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Lagunas y gitanos
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Lagunas y gitanos
Libro electrónico183 páginas2 horas

Lagunas y gitanos

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En los cuentos de Lagunas y gitanos las voces renacen como una planta después de la helada. Voces que se celebran a sí mismas describiendo los venturosos días de almas humildes, de una voz sola que narra con asombro el mundo. Hay un estado de comunión con las cosas, los seres vivos, incluidas las personas. Llamar a una amiga simplemente para decirle algo, a veces se tiene esa necesidad. Y describir el mundo que las rodea, narrarlo como una forma de cuidarlo, de atesorarlo íntimamente.

Lagunas y gitanos da lugar y encarna estas voces como sólo la literatura puede hacerlo.
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento18 feb 2022
ISBN9789878473345
Lagunas y gitanos

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    Lagunas y gitanos - Luciana Pallero

    Amarillo

    Cuando tenía dos años, vos y yo, mamá, pasábamos mucho tiempo juntas.

    Aquella vez, estábamos solas, en la costa del río, y una mariposa se posó en mi campera. No recuerdo si era amarilla la campera o la mariposa. Yo abrí la palma de la mano para aplastarla contra mi brazo. Vos chistaste:

    —¡No!

    Dudé un segundo y, como advertida de algún peligro, la mariposa levantó vuelo. Sin embargo, inmediatamente, volvió a posarse en el mismo lugar que antes.

    —Ahora confía en vos —dijiste.

    La historia de Sole

    Esta historia me la contó una chica llamada Sole hace quince años, cuando teníamos unos veintipico. Después, nunca más la volví a ver.

    Yo había ido a bailar. Salí del boliche y vi que era una mañana soleada de verano. Estábamos sobre la costa del río. El sol no había llegado a calentar y todavía corría un viento fresco y hermoso.

    Alguien me presentó a la Sole y a su novio y ellos me llevaron en su auto. El auto iba por la costanera. La Sole empezó a hablar, como si nos conociéramos, con el río resplandeciendo atrás. El brazo lo apoyaba en la ventanilla, al contacto con el sol cálido y el fresco que venía de la superficie del agua. Tenía el pelo lacio, negro y sano hasta la cintura, brillaba, sano.

    El sueño de su padre, decía, había sido tener un chivato. Compró la casa por el árbol del patio, el chivato. Durante años, contaba la chica, su padre intentó todo para que floreciera; ese era su sueño. Lo podó en diferentes épocas según le iban diciendo algunos entendidos del barrio. Antes de cierto nudo, en junio, octubre, en el equinoccio de otoño, y así durante toda la infancia de la hija. Un día, el hombre se cansó de que no floreciera y abandonó al árbol. Aquel año, floreció.

    La historia de Mario

    Los dos hermanos no habían estado nunca tan unidos como desde que entraron al mundo de la música electrónica.

    La noche que probaron, juntos, ketamina, Mario tomó sólo un poco. Como sentía que no le pegaba, se tomó una pastilla. Tampoco le pegaba y, pum, otro saque de keta. Después, se fueron a un boliche.

    Ahí, Mario se empezó a sentir mal. Al principio no quiso decir nada. Aunque después dijo:

    —Me siento mal. Pero muy mal.

    Sin embargo, su hermano había consumido las mismas cantidades y Mario, al verlo bailar con la mirada perdida, se dio cuenta de lo lejos que estaba de poder brindarle ayuda.

    Se sentó en un escalón al borde de la pista de baile y se agarró las sienes deseando vomitar. Cuando su hermano vio esto, le propuso que fueran al kiosco a comprar un agua.

    En el kiosco Mario sacó el billete que habían quedado en no usar. El billete que tenía escrito Puto el que lee. Se lo dio a su hermano y le dijo:

    —Me siento nada. Me siento alguien. Me siento un Poett —se puso la palma abierta sobre la cabeza y chistó dos veces como si fuera un aerosol, un Poett, y su palma estuviera apretándolo.

    Después tomó agua. Se despejó un poco y, cuando su hermano le preguntó cómo estaba, contestó:

    —Vamos a bailar.

