Un futuro anterior
Por Mauro Libertella
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¿Se atreverán a dar un paso más, a estar juntos sin esconderse aunque eso implique revelar la traición? ¿Cómo logrará él sobrellevar la culpa? ¿La atracción que sienten podrá transformarse en un verdadero proyecto? Estas son algunas de las preguntas que sobrevuelan esta novela, que aborda una historia de amor pero también una transformación afectiva. Narrada a lo largo de una década, al filo del fin de la juventud, Un futuro anterior abre la caja negra de una pareja para tratar de entender cómo llegaron a ser lo que son, con todos los errores que cometieron y también con todos sus aciertos. Es, además, un recuento de las personas y las cosas que fueron quedando por el camino, de aquello que estamos dispuestos a sacrificar para alcanzar el espejismo de la felicidad.
En su nuevo libro, Mauro Libertella combina con asombrosa naturalidad la narración y el ensayo y camina por el precipicio que separa la literatura de la vida, dando voz a una masculinidad que se deja atravesar por las emociones. Escrito con una prosa cristalina y de gran belleza, Un futuro anterior es al mismo tiempo una indagación salvaje sobre el propio pasado, un réquiem por las amistades perdidas y una carta arrojada al futuro.
«Pocas cosas resultan tan emocionantes como ver surgir un gran talento literario. Pocas cosas resultarán más emocionantes que sumergirse en las páginas de Mauro Libertella por primera vez»
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Comentarios para Un futuro anterior
6 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Muy desparejo. Al principio hay una historia y luego se convierte en pensamientos muy personales que no me resultaron nada interesantes.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Lee monicamaristain.com
Pocos libros me interesan tan poco como El futuro anterior (Sexto Piso) y pocos libros he disfrutado tanto como ese. Se trata de la historia de una pareja, de una historia de amor, de la entrada a la adultez y sobre todo la construcción por medio de una narrativa sincera, honesta, de otra masculinidad.
“Escrito con una prosa cristalina y de gran belleza, Un futuro anterior es al mismo tiempo una indagación salvaje sobre el propio pasado, un réquiem por las amistades perdidas y una carta arrojada al futuro”, es lo que dice la sinopsis y el escritor, Mauro Libertella, tiene una pluma fascinante y enigmática, a la que uno se sube en un vuelo delicioso.
“Ricardo Piglia dijo alguna vez que escribimos para saber lo que es la literatura. La misma fórmula se podría aplicar a todo, incluso a las relaciones. Estamos en pareja para saber lo que es la pareja”, dice en algún punto de su libro y es en esa búsqueda, por algo que no es secreto, pero sí misterioso, lo que encierra El futuro anterior.
Ser escritor pese a todo. Foto: Cortesía
Hijo de la poeta Tamara Kamenszain (1947-2021) y del escritor Héctor Libertella (1945-2006), Mauro ha continuado la profesión de sus padres y pareciera estar (casado como está con la escritora Leticia Frenkel) imbuido de una palabra que trata de decir todo y que al mismo tiempo, como en un círculo (“la ciudad a veces es un laberinto, pero a menudo es un círculo”, también describe el paisaje que lo rodea), vuelve a cobrar significados. La palabra no es sin nosotros: No importa que nuestros padres hayan tenido hijos, hayan intentado una pareja, hayan tratado de estar solos, como nosotros, sólo la palabra, lo que uno puede decir es lo que funda esas situaciones.
Cuando nace el hijo de esta pareja que ha intentado estar junta y que ha pasado por varias vicisitudes, él trata de preguntar a su madre cómo es criar un hijo, cómo es tener un niño y su madre, que estaba lavando los platos, se queda un poco en silencio y luego lo abraza y dice: es lo mejor o algo así. Hay la poca transmisión de algo que es sagrado en nuestras vidas: las propias experiencias que lo harán a uno una persona y que sólo en las narraciones, en los poemas, en el arte, podrá de alguna manera tratar de expresar.
