La última sabia
Por Magda Kinsley
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Santiago de Compostela, 2001. Después de que su prometido intentara asesinarla unos meses atrás, Victoria Dupont ha rehecho su vida y se dedica a dar clases de Matemáticas en la universidad. En sus planes no entra heredar los conocimientos de su difunta madre, una valiente meiga, ni sacar adelante su querido herbolario, La mandrágora celta. Sin embargo, el destino siempre elabora sus planes a espaldas de sus protagonistas y Victoria no tardará en descubrir que una historia iniciada quince años atrás en la apacible localidad de A Ferrería pondrá su vida en peligro y le retará a replantearse su futuro.
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La última sabia - Magda Kinsley
Publicado por:
www.novacasaeditorial.com
© 2022, Magda Kinsley
© 2022, de esta edición: Nova Casa Editorial
Editor
Joan Adell i Lavé
Coordinación
Laura Moreno y Edith Gallego
Corrección
Bárbara Antón
Diseño cubierta
Vasco Lopes
Fotografías cubierta
Atelier Sommerland / Shutterstock y Heartland Arts / Shutterstock
Maquetación
Luisa Cruz (iLUlibro)
Impresión
PodiPrint
Primera edición: 2022
Depósito Legal: B 19227-2021
ISBN: 978-84-18726-35-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).
Magda Kinsley
La
última sabia
A todos los buscadores.
PRÓLOGO
Arrastro mis pies descalzos por el Bosque de las Ánimas mientras la vida se escurre entre mis dedos. Los cortes dibujados sobre mi piel escupen sangre fría, una broma cruel de la vida recordándome que ya no tengo corazón. Solo deseo que todo acabe cuanto antes, aunque duela, me da igual. Daría cualquier cosa con tal de sentir algo. Por desgracia, el tiempo ha forjado una coraza sobre mi ser, convirtiendo mis huesos en acero y mi corazón en un pedazo de hielo que apenas late ya. Algunos días siento la tentación de rendirme, pero mi instinto de supervivencia, rebelde por naturaleza, me impide dejarme llevar. ¡Ilusa de mí! Aún conservo la esperanza de que algún explorador despistado recupere los pedazos de mi alma y los mime, aunque sea un poco, antes de recomponer con ellos el puzle de mi vida. Empiezo a pensar que nadie los hallará jamás, enterrados como están bajo capas y capas de sufrimiento.
Dicen que escribir ayuda a liberar emociones atrapadas. Ignoro si es cierto o no, pero todavía me atraganto cuando pienso en aquella noche de San Juan. Dudo que esa sensación desaparezca alguna vez, por mucho que escriba sobre ella.
Se supone que la vida tiene un principio y un fin, que no está en nuestras manos intervenir en dicho curso, liderado por un ente misterioso e inaprensible llamado destino. Por suerte, alguien me dijo una vez que todo es posible para aquellos que no temen burlar las leyes de la naturaleza, por muy severo que sea su castigo. Me aferro a eso, pues el peso de la culpa, parásito artero y silencioso, lleva demasiado tiempo devorándome. Sé que pronto no quedará nada dentro de mí; cuando llegue ese momento, mi alma abandonará mi cuerpo y recorreré el mundo como una muerta viviente. Es una cruel condena seguir respirando cuando no me queda nada por lo que vivir, pero estoy dispuesta a aceptarlo siempre y cuando se me permita reparar el daño que causé, pues solo entonces podré descansar en paz. Ofreceré mi alma al mismísimo diablo si es necesario. Al fin y al cabo, es una pena más que adecuada para una asesina, ¿no os parece?
«Cuidado con la hoguera que enciendes contra tu enemigo,
no sea que te chamusques a ti mismo».
William Shakespeare
ANTÍA
Playa de A Lanzada (Pontevedra)
Último fin de semana de agosto, 1985
La anciana cerró los ojos y se concentró en el murmullo de las olas. Le encantaba descifrar los mensajes que transportaba el agua, una exquisita amalgama de historias que muy pocos podían percibir. Sonrió para sí. Olía a salitre y a nuevos comienzos. Aún no sabía que aquel sería el último día de su vida.
Tras recitar varios mantras y comulgar con el universo, abandonó la orilla y se dirigió a su rincón favorito de la playa. Se acercaba el luscofusco¹, el momento perfecto para preparar esa bebida mágica que afinaba los sentidos hasta rozar la línea que separaba el mundo visible de otro más escurridizo, plagado de enigmas y secretos. Intuyendo que las muchachas no tardarían en llegar, inició los preparativos con entusiasmo.
Trazó un círculo sobre la arena y depositó la tradicional pota de barro en el centro. Después de beber un generoso trago de orujo, vertió el resto en la tartera y se limpió los labios con el dorso de la mano. Escuchó con atención los susurros de las ánimas juguetonas. Curiosas por naturaleza, aquella tarde habían abandonado el cementerio en busca de nuevos lances con los que avivar su monótona existencia. Le gustaba tenerlas cerca. Cuando se atrevían a rozar su piel, podía sentir el torrente de emociones que cargaban en aquellos cuerpos que no eran sino trazos evanescentes que cambiaban de forma bajo la apariencia de sedosas nubes de gas brillante. Lamentaba no poder ayudarlas en su tránsito por el espacio y el tiempo, pues las leyes universales eran muy estrictas al respecto, pero siempre que tenía oportunidad, aprovechaba para recordarles que no avanzaban solas por el gran camino.
