Jugar a matar
Por Andreu Martín
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Andreu Martín
Andreu Martín va néixer a Barcelona el 1949 i es va llicenciar en psicologia. El 1971 va començar a treballar com a guionista de còmics a la desapareguda editorial Bruguera. El 1979, amb Muts i a la gàbia, es va estrenar al camp de la novel·la negra; entre les seves obres policíaques, cal destacar Pròtesi (portada al cinema per Vicente Aranda) i L'home de la navalla, que han merescut prestigiosos premis nacionals i internacionals (Premi Cercle del Crim 1980, Premi Hammett 1989 i el Deutsche Krimi Preis de 1992, entre altres). Autor de guions de cinema i de sèries de televisió, ha escrit també obres de teatre i s'ha dedicat a la literatura juvenil i infantil, on destaca la sèrie Flanagan, escrita a quatre mans amb Jaume Ribera, que va merèixer el Premi Nacional de Literatura l'any 1989. Les seves novel·les han estat traduïdes a diversos idiomes.
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Jugar a matar - Andreu Martín
Jugar a matar
Copyright © 1995, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726961997
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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PRIMERA PARTE
EL JUEGO DE LOS DISPARATES
CAPÍTULO PRIMERO
PABLO
1
José Lacal peinaba su abundante cabello negro hacia atrás, bien pringado de brillantina. Cuando se cabreaba, se le despegaban las puntas de la nuca, lo que le daba un aire de puerco espín muy adecuado a su personalidad.
Pablo contemplaba con impaciencia los temblores de aquellas manos pulquérrimas que sujetaban la factura.
—¿Cómo que Nikon? ¿Qué significa esto de Nikon F 801 y trípode Cullman, cien mil pelas?
Ni siquiera había mirado las fotos. Estaba obsesionado con la factura. Le había encargado que fotografiara los escaparates de las ocho tiendas que la Cadena Lacal tenía por toda la ciudad y, cuando Pablo le entregaba el trabajo, no hacía puto caso a las fotos. Sólo a la factura.
—¿No me oyes? ¿Qué quiere decir esto de «Nikon F 801 y trípode Cullman, cien mil pesetas»?
A Pablo le hubiera gustado responder que Nikon y Cullman eran marcas de cámaras fotográficas y trípodes y que pesetas era la moneda oficial del país. Pero no estaba el horno para bollos. Respondió:
—Dijiste expresamente que te detallase los gastos aparte.
—No, perdona. Fuiste tú quien dijo: «¿Te detallo los gastos aparte?»
—Bueno, en todo caso, tú dijiste que sí.
—¿Y eso qué tiene que ver? Lo que dice aquí es que te has comprado una cámara de fotos.
—Una cámara y un trípode. Estaban de oferta.
—¿Y a mí qué coño me importa que estuvieran de oferta? Tú eres fotógrafo y se supone que un fotógrafo tiene su propio equipo. ¡Dónde vas a parar, cien mil pelas! ¿Y cómo hacías las fotos hasta ahora? ¿Con la Instamátic de tu padre?
—Perdona. Pepe... Unas fotos como éstas sólo se pueden conseguir con una cámara como ésta, y no otra... ¿Puedes entender esto? Y, además, hemos hecho un negocio redondo porque la Nikon era una ganga...
La atención de Lacal se volvió hacia las supuestas obras de arte y sus cabellos se erizaron un poco más, como si estuvieran a punto de saltar como resortes.
—¡Esto es una puta mierda! —gritó.
Pablo encajó la crítica con ese rictus de suficiencia que caracteriza a los artistas adolescentes e incomprendidos ante la actitud del pequeño burgués provinciano insensible a cualquier manifestación artística un poco atrevida.