Editó Sexto Piso. Foto: Cortesía
“No sólo en la más abiertamente autobiográfica están las verdades del que la escribe. En la literatura de género, en el policial, en la ciencia ficción e incluso en el fantasy, una lectura microscópica, un auténtico close reading detectará siempre los miedos, los deseos y los fantasmas privados del que lo que escribió”, dice Mauro.
Cuando vamos llegando a las páginas finales, este libro que también tiene su propio soundtrack (desde el Funeral de Arcade Fire, hasta la teoría de Los Beatles, que siempre son para los niños), el autor completa la descripción de una masculinidad nueva y eso es lo que lo hace central al libro.
“Pero a las siete, las ocho de la noche, emergía la duda existencial, la pregunta de todas las preguntas: ¿Qué hacer? Y la respuesta presentaba dos alternativas simples, quedarme solo o salir. Quizás la angustia tuviera que ver justamente con la necesidad de tener que tomar una decisión. Porque vivir solo, en definitiva, es eso: bancarse el vacío, la conversación con el horror vacui”.
“Los escenarios tienen importancia. Un lunes a la noche, de pleno invierno conversábamos con el equipo de futbol, después del partido, en la parrilla de siempre. Hacía mucho frío y todos estábamos un poco engripados, pero nadie faltaba nunca a la cita. Los momentos importantes se inscriben en la memoria con una fuerza particular. Por eso podría precisar en qué punto exacto de la mesa estaba sentado, a quién tenía a mi izquierda, a mi derecha, frente a mí. Qué campera usaba, qué comía y qué hora era cuando Leti me mandó un mensaje al celular: Estoy embarazada”.
“Como si ser padre fuera, también, aprender de nuevo a ser hombre. Como si, en el río revuelto de mis impresiones, ser hombre y ser padre fueran dos formas puras, ideales, que se alejan un poco cuando las estoy por alcanzar. Dos espejismos”.
“Pero es evidente que hay una construcción de la masculinidad y por eso también la masculinidad es muy opresiva para el propio hombre, porque el varón bueno es un varón incompleto, como si le faltara algo”.
Todas estas reflexiones son sustanciales y definen al libro en un relato autobiográfico, que a veces es un ensayo, que a veces es un cuento y que probablemente esté demasiado largo, aunque patinar por una pista limpia y lisa constituye para el lector un placer posible, inmediato.
Mónica Maristain
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Un futuro anterior - Mauro Libertella
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Coberta_futuro_anterior.jpgUn futuro anterior
MAURO LIBERTELLA
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Primera edición: 2022
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Diseño
ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO
Formación
GRAFIME
ISBN:978-84-18342-81-3
A Leticia Frenkel
PRIMERA PARTE
¿Quién era el escritor que decía que cada existencia
se reducía a un montoncito de secretos?
AMÉLIE NOTHOMB
Nos conocimos una de esas noches calurosas y húmedas que definen el tono del verano de Buenos Aires. Llegué invitado a una fiesta en un departamento en un tercer piso, al que se accedía por una escalera angosta, y que daba a la avenida Córdoba; desde el balcón se veía la Facultad de Medicina y más allá las luces tenues de la ciudad dormida. Era una casa vacía, sin mesas ni sillas, las paredes raspadas con colores inciertos, la gente sentada en el piso tomando cerveza del pico, las botellas ahogadas entre hielos en la bañadera y apenas un sillón desvencijado que conquistaron los primeros en llegar. El tipo de fiesta en la que prácticamente nadie sabe bien dónde está ni quién convocó a toda esa gente que sigue y sigue llegando.
Yo iba con un grupo de amigos que aún se estaba formando; teníamos veintitrés años y llevábamos dos o tres saliendo casi todas las noches. Buscábamos siempre lo mismo: plazas vacías, departamentos vacíos, calles vacías. Nos perdíamos en la trasnoche porteña e íbamos a la deriva en ese calor onírico.