Sus ojos de color cobre chispearon al escuchar las risas de sus amigas, una tribu de mujeres valientes y amantes de la vida, que se acercaban charlando y bromeando. Con sus melenas al viento y las mejillas sonrosadas, lucían orgullosas las curvas de sus cuerpos fértiles, cubiertos con vaporosos vestidos blancos que dejaban muy poco a la imaginación. La anciana sonrió al verlas; parecían auténticas diosas encarnadas bajo el envoltorio de simples mortales. No les importaban sus medidas, muy alejadas de los cánones sociales, ni tampoco las arrugas, testigos de la sabiduría atesorada durante su paso por este mundo. Eran felices y se sentían plenas porque se sabían protegidas por la madre Gaia.
Sin dejar de sonreír, la mujer espolvoreó una generosa cantidad de azúcar sobre el aguardiente y añadió las cáscaras de limón y naranja que había pelado aquella misma tarde, mientras contemplaba el descenso del sol sobre el horizonte. Abrió una lata decorada con motivos celtas y cogió un puñado de granos de café, que acercó a su nariz para recrearse en su intenso aroma antes de esparcirlos en la pota. Tomó una muestra con el cazo y posó el dedo índice sobre ella antes de susurrar la palabra que definía su esencia: ignis. El líquido se cubrió al instante con un manto ígneo. Lo devolvió a la pota y removió la queimada con una suave cadencia, al tiempo que recitaba el conjuro con aire solemne. Introdujo algunas palabras arcanas no incluidas en la fórmula original, que por supuesto no pronunció de viva voz. Aquellos vocablos secretos regalarían a sus invitadas un puñado de privilegios en cuanto ingiriesen el brebaje.
«Búhos, lechuzas, sapos y brujas; demonios, duendes y diablos.
Espíritus de las vegas llenas de niebla, cuervos, salamandras y hechiceras.
Rabo erguido de gato negro y todos los hechizos de las curanderas…
Podridos leños agujereados, hogar de gusanos y alimañas.
Fuego de la Santa Compaña, mal de ojo, negros maleficios.
Hedor de los muertos, truenos y rayos, hocico del sátiro y pata de conejo.
Ladrar de zorro, rabo de marta, aullido de perro, pregonero de la muerte…
Pecadora lengua de la mala mujer casada con un hombre viejo.
Averno de Satán y Belcebú, fuego de cadáveres ardientes.
Fuegos fatuos de la noche de San Silvestre, cuerpos mutilados de los indecentes
y pedos de los infernales culos…
Rugir del mar embravecido, presagio de naufragios.
Vientre estéril de mujer soltera, maullar de gatos en busca de gatas en celo.
Melena sucia de cabra malparida y cuernos retorcidos de castrón…
Con este cazo elevaré las llamas de este fuego similar al del infierno
y las brujas quedarán purificadas de todas sus maldades.
Algunas huirán a caballo de sus escobas para irse a sumergir en el mar de Finisterre.
¡Escuchad! ¡Escuchad estos rugidos!
Son las brujas que se están purificando en estas llamas espirituales…
Y cuando este delicioso brebaje baje por nuestras gargantas,
también nosotros quedaremos libres de los males de nuestra alma y de todo maleficio.
¡Fuerzas del aire, tierra, mar y fuego!
A vosotros hago esta llamada:
Si es verdad que tenéis más poder que los humanos,
Limpiad de maldades nuestra tierra y haced que aquí y ahora
los espíritus de los amigos ausentes compartan con nosotros esta queimada».²
Cuando terminó, observó con atención las formas que dibujaban las llamas, alegres siluetas a menudo cargadas de buenos augurios…
Hasta aquella noche.
«Lo siento mucho. Ella te necesita».
Se estremeció mientras su mente, lúcida y brillante a pesar de su avanzada edad, intentaba descifrar el significado de las formas que escupía el fuego; un manojo de puntas largas y afiladas que se le antojaron cuchillos ensangrentados. Sopló para apagarlas antes de que absorbieran todo el alcohol. Últimamente sus ojos estaban cansados; tal vez había alguna posibilidad… Miró hacia atrás, temerosa de que sus amigas hubiesen visto algo. Por suerte, estaban demasiado lejos.
«¿Qué ocurre? ¿Quién eres?».
Escuchó con atención, ansiosa por atrapar la esquiva respuesta, pero solo se oía el rugir del oleaje de A Lanzada, cuyas aguas daban la bienvenida a la tribu que se había congregado aquella noche para recibir el baño de las nueve olas. Las mujeres corrieron hacia la orilla despojándose de sus vestiduras por el camino. Una vez en el agua, sumergieron sus vientres y dejaron que las olas saltarinas del océano Atlántico los envolviesen nueve veces.
Cumplido el ritual, salieron a toda prisa sin dejar de reír. Reavivadas por el agua helada, ansiaban degustar la ardiente queimada para templar sus cuerpos, ahora brillantes y con la piel erizada bajo la caricia de la brisa marina.
—¡Antía! ¿No te animas a darte un chapuzón? Hace un calor de mil demonios.
La anciana rio ante semejante ocurrencia.
—No creo que sea buena idea quedarme preñada a mi edad, Xiana.
La muchacha besó su mejilla con ternura.
—Eres un amor y nuestra gran inspiración.
Las demás se unieron a ellas y tras abrazar calurosamente a la sabia, se colocaron alrededor de la hoguera para dejarse arropar por el calor de las llamas danzarinas.