Los escaparates de la Cadena Lacal no tenían la menor gracia ni valor estético alguno, de manera que Pablo tuvo que «interpretarlos» recurriendo al fotomontaje y al retoque de negativos en el laboratorio. Consiguió unos resultados definitivamente geniales. En los cristales de Lacal/Diagonal, por ejemplo, se reflejaban la línea rota de los edificios escalonados de enfrente y los colores intensos de una puesta de sol, del rojo sangre al añil enigma, y ambas imágenes enmarcaban el rostro de uno de los maniquíes del interior. Es verdad que no se distinguía ninguno de los modelitos que se exponían al público (afortunadamente) ni, sobre todo (y gracias a Dios) los letreros donde ponía que tal blusa ayer valía tanto y hoy muchísimo menos pero, a cambio, el aspecto que se ofrecía de la Cadena Lacal era digno, elegante, selecto y de buen gusto.
Pablo miró al techo.
—Mira, Pepe, con...
—¡No me llames Pepe, cojones, que podría ser tu padre! —estalló el dueño de la empresa.
Pablo miró a la ventana. En la calle, hacía un frío que pelaba. La gente andaba encogida, enfoscada en abrigos y bufandas.
Lacal hizo un esfuerzo por serenarse y lo demostró con un gesto muy teatral.
—Mira, chaval, a ver si nos entendemos: yo te tengo aquí por hacerle un favor a tu padre. Porque somos amigos de la universidad y todo eso. Pero los favores llegan hasta un punto y, a partir de ese punto, ya son tomaduras de pelo. Y a mí no me toma el pelo ni Cristo Bendito. ¿Está claro? —Intentó lanzar la factura a la cara de Pablo, pero el papel revoloteó en cualquier otra dirección—. ¡O sea que te comes esa factura y me haces otras fotos donde las cosas parezcan lo que son!
Pablo se disponía a preguntar, imprudentemente, quién iba a pagar la cámara, cuando sonó el zumbido crispado del interfono.
—Una chica que viene de la Agencia de Actores pregunta por Pablo Algeric.
Lacal levantó una ceja.
—Es para las fotos de la colección de bañadores —le explicó Pablo—. La que te querías follar tú primero.
Lacal levantó las dos cejas. Lo recordaba perfectamente. En uno de sus días eufóricos y simpáticos había descargado una palmadita en la espalda de Pablo y le había dicho: «Contrata tú mismo a la modelo. Que esté bien buena, ¿eh? Y me pido prime para follármela, que me corresponde el derecho de pernada.»
—Que pase.
Úrsula entró en el despacho caminando como una reina, mirando un palmo por encima de las cabezas del personal, ceño levemente preocupado, párpados lánguidos a media asta y un vestido ajustado que resaltaba el volumen de sus pechos y la sinuosidad de sus caderas.
A Lacal se le encendió el rostro con una sonrisa y una mirada deslumbrantes.
Pablo tragó saliva, acoquinado. Úrsula pertenecía a una clase de mujeres que siempre le había acoquinado. Metro ochenta y tantos, cabellos muy negros y piel muy blanca, rostro mítico-místico de líneas rectas, ojos grandes de pestañas largas y movimientos lentos como de abanico oriental, manos de dedos largos y gesto hipnótico, boca pintada de sangre coagulada, caminar majestuoso de quien aprendió con un libro en equilibrio sobre la cabeza, voz de algodón. No le importaba contemplarlas en el Playboy o en el Penthouse pero, cuando se encontraba con una de ellas en persona (las pocas veces que eso le había ocurrido), se le atascaban las palabras en la garganta, los ojos le hacían chiribitas y era incapaz de comportarse con naturalidad. Demasiada mujer para él. Seguro que se la soplaba Lacal. No tenía nada que hacer. Qué rabia.
—¿Qué tal? —Lacal derrochaba entusiasmo. Estaba embelesado. Parecía a punto de echarse a aplaudir, como un niño en una función de guiñol—. ¿Cómo te llamas? ¿Úrsula? ¡Bien! Yo me llamo José Lacal, soy el dueño de este chiringuito. Yo mismo he diseñado los bañadores que te vas a probar. A ver si le haces unas fotos bien buenas, ¿eh, Pablo? Esmérate, por una vez. Ya nos veremos luego. Oye, ¿por qué no hacemos una cosa? ¿Por qué no vamos, luego, a cenar? Estoy dándole vueltas a la posibilidad de crear una «chica Lacal», ¿sabes?, una modelo, siempre la misma, que presente todas nuestras colecciones. Pensaré en ello y luego nos vemos, ¿de acuerdo?
