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Material Girls: Por qué la realidad es importante para el feminismo
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Libro electrónico434 páginas6 horas

Material Girls: Por qué la realidad es importante para el feminismo

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¿En qué consiste ser mujer? ¿Depende de unas características objetivas, o basta con sentirse como tal?
En este libro, Kathleen Stock articula una crítica incisiva y sólidamente argumentada a la principal tesis de la identidad de género, según la cual el género que cada cual "siente" y se adscribe de forma subjetiva es más relevante que la realidad objetiva del sexo biológico, cuya existencia llega incluso a negarse.
La profesora Kathleen Stock empieza por rastrear el origen filosófico de estos planteamientos, desde la tan famosa como desvirtuada sentencia de Simone de Beauvoir de que "No se nace mujer, se llega a serlo", hasta los desarrollos de la teoría queer o el pensamiento de Judith Butler, para quien el lenguaje crea la realidad, en lugar de describirla. Frente a ello, la autora muestra las incoherencias e incluso sinsentidos a los que conducen esos planteamientos, y complementa su crítica a partir de la evidencia empírica disponible. Porque, como se pretende demostrar, la realidad material es esencial para la protección de los derechos de las mujeres.
El libro es una invitación a abrir un debate sereno, racional y sin prejuicios en torno a una cuestión que con demasiada frecuencia se ha convertido en una "verdad" incuestionable, como ha demostrado la violenta polémica y las airadas reacciones que han acompañado a la publicación del libro.
Material Girls concluye con una visión positiva para el futuro, en la que las activistas de derechos trans y feministas pueden colaborar para lograr sus objetivos políticos.
Una lectura imprescindible lectura para entender las polémicas que subyacen a los debates sobre las diversas leyes trans.
 
La crítica ha dicho...
«Un libro riguroso, que explora los orígenes académicos y políticos de la llamada "identidad de género" e intenta establecer los datos demostrados de un debate contaminado de ideología y visceralidad.» ―Rafa de Miguel, El País.
«Un análisis claro, conciso y accesible sobre las relaciones entre sexo, género y feminismo.» ―Stella O'Malley, Evening Standard.

«Material Girls es un libro valiente y cuidadosamente argumentado, una lectura imprescindible.» ―Sonia Andermahr, Morning Star.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 may 2022
ISBN9788413611570
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    Material Girls - Kathleen Stock

    Breve historia de la identidad de género

    He aquí cuatro axiomas del activismo trans moderno, que examinaré desde distintos ángulos en este libro.

    Tú y yo, y todo el mundo, tenemos un estado interior de gran importancia llamado identidad de género.

    Para algunas personas, la identidad de género no coincide con el sexo biológico —masculino o femenino— que los médicos les asignaron al nacer. Son las personas trans.

    La identidad de género, y no el sexo biológico, es lo que te hace ser hombre o mujer (o ninguno de los dos).

    La existencia de personas trans nos genera una obligación moral a todos: la de reconocer y proteger legalmente la identidad de género y no el sexo biológico.

    Aunque parezca sorprendente, pasan por ser afirmaciones filosóficas. Se suele pensar en la filosofía como en una disciplina que implica horas de árida lectura, palabras incomprensibles y un continuo rascarse la barbilla. En su vertiente académica, esta visión se acerca a la realidad. Pero también la mayoría de nosotros tenemos pensamientos filosóficos todos los días. Cuando te preguntas qué te hace ser la misma persona que eras hace una década, o si tu gato tiene mente y cómo es, o si eres técnicamente responsable de lo que hiciste anoche después de beber ocho cervezas, o cómo sabes realmente que no estás en Matrix ahora mismo, estás haciendo filosofía. También cuando tratas de averiguar qué tipo de estructura organizativa es la mejor para la sociedad, y qué derechos y protecciones deben concederse a las personas en ella.