—Queridas mías —dijo la anciana, alzando su vaso de cerámica—, brindo por vosotras y por vuestros futuros hijos. Deseo que vuestros vientres se mantengan fértiles y os permitan parir hermosas criaturas que guíen a este mundo por el sendero de la luz.
Apuró su cuenco y sonrió, feliz de compartir con ellas aquel sagrado ritual. Sintió cómo sus músculos se relajaban y la tensión disminuía. Quizás el fuego se hubiese equivocado…
—Poneos cómodas, ahora os sirvo vuestra ración.
Sin importarles que su piel se embadurnase, las jóvenes dejaron que sus voluptuosas formas se amoldaran a la fina arena, fundiendo así su espíritu humano con la naturaleza salvaje de la playa. La sabia fue repartiendo pequeños cuencos de cerámica llenos a rebosar.
—Pero, Antía, ¿no dicen que la queimada se bebe para espantar a las meigas? —preguntó Elena, temerosa de infringir la tradición.
—Bah, eso son habladurías, amiga. Los hombres ignorantes inventan chorradas para espantar lo que no comprenden. Un verdadero hechizo tiene el efecto que le imbuye quien lo practica. Yo he llenado de buenos deseos esta bebida, pensando en vosotras y en vuestros futuros bebés. ¿Por qué nos vamos a privar de este brebaje tan delicioso? Las normas de los hombres no entran en mi forma de ver el mundo, así que, ¡disfrutemos!
Aplaudieron su pequeño discurso alzando sus tazones con un gesto solemne.
—¿Crees que me quedaré preñada antes de que acabe el verano, Antía? —preguntó María, mirándola con sus inocentes ojos azules.
La anciana se encogió de hombros.
—Adivina no soy, reina. Solo puedo aconsejarte que, cuando llegue el momento, agarres bien a tu macho y te asegures de que no descanse hasta que haya cumplido su misión.
Algunas soltaron grititos escandalizados mientras otras se carcajeaban.
—Yo aún no tengo pareja —confesó una, avergonzada.
—¿Desde cuándo hace falta pareja para quedarse embarazada? —espetó Antía, tendiéndole un cuenco humeante—. Tú a lo tuyo, y después… ¡aire! —Hizo un gesto con la mano que provocó una nueva oleada de risas.
—Ojalá mi madre fuera tan moderna como tú, Antía —suspiró la muchacha.
—Moderna no, ¡práctica, más bien!
Tras degustar la queimada, se levantaron y bailaron durante horas alrededor de la hoguera, cantando canciones inventadas que versaban sobre el amor y el dolor, el sacrificio y la venganza. Permanecieron despiertas toda la noche, compartiendo risas y confidencias, hasta que las primeras luces del alba anunciaron que había llegado el momento de partir. Se vistieron con las ropas abandonadas sobre la arena y se atusaron los cabellos apelmazados por la sal.
—¿Nos acompañas a la ermita, Antía? —preguntó Carmiña—. Ya sabes: tenemos que acostarnos sobre la Cuna da Santa para completar el ritual.
—¡Lo que tienes que hacer es acostarte con Froilán, querida! —soltó Marta. Todas estallaron en carcajadas y las mejillas de Carmiña se tiñeron de rosa.
La anciana sonrió y su rostro se convirtió en un mapa surcado de finas líneas que mostraban todos los caminos recorridos durante una vida centenaria.
—A mí no me está permitido entrar en esos sitios, Carmen. —Envolvió el rostro de la joven con sus manos salpicadas de manchas de edad—. No pongas esa cara, mujer; todas sabéis que soy un alma solitaria. Disfrutad de lo lindo y buscad buenos sementales. Espero que el año que viene vengáis acompañadas de preciosos y gorditos churumbeles.
«Y espero poder verlo con mis propios ojos», le faltó decir. Su rostro se ensombreció de repente.
«Perdóname».
Sintió un escalofrío. Intrigada, miró a su alrededor, pero la playa estaba desierta. Las mujeres se despidieron calurosamente y se encaminaron hacia la ermita de Nosa Señora da Lanzada. Antía se envolvió en un chal de colores y contempló sus alegres siluetas hasta que se convirtieron en un puñado de puntitos danzarines, justo antes de desaparecer tras las rocas.
Se sentó frente a la orilla y cerró los ojos para meditar sobre la vida y la muerte. No podía sospechar que esta última se acercaba lentamente por detrás, a regañadientes, envuelta en densas volutas de humo bajo las que se cobijaban minúsculos fuegos fatuos. Los más atrevidos se asomaron para respirar el aire de los mortales. Sus destellos azules contrastaban con el rosa anaranjado que teñía el firmamento gallego.
En ese instante, Antía comprendió.
Estaba en los designios del universo que aquello sucediese, pues así se había escrito en los Registros Akáshicos que los grandes maestros custodiaban con celo, tal como le había revelado el fuego unas horas antes. Todo el mundo sabía que los arcanos registros no podían cambiarse. Aun así, su espíritu rebelde se manifestó por última vez, dejando al océano como único testigo de sus esfuerzos por liberarse de aquellas manos enguantadas, que se cerraron sobre su garganta y no la soltaron hasta que sus brazos cayeron inertes a ambos lados del cuerpo.
