Bajo el cielo de Manhattan: Jamás imaginó que ese viaje cambiaría el sentido de su vida para siempre
Por Daniel de Ocaña
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Debería ser un simple viaje de trabajo, o quizás también de placer, pero todo da un repentino giro cuando, desde el taxi que lo lleva al hotel, ve a Mara, una expareja por quien estuvo sumido a una profunda crisis tras una abrupta separación. Su irrupción será un vendaval que derribará el castillo de naipes de la vida del protagonista, empujándolo de regreso a un pasado que creía resuelto, y condenándolo a vagar por un presente tan insustancial como oscuro, donde ni siquiera la ciudad, con su majestuosidad y su vértigo, tendrá el poder de evitar.
Sin embargo, la vida dostoievskiana de Benavídez tendrá un cambio gracias a una barra, un whisky y un desconocido: Jerry, un viejo lobo de mar, compañero de noches, que intentará apartarlo de sus ruinas y a la vez acompañarlo —siempre bajo el omnipresente cielo de Manhattan y con el jazz como telón de fondo— en la búsqueda de un destino, para nada utópico, en el que pueda abrazarse a sus heridas así como también a esas amargas cicatrices que jamás podrá borrar.
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Bajo el cielo de Manhattan - Daniel de Ocaña
Para Agustina
Ni siquiera pedimos felicidad,
solo un poco menos de dolor.
Charles Bukowski
1
La calma se rompe cuando Benavídez abandona el estado de adormecimiento con el que viaja en el asiento trasero del taxi. Su asombro, como un electroshock, hará que el dolor de espalda, que la butaca de clase turista le dejó en el vuelo, desaparezca como por arte de magia. Lo que parece estar viendo, lejos de ser un espejismo, es confirmado incluso por esos ojos astigmáticos, ojos que desde hace un tiempo ven borroso a lo lejos pero que guardan una memoria de elefante. Son esos mismos ojos los que parecen despegarse de él para ir detrás de esa figura inconfundible que transita con total soltura por la vereda contigua a la marcha siempre lenta de los autos en pleno horario pico. Su vida, la que creía partida en dos, la misma que estaba en proceso gradual de encumbramiento, está por experimentar un revés que hará trizas esa angustia controlada que tiene desde hace tiempo. Benavídez todavía no lo sabe, pero habrá un antes y un después del driver, stop… stop now que su voz dibuja con desesperación y que genera que el chofer, haciéndole caso, se detenga allí, en la intersección de la 34 y la Octava avenida.
Benavídez sale eyectado, con su valija de mano a cuestas. El dominicano que conduce el coche amarillo, en un inglés rudimentario, le ofrece un tenquiu
rebalsante de entusiasmo cuando ve que cien dólares se le aparecen en la mano. Su alegría parece plena porque sabe que se quedará con el cambio, ya que quien se lo dio, si incluso sale ileso del cruce intempestivo de la calle, difícilmente vuelva a verlo en su vida. A Benavídez no le importan esos cien dólares porque ahí afuera lo que acaba de encontrar es un tesoro. Tanto así que todavía —luego de ponerse a salvo de la embestida vehicular— no se da cuenta de que delante suyo hay un mundo resumido en una ciudad, con carteles luminosos, ruidos, música, bocinazos y que él, justamente él, es una pincelada más dentro de ese cuadro repleto de personas que van y vienen como hormigas. Inconsciente de ese fenómeno, él solo ve un cuerpo, tan solo un cuerpo que camina por la vereda y que por nada del mundo quiere extraviar.
Por un momento parece no creerlo. Por eso intenta afilar la vista poniéndose los anteojos. Prueba mirando otra vez y sí, es ella: Mara, que parece haber caído del cielo, y que ahora se encuentra parada en una esquina, esperando que la luz del semáforo otorgue el permiso para cruzar. Benavídez se acomoda la mochila e intenta acoplar su pequeña valija a la autopista de peatones por la que está a punto de sumarse para salir detrás de ella. Pero pronto se percata de que el apuro le ganó la pulseada a la razón. A lo lejos grita su nombre, pero ella parece no escucharlo. En un instante, suspira y comprende con alivio que es mejor así, porque todavía no sabe qué decirle. Todavía, en su cabeza, no piensa que a ella la coincidencia tal vez le parezca sospechosa, y que esto —¿qué sería esto?, por un momento debiera preguntarse— tendrá un grado de inverosimilitud alarmante. Por eso piensa y no puede dejar de acordarse de lo primero que se le vino a la cabeza cuando supo que viajaría a Nueva York. Está claro que Benavídez fantaseó con ese momento pero… ¿desde cuándo? ¿Desde hace quince días cuando tuvo el ticket en sus manos o desde hace cinco años? ¿Ya? ¿Tanto?