    Para facilitar su identificación, llamo a estos cuatro axiomas «teoría de la identidad de género». Soy crítica con la teoría de la identidad de género, pero no con las personas trans, por las que siento una gran simpatía y respeto. Cuando se critica una posición filosófica, es conveniente empezar con una presentación bastante neutral de la misma. Hay que intentar describir la posición como lo harían sus partidarios, sin asperezas. De esa manera, no abonas el campo para concederte más tarde una victoria barata. He aquí ocho momentos clave en la rápida formación intelectual de la teoría de la identidad de género, que ofrecen una breve pero instructiva historia del popular e influyente fenómeno cultural que encontramos en la actualidad.

    Momento 1: Simone de Beauvoir dice: «No se nace mujer: una llega a serlo»

    La existencialista y feminista francesa Simone de Beauvoir escribió esta impactante frase en el inicio de su libro de 1949 El segundo sexo. Como dice la estudiosa de Beauvoir Céline Leboeuf, «citarla al comienzo de una obra de teoría feminista equivale a hacer una genuflexión en el banco de la iglesia».¹ A partir del último cuarto del siglo XX, la famosa frase de Beauvoir ha sido recuperada con entusiasmo para transmitir la idea de que ser mujer no es lo mismo que nacer biológicamente femenina. Beauvoir dedicó gran parte de El segundo sexo a señalar hasta qué punto la sociedad trata de manera diferente a hombres y mujeres, describiendo cómo, a medida que la niña se convierte en mujer, está cada vez más expuesta a imágenes y estereotipos sobre cómo debe comportarse, pensar y sentir. En otras palabras, las niñas y las mujeres están expuestas a algo llamado «femineidad». Beauvoir sostiene que las representaciones culturales de la femineidad han sido creadas en su mayoría por los hombres y, en gran medida, según el interés de estos. Se espera que una mujer sea todo lo que un hombre desea, necesita, teme inconscientemente, anhela u odia. La mujer es «la otra» en relación con la figura central del universo humano, el hombre. En su argumentación, Beauvoir describió representaciones y mitos de la mujer a lo largo de la historia, construidos a través de las conciencias de los hombres: la fértil Madre Tierra, la casta Virgen, la lujuriosa Puta, la seductora Ninfa y la aterradora Arpía. Escribió: «No hay ninguna figura femenina —virgen, madre, esposa, hermana, sirvienta, amante, virtuosa a ultranza, odalisca sonriente— capaz de encapsular los anhelos inconstantes de los hombres».² En otras palabras, las expectativas en torno a la femineidad son incoherentes. Se espera que las mujeres sean amables, familiares, sumisas, modestas, desinteresadas y responsables, pero también excitantes, sexualmente disponibles, «frívolas, infantiles, irresponsables» y tantas otras cosas contradictorias.³

    En los años sesenta, setenta y ochenta, siguiendo en parte el ejemplo de Beauvoir, las llamadas feministas de la «segunda ola» —algunas de ellas en los recién creados departamentos de Estudios de la Mujer en las universidades— se interesaron especialmente por la femineidad y la masculinidad, entendidas como los diferentes conjuntos de expectativas, estereotipos y normas a los que se enfrentan los hombres y las mujeres, respectivamente. Dieron a la femineidad y la masculinidad, así entendidas, un nombre especial: «género». Para muchas feministas, era importante enfocar el género (en este sentido) como algo puramente social, sin fundamento en las generalizaciones biológicas sobre las mujeres y los hombres. Así nació la distinción conceptual entre «sexo y género». La socióloga feminista británica Ann Oakley escribió en 1972: «Sexo es una palabra que se refiere a las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer: la diferencia visible en los genitales, la diferencia relacionada con la función procreadora. Sin embargo, género es una cuestión de cultura: se refiere a la clasificación social en masculino y femenino».

    En las décadas siguientes, algunas feministas superaron esta distinción y adoptaron una posición mucho más radical. Interpretaron que Beauvoir había querido decir que la femineidad en sí misma es esencialmente social y no biológica: no es una cuestión de ser mujer, sino más bien una cuestión de haber proyectado sobre ti, y quizás también de haber interiorizado, las expectativas sociales restrictivas, los estereotipos y las normas de la femineidad. Consideraron que las mujeres y las niñas son, por definición, el conjunto de personas que tienen un «papel social» femenino proyectado sobre ellas.