Todo sonrisas. Lacal, tan amable y seductor. Un tío estupendo, Lacal.
2
Pablo y Úrsula, solos en el estudio de fotografía del piso de arriba. Úrsula salía del vestidor con un bañador negro, de una pieza, que realzaba su figura, sus pechos, sus piernas largas.
—¿Estoy bien así?
Pablo se limitaba a mover la cabeza arriba y abajo mientras deglutía saliva de forma demasiado visible. Sentía una especie de mareo, como un vértigo. Para él, era una mujer inalcanzable.
—¿Dónde me pongo?
—Ahí mismo.
—¿A sí?
—Así mismo.
Qué más daba. Pablo le hacía indicaciones y sugerencias de lejos, parapetado detrás de la cámara (la famosa Nikon), torciendo la cabeza y frunciendo los ojos, como si no viera con claridad o como si ella estuviese a unos cuantos quilómetros de distancia. Al tercer bañador, un tanga descarado sólo para supervedettes exhibicionistas, tartajeó algo así como «Tendrías la bondad, por favor, si no te sirve de molestia», y a ella se le escapó la risa.
Terminaron riéndose los dos.
Poco a poco, se relajó la situación. Al menos, en apariencia. Las constantes vitales de Pablo seguían alteradas.
—Simpático, tu jefe —la chica estaba empeñada en romper el hielo.
—Te quiere llevar al catre.
—Me lo imagino.
—Es un devoto del derecho de pernada, ¿sabes?
—Pues va listo.
Pablo no fue consciente de lo que estaba haciendo hasta que ya era demasiado tarde. Seguramente, se dejó llevar por la indignación que le había producido la bronca de la factura. Todavía se estaba preguntando si tendría que pagar él, la Nikon, de su bolsillo. Estaría bueno. Valiente hijo de puta, Lacal.
—No te podrás resistir a él. Es un donjuán.
—Odio a los donjuanes.
—Bueno, pero te pagará una cena. Te invitará a marisco para ponerte caliente, te emborrachará con vino y champán, y te invitará a su casa, para enseñarte un nuevo juego de mesa.
—¿Juego de mesa o juego de cama?
—De mesa. Es muy juguetón, mi jefe. Es un fanático del Trivial y del Backgammon y del Go y esas cosas.
Se reían de él.
—¿En serio? —Ja, ja, ja.
Pablo atisbó una posibilidad de ligar con Úrsula. Le tenía unas ganas locas. Hacía más de un mes que había roto con Carol, que había tenido que volver a casa de sus padres y que no había tenido ningún tipo de actividad sexual compartida. Se estaba encabritando.
—Muy selecto, mi jefe. Muy exquisito. De ésos de la nouvelle cuisine. Ha hecho un cursillo de enología en Burdeos y siempre pide las cosas en diminutivo. —Lo imitaba—: «Tomaré una sopita de cebollita, un filetito con pommes de terre frititas, y un vinito...»
Se reían más y más.
Lacal los sorprendió riendo.
—Bueno, qué, ¿ya estás? ¿Vamos a cenar?
—Pablo también viene, ¿verdad? —preguntó Úrsula desde el vestidor. Y a Pablo se le hincharon los pulmones de oxígeno—. Quiero que hablemos del tipo de revelado que utilizará para esta sesión.
—¿Tipo de revelado? —se extrañaba Lacal. ¿Qué quería decir Úrsula?
Úrsula se inventó un camelo cualquiera y fueron a cenar los tres. Lacal no hizo ningún gesto de disgusto. Cuando se ponía el chip de la simpatía, era encantador. Pasó el brazo, posesivamente, por encima del hombro de la modelo y se expresó como si le diera una alegría loca la compañía de Pablo.
