Escritos corsarios
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Pier Paolo Pasolini
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922 - Ostia, 1975) Poeta, novelista, autor de obras teatrales, crítico literario, ensayista y polemista, Pasolini es una de las figuras cruciales de la cultura italiana del siglo xx. Personalidad compleja y provocativa, en su faceta de escritor intentó revalorizar lo popular como vehículo de expresión de la realidad. Entre sus obras poéticas destacan La mejor juventud o Las cenizas de Gramsci, y entre sus novelas Una vida violenta, Mujeres de Roma y, sobre todo, Chavales del arroyo. En 1961 inició su carrera cinematográfica, en la que defendió el lenguaje popular y la investigación abierta y adogmática de la realidad. En sus películas inserta escenas líricas con el más descarnado realismo, lo que convierte su obra en una de las más originales de nuestro tiemp
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Escritos corsarios - Pier Paolo Pasolini
Prólogo
La invisible revolución del conformismo, la «homogeneización cultural», la «mutación antropológica» de los italianos, temas de los que Pasolini hablaba con un ensañamiento y un pesar inexplicables entre 1973 y 1975 (el año de su muerte), no eran en absoluto fenómenos invisibles. ¿Era él el único que los percibía? ¿Por qué, entonces, sus palabras sonaban tan inoportunas, irritantes, escandalosas? Hasta sus interlocutores menos groseros le reprochaban, a la vez y como siempre, su apasionada obstinación y su esquematismo ideológico. Lo que Pasolini decía era en gran medida archisabido. La sociología y la teoría política ya se habían ocupado de ello. Los críticos de la idea de progreso, de la sociedad de masas, de la mercantilización total, ya habían dicho hacía tiempo todo cuanto había que decir. ¿Acaso la Nueva Izquierda no era ella misma producto de ese análisis? ¿Qué sentido tenía ponerse apocalíptico a esas alturas? Se trataba, también en el caso de Italia, de una catástrofe normal y previsible debida al normal y previsible desarrollo del capitalismo. ¿Por qué se empecinaba Pasolini en convertir aquello en una causa personal? Añorar el pasado era absurdo (¿qué ideólogo, político o científico social osa añorar nada?). Volver atrás, imposible. Detenerse de un modo tan irracional en el «precio que hay que pagar» para seguir adelante resultaba inoportuno y poco viril. La única opción, quizá, consistía en organizar una lucha revolucionaria contra el Poder y el Capital, convertidos en entidades multinacionales, o en tratar de controlar y «civilizar» su dinámica imparable y, en el fondo, positiva. Así las cosas, los artículos que Pasolini escribía en las primeras páginas del Corriere della Sera (dirigido a la sazón por el innovador Piero Ottone), periódico burgués, patronal y antiobrero, no podían por menos de suscitar reacciones irritadas, gestos de indiferencia, recriminaciones y, en última instancia, desprecio.
Puede que quienes recuerden, aunque sea vagamente, las polémicas periodísticas del momento se asombren al releer estos Escritos corsarios. Y no solo por la inteligencia, por la imaginación sociológica de Pasolini, que sabe extraer una visión de conjunto a partir de una base empírica limitada a su experiencia personal y ocasional (claro que, ¿de dónde deriva todo el saber «sociológico» de los grandes novelistas del pasado, desde Balzac y Dickens en adelante, sino de su capacidad para ver lo que tenían frente a los ojos?). Ningún semiólogo especializado y profesional ha hecho un uso tan fecundo de la semiología, que Pasolini menciona con gran respeto y de la que hace un uso tan certero. El asombro proviene sobre todo, creo yo, de la inagotable inventiva de su estilo ensayístico y polémico, de la energía salvaje y la astucia socrática de su arte retórica y dialéctica, de su «psicagogia», con la que saca a relucir con tanta claridad los prejuicios intelectuales (de clase, de casta) y, a menudo también, el cerrilismo algo mezquino y persecutorio de sus interlocutores. Se diría que estos siempre están equivocados o que, cuando llevan parte de razón, su razón se nos antoja estridente y rabiosa, además de cognoscitivamente inerte. Mientras Pasolini trataba de revelar algo nuevo, ellos se limitaban a defender ideas recibidas.