    Y de todo ello se deduce, aunque no se le concede mayor importancia, que los hombres y los niños deben ser el conjunto de personas que tienen un «rol social» masculino, entendido como las expectativas distintivas de la masculinidad —ser duro, inteligente, determinado, competitivo, poco emocional, inquieto o lo que sea— proyectadas por la sociedad sobre ellos.

    En consecuencia —al menos potencialmente—, ser mujer no requiere ser femenina, ni ser hombre, ser masculino. Un hombre puede ser una mujer, siempre y cuando se haya proyectado sistemáticamente sobre él —o más bien, tal vez, sobre ella— un rol social femenino. Así que, aparentemente, esto abre la posibilidad a que una mujer trans cuente como mujer —literalmente— siempre que ocupe un rol social femenino indistinguible del de las demás mujeres.

    Es ciertamente discutible si Beauvoir pretendía o no la separación conceptual entre ser mujer y la femineidad. Personalmente, no lo creo. Sin embargo, la idea de la femineidad como la interpretación de un papel social femenino fue recibida como maná del cielo por muchas feministas. No porque su objetivo directo fuera producir una teoría que diera cabida a las mujeres trans como mujeres, sino más bien porque las movía el interés propio: se trataba de alejarse del espectro de lo que se conoce como «determinismo biológico». Las feministas querían huir de la idea, históricamente persistente, de que la personalidad, el comportamiento y las opciones vitales de una mujer están determinadas por su biología femenina, que la hace naturalmente más apta para la vida doméstica que para el trabajo profesional o la vida intelectual. La idea del determinismo biológico fue y es utilizada por algunos tradicionalistas para justificar un papel social de la mujer relativamente limitado: casero, maternal, sumiso, etc. Si se lograba argumentar que las mujeres, como tales, no eran necesariamente femeninas, se combatía esa restrictiva idea de un plumazo: ¿cómo podría su biología determinar algo significativo sobre ellas como mujeres? Como expuso la teórica feminista francesa Monique Wittig en 1981: «al admitir que existe una división natural entre mujeres y hombres, [...] naturalizamos los fenómenos sociales que expresan nuestra opresión, haciendo imposible el cambio».⁵ Así que se pensó que lo mejor era deshacerse de la división natural. La filósofa y posteriormente gurú de los estudios de género Judith Butler lo expresó así en 1986: «La distinción entre sexo y género ha sido crucial para el esfuerzo feminista por desacreditar la afirmación de que la anatomía es el destino... Con la distinción intacta, ya no es posible atribuir los valores o las funciones sociales de las mujeres a la necesidad biológica».⁶

    Esta es una táctica argumentativa audaz, equiparable a argumentar que un asteroide no está a punto de chocar con la Tierra redefiniendo la palabra «Tierra» como «cosa incapaz de ser golpeada por un asteroide». Independientemente de que este argumento convenza a los tradicionalistas para que dejen de justificar la exclusión de las mujeres de los lugares de trabajo, las universidades y los clubes privados, lo que sí hizo fue empezar a abrir un espacio conceptual para la idea de que algunas mujeres trans también podrían contar literalmente como mujeres.

    Momento 2: John Money y Robert Stoller introducen el concepto de «identidad de género»

    Mientras las feministas de los años sesenta empezaban a insistir en que el sexo estaba separado del «género», dos médicos originaban cambios en la forma de abordar la relación entre el sexo biológico y la identidad. El psicólogo y pediatra neozelandés John Money es quizás más conocido por su participación en un caso clínico éticamente dudoso: la «reasignación de sexo» médica involuntaria del niño varón David Reimer tras una circuncisión gravemente chapucera, cuya trágica historia acabó con el suicidio de Reimer ya de adulto. Lo que es menos conocido sobre Money es la influencia que su trabajo clínico ha tenido en la configuración del discurso posterior sobre las personas trans. Durante el estudio de este caso, Money hizo hincapié en dos conceptos teóricos interrelacionados y de relevancia: el rol de género y la identidad de género.