—¡Pues claro que sí! —Pablo pudo leer en sus labios una coletilla ofensiva: «Pobre chico.»
3
El maître del restaurante hablaba con un acento indefinible (o quizá sólo fuera incapaz de pronunciar las erres y las ces) y gesticulaba con el meñique de la mano izquierda en alto.
—... Hoy les recomiendo la pavita rellena con ciruelitas...
Mientras Lacal y el maître mantenían un excluyente coqueteo de sobreentendidos y frases arcanas, Úrsula y Pablo empezaron a prometerse cosas con la mirada, sólo con la mirada.
—No: yo tomaré, de entrada, la cremita de nécoras a la tapioca y, después, el lenguadito relleno de mariscos a la salsa de colmenillas... —«Marisco para calentar al personal», decían los risueños ojos de Pablo—. Quizá a la señorita le apetezca la terrina de verduras con langostinos y con salsa de erizos...
—No, no —saltó Úrsula, un poco alarmada—. Yo sólo tomaré ensalada verde. Una lechuguita, un tomatito y cebolla. Es que soy un poco anoréxica.
—¿Pero no vas a tomar nada más? —protestó Lacal, casi indignado, como si le hubieran ofendido en lo más profundo.
Cuando le tocó el turno, dijo Pablo, muy serio:
—¿No tienen cheeseburgers? ¿O algún tipo de plato combinado con escalopa?
Al maître también se le ensombreció el semblante. Era capaz de soportar bromas hasta cierto punto marcado por el buen gusto. ¿Cheeseburgers? ¿Cómo se atrevía aquel niñato estúpido e ignorante a pedir cheeseburgers en su distinguido restaurante?
—¿Y para beber?
—¿Os parece bien un Viña Esmeralda de Torres, afrutadito y fresco...? —sugirió Lacal.
—Yo sólo tomaré agua, gracias —respondió Úrsula—. Litrosy litros de agua. Es para mantener la línea, ¿sabes?
—Yo... —Pablo apenas dudó un instante, con el ceño fruncido y la mirada fija en la carta de vinos—. ¿Tampoco tienen Coca-Cola?
Al maître se le hizo añicos la sonrisa.
Lacal resopló discretamente por la nariz y deglutió saliva. «Así que vais de eso», parecía decir.
Iban de eso. Úrsula inició, con cara de absoluta estupidez, una conversación sobre la cocina vegetariana.
—No es sólo por una cuestión de salud. Es que no soporto la idea de comer cadáveres.
—A mí, en cambio, me entusiasma la sensación de saber que me estoy comiendo un cadáver.
Lacal fue muy torpe al tratar de poner a Pablo en su sitio y de ganarse el favor de Úrsula. Seguramente, se había tomado ya unos cuantos whiskies antes de salir del despacho y estaba demasiado enfurecido como para encajar con deportividad su obvia derrota. Dijo:
—¿Coca-Cola, Pablo? ¿Desde cuándo? ¿Qué dirían tus padres, si te vieran, ellos que te han educado en la cultura del alcohol? —Hasta ahí, no hubiera pasado de ser un comentario de mal gusto. Pero tuvo que hurgar en la llaga, no supo reprimirse—. ¿Cuándo fue la última vez que vi a tu padre sereno?
Ja, ja, era broma, pero Úrsula hizo una mueca muy severa y puso su mano sobre la de Pablo, protectora, como diciendo «Perdónale, no sabe lo que dice».
Así fue cómo perdió la partida José Lacal, solterón elegante, rico, seductor, experimentado, culto, con experiencia y sobrados recursos, desplazado por un Pablo Algeric de veinte años, que se encontró interpretando el papel de protagonista en una historia donde no creía ser más que una comparsa.