    Está bien

    Ocho horas era la mesa de examen. Llegué primera. Me tocaba tomar junto con la profesora de Matemática. Los alumnos fueron llegando en horario. Unos doce eran para Matemática, sólo tres de Psicología. Los míos tenían quince años. La de Matemática tomó escrito, yo tomaba oral. El primero que pasó a dar examen había estudiado, no se puso nervioso pero hablaba mirando al piso, nunca a mí. Después le tomé a una chica, decía que había estudiado pero contestaba todas las preguntas al revés. Cuando pasó el tercero y último, creo que al ver que su compañera había desaprobado, me dijo que no había estudiado y ni siquiera llegué a hacerle una pregunta. Después, los tres estudiantes me dieron sus libretas y les completé la nota, siete, tres y tres. En la libreta vi que otros profesores los habían desaprobado con uno.

    Saludé a mis alumnos, les entregué sus libretas y me puse a llenar el libro de actas. La profesora de Matemática, que seguía tomando escrito, se dirigió a un chico de unos trece años que estaba sentado justo enfrente mío en la primera fila. Comenzó a gritarle:

    —¡Tenés que venir! ¡Parate! —el adolescente estaba inmóvil—. ¡¿No entendés?! —La profesora se le acercó, le dio un papel y desde muy cerca volvió a vociferar que tenía que levantarse. La imagen corporal del chico era la de alguien que quiere encogerse. Como no decía nada, la profesora le gritó:

    —¡Contestá! ¡La próxima tenés que pararte para bus-car-lo! ¡¿Entendés?!

    —Está bien —dijo él finalmente, sin modificar la posición del cuerpo.

    Pensé que había contestado lo mismo que hubiera contestado yo.

    Después, la profesora se acercó por atrás de mí, me puso la mano en el hombro y tomé consciencia de lo tenso que estaba todo mi cuerpo. Ella miró por la ventana hacia la calle.

    Cuando me fui, los alumnos de Matemática todavía estaban haciendo el escrito. Miré por última vez al alumno de la primera fila, que estaba pensativo.

    La génesis de un milagro y su historia

    Todos los veranos vacaciono un mes en mi pueblo. Cuando llego, la casa está sucia, así que viene mi ahijada a ayudarme a limpiar. Ella tiene una hija de seis. Hace un año que no me ve, y no sé si acuerda de mí. Creo que va a ser de esas personas que son hermosas, porque tiene un color de ojos que atrapa enseguida. Son grises, oscuros en el iris con un círculo más claro alrededor.

    Estamos ella y yo en el baño. Yo limpio la bañadera y la cuido, su mamá ahora está limpiando en el patio. La nena me habla:

    —¿Tenés una hija?

    —No.

    —¿Tu perra es tu hija?

    No me acuerdo de haberle dicho eso, es como si supiera algo secreto de mí.

    —¿Cuándo te dije eso yo?

    Sonríe.

    —¿La tuviste en la panza?

    —Sí, es mi hija —contesto. A la vez, me viene a la mente una imagen, sobre cuando le hice creer aquella historia, el verano anterior—. No tengo hijas humanas —digo—, pero sí tengo una hija perra.

    —¿Cómo?

    —No tiene padre. La tuve con otra perra. Es así: yo tenía una perra que cuando se murió de vieja, la extrañaba mucho. Entonces, aquella perrita mía vino en un sueño y me dijo que me iba a mandar otra perra para que no estuviera sola. Y así me mandó a esta.

    Termino de limpiar el espejo con un bollo de papel de diario, la miro a través de su imagen y agrego:

    —Fue un milagro.

    —¿Cómo te habló?

    —¡No sabés! Aquella perra primera que tuve no hablaba. No hablaba con la boca, pero cuando la mirabas le entendías lo que ella te estaba queriendo decir, porque era muy inteligente y te hablaba con la mirada. Ella me miraba y yo escuchaba adentro de mi cabeza: Tengo hambre. ¿Puedo subir a la cama? ¿Cuándo me vas a llevar a pasear?

    —¿La perra que tenés ahora es inteligente?

    —No, no —contesté—. Esta no.

    La historia de Lucía sobre su gato

    No me conocía, pero a través del chat me invitó a su casa a estudiar. Se llamaba Lucía.

    Entré a su depto. Lleno de luz, desordenado. Un departamento de estudiante. Ni ella ni yo éramos hermosas, pero lo éramos a nuestra manera. Señaló el escritorio donde íbamos a estudiar, me pareció súper incómodo.

    Entonces apareció un gato por la ventana, como marcando territorio. Era grande, grandísimo. Y sin cola.

    —Tuvieron que cortársela porque se la enganchó en un alambre de púas —dijo Lucía—. ¡Y era lo que lo distinguía! Una cola inflada y peluda —hizo un gesto demasiado bello con las manos para que me figurara la cola. Parecía que no aceptaba la pérdida.