    Un «rol de género», escribió Money, «es todas aquellas cosas que una persona dice o hace para revelar que tiene la condición de niño u hombre, niña o mujer, respectivamente». Incluye «los gestos, la conducta y el comportamiento».⁷ Por lo tanto, un rol de género es un comportamiento. No es lo mismo que tener un conjunto de expectativas «femeninas» o «masculinas» proyectadas sobre uno mismo por la sociedad, como describe Beauvoir. Es más bien el conjunto de comportamientos feminizados o masculinizados que un niño y un adulto en desarrollo llegan a adoptar, quizá en parte como respuesta a esas proyecciones. Se supone que tu rol de género es lo que haces para actuar en el mundo «como un hombre» o «como una mujer».

    Aunque, según Money, todos adoptamos roles de género, él desarrolló por primera vez este concepto para aplicarlo a las llamadas personas intersexuales con las que trabajaba, conocidas hoy como personas con Trastornos (o Diferencias) del Desarrollo Sexual (TDS). En algunos individuos, los cromosomas no se ajustan a las características esperadas. Money trabajaba con niños con estas circunstancias. Y observó que los «roles de género» externos de algunas personas con TDS —tanto si se comportaban «como niñas» o «como niños»— a veces no se correspondían con algunos hechos relativamente ocultos de su biología.

    A partir del concepto de rol de género surgió un segundo concepto, el de identidad de género. En palabras de Money: «la identidad de género es la experiencia privada del rol de género, y el rol de género es la manifestación pública de la identidad de género».⁸ Es decir, la identidad de género se consideraba un rol de género psicológicamente interiorizado. De alguna manera, durante el desarrollo temprano, cada persona se relaciona psicológicamente consigo misma a través de un sentido «de género», que puede coincidir o no con su sexo. Money pensaba que las identidades de género podían ser masculinas, femeninas o ninguna de las dos, en cuyo caso eran «andróginas».⁹ Otro influyente clínico estadounidense que trabajó en este ámbito, Robert Stoller, hablaba de identidades de género «hermafroditas»: «no son masculinas ni femeninas, sino ambas (o ninguna)».¹⁰

    Tanto para Money como para Stoller, la idea de la identidad de género surgió por primera vez al trabajar con personas con TDS. Partieron de la base de que estas personas suelen tener identidades de género «internas» que no coinciden con los datos «externos», de carácter no estándar, sobre su sexo. Sin embargo, esta idea de una identidad de género interna desajustada con el sexo exterior también les parecía aplicable a las personas cromosómica y morfológicamente estándar, cuyas identidades de género chocaban sobremanera con sus cuerpos sexuados: es decir, en terminología moderna, les parecía aplicable a las personas trans. Y dejaron espacio para una identidad de género «andrógina» o «hermafrodita»: ni masculina ni femenina o quizás ambas. Distanciándose de la biología, Money y Stoller reconocieron que el número de identidades de género existentes no tenía por qué limitarse a dos. En este sentido, sus ideas prefiguraron la aparición de una identidad de género explícitamente «no binaria» décadas más tarde.

    Momento 3: Anne Fausto-Sterling argumenta que el sexo biológico es un «continuo»

    Durante siglos se ha asumido que, en cuanto al sexo, solo hay dos estados posibles para los seres humanos, masculino y femenino, y que todas las personas nacen perteneciendo claramente a una u otra categoría. En la actualidad, se sabe que eso no es cierto. Desde finales de la década de 1980, Anne Fausto-Sterling, profesora de Biología y Estudios de Género de la Universidad de Brown (EE.UU.), ha sido clave para convencer al público de que el sexo biológico no es una división binaria natural.