Después de aquel mazazo, Lacal se dedicó a beber y a decir tonterías inofensivas. Por pura inercia, condujo a sus invitados a La Lechuza, donde quizá había tenido la intención de rematar la faena. En lugar de rematar nada, se refugió o buscó recursos en el Knockando con mucho hielo y, al poco rato, Lacal parecía tener dificultades para comprender el significado de algunas palabras. Marginado por la vehemencia y la impudicia de la juventud, abotargado, miraba fijamente a la parejita, con la sonrisa congelada, colgante el labio inferior y los ojos inexpresivos, y de vez en cuando balbucía «see, see, see...», afirmaciones adormecidas, y se reía sin saber muy bien por qué, se fue distanciando del resto del mundo con sonrisa bobalicona.
Pablo, exultante, victorioso, se fue creciendo e hizo alarde de un ingenio que le sorprendió incluso a él mismo. Defendió con sólidos argumentos la antropofagia, el incesto y el suicidio. Hablando de coches, aseguró que comprendía perfectamente el espíritu suicida que embriagaba a los amantes de la velocidad y afirmó sin pestañear que él mismo daría su vida, o al menos vendería su alma, por conducir un Porsche, por ejemplo.
Úrsula lo escuchaba embelesada, babeando de admiración. Celebraba las ocurrencias del muchacho con carcajadas tan prometedoras como desmesuradas. Echaba atrás la cabeza, por encima del respaldo, y estiraba las piernas cuan largas eran y, desarmada, con los brazos en cruz y piernitendida y espatarrada, parecía entregarse en cuerpo y alma —sobre todo, en cuerpo— a quien quedara más cerca.
Quien quedaba más cerca era Pablo.
A las dos de la madrugada, el chico se vio en un espejo de la boîte y valoró la secuencia objetivamente. «Muy bien, Pablo, lo estás haciendo muy bien. La ropa que llevas te sienta bien, y está muy bien tu actitud, y el desparpajo, y fantástica la sonrisa, tan bien colocada. Y mira que Lacal tiene méritos —insistía Pablo, magnánimo, tan ufano, sin dejar de echar reojos al espejo—. Míralo, con sus ojos que de tan azules parecen falsos, y esa sonrisa que esconde placeres llenos de sabiduría, las arrugas que dan firmeza a su rostro duro y seco. Lo que se dice un hombre interesante. Y, en cambio, ya ves, a Úrsula sólo le interesas tú.»
José Lacal se emborrachó tanto que no podía levantarse de la butaca, y Úrsula y Pablo lo dejaron allí, un poco despiadados, y salieron inclinados como si los empujara la tramontana. Y, empujados por la tramontana, abriéndose paso a través de la niebla húmeda, glacial y polucionada por la nocturnidad y por el alcohol, llegaron a una casa hostil, llena de aparatos de gimnasia cromados y acolchados, como potros de tortura de ciencia-ficción, donde terminaron revolviendo las sábanas de una cama demasiado pequeña.
La cosa no resultó demasiado bien.
Durante el forcejeo, Pablo tuvo constantemente la sensación de que ella no ponía toda su atención en la tarea y, por tanto, él tampoco se entregó con sus cinco sentidos. Estuvo pensando durante un buen rato que las mujeres tan formidables resultaban poco manejables en la cama. Uno se perdía entre extremidades demasiado largas y angulosas, cualquier postura parecía absurda y las continuas contorsiones que realizaba la chica, buscando esa clase de comodidad que sólo existe cuando uno está solo, la convertían en un mecano muy difícil de montar.
Úrsula decía «Aay», con vocecita quejicosa de niña, como si Pablo, con sus aproximaciones cariñosas, interrumpiera constantemente alguna cosa importante que no podía esperar. «Aay, espera», repetía ella, con ñoño fastidio, al tiempo que lo apartaba. Y empleaba la tregua conseguida en limpiarse los labios —que Pablo ya había limpiado antes a besos— o en alisar una arruga de la sábana que, al parecer, laceraba su piel sensible. «Aay, vaaa», repetía con gazmoñería nada estimulante.
Sin embargo, sabía dosificar sus melindres. Sabía responder a los besos y abrazos el tiempo suficiente como para que Pablo no saltara de la cama y se largase asqueado.
Lo que más le excitó, aquella noche, fue que la modelo llevara un naipe del as de corazones tatuado en lo alto de la pierna, entre la cadera y la nalga.
