sollozos.
—No me tengas más en preocupación y dime qué es lo que te ha sucedido –volvió a inquirir su madre posándole amorosamente las manos en las mejillas.
A duras penas, Flavia le refirió todo.
—¡Cómo puede haber hombres tan sinvergüenzas y desaprensivos, Dios mío! –se desahogó la madre–. Ese tal por cual lo que merecería es que otra clase de hombre, lo que se dice un hombre, le rompiera la cara. Tú me conoces, hija, como tu madre que soy, y te habrá extrañado oírme hablar así, pero no es para menos, que ya hay que ser sinvergüenza y desaprensivo, y todo lo que lo diga es poco...
—Conmigo se ha equivocado, mamá –arguyó Flavia–, pero otras de la oficina están deseando que les diga algo.
—Ya lo creo, hija, que lo estarán. Como que de eso es de lo que sobra en todas partes. Y si vamos a mirarlo bien, no hay que echar toda la culpa a los hombres, porque los hombres ya sabes cómo son la mayoría de ellos. Si no hubiera tanta mujer que no es como tiene que ser, ellos se comportarían de otra forma con nosotras. No que así se creen que todo el monte es orégano, como se dice. Pero ese... señor es un hombre de carrera y posición y debía haber tenido más miramiento sabiendo que eres una chica decente y que tienes novio. Y por eso que allí en la oficina las hay que están deseando que les diga algo, pues que se meta con las que admiten y deje en paz a las que son como Dios manda. Esto es lo que es de razón. Lo que te digo, hija: que merecería que un hombre, lo que se dice un hombre, le diera un escarmiento. Si Carmelo se llega a enterar, iba ver ese tal por cual.
—Por Dios, mamá, no se te ocurra decirle nada a Carmelo.
—Yo, hija, si tú no se lo dices, cómo voy a decirle nada.
Calló unos instantes, y en seguida se lamentó:
—¿Y lo del despido? Ay, hija, qué apuro.
—No tienes que apurarte, mamá –procuró Flavia tranquilizarla–. Ya me buscaré otra colocación.
—Pero, hija, es que quitando eso, ahí estabas bien y estás bien pagada.
—No hay que apurarse, mamá –reiteró, y no reiteró Flavia dándole un beso.
—Lo que yo no quiero es verte a ti disgustada –dijo la madre.
Ésta tomó una determinación, que no dijo a Flavia: la de ir a hablar con Víctor Saelices. No iría a la sede de la constructora, porque si iba allí, se enteraría Flavia de aquel paso y además con él daría que hablar aún más entre las compañeras de trabajo de su hija. Se presentaría, pues, en casa del jefe de Flavia, aun a riesgo de que éste se incomodara. Pero que no hubiese dado lugar a que ella tuviera que ir a verle. Y además, cuando se trata de una hija o un hijo, a una madre no se le pone nada por delante. Esto tenía que comprenderlo aquel hombre por pocos escrúpulos que tuviera.
Llegó a la casa a una hora en que calculó que Víctor Saelices se encontraría en ella. Pero no fue así. Al menos, eso le dijeron. Cuando pulsó el timbre de la puerta del piso, acudió a abrir una muchacha de servir.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Está don Víctor Saelices, por favor?
—Me parece que don Víctor no está en casa. Pero pase usted, no se quede en la puerta.
—Muchas gracias.
La chica la pasó a una salita o recibidor.
—¿Qué nombre digo? –le preguntó la doméstica.
—Diga usted que soy la madre de Flavia Martínez Zarzalejo.
La muchacha desapareció.
Transcurrieron unos minutos y la doméstica no volvía. Hubo de esperar algunos más y al cabo entró en la salita una joven que frisaría en los treinta años como mucho, guapa y de aire distinguido.
La visitante se levantó de su asiento.
—Buenas tardes –saludó afable la joven–. ¿Qué desea usted, señora?
—Buenas tardes tenga usted, señorita. Quería hablar con don Víctor Saelices.
—No está en casa. Yo soy hermana suya. ¿Podría usted decirme quién es usted y de qué se trata? Por si está en mi mano hacer algo.