Ella –supe luego– llegó con una amiga, la única de la escuela secundaria con la que todavía se frecuentaba. Iba vestida con un pollera corta, de la que emergían unas piernas largas, y de su hombro colgaba una cartera de la que asomaba el borde superior de un libro. Ajena al resguardo de la propiedad privada, dejó abandonada su cartera en el suelo, contra un zócalo, y se perdió en el laberinto de esa pequeña multitud. Sigilosamente, me acerqué hasta ese bolso y pispié. Era un libro de conversaciones con Pedro Almodóvar, Un cine visceral. Guardé la información en algún lugar de mi memoria, consciente de que más tarde la podría usar como un tema de conversación, acaso de abordaje. Ella todavía no me había registrado, pero yo ya experimentaba el privilegio inaudito de estar manipulando lo desconocido.
Los minutos y las horas fueron discurriendo y el alcohol hizo su periplo por el torrente sanguíneo, contaminándolo todo de confusión y euforia. En algún momento de la noche, uno de mis amigos entró al baño y ella y su amiga lo emboscaron. Cerraron la puerta y estuvieron ahí adentro, los tres, durante diez o quince minutos. Él salió con los ojos empañados, obnubilados de delirio sexual. Sonrió con pudor y todos cabeceamos en silencio, como un equipo que festeja un gol luego de un partido largo y complicado. Ella, como una actriz de teatro cuyos movimientos han sido previamente coreografiados, se montó su bolso al hombro y se perdió.
Dos semanas después la volví a ver. Un amigo propuso ir a tomar algo a un pequeño bar con mesas en la calle y ahí estaba, con otro grupo de gente. Nunca supe si el encuentro fue casual o deliberado, pero rápidamente juntamos mesas y nos pusimos a conversar. Recién entonces –supe luego– me vio, en el sentido de que me registró. El movimiento natural de la gente que se para y va a rellenar su vaso a la barra, de los que acercan sus sillas a otras conversaciones, de los que se repliegan y se expanden, hizo que en cierto punto de la velada quedásemos uno al lado del otro. Entonces saqué mi carta maestra, esa que llevaba guardada en alguna zona de mi cerebro y le hablé de Pedro Almodóvar. ¿Qué le dije? No podría evocar las palabras exactas, pero sí sé que mentí con la alevosía con la que se miente en los primeros encuentros: me declaré un experto, un auténtico connoisseur, exageré el entusiasmo al punto de decir que su trabajo era para mí una tabla de salvación para tiempos oscuros y llegué a recitar –¡qué vergüenza!– un pasaje de alguna de sus películas. Funcionó. Pareció sorprendida, maravillada, ¿seducida? Sacó una lapicera azul y en una hoja de un cuaderno a rayas garabateó una lista de sus películas preferidas y luego la arrancó y me la ofrendó. La doblé en cuatro partes y la guardé en el bolsillo de atrás del pantalón, donde van las cosas importantes.
Me gustó de ella que tenía un toque naíf, una manera algo amnésica que al principio apenas percibí pero que con el tiempo iría confirmando. Se olvidaba rápidamente de los nombres y de las fechas, y supongo que ese calendario perdido le permitía vivir en un estado medio flotante, entre racional y volado. Miraba muy fijo a los ojos y tenía una risa fuerte, corporal (se podía ahogar riéndose). Me pareció también, en ese momento, que ella era muy consciente de que ese toque naíf era un arma poderosa de seducción.
Hacia el final de la noche, todos intercambiamos números de teléfono y nos empezamos a juntar. Era el verano de 2006.