Agradecida por una vida plena y feliz, exhaló su último suspiro, un soplo de aire que transportó su alma hacia el firmamento. Allí la esperaban un montón de rostros sonrientes: ancianos, jóvenes y niños, miembros de su propio clan que habían cruzado al otro lado hacía mucho tiempo. Sin embargo, su espíritu no descansaría en paz por el momento, pues antes de morir había vislumbrado lo que se avecinaba y las perspectivas no eran halagüeñas.
La Muerte se agachó junto al cuerpo y acarició su mejilla, todavía caliente. Alzó la vista y contempló con profundo rencor a la criatura que le acababa de arrebatar la vida. En su opinión aún no había llegado la hora de aquella mujer excepcional, y en todo caso, su tránsito hacia el otro lado jamás debería haberse producido de un modo tan cruel. Si por ella fuese, la habría arropado algún día dentro de muchos años, aprovechando la hora del sueño, tal como merecía su generoso corazón. Solo la ley universal de causa y efecto consoló a la parca. Con sus dedos largos y huesudos anotó aquella deuda en el pergamino que cubría su pecho, un largo listado de nombres que algún día tendrían que responder ante ella por los actos que habían quedado impunes. Sonrió al pensar que aquel despiadado ser rendiría cuentas en algún momento de su vida; entonces le cobraría lo suyo y lo de aquella bondadosa mujer. La Muerte jamás olvidaba vengar a los justos.
Aun consciente de su presencia, la mano ejecutora no le prestó la menor atención. El tiempo corría en su contra. Al contemplar a la anciana se le hizo un nudo en la garganta. La había amado hasta el infinito, igual que a las demás. Ella le había enseñado las grandes lecciones universales y le había apoyado en sus horas oscuras, impidiéndole cometer el más atroz de los actos y animándole a ver el mundo con ojos nuevos. Siempre había estado a su lado, sin exigencias ni condiciones. Y él se lo agradecía arrebatándole la vida. Apretó los labios al ver aquellos ojos tan abiertos, que le observaban con una mezcla de sorpresa y reproche.
—No seas egoísta, tú ya has vivido bastante —gruñó, desviando la mirada.
La visión de su cuerpo desparramado en el suelo tampoco le gustó. Parecía tan poca cosa… Era como si la muerte le hubiera succionado varios kilos hasta convertirla en una muñeca de trapo, vieja y arrugada, una penosa reproducción de una mujer grandiosa y vital. Recolocó sus brazos y sus piernas una y otra vez, hasta que halló una composición más o menos armónica. Cuando empezó a sentir el aguijón de la culpa, reunió todas sus emociones en un saco y lo arrojó al océano. Se consoló pensando que, si hubiera tenido la oportunidad de explicárselo, ella habría accedido de buena gana. Es más, habría insistido en que siguiera adelante con su plan, pues su amor hacia el prójimo no tenía límites.
—Te he traído las cosas que te gustan, para que no te sientas sola —le explicó con ternura, mientras acariciaba su mejilla arrugada.
Esparció varios objetos sagrados alrededor del cadáver, comprobando cada detalle, arreglando su cabello, alisando su ropa. Una piedra aquí, una flor allá… En un momento dado, colocó el pulgar y el índice sobre la comisura de sus labios y empujó hacia arriba, pero después de varios intentos, se rindió. Imposible dibujar una sonrisa que hiciese justicia a la auténtica.
Entonces, comenzó la otra tarea, aquella que le producía auténtico pavor, pero que no podía eludir. Pensó en su recompensa mientras se arrodillaba junto al cadáver y buscaba la herramienta más adecuada en su maletín.
Un buen rato después contempló su obra, y al ser consciente de lo que estaba por venir, rompió a llorar.
—Perdóname, perdóname, perdóname, perdóname…
Se acurrucó junto a ella y buscó refugio entre sus brazos. Bajo su calor, se dejó acunar durante horas, tratando en vano de esquivar los pensamientos que le atacaban como dardos envenenados. Él no era ningún asesino, eso estaba claro. Sin embargo, acababa de segar una vida.
Incapaz de resolver semejante contradicción, se observó a sí mismo desde una prudente distancia, y al hacerlo se dio cuenta de que estaba frente a un perfecto desconocido. Sin embargo, aquella no fue la única revelación, pues en aquel instante comprendió que cuando lo que uno ama se ve amenazado, las fuerzas oscuras que hibernan en el interior de toda criatura sensible despiertan, salvajes y hambrientas, transformando cualquier atisbo de humanidad en un arma destinada a vengar la injusticia. Eso era lo que le había ocurrido a él: un proceso natural en el que no había intervenido su voluntad y del que no tenía culpa alguna. Suspiró, aliviado, al comprender que su actitud estaba sobradamente justificada.
Aquello no era más que el principio.
1. Luscofusco: atardecer en gallego.
2. Conjuro clásico para la preparación de la queimada gallega. Aunque existen algunas variantes, el conjuro tradicional fue inventado por Mariano Marcos de Abalo en 1967.
«La muerte no es la mayor pérdida en la vida.
La mayor pérdida es lo que muere dentro de nosotros
mientras vivimos».
Norman Cousins
SUEVIA
Gruta de las Ciencias, 1985
—¿Qué es la alquimia?
Un denso silencio inundó la Gruta de las Ciencias, un lóbrego agujero excavado bajo el imponente Pico Sacro, donde nos refugiábamos cinco días a la semana para aprender los fundamentos de la sabiduría ancestral.