4
Aquel domingo, 8 de diciembre, día de la Madre, Lacal hubiera tenido que dormir sin parar hasta la noche, hasta que se hubiera disuelto la bruma turbia que le llenaba el cerebro para enloquecerlo. El único remedio eficaz contra la enfermedad del día siguiente es el sueño interminable de los domingos, ese sopor de parpadeos perezosos, la dulce siesta abrazada a la almohada, la nada, la oscuridad, el reposo eterno que antecede a las vidas por estrenar.
Pero era el día de la Madre y, como cada año, la abuela Cecilia había convocado ágape familiar y a nadie, en el clan Lacal, se le ocurriría hacerle un feo a la abuela Cecilia. De forma que sonó el despertador con graznido de vieja intolerante, «¿qué haces todavía en la cama, Pepito?», y Lacal abrió los ojos al dolor agudo de la luz del día, y a la fatiga invencible, y en ese momento ya le pareció que estaba perdiendo definitivamente la razón.
Deambuló enfurecido por la casa del caos, desnudo, expuesto a una bienhechora corriente de aire homicida, descalzo sobre el parquet helado, siguiendo una pista de calcetines y calzoncillos sucios, haciendo rodar una antigua botella de J&B, pisoteando sin piedad fichas de colores, naipes españoles y franceses, dolorosos peones, torres, caballos, alfiles, damas que se le clavaban en la planta del pie. Tropezó con la mesita donde estaban los escaques y el televisor y un puzzle a medio montar. Esquivó la mesa de billar y el futbolín y se metió de cabeza en el cuarto de baño, como los perdidos en el desierto se tiran a la charca del oasis. Le dolían las piernas igual que si hubiera pasado la noche viajando en bicicleta. Y la bruma negra de su cerebro se espesaba, se espesaba (era la locura, sin duda, la locura), era ya un nubarrón de hastío y de odio, cargado de electricidad, que enviaba rayos furibundos en todas direcciones.
«Hijos de puta.» No sabría decir a quién insultaba. Al mundo en general. Metió la cabeza bajo el agua fría, la impresión le hizo soltar un alarido, y se le despertó la sombra de un dolor de muelas.
Pensaba «Los mataré» mientras se vestía como lo requería la ocasión, el traje de franela azul, la camisa de seda, la corbata moteada de topos que, bien mirados, resultaban ser la sencilla y emblemática silueta de Mickey Mouse. «Los mataré.»
Salió a la calle con el abrigo al brazo y agradeció la caricia húmeda y helada de la niebla que hacía del sol una diluida insinuación en lo alto. Los rayos del sol matan a quienes sufren de resaca. La niebla los cura, los abraza, refresca y protege de miradas profanas.
Lacal era un piloto automático, inhumano, con gafas negras, de espejo, que le cegaban el rostro, mientras conducía su BMW en dirección a Pedralbes, a la gruta de la bruja Cecilia, la abuela matriarca del clan Lacal. Y pensaba «Los mataré», y al otro lado del parabrisas veía al imbécil de Pablo Algeric y a la hermosa Úrsula, irreal Úrsula. Taquicardia, un vacío gélido en el estómago, temblor en las manos, dolor de cabeza, problemas de visión. Y odio.
Llegó ante los muros de la mansión, ante la verja recién pintada de negro brillante. Pulsó el botón del interfono, colocado a la altura de la ventanilla del coche, y anunció su presencia: «Soy Pepe.»
Se abrió la verja para tragárselo.
La verja de su casa (pensaba), el jardín de su casa, los olivos, los abetos de su casa, decorados en aquellos momentos con guirnaldas brillantes, falsa nieve, ristras de pequeñas bombillas blancas y bolas de colores para festejar la Navidad. Su casa, mansión de ladrillo rojo con cenefa blanca, escalinata de mármol veteado, piscina a la derecha para disfrute de invitados, quiosco a la izquierda, para albergar a la cobla los días de grandes celebraciones veraniegas. En invierno, el quiosco alfombrado de hojarasca, la piscina cubierta con un toldo de violento color azul y todas las persianas echadas hacían pensar en casa de veraneo cerrada por fin de temporada.
