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Hasta la cumbre: Testamento espiritual
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Pablo Domínguez Prieto dirigió los Ejercicios espirituales de las monjas cistercienses de Tulebras (Navarra), durante ocho días hasta el mismo día de su muerte, mientras realizaba el descenso del Moncayo. Esta obra recoge por escrito las conferencia síntegras que, de viva voz, pudieron escuchar, casi a modo de testamento espiritual, aquellas hermanas. En ellas se reflexiona sobre la Palabra, la vida, la muerte y otros temas espirituales dirigidos expresamente a la vida en comunidad, pero también se abordan las dificultades concretas con las que solemos tropezarnos muchos cristianos a la hora de vivir nuestra fe, siempre con el toque de ironía y buen humor que caracterizaba la extraordinaria personalidad de su autor.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Muchas lecciones se extraen de estas conferencias, propias de un sacerdote iluminado y en conjunción con la gracia divina. Excelente.
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Hasta la cumbre - Pablo Domínguez Prieto
A modo de prólogo
El presbítero de la archidiócesis de Madrid, Pablo Domínguez Prieto, dirigió los Ejercicios espirituales a las monjas cistercienses de Tulebras (Navarra), entre el once de febrero de 2009 y el mismo día de su muerte, el quince. A las tres de la tarde de esa jornada, fue convocado a la Vida; experto alpinista, realizaba el descenso del Moncayo. Era domingo, a la Hora de la Misericordia.
Esta obra recoge por escrito las conferencias íntegras que, de viva voz, pudieron escuchar –casi como en primicia de vida eterna– aquellas hermanas nuestras. Han sido transcritas y revisadas por los hermanos del que fue decano de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid, pero, sobre todo, un diáfano y cada vez más transfigurado sacerdote.
El ámbito –entre la vida y al fin la Vida– en que fueron pronunciadas las reflexiones y las oraciones hace de este libro, de manera extraordinaria, una doble maravilla, asombrosamente unificada como un paisaje simple de tierra y cielo. Porque Pablo Domínguez Prieto hablaba ya en clave de cielo sobre la gracia o la muerte.
Juan Miguel Domínguez Prieto
Un encuentro
con Pablo Domínguez Prieto
Todo encuentro deja una huella más o menos intensa. Hay encuentros dolorosos, hirientes, que te dejan descorazonado; hay encuentros que parece que no hubieran sido tales, que no hubieran existido, con los que se tiene la sensación de que no ha ocurrido nada, aunque pese el vacío que dejan; hay otros, por el contrario, que son gozosos, plenos, que esponjan el alma, que hacen aflorar lo mejor de nosotros mismos, que llevan a Dios. Así fue el encuentro, breve e intenso, de nuestra comunidad con Pablo Domínguez. Por ello, su recuerdo es imborrable en nuestra mente y en nuestro corazón.
El día 10 de febrero del año 2009, al acabar de rezar Completas, sonó el teléfono. Quien llamaba era Pablo Domínguez, al que esperábamos para que nos predicase los Ejercicios espirituales. Por motivos laborales no había podido llegar antes, aunque hizo todo lo posible por no retrasarse mucho y así no importunar a la comunidad. Curiosamente se encontraba en la puerta del monasterio, pero no sabía qué debía hacer para acceder al recinto. La hermana portera y la hospedera fueron en su ayuda. No se conocían, pero desde el primer momento encontraron en este sacerdote joven, alto, amable y sonriente, a una persona cercana, entrañable. Tras los primeros saludos de rigor pasó al comedor de la hospedería para cenar. Allí le aguardaba la Madre Abadesa.
Ella lo había conocido unos días antes en una reunión de la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia (Trapa), a la que pertenecemos. El motivo por el que él asistía a dicha reunión era tratar algunos asuntos referentes a la afiliación de nuestro plan de estudios monásticos con la Facultad de Teología San Dámaso. La impresión que a ella le quedó de aquel primer encuentro fue la de una persona entusiasta, que buscaba con interés, y encontraba, solución a los problemas que surgían; estaba entregado a su trabajo y deseoso de que el mayor número posible de personas se pudiera beneficiar de una buena formación.
Al día siguiente, en la Eucaristía, fue cuando toda la comunidad le pudo conocer. Era la segunda vez que pisaba esta iglesia. La vez anterior había sido una visita fugaz, al terminar los exámenes de bachiller en el Centro de Estudios Teológicos de la Inmaculada de Tarazona. De paso hacia Tudela, donde debía coger el tren, pidió a sus acompañantes entrar en el monasterio para saludar a una hermana que estudia en la Facultad de San Dámaso. Fue allí, en la iglesia, donde se le volvió a insistir en que tenía que venir a predicarnos los Ejercicios. Se quedó un tanto pensativo, echó una mirada a toda la iglesia y dijo: «Vendré. No sé cómo, pero vendré». Nos consta que no le fue fácil encontrar, más bien hacer, un hueco entre sus múltiples ocupaciones para venir hasta aquí.