El interior del sagrado monte, oculto a los ojos de los hombres mediante complejos hechizos superpuestos, había conquistado mi corazón desde el día en que lo pisé por primera vez. La humedad que se respiraba en cada rincón, el popurrí de olores que se escapaba del laboratorio con el éter destacando sobre los demás, la polvorienta biblioteca donde los vetustos volúmenes competían por no resbalarse de las atiborradas estanterías, la sala de astronomía con sus telescopios, cartas celestes y astrolabios… Todo lo que había dentro de la gruta colmaba mi sed de conocimiento, y mientras permanecía entre sus paredes de lunes a viernes, sentía que mis heridas internas sanaban misteriosamente. Con el tiempo había descubierto que solo cuando estaba allí, estudiando e investigando, me sentía plena y feliz.
En aquellos momentos el maestro Odón, líder del Gremio de Brujos y Meigas y jefe de estudios de la gruta, se enfrentaba a un puñado de elementos encarnados en alumnos egocéntricos e inmunes a la gratificación personal derivada del saber. Nos evaluó uno por uno con sus inteligentes ojos grises y no me resultó difícil adivinar lo que estaba pensando: la sabia Antía tutelaba a uno de los grupos más estúpidos de los últimos tiempos. Y yo tenía la enorme suerte de estar en él.
—¿Nadie? —insistió, posando la mirada sobre tres muchachos, proyectos de brujos de dudoso desenlace, que habían pasado la clase intercambiando notas furtivas creyendo sus ingenuas mentes que aquel brujo cincuentón no se daba cuenta de nada.
—La señorita Ofelia no estará disponible para usted ni esta tarde ni nunca, señor Romero —señaló el maestro, con evidente disgusto.
El rostro lechoso del aludido se convirtió en un mapa de manchas rosadas de diferentes intensidades, provocando las risas de todos, excepto la mía.
—Yo…
—Por supuesto, usted no estaba haciendo nada. —Odón sacudió la mano con displicencia—. Dígame, ¿qué entiende por alquimia, señor Romero? Y le ruego que, por una vez, se esfuerce en realizar una aportación interesante, aunque ello agote su mente para el resto del día.
Se escucharon murmullos contenidos y alguna risotada mientras el muchacho se revolvía incómodo en el banco de madera.
—Pues… la alquimia consiste en mezclar sustancias en probetas… —Se rascó la cabeza y sus mejillas se encendieron aún más—. Bueno y también matraces… ¡Experimentos! —Su mirada se iluminó—. Eso es: la alquimia consiste en hacer experimentos y descubrir… eh… curas para enfermedades y otras cosas.
El maestro elevó las cejas, concediéndole una última oportunidad para añadir algo inteligente a su respuesta, pero el muchacho se limitó a encogerse de hombros y mirar a sus amigos muy pagado de sí mismo.
—¿Alguien puede aportar alguna información valiosa acerca de la alquimia?
Sus palabras desfilaron por el aula y se detuvieron ante mis ojos, pulcras y suplicantes. Como brujo experimentado, Odón poseía una llave maestra capaz de profanar cualquier cerradura, y no dudó en abrir la que protegía mi corazón sin previo aviso, allí mismo. Nuestras mentes se conectaron y durante un efímero instante dos espíritus errantes se reencontraron para abrazarse y contemplarse como solo pueden hacerlo quienes han compartido la peor experiencia de sus vidas. Habíamos llorado juntos unos meses atrás, durante la noche de San Juan. Después del accidente, dejó muy clara nuestra relación: cero confidencias, cero intimidad y, lo peor de todo, cero ilusión. Odón era uno de los brujos más poderosos que había conocido. Por desgracia, su dominio de la sabiduría ancestral era tan profundo como su rencor; el perdón no estaba al alcance de todo el mundo y Odón pertenecía al club de los excluidos.
Las palabras que componían su pregunta seguían flotando ante mí. No sabían que había pasado la noche en vela practicando fórmulas de nigromancia y que mi cuerpo y mi mente pedían a gritos un descanso. Aparté las letras de un manotazo y regresé a mi pequeño mundo interior, ese confortable refugio donde me recreaba en su sonrisa, sus abrazos, sus besos… ¡Los echaba tanto de menos!
—Por favor, no puedo creer que nadie sea capaz de aportar ningún dato acerca de la alquimia.
—Se usa para fabricar el elixir de la vida.
—Bien, Martín —concedió el maestro, recuperando algo de luz en su mirada—, pero el aurum potabile no es el único objeto de la alquimia. ¡Más!
—También sirve para transformar en oro los metales.
—Excelente, Francisca.
—¡Pues menuda suerte la de los alquimistas! Seguro que son todos unos ricachones.
—Agradecemos su interesante aportación, señor Fernández —terció el maestro sin disimular su enfado—. Sin embargo, y aunque ello le sorprenda, la acumulación de posesiones materiales no es en absoluto la meta del alquimista, al menos no la de uno serio. El verdadero alquimista aspira a crear un mundo mejor, a transformar el mismísimo universo. Pero no confundan términos, señores: no hablamos aquí de «magia», sino de una disciplina mucho más rica y sutil. La alquimia no se puede entender disociada de la filosofía que la acompaña. —Pues menudo aburrimiento.
Odón suspiró. Por primera vez en su vida estaba deseando que terminara la clase.