La cuestión es que para Pasolini los conceptos sociológicos y políticos se convertían en evidencias físicas, en mitos e historias del fin del mundo. Así, por fin, Pasolini hallaba el modo de expresar, representar y dramatizar teórica y políticamente sus angustias. Solo ahora le era posible encontrar un espacio que creía perdido en los años precedentes y emplear de forma directa su propia razón autobiográfica para hablar en público del presente y el futuro de la sociedad italiana, de su clase dirigente, del final irreversible y violento de una historia secular.
Pero la evidencia física de la desaparición de un mundo, que debía de estar y en efecto estaba frente a los ojos de todos, parecía invisible para la mayoría. Pasolini se mostraba unilateral e injusto al describir de manera sumaria, violentamente esquemática, esas evidencias físicas. A veces, sus visiones parecían cegarlo. Una ajenidad insuperable hacía que las caras de los nuevos jóvenes parecieran «todas iguales» (del mismo modo que parecen «todas iguales» las caras de los pueblos lejanos que todavía no hemos aprendido a mirar, a amar). No obstante, el sentido de la argumentación estaba claro: lo que impedía distinguir a un joven fascista de un joven antifascista, o a una pareja proletaria de una pareja burguesa, era el final del fascismo y el antifascismo clásicos, el final del viejo proletariado y de la vieja burguesía. Era el advenimiento (el adviento) de un nuevo modelo humano y de un nuevo poder que estaban borrando el que había sido el rostro físico y cultural de Italia, lo cual implicaba una transformación radical de la base social y humana de las viejas instituciones.
Llama la atención que Pasolini la tomara con el abuso del término «sistema» por parte del movimiento del 68. Él mismo, en cuanto el movimiento empezó a precipitarse hacia un proceso involutivo, formuló, con sus propias palabras, una denuncia violenta y global en la que perfilaba de forma sumaria los contornos de un sistema social que lo impregnaba todo. Partía de detalles que subrayaba, ampliaba y elevaba a categoría (el corte de pelo, un eslogan publicitario, la desaparición de las luciérnagas). Como en todo análisis tendencioso, el resultado era una imagen deformada. No obstante, esa deformación tendenciosa imprimía una extraordinaria eficacia y una coherencia provocadora a sus discursos. Y proyectaba una nueva imagen de la sociedad como globalidad, como sistema.
Es cierto que la «homogeneización» cultural de la que hablaba con obsesiva y pedante insistencia, la reducción de los italianos a un único y despótico modelo de conducta (una nueva clase media o nueva pequeña burguesía total) no era un proceso ya consumado. Pero pronto lo sería. Esa transformación radical y absoluta era lo que hacía que todas las categorías de juicio anteriores se hubieran vuelto obsoletas, carentes de sentido y engañosas. Fascismo y antifascismo, derecha e izquierda, progreso y reacción, revolución y restauración estaban convirtiéndose en oposiciones puramente terminológicas y consolatorias: en la buena conciencia de los intelectuales de izquierdas. La realidad era diferente, se encontraba fuera de Palacio (como dirá en las Cartas luteranas), fuera de los habituales debates entre intelectuales. La historia italiana había sufrido una aceleración imprevista: «En un momento dado, el poder necesitó un tipo distinto de súbdito que fuese, ante todo, un consumidor». El centro había anulado todas las periferias. La nueva sociedad encarnaba por primera vez en Italia el poder total, sin alternativas, de la clase media. Una uniformidad pesadillesca en la que solo había espacio para el convencionalismo consumista y la idolatría de la mercancía. Se cumplía así un «genocidio» cultural definitivo. Sin necesidad de golpes de Estado, de dictaduras militares, de controles policiales ni de propaganda ideológica, el nuevo poder sin rostro se adueñaba pragmáticamente de la conducta y la vida cotidiana de todos. Las diferencias de riqueza, renta y jerarquía ya no daban pie a diferencias cualitativas en lo cultural, a tipos humanos distintos. Quienes carecían de dinero y de poder no aspiraban a acumular más riquezas ni más poder, sino a ser en todo y para todo como la clase dominante, que en lo cultural se había convertido en la única clase existente.