    En gran parte gracias a Fausto-Sterling, el conocimiento que tenemos sobre las personas con TDS ha aumentado enormemente en los últimos cincuenta años, desafiando lo que sabíamos sobre las relaciones entre los cromosomas y los cuerpos. En la mayoría de los cuerpos humanos, la configuración cromosómica es XX o XY, y cada una de ellas se relaciona con uno de los dos conjuntos de caracteres sexuales primarios y secundarios. Por ejemplo, la posesión de cromosomas XY normalmente se corresponde con la posesión del pene y los testículos; y la posesión de cromosomas XX normalmente se corresponde con la posesión de los labios, la vagina, los ovarios y los pechos postpubescentes. Sin embargo, un bebé con TDS con cromosomas XY también podría tener el Síndrome de Insensibilidad Completa a Andrógenos (SICA), en el que los genitales externos consisten en labios, clítoris y vagina en lugar de pene y testículos descendidos. Una criatura con cromosomas XX puede tener Hiperplasia Suprarrenal Congénita (HSC), lo que da lugar a unos genitales con un aspecto muy «virilizado» que se asemejan a un pene y unos testículos. Los nacidos con anomalías ovotesticulares pueden tener tanto tejido testicular como ovárico en su cuerpo. Hay muchas variedades de TDS, y el número de bebés que nacen con ellos es bastante superior a lo que se cree: según Fausto-Sterling, afecta al 1,7% de la población.¹¹

    Sobre la base de los TSD, Fausto-Sterling propone una posición intelectual sobre el sexo biológico. Sugiere que hay al menos cinco sexos, en lugar de solo dos. Además de los machos y las hembras estándar, también hay «hermafroditas» (por ejemplo, los que sufren una anomalía ovotesticular), «pseudohermafroditas masculinos» (los que poseen cromosomas XY y cuerpos «feminizados») y «pseudohermafroditas femeninos» (los que poseen cromosomas XX y cuerpos «virilizados»).¹² También señala que todos los intentos de clasificación de la variedad de sexos en grupos —incluido el suyo— son relativamente arbitrarios. En un artículo de opinión publicado en el New York Times, hace suya una distinción anterior de John Money entre diferentes etapas o «capas» del desarrollo del sexo, que se producen consecutivamente desde la concepción: cromosómico, gonadal fetal, hormonal fetal, reproductivo interno, genital externo, hormonal puberal y morfológico puberal. Considera que deberíamos dejar de hablar del sexo como un estado general homogéneo y, en su lugar, hablar de cómo se sexúa a una persona en función de estas distintas capas. La misma persona puede ser sexuada «M» según una capa y «F» según otra.¹³ El sexo, nos dice, es «un continuo vasto e infinitamente maleable».¹⁴

    Si Fausto-Sterling está en lo cierto, deberíamos ser mucho más cautelosos a la hora de hablar del sexo «registrado» al nacer. Una cuestión práctica es que las comadronas y los médicos podrían equivocarse. Otra, de tipo más conceptual y profunda, es que el simple registro de un bebé como «varón» o «mujer» podría no reflejar ningún estado homogéneo único realmente preexistente. En ese caso, sería mejor decir que el sexo binario al nacer es una ficción, «asignado» por un médico en lugar de registrado, o como mínimo, enormemente simplificado.

    Momento 4: Judith Butler nos dice que el género es una performance

    En 1990, la académica estadounidense Judith Butler publicó el libro El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. La obra tuvo un enorme impacto tanto en los campos académicos emergentes de la teoría queer, los estudios de género y los estudios trans, como en la intelectualidad liberal en general. A grandes rasgos, Butler tomó principios de la filosofía francesa posestructuralista y deconstruccionista y los aplicó a las nociones de «mujer», «femenino», «masculino» y «hombre».

    Butler partió de la base de que todo lo que los seres humanos pueden pensar de forma significativa está construido socialmente «de una manera profunda». Esto implica que no hay hechos materiales antes del lenguaje, es decir, antes de las construcciones lingüísticas y sociales culturalmente específicas de los mismos. Las categorías lingüísticas, incluidas las científicas y biológicas, no son un medio para reflejar las divisiones existentes en el mundo, sino un medio para crear cosas que de otro modo no habrían existido. Según Butler, el lenguaje científico en particular crea «jerarquías» de dominación y subordinación, afianzando las relaciones de poder entre los grupos sociales. Y esto también se aplica a las categorías de hombre y mujer: son arbitrarias, artificiales y no reflejan ninguna división material previa. Lo que reflejan son las relaciones de poder «excluyentes», que dictan quién puede contar como una mujer o un hombre «de verdad» y quién no (por ejemplo, los varones homosexuales o de aspecto femenino no, ni las mujeres lesbianas o de aspecto masculino).