A la madre de Flavia le sorprendió esta última frase. ¿Era que aquella joven sabía algo de lo ocurrido, o era que conociendo a su hermano, se lo figuraba?
—Soy la madre de Flavia Martínez Zarzalejo.
—Perdone usted, señora, pero en este momento no caigo en quién pueda ser su hija –respondió la joven sin abandonar su tono amable y visiblemente interesada.
—Perdóneme usted a mí. Qué tonta –se disculpó lamadre de Flavia–. Es una empleada de las oficinas de la constructora.
La hermana de Víctor Saelices guardó silencio observando a la visitante.
—Pues ya le digo a usted, mi hermano no está en casa –Y no queriendo vencer la curiosidad que sentía, añadió: –Si quiere usted decirme el motivo que la trae.
—Ya que es usted tan amable de oírme, se lo voy a contar, aunque la moleste.
—No es ninguna molestia. Siéntese, por favor –le pidió la joven haciéndolo ella por su parte.
—Se lo diré en cuatro palabras. Mi hija Flavia tiene novio y es una chica decente si las hay (mejorando lo presente), y no es porque sea hija mía, mire usted, porque no me ciega el amor de madre. Su hermano de usted la hizo su secretaria y se propasó con ella, las cosas de los hombres, pero como es propio en una chica como Dios manda, mi hija se puso en su sitio y no se lo permitió. Esto le cayó tan mal a su hermano de usted, que en seguida la quitó de secretaria y le ha dado un plazo de dos meses para que se busque otro empleo. Mi hija está muy apurada con todo esto, y figúrese usted yo, que soy su madre, y por eso he decidido dar este paso.
—No se preocupe, mujer. Yo hablaré con mi hermano –dijo la joven esbozando una sonrisa bondadosa.
La madre de Flavia se alzó de su asiento.
—Yo le agradeceré infinito –dijo– lo que haga usted para que su hermano de usted no llegue a despedir a mi hija.
—Yo hablaré con mi hermano. No se preocupe.
—Tantísimas gracias...
La alegría que llevaba en el cuerpo después de su visita no le permitió a la pobre mujer guardar el secreto.
—Hija –le dijo a Flavia–, he estado en casa de Víctor Saelices.
—¿Que has ido a su casa? –repuso la hija, sorprendida y contrariada– ¿Y a qué has ido, mamá? –No obstante, no había reproche en sus palabras.
—A qué iba a ser, hija: quería hablar con él.
—¿Y has hablado?
—No, porque no estaba en casa. Pero ha sido mejor así. Me ha recibido una hermana suya, una chica que no llegará a los treinta años. Un encanto. Un ángel. No sé cómo han podido salir de un mismo vientre ella y ese hermano que tiene. Por más que eso se da con bastantes hermanos. Estoy más contenta, hija.
—¿Y le has contado a la hermana...?
—Pues claro, hija. Todo. Ella me pidió muy amable que le dijese para qué quería hablar con su hermano.
—¿Y afeó su conducta?
—Mujer, no iba a hacer eso delante mía.
—¿Qué fue lo que dijo, entonces?
—Me dijo que no nos preocupemos, que ella hablará con su hermano. Qué encanto de chica. No parece hermana de tal hermano.
—A ver si da resultado –dijo Flavia.
—Estoy segura que sí. Me lo ha dicho con mucho convencimiento. Ella debe de saber bien de qué pie cojea el hermano.
Flavia puso un beso cariñoso en la frente de su madre.
DOS
Cuando lo tuvo tiro, Paloma abordó a Víctor sobre el particular.
—Oye, Víctor, ¿qué te ha pasado con Flavia Martínez Zarzalejo? –Lo dijo con el tono de dulzura acostumbrado en ella, aun cuando afeara o censurara alguna cosa.
La pregunta le cogió desprevenido.
—¿Con Flavia Martínez Zarzalejo? –fue lo que le salió.
—Sí, eso he dicho.
—¿Y a qué viene esa pregunta, nena? –disimuló evasivo.
—Flavia Martínez Zarzalejo ya no es tu secretaria, ¿no es así, Víctor? –repuso Paloma.
Víctor empezaba a sentirse molesto.
—Pero, bueno, nena,