—Gracias, señor Romero. ¿Alguien quiere decir algo inteligente? —Sus penetrantes ojos se posaron nuevamente sobre los míos, pero en esta ocasión me limité a sostener su mirada hasta que, derrotado, volvió la vista al frente sin mirar a nadie en particular—. Bien, como supongo que casi nadie conocerá a Hermes Trismegisto, les haré una breve introducción para que se pongan al día. Si deciden dejar atrás sus prejuicios y tratar de descubrir los secretos ocultos bajo mis enseñanzas, les aseguro que vivirán experiencias únicas.
Algunos se inclinaron sobre sus pupitres, cautivados por las últimas palabras del maestro, aunque la mayoría siguió luciendo aquellos rostros anodinos capaces de sacar de quicio a un monje zen.
—Verán, la filosofía que subyace tras la alquimia es la hermética, atribuida a Hermes Trismegisto, un sabio que en la antigüedad se asociaba al dios egipcio Tot y al griego Hermes. Se le conocía como «el tres veces grande». La hermética es una disciplina que recoge una serie de principios que rigen el universo y que sirven de base no solo para los alquimistas, sino para cualquier mortal que desee aplicar un cambio importante en su vida. Pero él no es el único que destacó en el campo de la alquimia. ¿Les suena Paracelso? ¿John Dee?
Un silencio sepulcral puso de manifiesto la ignorancia de mis compañeros. Yo había devorado las biografías de ambos personajes, criaturas fascinantes dentro del mundo de la alquimia y el ocultismo. ¿Cómo era posible que a nadie le interesara saber más sobre ellos? Miré a mi alrededor y se me encogió el corazón al comprender el motivo: simplemente, no lo necesitaban. Todos ellos gozaban de vidas colmadas de ilusiones y diversión. Un mundo entero les esperaba fuera de la gruta, no como a mí, una aprendiz de meiga solitaria y taciturna que se conformaba con beber de las vidas de los muertos y odiar al resto del mundo.
—Dada la falta de interés que observo en la mayoría de ustedes, me veo obligado a recordarles que son unos privilegiados —dijo Odón muy serio—. La alquimia siempre ha sido una disciplina rodeada de un gran secretismo. Como es lógico, no debe caer jamás en las manos equivocadas, dada la filosofía que subyace tras la misma. Francamente, soy incapaz de comprender su ineptitud para valorar el mundo de posibilidades que se les ofrece y por el que muchos entregarían sus almas al mismísimo diablo.
¿Qué esperaba Odón de aquella panda de niños de papá, mimados y protegidos hasta la extenuación? Todo apuntaba a que la tradición de las meigas y los brujos se acercaba peligrosamente a su fin. Las cacerías, el acoso y la mala fama injustamente ganada a lo largo de los siglos habían provocado un descenso natural en las manifestaciones de sabiduría; apenas nacían brujos o meigas y los pocos que se atrevían a revelar su condición eran los que constituían el escaso alumnado del gremio.
Por si fuera poco, muchos padres se mostraban escépticos acerca de la importancia de preservar la tradición, lo cual ponía al Gremio en una situación delicada a pesar de sus esfuerzos para reorientar la enseñanza de la sabiduría hacia la ciencia. Llevaban años impulsando disciplinas como la química, las matemáticas o la astronomía, y preferían utilizar la palabra «sabiduría» en lugar de «magia», vocablo que no se empleaba a menos que fuese absolutamente necesario. Como explicaban los maestros, los mortales hablaban de «magia» cuando se producía algún fenómeno inexplicable desde el punto de vista racional, lo cual era un error porque todo se podía razonar de la mano de la ciencia; solo había que fijarse en ciertas variables que a menudo escapaban al conocimiento de los mortales.
—Disculpe, maestro, todo esto que nos cuenta está muy bien, pero la sabia Antía nos prometió que nos enseñaría a convertir en oro los metales innobles —señaló un muchacho de piel morena y rostro anguloso. Juan, creo que se llamaba—. Ya sabe, uno tiene novias a las que regalar joyas y no siempre disponemos del dinero suficiente.
—¡Tacaño! —saltó alguien desde la última fila.
Todos los alumnos estallaron en risas y yo puse los ojos en blanco mientras deseaba que los barriera un huracán. ¿Cómo era posible que se mofaran de una disciplina milenaria?
—Buen intento, señor Vaqueira —replicó Odón, visiblemente irritado—, pero no cuela. Por cierto, me parece de un gusto lamentable aprovechar la ausencia de la sabia Antía para otorgarle acciones que no le pertenecen. Por si no se ha percatado, llevamos días sin tener noticias suyas.
—Bah, es una sabia, seguro que puede cuidarse ella solita. Nosotros, en cambio, tenemos una vida social que atender. Le recuerdo que mi padre hace una generosa donación al Gremio de Brujos y Meigas cada año; dudo que lo siga haciendo si opina que su hijo no está recibiendo la atención adecuada.
El maestro se puso lívido y cerró los puños. Por suerte, quedaban unos minutos para finalizar la clase y, con ella, su jornada laboral hasta el lunes. Terminó la lección recomendando un par de lecturas para el fin de semana y suspiró aliviado cuando los alumnos desfilaron por la puerta.