    ¿Qué queda de nociones como «femenino», «mujer», «masculino» y «hombre» una vez que se las ha pasado por el filtro radical del posestructuralismo? Para Butler, la respuesta es «el género como performance»: ser mujer o hembra, por ejemplo, no es un estado materialmente estable, sino una especie de performance social repetible. Una drag queen, una mujer trans y un ama de casa tradicional interpretan el «género» de la mujer a su manera. Ningún tipo de actuación es más auténtico o apropiado que otro.

    En el momento de su publicación, esta línea de pensamiento radical y transgresora causó una gran conmoción en los departamentos de Humanidades de las universidades, y las réplicas se han hecho notar desde entonces. En la década de 1990 se forjó la disciplina académica de la teoría queer: una rama de la teoría crítica aplicada al sexo, el género y la sexualidad, con El género en disputa como texto fundacional. Uno a uno, los departamentos de Estudios de la Mujer fundados en los años setenta y ochenta empezaron a rebautizarse como departamentos de Estudios de Género, interesados en todas las representaciones de género y no solo en las estrechas, heterosexuales, blancas y eurocéntricas representaciones de la femineidad de las que muchas feministas se habían ocupado principalmente hasta la fecha. En muchos sectores, el feminismo pasó a considerarse un proyecto político destinado a criticar las prácticas de género «excluyentes» en general, más que a la liberación del sexo femenino en particular, o incluso en absoluto. Al fin y al cabo, si el sexo femenino no es más que una construcción social que sostiene las relaciones de poder jerárquicas, convertirlo en el centro de la actividad política es conceder a esa construcción social una validez aparente y, como consecuencia, afianzarla aún más. Lo mejor entonces es intentar, en positivo, «enrarecer» el sexo de forma subversiva, a través de actuaciones transgresoras e inesperadas de la masculinidad y la femineidad, como el drag y el trans; o, si no es posible, entonces ignorarlo por completo.

    Momento 5: Julia Serano dice que la identidad de género es lo que te hace ser mujer u hombre

    Los años 2000 fueron una década crucial para el movimiento trans moderno, en la que conceptos teóricos aparentemente distantes durante décadas se sintetizaron en cuerpos de ideas más cohesionados y entraron en la cultura popular. Fue entonces cuando la teoría de la identidad de género se puso realmente en marcha. Merece la pena recordar que, al menos para algunos estudiosos, la palabra «transgénero» no adoptó su significado actual hasta 1992, mientras que el término «persona trans» no se empezó a utilizar formalmente hasta 1998.¹⁵ Antes de esas fechas, lo habitual era emplear el término «transexual». Fue en la primera década del 2000 cuando el activismo trans moderno —el activismo político a favor de las personas trans— despegó de forma significativa y organizada. Y una nueva concepción de la identidad de género fue crucial en la narrativa de ese activismo.

    Como ya sabemos, la identidad de género es, a grandes rasgos, una representación psicológica interiorizada de uno mismo, conceptualizada conscientemente como femenina o masculina o como algo distinto. A partir de la década de 2000, se extendió la creencia en los círculos progresistas de que no es el sexo biológico, ni siquiera el «rol social», lo que te convierte en mujer u hombre, sino que eso depende de tener una identidad de género femenina o masculina.

    Es difícil determinar con exactitud cuándo se impuso esta idea en el imaginario popular, pero un texto influyente fue el libro de 2007 Whipping Girl, de la bióloga estadounidense y mujer trans Julia Serano. Una notable contribución de este texto a la cultura popular es la idea de que las mujeres trans son un tipo de mujer como cualquier otra. El término «trans», según Serano, debería tratarse como un adjetivo, de la misma manera que empleamos «católico» o «asiático», en lugar de considerar a la «mujer trans» como un sustantivo compuesto.¹⁶ Además, Whipping Girl contribuyó a popularizar un adjetivo para las personas que no son trans: «cisgénero», que más tarde se acortó a «cis», y que designa a aquellas personas cuya identidad de género y cuyo sexo «coinciden».¹⁷