    —Ahora también es lo que lo distingue —dije—. La cola que le falta —esa idea obvia la hizo sonreír como si a ella antes no se le hubiera ocurrido.

    Mucho más tarde, a la madrugada, me contó más. El día que se enredó la cola nadie de los vecinos que estaban ahí podía acercarse, porque te arañaba, estaba sacado –dijo–, al final la ubicaron a ella. Lucía fue enseguida con el que era su novio de entonces. Se acercaron al gato, resultó que por ellos sí se dejó ayudar. De entrada, con ellos, se quedó tranquilo.

    —Fue ahí que dije: Loco, el gato me reconoce —la chica hablaba mirando la ventana, de perfil a mí, con sus veintiséis, a medianoche.

    También me acuerdo de que a la madrugada habló de manera llana sobre la violencia, se notaba que la conocía en que hablaba sin aclarar cosas. Además lo supe porque yo también la conocía. No es que me contaron cómo es el color azul, sino que vi el color azul. Ella no hablaba de cualquier violencia, era la violencia entre la que se es criada. Me pregunté si no sería que toda la gente sabía lo que era, como esta mina, Lucía, como yo. Si, en realidad, no había nadie puro en el mundo.

    No sé cómo nunca me lo contaste

    Úrsula fue mi mejor amiga desde los siete años. Fuimos compañeras de escuela desde primer grado. Ahora tenemos diecisiete. Ella es rubia y de ojos celestes. Tiene una mirada rara, por los ojos demasiado saltones. Siempre se sintió fea, pero no lo admite, tiene el orgullo de las rubias.

    Estamos merendando. Estamos en el living de la casa de mis padres. Tal como cuando éramos chicas. Nos sentimos cómodas y a Úrsula se le soltó la lengua. Habla de Marcelo Vieytes, un chico que le gusta. De repente cambia el hilo de la conversación y hace un gesto con los labios que me sugiere que está de verdad triste. Menciona la historia de cuando conoció a su padre.

    —Vos ya sabés cómo fue —afirma.

    Somos mejores amigas desde hace diez años, pero nunca me habló de cuando conoció a su padre, como ella cree. Le digo que no me acuerdo de que me lo haya contado, y se dispone a hacerlo. Su mamá tenía dieciséis años y su papá dieciocho cuando Úrsula nació. Eso no hubiera sido nada si fueran de una villa, pero nosotras éramos de Capital, de clase media, y siempre se había hablado de eso entre las otras madres de la escuela. Por ejemplo, se hablaba de que la madre de Úrsula nunca iba a las reuniones de padres. Que siempre iban los abuelos.

    —Nada. Cuando yo nací, mi papá se fue a Europa con su hermano. Se separaron enseguida mis viejos. Con mi tío, recorrieron Europa en una camioneta por cinco años. Después, cuando yo tenía cinco, me dijeron que mi papá iba a volver. Mi abuela me puso un vestido nuevo, no me puedo olvidar, tenía las mangas de tul, abuchonadas, y me llevaron al aeropuerto para recibirlo. Esperamos atrás de una baranda. Los pasajeros aparecían por unas puertas de vidrio llevando las valijas en un carro. A veces aparecía un pasajero y otros chicos, que también esperaban ahí, iban a recibirlo corriendo con gritos y abrazos. Cuando apareció mi papá, mi abuelo me dijo: Es ese, Úrsula, tu papá; para que yo vaya corriendo como los otros chicos. Yo corrí, con mis mangas de tul extendidas, pero abracé a mi tío.

    Mambo con la muerte

    Después del herpes simple en el lado derecho del cuerpo le apareció migraña crónica. También del lado derecho de la cabeza. Pasaron unos años y apareció la periodontitis, que es la retracción de las encías. Lo curioso fue que era sólo del lado derecho de la boca, tanto en las encías de arriba como en las de abajo. Prácticamente a la vez, la uña del dedo gordo del pie derecho se le empezó a poner marrón, desde los costados hacia el centro. Todas estas cosas, fundamentalmente la migraña, eran el tema central de su terapia, terapia psicoanalítica.

    La psicóloga es jovencita, rubia y amable. La atiende en un consultorio sin luz natural en el hospital público. Preguntó si ella hacía alguna asociación con respecto a las enfermedades. Ella empezó a contar:

    —El neurólogo dice que el herpes

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