La cultura italiana de izquierdas reaccionó a estas afirmaciones encogiéndose de hombros y, a menudo, al borde de la hilaridad. Pasolini descubría cosas ya sabidas y las cargaba de énfasis. O quizá tan solo pretendía «relanzar» la imagen, algo manida, del escritor como conciencia pública, víctima perseguida, alma herida. Protagonismo y victimismo, en fin. ¿De verdad había que creerse que acababa de descubrir la «tolerancia represiva» y el «hombre unidimensional» de Marcuse? ¿O los efectos de la industria cultural de masas que Horkheimer y Adorno habían analizado décadas antes? ¿O el fetichismo de la mercancía en las sociedades capitalistas?
Desde luego, desde este punto de vista, los análisis de los Escritos corsarios no tienen ninguna originalidad. Aunque eso Pasolini lo sabía muy bien (el «genocidio» cultural, dice, ya lo había descrito Marx en el Manifiesto). Todo, en teoría, había sido dicho. Pero solo entonces se verificaban en Italia aquellos procesos de los que había hablado la sociología crítica en Alemania, Francia y Estados Unidos, y lo hacían con una violencia concentrada e imprevista. Para Pasolini se trataba de una «cuestión de vida o muerte». Su instrumento cognoscitivo era su propia existencia, la vida que le imponía su «diferencia», su amor por los muchachos subproletarios a los que el desarrollo había deformado en cuerpo y alma. Y eso, trasladado a la polémica de las páginas del periódico, no podía sino convertirse en un enorme y casi insuperable motivo de escándalo y mal disimulado desprecio.
El intelectualismo formal y el politicismo difundidos entre la cultura de izquierdas de aquellos años (desde el laicismo moderado al marxismo ortodoxo o neorrevolucionario) le ofrecían a Pasolini una ventaja cultural insólita. Todo el mundo estaba pendiente de lo que ocurría en las cumbres del poder, pero casi nadie miraba a la cara a sus semejantes, a sus compatriotas: masas que había que reconducir al orden, guiar a hacia la modernidad o movilizar hacia el comunismo. La propia virulencia de los embates políticos en Italia entre 1967 y 1975 impedía la apertura de miras intelectual y la percepción empírica que habrían permitido advertir cómo estaban cambiando tanto el escenario como los actores de dichos embates.
Por otra parte, Pasolini, pese a desconfiar del movimiento estudiantil, había tomado puntual nota de las acusaciones recibidas. En un artículo publicado en el semanario Tempo el 18 de octubre de 1969 leemos: «Ha sido un año de restauración. Lo que más duele constatar es el fin del movimiento estudiantil, si es que de fin puede hablarse (que espero que no). En realidad, la novedad que los estudiantes trajeron al mundo el año pasado (los nuevos aspectos del poder y la esencial y dramática actualidad de la lucha de clases) ha continuado operando dentro de nosotros, hombres maduros, no solo durante ese año, sino, creo yo, durante el resto de nuestra vida. Las injustas y fanáticas acusaciones de integracionismo que los estudiantes nos han dirigido eran, en el fondo, justas y objetivas. Y –mal, por supuesto, con todo el peso de los viejos pecados– procuraremos no volver a olvidarlo» (Il caos, Roma, Editori Riuniti, 1979, pp. 215-216 [hay trad. esp.: El caos: contra el terror, trad. Antonio Prometeo Moya, Barcelona, Crítica, 1981]).
A pesar de su esquematismo conceptual, Escritos corsarios sigue siendo uno de los escasos ejemplos en Italia de crítica intelectual radical de la sociedad desarrollada. Si bien es cierto que por sí solo no puede reemplazar una sociología sin prejuicios y rica en descripciones (cada vez menos habitual entre los especialistas, dicho sea de paso), por lo menos salva en parte el honor de nuestra cultura literaria, tan a menudo manierista y de cortas miras. Lo que, también aquí, llama la atención en Pasolini es el color amoratado y luctuoso de sus constataciones y sus rechazos, la tensión exasperada de su racionalidad, la ausencia desarmada de ironía y sátira. La fuerza de los Escritos corsarios reside, ante todo, en la realidad emotiva y moral de su luto.