En pocos días averigüé casi todo sobre ella. Trabajaba de noche como camarera en un bar de moda del barrio de Palermo, sobre la calle Armenia. Estudiaba Historia pero se estaba por pasar a la carrera de Letras, o ya se había pasado. Vivía con su madre y con su hermano pero se estaba por mudar a un departamento en Caballito. Quería tener un gato negro. Le gustaba el rock, las películas europeas, tomaba algunas drogas, podía hablar toda la tarde y bailar toda la noche. Había estado con una mujer, con algunos chicos.
Ella todavía no sabía nada de mí, pero en ese momento yo era esto: un pibe que había probado estudiar Derecho, luego Filosofía y que ahora se había instalado, de modo definitivo, en la carrera de Letras; un pibe que vivía con su madre y que salía todas la noches con sus amigos, básicamente a fumar porros en plazas; alguien cuyo padre todavía estaba vivo; alguien que tenía novia.
Todavía con la lista de películas pulcramente guardada en el bolsillo de mi pantalón, una noche tomé coraje y pasé por el bar en el que ella trabajaba. Siempre le tuve pánico al momento de encarar a una mujer. Quizás por eso estuve con tan pocas. Es un miedo al rechazo, al ridículo, a la frustración, a todo eso junto. Sabía, eso sí, que era importante mostrar aplomo, naturalidad. Luego de unos minutos de vacilación, hice mi ingreso como si estuviera distraído, como si nada hubiera sido orquestado y mis pasos respondieran a la vieja consigna de «vi luz y entré». En una reacción paradojal, ella se sorprendió pero también me miró con la certeza de quien sabe que eso iba, tarde o temprano, a suceder. Su media sonrisa decía: Yo te traje hasta acá, vos pensás que hiciste un esfuerzo enorme y que tomaste una decisión valiente, pero yo te traje hasta acá. Por supuesto, tenía razón.
No hablamos demasiado. Le dije que andaba por ahí y que justo me acordé de que ella trabajaba en ese lugar, así que decidí entrar a decir hola. Ella sonrió y me dijo que esa noche estaba ocupada, pero que otro día me iba a llamar. No me dijo cuándo, ni para hacer qué, y nos despedimos. El encuentro no duró más de dos minutos, pero salí a la calle mareado, como si me hubiera tomado un trago largo de un alcohol de altísima graduación.
Caminé un par de cuadras hasta la plaza de Armenia y Costa Rica y, entre los árboles y la enorme fuente de agua, divisé a tres de mis amigos, que tomaban una cerveza en uno de los bancos. No fue una coincidencia extraordinaria, de esas que forzarían el verosímil para darle a esto el aura de novela: siempre estábamos ahí. Todavía bajo el efecto de los dos minutos que acababa de vivir, les conté lo que había sucedido y su reacción no fue la esperada. Ya pasaron más de diez años de todo esto, así que mis recuerdos no son tan nítidos, pero diría que se produjo un silencio incómodo, hubo voces que carraspearon, miradas que buscaron asilo en el suelo. ¿Qué había pasado? La respuesta es evidente, aunque yo entonces no lo veía: entre esos tres amigos estaba el que había entrado con ella al baño de esa fiesta en la que la vi por primera vez. Algo estaba mal en todo eso. Algo, diríamos, se empezó a romper esa noche, aunque todavía faltaba mucho.
El patio de la Facultad de Filosofía y Letras era un lugar al que en ese tiempo recalábamos todos los días, y lo hacíamos con un sentido personal de la épica, como si nos hubiera sido dado proyectarnos, por gracia de un mago todopoderoso, a los mismísimos jardines del ágora. La generación de mis padres tuvo el café La Paz, el bar Moderno, el Instituto Di Tella; nosotros, más modestos, ya en un mundo roto, tuvimos el patio de Puan. En términos arquitectónicos y paisajísticos, el lugar era horrible: puro cemento, pintadas ilegibles en las paredes, gris sobre gris sobre gris. Un cuadrilátero donde la gente se juntaba a emitir monólogos exagerados y a fumar tabaco armado. Si levantábamos la cabeza para mirar el cielo, nos interrumpía