    Para Serano, la categoría general de las mujeres está compuesta por las mujeres trans y las mujeres cis. Ambas son clases de mujeres. A su vez, la de los hombres está compuesta por los hombres trans y los hombres cis. Ambos son tipos de hombres. Serano considera que las mujeres trans se definen, como tales, en virtud de su posesión de una identidad de género femenina, y no por ningún proceso médico o legal, ni por sus características físicas o su comportamiento. Cuando se junta todo esto —que las mujeres trans, como tales, se definen por tener identidades de género femeninas; que las mujeres cis también tienen identidades de género femeninas; y que las mujeres cis y las trans son dos tipos diferentes de mujeres, en igualdad de condiciones taxonómicas— se obtiene la clara implicación de que la posesión de una identidad de género femenina es lo que te hace ser una mujer, ya sea cis o trans.

    Esta idea es fundamental. Cuando algunas feministas del siglo XX hablaban, en la línea de Beauvoir, de «llegar a ser una mujer», se referían a la existencia de un conjunto de normas sociales o expectativas impuestas sobre la femineidad, no a la de una identidad «interna» de cierto tipo. Y cuando John Money y Robert Stoller hablaban de la identidad de género, no pensaban que tener una identidad de género fuera lo que te convertía en mujer o en hombre. Los activistas trans del siglo XXI, como Serano, tomaron efectivamente de Money y Stoller la idea de la identidad de género, y del feminismo la idea de que algo más que (simplemente) nacer mujer te convertía en mujer, unieron esas ideas y concluyeron que lo que te convertía en mujer era una identidad de género femenina interior; y que, en consecuencia, lo que te convertía en hombre era una identidad de género masculina interior. Las ideas de Fausto-Sterling y Butler también engrosaron el argumentario, en la medida en que se asumió que habían desacreditado la idea de que las personas eran «en realidad» biológicamente femeninas o masculinas.

    La influencia de Whipping Girl va más allá, pues modificó de manera significativa la comprensión cultural de lo que es la orientación sexual: lo que determina ser gay o lesbiana, bisexual o heterosexual. La orientación sexual se solía clasificar como la relación bastante directa que se establece entre el propio sexo biológico y el sexo biológico de las personas que te atraen. Esto nos daba: orientaciones del mismo sexo (homosexual, gay, lesbiana), orientaciones del sexo opuesto (heterosexual) y orientaciones bisexuales. Sin embargo, en Whipping Girl, la mujer trans Serano —tal como se entendía entonces, un hombre que se siente atraído por las mujeres— se autodefine como «lesbiana». Esta implicación se deriva de la lógica de la identidad de género. Si tener una identidad de género femenina es lo que te convierte en mujer, y tú, con una identidad de género femenina, te sientes habitualmente atraída sexualmente por otras personas con identidades de género femeninas, entonces —ya que las lesbianas, por definición, son mujeres atraídas por mujeres— debes de ser lesbiana. Un hombre gay, por su parte, se entiende ahora como alguien con una identidad de género masculina que se siente atraído por otras personas con una identidad de género masculina, independientemente del sexo asignado a ambas. Un hombre heterosexual es alguien con una identidad de género masculina que se siente atraído por quienes tienen una identidad de género femenina, y así sucesivamente. Como escribió el hombre trans Max Wolf Valerio en su autobiografía The Testosterone Files, publicada solo un año antes que el libro de Serano: «Como mujer, mi orientación sexual era ostensiblemente lesbiana. Como hombre, es heterosexual».¹⁸