Pasolini es uno de los últimos escritores y poetas italianos (junto con sus coetáneos Zanzotto, Volponi y Giudici) que serían inconcebibles en un contexto no italiano, abstractamente cosmopolita. Esa peculiar «eternidad», sagrada y mítica, del paisaje, del mundo social italiano que él mismo había elaborado en sus obras, se halla evocada aquí, sobre todo, en el artículo que dedica a Sandro Penna: «¡Qué país tan maravilloso era Italia durante el periodo fascista y justo después! La vida era como la que uno había conocido de niño, y durante treinta años no cambió: ya no digo los valores [...], sino hasta las apariencias parecían tocadas con el don de la eternidad; uno ya podía creer apasionadamente en la revuelta o en la revolución, que aquella maravilla que era la forma de la vida permanecería inalterada. [...] [M]ejorarían tan solo sus condiciones económicas y culturales, que nada son frente a la verdad preexistente que mantiene maravillosamente inmutables los gestos, las miradas, las actitudes del cuerpo de un hombre o de un muchacho. Las ciudades terminaban en grandes avenidas».
Este ensayismo político de urgencia es la verdadera invención literaria de los últimos años de Pasolini. Se basa en el esquema retórico de la diatriba y constituye la gran oratoria de acusación y autodefensa pública de un poeta. El tono elegíaco se deja sentir aquí en la contundente sencillez de la argumentación. La de los Escritos corsarios es una ideología «vocal», espontánea, que se mueve a través de la improvisación polémica y de una nítida arquitectura de conceptos, de nervaduras racionales al desnudo sobre las cuales se sostiene el frágil edificio del discurso con la fuerza de la iteración. Desaparecen los juegos de matices, de atenuaciones, de correcciones, de incisos, de luces y sombras. En estos nuevos poemas civilizados o bárbaros en prosa todo se halla desesperada, rigurosamente en primer plano. Un nuevo poder social, pragmático y elemental, que todo lo aplasta con su uniformidad, es descrito con una uniformidad igual de despiadada y mediante un uso igual de pragmático y elemental de los conceptos, como en una reacción mimética. La genialidad ensayístico-teatral de Pasolini se cifra en ese intelectualismo desnudo, geométrico, que expresa destructivamente su angustia por la pérdida de un objeto amado y por la desacralización moderna de toda la realidad.
A
LFONSO
B
ERARDINELLI
Nota introductoria
La reconstrucción de este libro queda en manos del lector. Él es quien debe recomponer los fragmentos de una obra dispersa e incompleta. Él es quien debe reagrupar pasajes lejanos que, no obstante, se complementan. Él es quien debe organizar los fragmentos contradictorios en busca de su carácter esencialmente unitario. Él es quien debe suprimir las eventuales incoherencias (es decir, las investigaciones o hipótesis abandonadas). Él es quien debe sustituir las repeticiones con las eventuales variantes (o, por el contrario, aceptar las repeticiones como anáforas apasionadas).
El lector tiene delante dos «series» de escritos cuyas fechas, si se ponen en fila, corresponden más o menos a: una «serie» de escritos primeros, y otra «serie» más humilde de escritos integradores, corroboradores, documentales. El ojo, obviamente, debe desplazarse de una «serie» a la otra. Más que ningún otro de mis libros, este volumen de textos periodísticos espera del lector un necesario fervor filológico. El fervor menos común en estos momentos. Como es natural, el lector debe remitirse también a otros textos, aparte de las «series» incluidas en el presente libro. Por ejemplo, a los escritos de los interlocutores con los cuales polemizo o a los que con tanta obstinación replico o respondo. Además, a la obra que el lector debe reconstruir le faltan todo tipo de materiales que resultan, por lo demás, fundamentales. Me refiero sobre todo a un grupo de poemas ítalo-friulanos. Hacia el periodo que comprende, en la primera «serie», el artículo sobre el discurso de los vaqueros Jesus (17-5-1973) y el que trata de la mutación antropológica de los italianos (10-6-1974), y, en la «serie» paralela, la reseña de Algo de fiebre de Sandro Penna (10-6-1973) y la de Yo soy poeta de Ignazio Buttitta (11-1-1974), apareció en Paese Sera (5-1-1974) –en la estela de mi nueva tradición ítalo-friulana, inaugurada en La Stampa (16-12-1973)– un conjunto de textos poéticos que conforman un nexo esencial, no solo entre ambas «series», sino también dentro de la primera «serie», es decir, del discurso más actual de este libro. No era posible recoger aquí esos versos, que no son «corsarios» (o lo son mucho más). Así pues, a ellos remito al lector, ya sea en las cabeceras que acabo de citar o en la nueva publicación donde han encontrado su lugar definitivo, es decir, La nueva juventud (Einaudi, 1975).