El viernes era un día feliz para todos mis compañeros. Yo no tenía tanta suerte. Mientras ellos descansaban en sus casas, mis fines de semana consistían en hacer un poco de todo en el Hotel O Incio, un bonito lugar emplazado en A Ferrería, el pueblo lucense donde nací. En los últimos años había adquirido una fama notable gracias a las aguas de su balneario, pero además, el alma de la madre Gaia se respiraba en el río y en la lluvia, en las flores y en el viento. Era el lugar perfecto para soltar la mente y descansar, ya fuese disfrutando en plena naturaleza o dentro del hotel, donde el lujo asomaba en cada rincón, ofreciendo a los huéspedes una estancia agradable y gastronómicamente interesante. Por desgracia, yo era un espíritu libre y se me hacía muy duro pasar las horas encerrada entre cuatro paredes mientras rellenaba papeletas y escuchaba la verborrea de los pacientes. Mi madre, que regentaba el hotel con la ayuda del doctor Santiago, me reprendía por ser demasiado frívola con los agüistas, hombres y mujeres de toda clase y condición que llegaban desde diversos puntos de la geografía gallega para tomar las aguas ferruginosas y aliviar sus dolencias. «Algunos sufren dolores atroces y enfermedades crónicas, Suevia. ¿Lo entiendes? No todos tienen la suerte de llevar una vida acomodada como la tuya, sin problemas ni preocupaciones». «Qué sabrás tú, mamá, de mis problemas y preocupaciones, si solo me ves por encima los sábados y los domingos. Para tu información, hace tiempo que convivo con un sufrimiento tan profundo y espantoso como el de cualquier agüista, con la diferencia de que ni un millón de litros de tus aguas milagrosas podrá curarme jamás».
Aquella tarde, el doctor Santiago me esperaba en el coche enfrascado en su periódico. Su compañía era un bálsamo para mí y agradecía enormemente que fuese él y no mi madre quien se encargara de llevarme y traerme al Pico Sacro. Los trayectos con Genia siempre acababan en discusión gracias a su costumbre de someterme a un tercer grado. Preguntas y más preguntas, acompañadas de sentencias que me ahogaban en un doloroso silencio. Adoraba a mi madre, pero su afán de control resultaba asfixiante.
A diferencia de ella, el doctor jamás preguntaba. Charlábamos sobre nuestras actuales lecturas, divagaba sobre efemérides astronómicas o me contaba alguna anécdota sobre los agüistas. Yo intervenía ocasionalmente, aunque la mayor parte del viaje permanecía en silencio, disfrutando del paisaje. Con Santiago me sentía a gusto porque ambos sabíamos que no necesitábamos palabras para entendernos a la perfección.
—Pareces pensativa —comentó en cuanto abrí los ojos, casi una hora después.
—Estoy cansada —respondí, bostezando ampliamente—. Ha sido una semana horrible.
—¿Odón sigue tan encantador como siempre?
—Más aún. A veces pienso que soy invisible.
—Se le pasará —opinó él, mirándome de reojo.
—A lo mejor a la que no se le pasa es a mí —mastiqué las palabras con rabia.
—¿Qué quieres decir?
—Da igual.
Dedicamos varios minutos a contemplar el granizo que repiqueteaba sobre el parabrisas, hasta que Santiago, que me conocía demasiado bien, reanudó la conversación.
—Bueno, cuéntame, ¿qué planes tienes para este fin de semana?
«Sobrevivir».
—Nada especial —gruñí. Mis dedos entrelazados se tensaron tanto que me crujieron los huesos. Me obligué a separarlos y respiré hondo.
Cuando llegamos al pueblo, prácticamente salté del vehículo, ansiosa por estirar las piernas y desaparecer del radar del doctor. Aunque lo disimulaba muy bien, sabía que estaba pendiente de mí desde el día en que nos conocimos, que curiosamente coincidía con el de mi nacimiento, pues fue Santiago quien me trajo al mundo durante una tormentosa noche de verano.
El médico estaba sacando su maleta del coche cuando una vecina se abalanzó sobre él, literalmente. Tenía el rostro desencajado y los cabellos desordenados.
—¡Ayúdeme, doctor! —chilló, aferrándose a su chaqueta con los dedos crispados.
Santiago posó la maleta en el suelo y sostuvo a la mujer antes de que sus piernas dejaran de responderle. La ayudó a recuperar el equilibrio y buscó su mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre y la hinchazón revelaba que llevaba un buen rato llorando.
—Calma, Elisa. Dígame, ¿qué ocurre?
—Es Samuel, doctor —replicó ella, con voz ahogada—. Esta vez se nos va, lo presiento, ¡¡se me va mi niño!!
Profirió un alarido que me puso los pelos de punta. ¿Había escuchado bien? ¿Se iba el niño? Intenté reprimir la sonrisa que amenazaba con dibujarse descaradamente en mi rostro.
—Suevia, escucha con atención. —Una petición complicada en aquel momento, pues mi cerebro se había puesto en marcha y trabajaba a toda velocidad en una dirección diametralmente opuesta a la del buen doctor—. Necesito que me ayudes a llevar a Elisa hasta su casa y después vayas a avisar a tu madre. ¿Puedes hacerlo? Ahora mismo necesita el apoyo de sus seres queridos.
Asentí en silencio mientras sentía vibrar cada fibra de mi ser. ¡Era mi día de suerte! Llevaba siguiendo la salud del pequeño Samuel y la de los otros bebés del pueblo desde hacía meses, pero nunca pensé que alguno nos dejaría tan pronto. «A lo mejor no muere hoy —me advirtió mi mente racional—. Sabes que cuando una madre presiente que su hijo está a punto de irse, lo más probable es que así sea», contraatacó mi intuición, deseosa de salirse con la suya. Una vez en la vivienda, acomodamos los brazos y las piernas inertes de Elisa en su viejo sofá y me dirigí al hotel para avisar a mi madre.