En el jardín había un Porsche 911 Turbo, aparcado entre el Mercedes de tío Olegario y el Volvo de tío Mariano.
La noche anterior, Pablo Algeric había asegurado que daría la vida por conducir un Porsche. O algo por el estilo. ¿De quién sería aquel Porsche de color negro, brillante y todopoderoso como un inmenso escarabajo sagrado? Imaginó que Pablo y Úrsula eran los propietarios del cacharro, y que se encontraban en el interior de la casa, alternando con los tíos y la abuela, esperándole sonrientes, ocupando en la mesa el lugar que le correspondía a él. A Pepe Pepito. Los vio descarados, burlones, la mano del chico distraídamente perdida dentro del escote de ella, dispuestos a dejarlo en ridículo otra vez, ahora ante su familia.
Lacal pensó que el coche debería ser suyo. Como eran suyas, en justicia, la majestuosa escalinata de mármol por la que ahora ascendía, y la maciza puerta de roble junto a la cual montaba guardia Néstor, el mayordomo de las historietas de Tintín, un mayordomo idéntico a Néstor pero amargado, atrabiliario, decididamente hostil cuando Lacal pasó ante él, cualquiera diría que estaba a punto de exigirle que se limpiara los zapatos en el felpudo. También Néstor pertenecía a Lacal. Y el mobiliario del recibidor, estilo Napoleón III (o Luis XV, que no había forma de ponerse de acuerdo), y la lámpara de irisadas y resplandecientes lágrimas tintineantes, y los tapices iraníes del pasillo, y la bailarina de alabastro, a la maniere de Degas, o el astrolabio flamenco, o la vitrina esquinera de caoba, o la mesa de café hecha con una reja de hierro forjado del siglo xviii , o el nacimiento del siglo pasado, de cerámica pintada a mano, que ocupaba casi todo un vestidor y entre cuyas figurillas corría agua de verdad.
Todo ello pertenecía a Lacal porque Lacal era quien lo mantenía, quien corría con todos los gastos. Gracias a Pepe Pepito Lacal, esta pandilla de vividores, holgazanes, falsos aristócratas de anteayer, no tenían que venderse los tesoros al mejor postor, gracías a él no se veían obligados a pignorar sus antigüedades como desgraciados perdedores de bingo.
Tío Mariano, enorme, panzudo, blanco lechoso, carnes trémulas, ojos de pasividad definitiva, labios fláccidos que sólo servían para hozar en platos de porcelana exquisita, eunuco mutante del harén de Harún al Rashid. Y su esposa, tía Faustina, Sheherezade no por lo hermosa sino por lo charlatana, máquina de perorar, de avasallar con órdenes y consejos incontestables, de inmortalizar la historia de la familia con recuerdos imborrables, de cuchichear con mala fe cotilleos deleznables. Y sus dos hijas, las primas, dentudas y gafudas, piojos negros, parásitos de coser y cantar, de misa diaria, mantilla sobre moño y manos esposadas por el rosario, incapaces de ganar un duro, de hacer ningún trabajo de provecho, que eso quedaba para los hombres. Y tío Olegario, miniatura de su hermano Mariano con bisoñé, bigote, mirada y sonrisa torcidos, el astuto de la familia. Ostentador de un ingenio estúpido exclusivamente basado en el sarcasmo y la ironía, decía siempre lo contrario de lo que quería decir, convencido de que eso le otorgaba un aura de mundana inteligencia. Y su esposa Paquita, siempre disfrazada de multimillonaria hortera, parapetada tras una sonrisa pétrea, arma ofensivo-defensiva contra quien osare criticarla, sonrisa aprendida en el dormitorio conyugal para contrarrestar las pullas del marido putero y cruel. Los hijos de tío Olegario y la tía Paquita no estaban porque habían huido despavoridos de casa