P. P. P. [1975]¹
1. Todas las notas de esta edición son del traductor, a excepción de las que aparecen con una llamada en forma de asterisco, que son originales de Pasolini. La información de algunas puede encontrarse, ampliada, en las notas al volumen Saggi sulla politica e sulla società, ed. Walter Siti y Silvia De Laude, Milán, Mondadori, 1999, pp. 1759-1781.
Escritos corsarios
7 de enero de 1973. El «discurso» del pelo
La primera vez que vi a los melenudos fue en Praga. En el vestíbulo del hotel donde me alojaba aparecieron dos jóvenes extranjeros, con el pelo largo hasta los hombros. Cruzaron el vestíbulo, llegaron a un rincón algo apartado y se sentaron a una mesa. Allí permanecieron una media hora, mientras los huéspedes, yo entre ellos, los observaban; después se marcharon. Ni al pasar entre el gentío agolpado en el vestíbulo ni durante el tiempo que estuvieron sentados en su apartado rincón, ninguno de los dos dijo una palabra (podría ser –aunque yo no lo recuerdo– que murmurasen algo entre ellos: aunque, supongo, debió de ser algo puramente práctico, inexpresivo).
En realidad, en esa situación concreta –del todo pública, o social, y, diría incluso, oficial–, no tenían necesidad alguna de hablar. Su silencio era rigurosamente funcional. Y lo era por una sencilla razón: porque la palabra era superflua. Ambos, en efecto, empleaban para comunicarse con los presentes, con los observadores –con sus hermanos de aquel momento– un lenguaje distinto al que forman las palabras.
Lo que ocupaba el lugar del tradicional lenguaje verbal, convirtiéndolo en superfluo –y, por cierto, ocupando de inmediato un espacio dentro del amplio dominio de los «signos», es decir, en el ámbito de la semiología– era el lenguaje de su pelo.
Se trataba de un único signo –a saber, la longitud del pelo que les caía sobre los hombros– en el que se concentraban todos los signos posibles de un lenguaje articulado. ¿Cuál era el sentido de su mensaje silencioso y exclusivamente físico?
Era el siguiente: «Somos dos Melenudos. Pertenecemos a una nueva categoría humana que en estos días comienza a hacer acto de presencia en el mundo, que tiene su centro en América y que, en las provincias (como, por ejemplo –o mejor, sobre todo–, aquí en Praga), resulta desconocida. Para vosotros somos, pues, una Aparición. Ejercemos nuestro apostolado llenos de un saber que nos colma y nos consume totalmente. Nada tenemos que añadir ni oral ni racionalmente a lo que física y ontológicamente dice nuestro pelo. El saber que nos llena, entre otras cosas gracias a nuestro apostolado, será vuestro también algún día. Por ahora es una Novedad, una gran Novedad que crea en el mundo, a través del escándalo, una expectativa: expectativa que no se verá defraudada. Los burgueses hacen bien en mirarnos con odio y terror, porque aquello en lo que consiste la largura de nuestro pelo los pone en tela de juicio. Eso sí, que nadie nos tome por gente maleducada y salvaje: somos bien conscientes de nuestra responsabilidad. Nosotros no os miramos, vamos a lo nuestro. Haced lo mismo también vosotros y esperad a los Acontecimientos».
Yo fui uno de los destinatarios de esta comunicación y, además, conseguí descifrarla enseguida: aquel lenguaje carente de léxico, gramática y sintaxis resultaba comprensible al instante, entre otras cosas porque, semiológicamente hablando, no era más que una variante de ese «lenguaje de la presencia física» que los hombres han empleado desde