Me dejé estrujar bajo su abrazo de oso y respondí afirmativamente a un montón de preguntas que apenas escuché. Cuando hizo una pausa para tomar aire, aproveché para ponerla al corriente. Con los ojos acuosos y un hilo de voz me pidió explicaciones que no supe dar. Cuando logró rehacerse, la eficiente Genia tomó nota del impacto que tendría su ausencia para los agüistas recién llegados y avisó a dos camareras de apoyo para que se ocupasen de su recepción. Cada viernes llegaban nuevos huéspedes al balneario y mamá se encargaba de recibirlos con una cálida bienvenida acompañada de Aurora, la eficiente y risueña administradora de las aguas. Era importante que se sintieran cómodos, pues, según ellas, los efectos de las aguas ferruginosas se multiplicaban cuando el paciente estaba relajado. Una vez se hubo asegurado de que todo estaba bajo control, dio las últimas instrucciones al personal de servicio y abandonó el hotel a toda prisa para consolar a su mejor amiga.
Cogí un bocadillo de atún y tomate de la cocina del hotel y hui como alma que lleva el diablo. Tardé dos minutos en llegar a nuestra coqueta vivienda de piedra y pizarra, pero me costó una eternidad encajar la llave en la cerradura. Me sudaban las manos y mi pulso desbocado entorpecía la operación.
Subí los escalones de dos en dos y, una vez en mi habitación, arrojé la mochila sobre la cama y me dejé caer en una silla. Me sentía incapaz de fabricar pensamientos coherentes. Las ideas iban y venían, traídas y llevadas por fantasmas silenciosos que me miraban interrogantes. «¿Es esto lo que quieres?». Me ofrecían opciones en bandejas de plata y, por supuesto, todas me parecían mil veces más suculentas que esa que tenía en mente. Pero no era ninguna cobarde, y si había que sudar sangre para conseguir lo que me había propuesto… Bueno, no sería la primera vez que lo hacía.
Sentía las sienes a punto de estallar. Desenvolví distraídamente el bocadillo y me concentré en masticar varias veces cada pedacito antes de tragarlo. Era un atún de primera calidad, pero a mí me sabía a pelo quemado. No pude dar más de dos mordiscos. Tiré el bocadillo a la papelera y saqué mi diario, el mejor amigo y confidente que había encontrado hasta la fecha. Aquel cuaderno de tapas desgastadas y hojas amarillentas era el único testigo de mi estupidez: experimentos con cadáveres de animales, intentos fallidos de contactar con los muertos, hechizos disparatados y otras cosas que preferiría olvidar pero que, por algún motivo, necesitaba descargar por escrito para arrancarlas de mi mente. Era algo así como un anuario de fracasos que mantenía oculto a toda costa, pues no reflejaba una sola acción permitida a una meiga neófita. El día que decidí dejar de ser yo para convertirme en una perfecta desconocida, rompí todos los juramentos que había hecho al gremio antes de ingresar como alumna.
Pero no me importaba lo más mínimo, tenía una poderosa razón para hacerlo.
Apoyé los codos sobre el escritorio y mis ojos se posaron sobre el único adorno de mi austera habitación: un retrato arropado por un marco de bronce envejecido.
Mis manos se aferraron a él mientras mi estómago adquiría la textura de una roca. Y una vez más, la noria de mi vida se puso en marcha. Las luces y la música dispararon mi adrenalina y aquellos familiares tentáculos de humo asomaron bajo la cama y reptaron hasta mí para envolver mi cuerpo helado con su calor pegajoso. El más oscuro acarició mi mejilla, se enroscó alrededor de mi mano y la guio hasta el cajón. Antes de que me diera cuenta, la cajita roja de Juanolas tintineaba entre mis dedos. La tapa se abrió y la cuchilla oculta entre aquellas grajeas, oscuras como cucarachas, se deslizó entre mis dedos.
Exhalé un largo suspiro y me dejé llevar. Dos semicírculos. Día noventa y cuatro.
Un coro de voces agitadas me devolvió a la realidad. Me bajé la camiseta y una nube de chispas revoloteó frente a mis ojos cuando me levanté de golpe. Me apoyé sobre el respaldo de la silla y esperé unos segundos hasta que mi cabeza dejó de girar.
Entonces, me asomé con cautela por el hueco de la escalera y escuché con atención. Mamá, Elisa y un séquito de vecinas llorosas. Alguien pronunció las palabras que llevaba tanto tiempo anhelando oír.
Y sonreí.
Era definitivo, pues. Poco podían imaginar aquellas vecinas cotillas que, envuelto en un velo de llantos y maldiciones, la vida me estaba haciendo el mejor de los regalos.
A mí y a Bela, claro.
—¡Dios mío, Elisa! Todavía no me lo puedo creer. —Oí decir a mi madre, con su habitual serenidad. Era un faro en medio de un mar embravecido; ni la más testaruda de las olas parecía capaz de resquebrajar su temple—. Ponte cómoda, tesoro. Te prepararé algo caliente mientras llega el doctor Santiago.
Acompañaron a la desconsolada madre al salón y, durante una fracción de segundo, pude sentir su dolor. Vi a través de su alma y supe que lo único que deseaba la pobre mujer era deshacerse de toda aquella gente, apretarse