    Este distanciamiento de la concepción tradicional de la orientación sexual ha sido asumido con entusiasmo por organizaciones cuya misión original era defender los derechos de los homosexuales. En la actualidad, para las organizaciones autodenominadas progresistas, pensar en las orientaciones sexuales en términos de atracción entre miembros de determinados sexos biológicos —del mismo sexo o del sexo opuesto o de ambos— se considera anticuado. Por ejemplo, la organización estadounidense GLAAD escribe en su página web que «una persona que pasa de ser hombre a mujer y se siente atraída únicamente por los hombres suele identificarse como una mujer heterosexual».¹⁹ En el Reino Unido, en la web de la organización Stonewall se explica (la cursiva es mía): «Entonces, ¿podría una lesbiana tener una mujer trans como pareja lesbiana, o un hombre gay estar con un hombre trans?». La respuesta es: «Por supuesto».²⁰ La definición actual de orientación sexual de Stonewall es: «La atracción sexual de una persona hacia otras, o la falta de ella. Junto con la orientación romántica, esto conforma la identidad de orientación de una persona».²¹ Las orientaciones sexuales son ahora «identidades». Se derivan de una anterior y más fundamental, la identidad de género, y dependen de ella.

    Momento 6: Los Principios de Yogyakarta recomiendan el reconocimiento de la identidad de género como un derecho humano

    El activismo trans moderno ha llegado a la conclusión de que cada persona tiene una identidad de género, que es tratada como un determinante básico y sumamente importante de quiénes somos; un aspecto fundamental del individuo, generador de derechos humanos distintivos. Esta concepción de la identidad de género se hizo evidente en los Principios de Yogyakarta de 2007, publicados el mismo año que la obra Whipping Girl de Serano.

    En 2006, un grupo internacional de expertos en derecho, salud y derechos humanos se reunió en Yogyakarta, Indonesia, para elaborar lo que se conoce como los Principios de Yogyakarta: un influyente conjunto de recomendaciones sobre los derechos humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género, muy citado en la legislación internacional desde entonces.²² Como ha dicho la filósofa y socióloga Heather Brunskell-Evans: «Aunque no son jurídicamente vinculantes, los Principios de Yogyakarta se han entendido como una interpretación autorizada del derecho internacional y proporcionan un punto de partida para los trabajos académicos, los proyectos de ley, las resoluciones y otros documentos. No están incorporados en ninguna convención o declaración de la ONU, pero se citan y se utilizan regularmente como punto de referencia en sus documentos».²³ Por ejemplo, cuando el Comité Selecto de Mujeres e Igualdad del Parlamento del Reino Unido entregó su Informe sobre la Igualdad Transgénero al Gobierno en 2015, le recomendaban que «también debe comprometerse claramente a respetar los Principios de Yogyakarta […] Esto proporcionaría a la política de igualdad trans un conjunto claro de principios rectores generales más ajustados a las buenas prácticas internacionales actuales».²⁴

    Las personas a las que Serano define como «cisgénero» pueden hablar de su identidad de género y compartirla con los demás sin estigma ni miedo. Los activistas trans sostienen que este privilegio no está al alcance de las personas trans, quienes, si deciden revelar a otros su identidad de género no estándar, pueden enfrentarse a la humillación, la hostilidad y el abuso. Igualmente, los gobiernos reconocen oficialmente las identidades de género binarias estándar en las leyes y las políticas administrativas —por ejemplo, en la expedición de pasaportes o en las preguntas sobre el sexo en las encuestas— porque se asume, erróneamente según los activistas trans, que las apariencias externas, fruto de la biología, son un buen espejo de la identidad de género interior. Esto se considera discriminatorio para aquellos con identidades de género desajustadas, ya que no son reconocidos oficialmente por lo que son.

    Al principio de los Principios de Yogyakarta, esta contundente frase establece el escenario: «La orientación sexual y la identidad de género son parte esencial de la dignidad y la humanidad de toda persona». El documento continúa proponiendo veintiocho derechos humanos para las personas con orientaciones sexuales o identidades de género no estándar. Muchos de ellos son adaptaciones de derechos humanos generales ampliamente conocidos, con los que se reconoce a las personas gays y trans así como sus necesidades particulares en un mundo a menudo hostil: derecho a la vida, a la igualdad y a la no discriminación; derecho a no ser torturado; derecho a la educación, a la seguridad social y a la vivienda, etc. Sin embargo, hay un derecho en particular que sobresale en especial. Se trata del Principio 3: «El derecho al reconocimiento ante la ley».

    El Principio 3 comienza reiterando el carácter fundamental de la identidad de género, y describe tanto la identidad

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