Nuestro monasterio, que se llama de Santa María de la Caridad[1], se encuentra en Tulebras, un pequeño pueblo al sur de la provincia de Navarra y muy cerca de la provincia de Zaragoza. Su censo sobrepasa en poco el número de cien habitantes, de los cuales gran parte no reside aquí. Está a medio camino entre Tudela y Tarazona y tiene como telón de fondo el Moncayo, que este invierno se cubrió de nieve totalmente como hacía años que no ocurría. Desde cualquier punto de este pueblo del valle del Queiles se divisa este monte.
Comenzamos los Ejercicios bajo el patrocinio de la Virgen, en su advocación de Nuestra Señora de Lourdes, el día 11 de febrero. Pablo era muy devoto de Ella y la tuvo muy presente a lo largo de esos días. Concluía cada meditación pidiendo la intercesión maternal de la Virgen, rezando un Avemaría. También iniciaba las pláticas orando. Esta oración es el espejo de lo que interiormente vivía.
Desde un primer momento, en las charlas estableció con la comunidad un lazo fuerte de comunión. A todas nos maravilló su capacidad de comunicación: hablaba de forma amena, sencilla, adecuándose al auditorio que tenía delante. No le interesaba deslumbrar, sino anunciar a Cristo. Nos dijo cosas tan profundas, tan apasionadamente y con tanta alegría, que muchas hermanas han reconocido que renovó en ellas el entusiasmo interior. A través de estos encuentros comunitarios, y los que personalmente tuvimos con él, fuimos descubriendo distintos rasgos de su personalidad. Pablo, pues así nos dirigíamos a él, era un hombre sencillo, humilde, cercano. Y eso nos hacía sentirnos cómodas, fortalecidas, seguras, esperanzadas, ante él. Jovial y con un buen sentido del humor, siempre desdramatizaba aquello que aparentemente parecía más serio.
El día que nos habló sobre la muerte nos hizo reír especialmente: algunas hermanas comentaban asombradas que nunca les habían hablado de este tema de ese modo. También nos alentó a desear lo que está tras ella, la vida eterna, Dios. Las anécdotas que contaba, tanto de niños como de jóvenes o ancianos, expresaban su entrega incondicional a quien se le acercaba o al que él quería acercarse. Era siempre servicio. Dios le llevaba a todos y él se dejaba llevar, nunca se negaba.
Era un hombre completo, entero, respetuoso y libre, con la libertad de los hijos de Dios, aun a sabiendas, como decía él, de «que uno no siempre cae bien». Profundo, transparentaba la alegría de Dios y esa bella alegría se escapaba chispeante por sus ojos: era una alegría enamorada, vigorosa, fuerte, llena del Espíritu, una alegría confiada, nacida de saber Quién es el que te busca, Quién es el que te llama.
Pero, sobre todo y ante todo, Pablo era sacerdote, un hombre de Dios. Él era su pasión y de Él hablaba apasionadamente. Su deseo: anunciar a Jesucristo. «Lo más bonito es predicar», decía.
Toda su persona dejaba traslucir que vivía lo que predicaba. Su modo de orar y de celebrar los sacramentos constituye el mejor icono. Celebraba la Eucaristía con recogimiento, con una profunda unción y devoción, tal y como más tarde nos diría: «La Eucaristía es el culmen de la vida cristiana (...), es el anticipo de la gloria del cielo».
En los ratos que le quedaban libres le gustaba darse algún que otro paseo. Para ello se iba por la vía verde del Tarazonica, que discurre sobre la antigua línea de ferrocarril que unía las poblaciones de Tudela y Tarazona. A veces caminaba en dirección Tudela a Cascante, un pueblo vecino del que procede parte de su familia, o bien hacia Tarazona, contemplando al fondo el Moncayo.
El domingo día 15 de febrero, por la mañana, rezó Laudes con nosotras. Al acabar el Oficio se paró delante del Sagrario y se quedó orando.
«Nuestra vida espiritual –nos decía– vale lo que vale nuestra piedad eucarística. (...) Es importante adorar, desear… a Cristo Eucaristía en la reserva». Después fue a desayunar. Allí le dimos las provisiones para el día, el alimento material en el que no podía faltar el chocolate. A Pablo le encantaba el chocolate: se alegró, lo agradeció y bromeamos al respecto. Y el alimento espiritual, pues nos pidió formas y vino para la Misa que celebraría en la cima del monte.