Cualquiera podría pensar que esto es una señal. Él está convencido de eso. Debería reaccionar pero no lo hace; está como aturdido. La mira de espaldas. Nota que ahora tiene otro peinado, el pelo más corto, y se la ve más flaca. En su mano, Mara lleva un icecream a medio comer; en la otra, una soga de un color rojo estridente —al tono con sus zapatillas— que va directo al collar de un perrito de esos finos. Basta con detenerse allí para darse cuenta de que el can aparenta tener un mejor pasar en comparación a algunas personas que allí mismo, a un costado, abandonados a su suerte, piden limosna en pequeños vasitos de tergopol, puestos allí adrede, estratégicamente sobre el mismo paso, para que al primer puntapié involuntario de algún distraído las monedas de carnada vuelen por los aires, remitiendo, entre culpas ajenas, beneficios mayores que el dinero allí invertido. Benavídez, a la distancia, observa que el perro parece inquieto, ansioso, como cualquiera que caminase entre la muchedumbre, estima. Lo único que hace es mirarla desde abajo, esperando no sé qué, porque a simple vista se ve que él está con Mara, pero Mara no está con él. Mara está perdida entre un par de auriculares que la llevan a otro lugar y mira hacia arriba. Tan típico, pensará después Benavídez cuando intente reconstruir en su mente cómo se dieron los hechos.
El edificio del Empire State no hace otra cosa que erigirse, interponerse, aparecerse en lo alto como un faro ante cada paso de Mara. Y Benavídez, como un agente encubierto, la persigue, pasivo, sin un plan a la vista. Si alguna vieja amistad de ambos fuera testigo ocular del asunto, ¿qué pensaría?… ¿que él es un loco, un maniático o un pobre tipo? Pero allí no hay nadie que los conozca, que piense que entre ellos hubo una historia, ¿o la hay aún? Pero las personas que caminan codo a codo en plena hora pico por la 34, que salen de sus trabajos, las que suben o bajan las escaleras del metro, no están interesadas en ellos, simplemente los ignoran. Los que caminan a su lado solo los registran para evitar rozarlos, para no llevarlos por delante; saben que están allí, pero prefieren hacer de cuenta de que no. Los ignorarán hasta que alguno tenga una actitud sospechosa que ponga en entredicho su bienestar, y entonces —entonces sí—, solo así se verán obligados a avisarle a algún policía que algo raro pasa.
Benavídez está recién llegado y, al momento en que camina por la calle, no tiene manera de saber que allí la gente se mantendrá híbrida de emociones, que allí no le dirán ni una palabra de no ser necesario, que nadie se le acercará para decirle buen día, como está, le pasa algo, por qué tiene esa cara. Y lo peor de todo es que en unos minutos va a necesitar eso, que lo agarren del codo, que lo abracen, que se le acerquen para preguntarle algo, incluso que lo incomoden con la importunidad de si vio un gatito blanco que anda perdido, que se llama Andrew, que es así de chiquito, querrá que le digan, mientras con las dos manos apenas separadas una nena junto a su padre le dejará una idea del tamaño del felino extraviado.
Cuando Mara mira la hora en su reloj pulsera y se para frente a una vidriera de Swarovski pegada a la boca de la estación de tren, Benavídez pone un stop y se echa a un costado, cerca del cordón, evitando que el caudal de la autovía peatonal lo arrastre calle abajo. Disimula, baja la cabeza tratando de salir del blanco que podía acertar la mirada de Mara al darse vuelta. La mira de reojo, mientras dirige su vista a los baldosones de cemento erosionados por el andar cotidiano, a esa ciénaga de chicles petrificados que resistieron estoicamente al paso del tiempo. Mira ese detalle, pero en realidad no lo procesa. Lo hará después, cuando quiera reconstruir el momento; ahora está pensando en qué decirle, en cómo hacer de cuenta que nada pasó entre ambos, en echarle la culpa al viento, a ese viento caprichoso que los ha venido a juntar de nuevo. Ahora está hurgando en su interior un coraje que adolece y que necesita para enfrentarla. En su fuero interno, Benavídez lleva todavía una pregunta que disfraza con otra: ¿por qué ella se fue así, por qué lo dejó abandonado a su suerte en medio de ese campo a oscuras que es la vida?
Mara retoma su paso y su rehén cuadrúpedo no hace otra cosa que obedecerla. Y él en cierta forma lo compadece, aunque en el fondo lo envidia. Quisiera estar ahí, ocupando ese sitio. Y lo que aún no entiende es que, en lugar de estar siendo tirado por una correa flúor, él está siendo tirado por una correa invisible, una que enlaza la historia de él con ella, y que tensa más que ninguna.
Ella cruza la calle con la complicidad de un semáforo en verde y toma la Sexta Avenida rumbo al corazón de la ciudad. Y a medida que el camino se va haciendo más angosto, más peligroso, porque parece haber menos gente, Benavídez, que sigue sin tomar una decisión, la sigue a través de una pasarela que parece un puente colgante, que tiene un olor fuerte a madera virgen, recién cortada, recién montada. Hay un cartel inmenso de una empresa con un anuncio de obra. No es el primero que ve. En las cuadras anteriores también ha visto innumerables andamios y se pregunta cuándo terminarán de construir a esta ciudad de una vez por todas.
De a poco la tarde se va desentendiendo. Las luces se van haciendo cada vez más intensas y Benavídez sabe que no puede seguir mucho tiempo más con el delirio de inseguridad en el que se ha sumido. Piensa