Comenzaron las despedidas. Él no cesaba de dar las gracias reiteradamente por haberle invitado a venir a Tulebras. Lo decía desde el corazón y con un brillo en los ojos muy especial. A una hermana le pidió, en concreto, que rezara por él. Ella le aseguró que lo haría. Durante todo el domingo se acordó frecuentemente de él y estuvo preocupada por si le ocurría algún percance.
Cuenta esta hermana que, por la tarde, hubo un momento en que se tranquilizó y pensó: «Ya está en casa, no le ha pasado nada». Es muy probable que ya estuviera gozando del abrazo del Padre en la verdadera Casa. Al despedirse de otra hermana le dijo bromeando: «Nos vemos el martes en la Facultad… Bueno, si no descarrila tu tren o no me estampo yo». Nada hacía pensar que esta broma iba a ser una profecía cumplida. Lo último que dijo antes de salir del monasterio, tornándose reiteradamente hacia la hermana que le despedía, fue: «Volveré».
El lunes 16 de febrero, sobre las tres de la tarde, llamaron del Obispado de Tarazona para comunicarnos la noticia del fallecimiento de Pablo. La Madre Abadesa informó a las hermanas antes de rezar Nona. Todas nos quedamos sobrecogidas y a duras penas, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta, logramos rezar el Oficio Divino. Su muerte fue impactante, como lo fue su vida. Es muy posible que el menos sorprendido fuera él: vivía en Dios y para Él, y anhelaba el encuentro con el Amado. Sin duda, se marchó a gozar de todo aquello de lo que nos habló. Muchas fueron las personas que al conocer la noticia de su fallecimiento nos llamaron queriendo saber algo sobre sus últimos días y, sobre todo, con el deseo de poder tener sus últimos Ejercicios. Descubrimos de este modo cuántas personas, muy distintas entre sí, encontraron en él a un consejero, a un director espiritual, a un amigo, a una persona que les llevaba a Dios.
Fueron pocos días los que tuvimos la dicha de compartir con Pablo. Sin embargo, como dice el libro del Eclesiástico, «su recuerdo dura por siempre» (44,13). Ha dejado una huella en nuestra vida que, lejos de borrarse con su muerte, se acrecienta. Le sentimos presente: realmente su «volveré» se ha cumplido, aunque de un modo totalmente distinto a como nos lo podíamos imaginar.
Para muchas hermanas ver el Moncayo y acordarse de él es una misma cosa. A él nos encomendamos.
Damos gracias a Dios por Pablo, por su vida, por su sacerdocio, por haberle conocido, por haber tenido la dicha de oír sus Ejercicios, por tenerle en nuestra casa en la que fue su última semana de vida en la tierra. Todos tenemos un día y una hora que sólo el Padre conoce. Su muerte tan repentina nos invita a vivir centradas en lo esencial, a vivir la vida en plenitud, en donación total, pues, como nos dijo, «no merece la pena vivir si no se está dispuesto a dar la vida por alguien». Así nos lo enseñó y así lo vivió. Por eso, sólo nos cabe asociarnos a Pablo para decir con nuestros labios y con nuestra vida, al dador de todo bien: «A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 11,36).
Hermana Pilar Germán,
en nombre de las hermanas del Monasterio Cisterciense Nuestra Señora de la Caridad de Tulebras.
Ejercicios espirituales
1
Descubrir a Dios
es asombroso
«Cuando oréis, decid: Padre nuestro
» (Mt 6,9)
11 de febrero, mañana
Antes de nada, muchísimas gracias por esta invitación. Estar aquí trae un gozo especialísimo, aunque ya he dicho que vengo con algo de temor, porque venir a hablar a una comunidad contemplativa de Nuestro Señor, de Dios, es casi un atrevimiento. En fin, sólo un punto de insensatez, que en este caso me temo que no es virtud, me permite hablarles con cierta normalidad. También quiero dar gracias a Dios por esta comunidad tan querida, que ya conozco gracias a alguna de las presentes, aunque no voy a citar ningún nombre. Doy gracias a Dios y doy gracias en nombre de la Iglesia, en nombre de muchos, porque todos vivimos de la oración contemplativa, y estas comunidades, no cabe duda, son un pilar de la Iglesia.
En el fondo, no voy a hacer otra cosa sino hablar en voz alta de la propia experiencia de Dios. Vamos a compartir nuestra experiencia de Dios. Por tanto, vamos a evitar cualquier teorización, cualquier expresión que sea puramente intelectual, aunque tengamos que emplear la razón. La experiencia de Dios es algo mucho más profundo. La experiencia de Dios nace de nuestro ser, de la totalidad de la persona.
Este compartir podemos hacerlo entre nosotros porque somos todos hermanos en el Señor, y lo más grande que tenemos es nuestra unión a Dios. Pues bien, lo que quiero proponer para este primer momento de la mañana es que nos vistamos de descubridores, como los niños. Hay que
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